172972.fb2 El Tatuaje De La Concubina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

El Tatuaje De La Concubina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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En el distrito daimio, una partida de soldados escoltaba un palanquín detenido frente a una puerta adornada con el emblema del doble cisne. Su comandante anunció:

– La esposa del sosakan-sama del sogún desea ver al caballero Miyagi.

– Os ruego que esperéis mientras informo al daimio de que tiene una visita -replicó uno de los guardias de los Miyagi.

Dentro del palanquín, Reiko temblaba de alegre emoción. Su carrera de detective empezaba de verdad. A primera hora de la mañana había hablado con Eri, quien le había prometido acordar una cita con la dama Ichiteru para más tarde. En aquel momento llegaba su primera ocasión de medir su inteligencia con un sospechoso de asesinato. ¡Cómo deseaba que el caballero Miyagi fuese el asesino, para adjudicarse el triunfo de demostrarlo! Mientras esperaba, jugueteaba con una caja de dulces que había llevado como regalo de cortesía para los Miyagi. Las circunstancias le habían proporcionado la excusa perfecta para visitarlos. Podría sondear sus secretos oscuros, y el caballero Miyagi jamás sospecharía su auténtico propósito. Aunque Reiko trataba de calmarse y concentrarse en la tarea que tenía por delante, a sus labios no dejaba de asomar una sonrisa, y no sólo por haber alcanzado su sueño.

Su primera noche con Sano había añadido una nueva dimensión a su vida. A pesar del dolor entre las piernas, el amor le había aportado una estimulante sensación de bienestar físico y espiritual. El mundo parecía repleto de tentadores desafíos, y Reiko se sentía preparada para afrontarlos todos. Asomó la cabeza con impaciencia para mirar hacia la puerta de los Miyagi. Por fin, apareció un criado.

– El caballero y la dama Miyagi recibirán a la dama Sano en el jardín -anunció.

Reiko cogió su regalo y bajó del palanquín. Le dijo a su séquito que la esperara fuera y entró con el criado en la mansión del daimio. En el recinto que formaban los barracones de los vasallos, las garitas estaban ocupadas tan sólo por dos samuráis. La mansión, de paredes con entramado de madera y tejados de teja, estaba rodeada por otro patio. En el porche de la entrada había apostado un único guardia. En el lugar imperaba una soledad estremecedora. Sano la había precavido de aquello, y su corazón se aceleraba de ansiedad. El anormal modo de vida del caballero Miyagi era, a todas luces, indicativo de un carácter turbio. ¿Estaba a punto de conocer al asesino de la dama Harume?

Siguió a su guía a través de otra puerta, la que daba al jardín privado. Los pinos se alzaban como monstruos grotescos, con el tronco y las extremidades artificialmente descoyuntados y el follaje recortado para acentuar lo retorcido de sus posturas. Las piedras ornamentales eran gruesos pilares fálicos de cabeza redondeada. En un macizo de arbustos se alzaba la estatua negra de una deidad hermafrodita de muchos brazos con las manos sobre sus senos desnudos y su erección. Aquella mañana Sano le había resumido los extraños usos de la casa Miyagi, pero las simples palabras no la habían preparado para la realidad. La iniciación sexual había ampliado sus sentidos y le había conferido una aguda conciencia de lo que la rodeaba. En el jardín se respiraba un ambiente extrañamente quedo. Los rayos del sol, filtrados por los árboles deformes, arrojaban largas sombras. Reiko resopló ante la podredumbre del aire.

En un lecho de arena blanca, una hermosa jovencita trazaba pulcras líneas paralelas con un rastrillo. Otra lanzaba migas a la carpa naranja del estanque. En el pabellón bordaba una mujer mayor, de rostro feo y austero. Un varón de mediana edad, de rodillas junto a un arriate y ataviado con una ajada bata azul de algodón, esparcía con un cucharón algo que sacaba de un cubo de madera.

De repente, Reiko tuvo miedo, aun con los guardias que la esperaban en el exterior. Nunca se había entrevistado con un sospechoso de asesinato. Su conocimiento de los criminales se reducía a los que había observado, sin peligro, en el tribunal del magistrado. La siniestra atmósfera de la mansión Miyagi la advertía de que ya no tocaba fondo. ¿Sería capaz de obtener la información que quería sin desvelar su condición de compañera de Sano? A fin de no perder su respeto, para servir al honor y al amor, tenía que conseguirlo. ¿Era realmente el caballero Miyagi el asesino? ¿Qué le haría si desvelaba su estratagema?

– La honorable dama Sano Reiko -anunció el lacayo.

Todos se volvieron hacia Reiko. El rastrillo se detuvo en sus surcos; la chica que daba de comer a la carpa se paró con el brazo extendido. El caballero Miyagi detuvo el cucharón a media altura, y las manos de su esposa quedaron quietas sobre el bordado. Mientras la observaban en impasible silencio, Reiko casi veía los vínculos invisibles que los unían como hilos de telaraña. El daimio y las dos jóvenes se pusieron en movimiento y se plantaron junto al pabellón ocupado por la dama Miyagi. A Reiko le daban la impresión de ser partes separadas de la misma criatura fantástica que se unían ante una amenaza. Contuvo un escalofrío y se acercó a sus anfitriones.

– Vuestra presencia nos honra -dijo la dama Miyagi con una reverencia y una sonrisa que reveló sus dientes ennegrecidos.

El ritual de las presentaciones ayudó a que Reiko recobrase en parte la compostura.

– He venido a agradeceros el precioso costurero que enviasteis como regalo de bodas -dijo para anunciar el aparente motivo de su visita-. Os ruego que aceptéis este presente de mi gratitud.

– Muchas gracias -contestó la dama Miyagi-. Gorrión, trae té para nuestra invitada.

Una de las concubinas cogió el regalo de Reiko, y las dos se fueron hacia la casa. La dama Miyagi arqueó los hombros.

– Una se queda envarada de estar sentada tanto tiempo, y estoy segura de que estaréis entumecida después de un viaje en palanquín. Venid conmigo, demos un paseo por el jardín.

Se levantó y descendió del pabellón. Se movía con zancadas bruscas y poco femeninas; su quimono gris pendía de un cuerpo anguloso.

– Es un gran placer conoceros -dijo cuando estuvo al lado de Reiko.

En un principio, Reiko había confiado en que los Miyagi recibirían con los brazos abiertos una oportunidad de ganarse el favor de Sano a través de ella, y que por tanto le concederían un rato más que los breves instantes reservados para las visitas de cortesía. En ese momento, aunque el plan iba sobre ruedas, deseaba rematar el asunto y partir lo antes posible. Los inexpresivos ojos negros de la dama Miyagi relucían con interés depredador. Reiko se apartó un poco… y topó con el caballero Miyagi, que se había situado a su izquierda.

– Encantadora como la nieve primaveral en las flores del cerezo -dijo alargando las vocales, y suspiró con sus húmedos labios.

Encajada entre los dos anfitriones, Reiko se sentía cada vez más alarmada, y el cumplido, que sugería la decadencia de la belleza, no la halagaba lo más mínimo. Encontraba repulsivo al caballero Miyagi, con su piel colgante, sus ojos de párpados caídos y su postura lánguida. ¿Era él el padre del hijo de la dama Harume? ¿Cómo podía haber soportado que la tocara? El hedor que Reiko había captado no enmascaraba el olor íntimo y almizcleño que emanaban marido y mujer. Retrocedió en su fuero interno ante el aura de prácticas misteriosas e insanas. Después de haber consumado su matrimonio, se tenía por muy adulta y experimentada. En ese momento su feliz ilusión se resquebrajaba ante la sofisticación perversa de los Miyagi.

– Un paseo por el jardín me parece una idea estupenda -farfulló.

Ansiosa de poner algo de distancia entre ella y la pareja, comenzó a andar por el sendero. Pero el caballero y la dama Miyagi la seguían tan de cerca que la rozaban con sus mangas a medida que caminaban. Reiko sentía el cálido aliento del daimio en su sien. La dama Miyagi actuaba de barrera que le impedía romper la formación. ¿Había sentido la dama Harume aquella incomodidad al caer en la telaraña erótica de la pareja? ¿Se atreverían a fantasear sobre la esposa de un alto funcionario Tokugawa?

Reiko deseaba haber entrado con los guardias. Los nervios la hacían olvidar los planes formulados para el encuentro, e intentó a la desesperada entablar una conversación que le permitiera obtener los resultados que esperaba.

– Admiro vuestro jardín. Es tan… -Mientras buscaba una descripción adecuada, se fijó en otra estatua: un demonio alado bicéfalo con el cadáver de un animalito entre las garras. Se estremeció-. Tan elegante.

– Pero me imagino que el jardín del sosakan-sama es mucho mejor -aventuró la dama Miyagi.

Al captar una curiosidad genuina en la convencional respuesta, Reiko supuso que la mujer del daimio había mencionado a Sano con la intención de descubrir lo que Reiko sabía sobre el asesinato. Aprovechó la oportunidad:

– Por desgracia, mi marido no dispone de mucho tiempo para la naturaleza. Desagradables asuntos reclaman su atención. ¿Tal vez hayáis oído hablar del incidente que interrumpió nuestras celebraciones matrimoniales?

– Desde luego. Un espanto -dijo la dama Miyagi.

– Ah, sí -suspiró el daimio-. Harume. Tanta belleza destruida. Debió de sufrir una atrocidad. -La sonrisa del caballero fue adquiriendo tintes lascivos-. El cuchillo que corta su piel tersa; la sangre que mana; la tinta envenenada que va calando en su joven cuerpo. Las convulsiones y la locura. -Los ojos caídos de Miyagi centelleaban-. El dolor es la sensación definitiva; el miedo es la más intensa de las emociones. Y hay una belleza particular en la muerte.

Reiko sintió un escalofrío de horror al descubrir que los gustos del caballero Miyagi se desviaban de las fronteras de la normalidad incluso más de lo que ella o Sano habían pensado. Recordaba un juicio que su padre no le había dejado presenciar, el de un mercader que había estrangulado a una prostituta mientras copulaban, para alcanzar la satisfacción carnal definitiva con la muerte de su amante. ¿Había buscado lo mismo el caballero Miyagi con Harume, disfrutando desde lejos de su agonía?

Reiko fingió no haber captado nada inusual en su comentario.

– Me entristeció mucho la muerte de Harume. ¿A vos no?

– Hay mujeres caprichosas que provocan, atormentan y atraen a la gente en un continuo flirteo con el peligro. -El deje afectado del daimio cobró una oscura y morbosa aspereza por la emoción-. Invitan al asesinato.

A Reiko le dio un vuelco el corazón.

– ¿Eso hacía la dama Harume? -preguntó. «¿Con vos, caballero Miyagi?»

Consciente tal vez de que su esposo hablaba demasiado a la ligera, la dama Miyagi atajó la conversación.

– ¿Cuáles son los progresos del sosakan-sama en la investigación? ¿Arrestará pronto a alguien? -Su voz estaba llena de ansiedad; ella, a diferencia del daimio, parecía preocupada por el resultado del caso.

– Oh, no sé nada sobre los asuntos de trabajo de mi marido -respondió Reiko con frívola despreocupación; no quería que la pareja adivinase que ella sabía que el caballero Miyagi era uno de los sospechosos.

La dama Miyagi no varió ni de expresión ni de postura, pero Reiko notó que se relajaba. Llegaron al arriate donde el daimio había estado trabajando. Este recogió el cubo, que contenía un mejunje grumoso rojo y gris, fuente del desagradable olor y nido de moscas.

– Pescado machacado -explicó el caballero Miyagi-. Para enriquecer la tierra y que crezcan las plantas.

A Reiko se le revolvió el estómago. Mientras el daimio esparcía un poco más de la sustancia con el cucharón, la acariciaba con su límpida mirada.

– De la muerte surge la vida. Algunos deben morir para que otros sobrevivan. ¿Lo comprendéis, querida?

– Eh, sí, supongo. -Reiko se preguntaba si se estaría refiriendo a los animales muertos… o a la dama Harume. ¿Estaba justificando su asesinato?-. Así es la naturaleza.

– Sois tan perspicaz como hermosa. -El caballero Miyagi le acercó la cara y sonrió con labios húmedos que revelaban unos dientes descoloridos. Enervada de desagrado, Reiko trató de no recular ante el asomo de encaprichamiento que captaba en sus ojos inyectados en sangre.

– Muchas gracias -murmuró.

Se oyeron pasos en la galería.

– El té está servido -anunció la dama Miyagi.

– ¡El té! ¡Oh, sí! -exclamó Reiko, profundamente aliviada.

Tomaron asiento en el pabellón. Las concubinas les llevaron paños húmedos y calientes para lavarse las manos y sirvieron ante ellos un ágape extravagante: té, higos frescos, tartas de confitura de judías, melón en vinagre, castañas asadas con miel y filetes de langosta dispuestos en forma de peonía. Mientras probaba por educación todos los platos, a Reiko le vino a la mente la tinta envenenada. Se le cerró la garganta y le sobrevino un acceso de náusea. Estaba cada vez más convencida de que el caballero Miyagi era el asesino. Los crímenes contra la dama Harume que no habían requerido contacto físico se adecuaban a los hábitos del daimio. Fue él quien le envió el frasco de tinta. El té tenía un regusto amargo, y los dulces parecían saturados de la mácula de la carne muerta.

Sentado junto a ella, el caballero Miyagi mascaba y se relamía con parsimonia. Mientras comía pétalos de la peonía de langosta, su mirada se paseaba por Reiko como si la fuera desvistiendo con los ojos. Ella se ruborizó bajo el maquillaje y se obligó a tomar un trago de té. Sintió un retortijón y por un angustioso momento pensó que el liquido saldría por donde había entrado.

El daimio entonó:

En lo alto del arbusto crece la fruta madura,a salvo del brazo del hombre; intacta.Una avispa perfora sus carnes sedosasy bebe de su dulzura interior;desde abajo, celebro el casamientocon éxtasis propio.

Hundió los dientes en la pulpa rosada de un higo, sin apartar los ojos de Reiko. Le acercó una mano a la cabeza con movimiento sinuoso. Reiko se sobresaltó. Las concubinas rieron disimuladamente; el caballero Miyagi soltó una risilla entre dientes.

– No temáis, querida. Se os ha enredado una hoja en ese pelo tan hermoso; permitidme que os la quite.

Deslizó sus dedos por la sien y la mejilla de Reiko antes de dejarlos caer. No llevaban ninguna hoja. Los dedos del daimio dejaron una sensación de humedad a su paso, como el rastro de una babosa. Acalorada de airada vergüenza, Reiko apartó la vista. Como miembro de un clan importante, había tenido escaso contacto con hombres que no fueran de su casa, y ninguno se había atrevido a tratar a la hija de un magistrado con tan poco respeto. En consecuencia, no tenía ni idea de cómo afrontar las vulgares insinuaciones del caballero Miyagi. Lo único que se le ocurría era fingir que no sabía lo que estaba haciendo.

– Tenéis una dicción admirable -dijo con voz tenue.

Después miró a la dama Miyagi en busca de ayuda. Si tenía algo de orgullo o sensatez, atajaría en el acto el ultrajante flirteo del daimio. ¿Cómo soportaría ninguna mujer que su marido se insinuase a otra en su presencia? En lo que a Reiko se refiere, mataría a Sano si alguna vez se comportaba así.

Mas la dama Miyagi se limitaba a observar y asentir con la cabeza; su pétrea sonrisa no vaciló en ningún momento. Si sentía algún tipo de celos, los ocultaba muy bien.

– ¿Os agrada la poesía, dama Sano? -El sol se filtraba por la celosía de las paredes del pabellón y revelaba la sombra de bigote de su labio superior. Reiko asintió, desamparada-. A mí también.

Charlaron de poetas famosos y citaron versos clásicos. La dama Miyagi recitó varios poemas de su propia cosecha e invitó a Reiko a que hiciera lo mismo. El caballero observaba relamiéndose los dedos. Reiko a duras penas sabía lo que decía. La comida se agriaba en su estómago y las preguntas bullían en su cabeza. ¿Qué había pasado entre la pareja y la dama Harume? ¿Había empezado así? ¿Había matado a la concubina?

Por desgracia, Reiko había perdido cualquier tipo de control que hubiese tenido sobre la entrevista. Ninguno de los consejos y explicaciones de Sano la habían preparado para la realidad de esa situación. Era incapaz de dar con un modo de conducir la conversación de vuelta al asesinato sin levantar sospechas. La desesperación agravaba el malestar que la asaltaba en oleadas frías y calientes. La mañana adquirió las dimensiones de una pesadilla. Los ojos de la dama Miyagi relucían a medida que recitaba haikus. Reiko se encogía ante la mirada táctil del caballero Miyagi. Al final, ya no podía soportarlo.

– Me he impuesto a vuestra hospitalidad demasiado tiempo -dijo con voz ahogada-. Es hora de que me vaya.

El daimio suspiró con pesar.

– ¿Tan pronto, querida? Oh, en fin… Las despedidas son inevitables, los gozos de la vida, efímeros. La escarcha reclama incluso las flores más frescas y adorables.

De nuevo su voz estaba cargada de esa oscura excitación. Reiko sentía que el espíritu de la dama Harume flotaba por el jardín. Sintió náuseas.

Entonces los ojos del caballero Miyagi se iluminaron, como el reflejo del sol en aguas contaminadas.

– Esta noche haremos una excursión a nuestra villa de las colinas, para ver la luna de otoño. ¿Tendríais la bondad de acompañarnos?

«¡No! ¡No quiero veros nunca más! ¡Dejadme salir de aquí!» La vehemente negativa habría salido como un chorro de los labios de Reiko, de no haberlos tenido cerrados con fuerza en un intento de contener su malestar. Sabía el peligro en que incurría con cada instante que pasara en compañía de un hombre que hallaba placer en la muerte de una joven.

– Os ruego que asistáis -la apremió la dama Miyagi-. Vuestro talento poético encontrará mucha inspiración en la belleza de la natura.

Sano le había dicho que obrara con cautela, y la idea de ir a cualquier parte con los Miyagi la aterrorizaba y la repelía.

– La ocasión nos dará la oportunidad de conocernos mejor, querida. -La perezosa sonrisa del daimio sugería una noche de emociones extravagantes y prohibidas-. A tanta distancia de la ciudad, no habrá nada que nos moleste.

Mas Reiko no tenía pruebas de que el caballero Miyagi hubiera envenenado a Harume. Su propia certeza no serviría para condenarlo. Necesitaba pruebas, o una confesión. Para obtener cualquiera de las dos cosas, tenía que aprovechar la ocasión de volver a verlo.

– Os agradezco vuestra amable invitación. -Reiko se obligó a arrancar las palabras de la bilis amarga que sentía en su garganta-. Acepto de buen grado.

Luchó contra la náusea, con la piel fría y sudorosa, mientras escuchaba los preparativos de sus anfitriones para el viaje.

– Ahora debo seguir con mis visitas y prepararme para el viaje. ¡Adiós!

La caminata desde el jardín hasta la calle duró una eternidad. Mareada y desfallecida, se subió al palanquín, temiendo que no podría controlarse hasta llegar a casa. Con el movimiento del vehículo, el estómago se le revolvió todavía más.

– ¡Parad! -gritó Reiko.

Bajó de un salto, corrió a un callejón, se agachó y vomitó, alzando la manga para protegerse de las miradas de los transeúntes. El alivio fue instantáneo, pero vino seguido de inmediato por el pavor. ¿Cómo iba a soportar una noche entera con los Miyagi? Volvió al palanquín dando traspiés y se consoló con el pensamiento de que tenía el resto del día para prepararse para su cometido. No podía defraudar a Sano, cuando el fracaso en la resolución del caso podía significar la ruina de los dos. De algún modo tenía que llevar al caballero Miyagi ante la justicia.

Si su valor y su estómago no le fallaban.