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Ramallah, Císjordanía, martes, 16.46 h
Su primera sorpresa fue la brevedad del trayecto. Hacia solo quince minutos que había subido al asiento trasero del Land Cruiser negro del consulado, y en esos momentos el conductor, el sargento de marines Kevin Lee, le anunciaba que estaban cruzando la Línea Verde, saliendo del «Israel original» y adentrándose en los territorios que el país había ganado en la guerra de los Seis Días, en 1967.
Sin embargo, era una frontera invisible. No había indicadores ni guardias, ni carteles de bienvenida. Parecía que se hubieran adentrado en otro barrio residencial de Jerusalén; los edificios de apartamentos se sucedían uno tras otro, todos construidos con la misma piedra clara.
– Esto es Pisgat Ze' ev -dijo Lee-. La gente que vive aquí no es consciente de que está al otro lado de la Línea Verde. -Se volvió para mirar a Maggie-. O no quiere ser consciente.
Maggie miró por la ventanilla. No le extrañaba que todo lo relacionado con aquellas negociaciones pareciera una pesadilla. El plan establecía que Jerusalén sería dividida en dos partes -el eufemismo que utilizaba la diplomacia estadounidense era «compartidas»- y se convertiría en la capital de ambos países. Pero Maggie comprendió entonces que esa escisión sería imposible.
Jerusalén Oriental y Jerusalén Occidental eran como dos árboles que habían crecido tan cerca el uno del otro que se habían entrelazado. Se negaban a separarse.
– Ahora se hará una idea más precisa -dijo Lee; la carretera empezaba a girar-. Pisgat Ze'ev a un lado y Beit Hanina al otro -añadió, señalando a derecha e izquierda.
Maggie enseguida vio la diferencia. El lado árabe era casi un páramo: casas de bloques de hormigón gris a medio acabar de donde asomaban varas de hierro como tendones seccionados; aceras llenas de agujeros y hierbajos limitados por barriles de aceite oxidados. Por la otra ventanilla, Pisgat Ze' ev era líneas rectas y pulcros setos. Podría haber sido un barrio residencial de Estados Unidos, pero construido con piedra bíblica.
– Sí, es bastante sencillo -continuó Lee-. A un lado la infraestructura es magnífica, y al otro lado es una mierda.
Siguieron en silencio mientras Maggie escrutaba el paisaje que la rodeaba. Podías leer cien informes y estudiar otros tantos mapas, pero no había nada como ver el terreno con tus propios ojos. Así fue en Belfast y en Bosnia, y también allí.
– ¡Un momento! -exclamó Lee mirando al frente-. ¿Qué es eso?
A ambos lados de la carretera se veían sendas hileras de personas.
– ¿Podemos parar? -preguntó Maggie-. Me gustaría echar un vistazo.
Lee se detuvo en la cuneta y la gravilla crujió bajo los neumáticos.
– Señora, permítame que salga yo primero para comprobar que la situación es segura.
«Señora.» Maggie intentó calcular cuántos años se llevaba con el sargento de marines Lee. Él no debía de tener más de veintidós. Así que, al menos en teoría, Maggie era lo bastante mayor para ser su madre.
– De acuerdo, señorita Costello. Creo que puede usted salir.
Maggie se apeó del coche y vio que a un lado de la carretera la gente formaba una fila que se estiraba, subía por la colina y se perdía en la distancia. En la otra dirección, al otro lado de la carretera, lo mismo. Algunos ondeaban pancartas, los demás se cogían de las manos. Era una cadena únicamente humana interrumpida por la carretera.
Entonces Maggie lo comprendió. Iban vestidos de color naranja, el color del movimiento de protesta que había surgido para oponerse al proceso de paz. Leyó los lemas de las pancartas. Uno decía: «Detened a los traidores»; el otro: «Yariv se despedirá con fuego y sangre». En el primero aparecía una caricatura del primer ministro tocado con una kifiya blanca y negra, el pañuelo tradicional palestino. En el segundo, Yariv aparecía vestido con el uniforme nazi de las SS.
La mujer que sostenía la pancarta de la kifiya vio que Maggie la miraba y la llamó:
– ¿Quiere salvar Jerusalén? ¡Esta es la manera de hacerlo! Tenía acento de Nueva York.
Maggie se acercó.
– Somos Brazos Alrededor de Jerusalén. -La mujer le entregó un panfleto-. Estamos formando una cadena alrededor de la capital eterna e indivisible del pueblo judío. Y vamos a quedamos aquí hasta que Yariv y el resto de los criminales se hayan ido y nuestra ciudad vuelva a estar a salvo.
Maggie asintió.
La mujer bajó un poco la voz, como si compartiera un secreto.
– Si por mí fuera, nos llamaríamos Manos Fuera de Jerusalén, pero no se pueden ganar todas las batallas. Debería quedarse un rato por aquí para ver lo que los verdaderos israelíes piensan de esta gran traición.
Maggie señaló el coche que la esperaba y se disculpó con un gesto. Mientras caminaba hacia el Land Cruiser oyó una canción que llegaba de lo alto de la colina. Las voces, separadas por la distancia, no cantaban todas al unísono pero creaban una melodía hermosa e hipnótica.
Mientras el sargento Lee le abría la puerta y se ponía al volante, Maggie pensó en lo que acababa de ver. Yariv no tenía ninguna posibilidad ante una oposición tan decidida. Aun suponiendo que al final consiguiera persuadir a los palestinos, le quedaba por convencer a su propio pueblo, un pueblo dispuesto a formar un anillo humano en tomo a la ciudad ya mantenerlo noche y día durante semanas e incluso meses.
En esos momentos circulaban por una carretera lisa y sin casi tráfico, salvo por los ocasionales 4x4 de la ONU y un vehículo caqui del ejército israelí, las FDI. Según le explicó Lee, todos los demás coches pertenecían a los colonos.
– ¿Dónde están los palestinos?
– Tienen que pasar por otro sitio. Por eso se dice que esta carretera es de circunvalación. Porque es para circunvalarlos a ellos.
Lee se detuvo en la cola del control de paso. Un cartel en inglés indicaba quiénes estaban autorizados para cruzarlo: organizaciones internacionales, personal médico, ambulancias, prensa. Debajo, una clara advertencia: «¡Deténgase aquí! ¡Espere a que los soldados lo llamen!».
El conductor cogió el pasaporte de Maggie, bajó la ventanilla y se lo entregó al centinela. Maggie agachó la cabeza para observar mejor su rostro. Era moreno y delgado, con algunos granos de acné en el mentón. No podía tener más de dieciocho años.
Los dejaron seguir y pasaron ante la carcasa vacía de un edificio que Lee identificó como el City Inn Hotel. Sus paredes estaban acribilladas de agujeros de bala.
– En la segunda Intifada lucharon aquí durante semanas.
El ejército tardó lo suyo en conseguir expulsar a los palestinos. -Se volvió y sonrió a Maggie-. Tengo entendido que ahora las habitaciones son baratísimas.
A los pocos minutos de haber dejado atrás los barrios periféricos israelíes, se adentraron en un paisaje completamente distinto. Los edificios estaban construidos con la misma piedra clara que había visto en Jerusalén, pero tenían un aspecto mucho más sucio y polvoriento, abandonado. Los carteles estaban en árabe e inglés: AL-RAMI MUTURS, AL-AQSA ISLAMIC BANK. En una esquina vio un montón de sillas de caña y mimbre y a unos cuantos jóvenes haraganeando y fumando. Los muebles estaban a la venta. Los niños que se dirigían al colegio cargados con grandes mochilas caminaban esquivando los socavones de las aceras. Maggie apartó la mirada.
En todas las paredes y en las ventanas de los comercios abandonados había carteles con los rostros de hombres y muchachos, todos ellos enmarcados con los colores verde, blanco, rojo y negro de la bandera nacional palestina.
– Mártires -explicó Lee.
– ¿Terroristas suicidas?
– Sí, pero no solo. Ahí también están los niños que tirotean a los colonos o que lanzan cohetes.
El coche se metió en un socavón y dio una brusca sacudida.
Maggie siguió mirando por la ventana. Allí, al igual que en la mayoría de los lugares donde había trabajado, los dos bandos acababan matando a los niños del lado contrario. Parecía que casi todos los que mataban y los que morían eran muy jóvenes. Era algo que ya sabía, pero en los últimos años no había visto otra cosa. Una y otra vez, en un sitio tras otro, lo había presenciado y le había repugnado. Una imagen, la misma de siempre, flotaba en su cerebro y tuvo que cerrar los ojos con fuerza para ahuyentarla.
Se abrieron paso por calles abarrotadas; pasaron frente a una cafetería llena de mujeres que llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Lee sorteó unos cuantos carros tirados por muchachos y cargados de fruta: peras, manzanas, fresas y kiwis. Todo el mundo avanzaba por la calzada: gente, coches y animales. El tráfico se movía lenta y ruidosamente entre constantes pitos y bocinazos.
– Aquí es -anunció Lee.
Habían aparcado ante un edificio que tenía un aspecto distinto al resto: era grande, no había polvo y tenía los cristales intactos. Vio un cartel que daba las gracias a Japón y a la Unión Europea. Un ministerio.
Cuando entraron, los condujeron a una espaciosa oficina donde había un largo sofá en forma de L. La estancia era demasiado grande para los muebles que había. Maggie sospechó que su tamaño lo había dictado la grandiosidad más que el sentido práctico.
Un individuo corpulento apareció con una bandeja en la que había dos vasos de humeante té a la menta para ella y el marine que la escoltaba. Al subir, Maggie había visto a media docena de tipos como él sentados aquí y allá, fumando, matando el tiempo, tomando té o café. Supuso que oficialmente serían personal de seguridad, pero sabía que en realidad pertenecían a ese grupo que había visto en todos los rincones del mundo: el de los vagos que habían tenido la suerte de contar con un cuñado o un primo que los había enchufado a cargo del Estado.
– El señor al-Shafi la recibirá ahora. Por favor, sígame. Maggie recogió su pequeño maletín negro y siguió al guía fuera de la estancia. Entró en una habitación más pequeña y amueblada menos ostentosamente. Parecía que allí las cosas se habían hecho mejor. Había varios ayudantes sentados en las sillas y en el único sofá. En la pared colgaba un retrato de Yasir Arafat y un mapa de Palestina que incluía no solo Cisjordania y Gaza, sino Israel. Toda una declaración de intenciones que hablaba de línea dura.
Jalil al-Shafi se levantó para estrechar la mano de Maggie. -Buenos días, señorita Costello. Tengo entendido que ha interrumpido usted su retiro y ha venido hasta aquí para que dejemos de peleamos como niños.
La broma y el conocimiento interno que revelaba, no la sorprendieron. En su nota informativa, Davis le decía que su interlocutor era inteligente. Después de haber pasado más de diez años en una cárcel israelí, acusado no solo de terrorismo sino de varios cargos de asesinato, al-Shafi se había convertido en un símbolo de la lucha. Durante el cautiverio aprendió hebreo de sus carceleros y después inglés, y los utilizó para publicar declaraciones mensuales a través de su esposa: unas veces era una llamada a las armas; otras, sobrios análisis políticos; otras, sutiles maniobras diplomáticas. Cuando los israelíes lo pusieron en libertad, pocos meses antes, fue la señal inequívoca de que podía avanzarse por el camino de la paz.
En esos momentos al-Shafi era reconocido como el líder de facto de al menos la mitad de la nación palestina: la parte que no se identificaba con Hamas sino con el movimiento secular y nacionalista al-Fatah fundado por Arafat. No ostentaba cargo político -seguía habiendo un presidente-, pero nada se movía en al-Fatah sin SU aprobación.
Maggie intentó leer en él. Las fotografías de un rostro barbado y de rasgos toscos la habían preparado para un luchador callejero y no alguien sofisticado. Sin embargo, el hombre que tenía delante mostraba un refinamiento que la sorprendió.
– Me dijeron que valía la pena -contestó. Que ustedes y los israelíes estaban muy cerca de llegar a un acuerdo. -Sí. El tiempo verbal es exacto: «estábamos».
– ¿Ya no?
– No si los israelíes siguen matando a los nuestros y engañándonos. -¿Matándolos?
– Es imposible que a Ahmed Nur lo asesinara uno que tengo entendido, los palestinos han liquidado a un montón de palestinos a lo largo de los últimos años.
Los ojos de al-Shafi le lanzaron una mirada glacial. Maggie le devolvió una sonrisa. Lo había hecho deliberadamente: era mejor mostrar carácter desde el principio; de ese modo sus interlocutores abandonaban toda tentación de tratarla como si fuera una débil mujer.
– Ningún palestino mataría a un héroe nacional como Ahmed Nur, Su trabajo era motivo de orgullo para todos nosotros y un claro desafío a la hegemonía y la dominación de los israelíes.
Maggie recordó que al-Shafi se había doctorado en ciencias políticas durante su cautiverio.
– Pero quién sabe si no se dedicaba a otras actividades…
– Créame si le digo que era la última persona de este mundo que habría colaborado con los israelíes.
– Oh, vamos, todos sabemos que no simpatizaba con el gobierno actual Nur no soportaba a Hamas.
– Está usted bien informada, señorita Costello. Pero Ahmed Nur comprendía que en estos momentos, en Palestina, tenemos un gobierno de unidad nacional. Cuando al-Fatah se coaligó con Hamas, Nur lo aceptó.
– ¿Qué otra cosa podía decir públicamente? Se supone que los colaboracionistas de Israel no llevan una camiseta con el lema «Soy colaboracionista» escrito en el pecho.
Al-Shafi se inclinó hacia delante y miró fijamente a Maggie. -Escúcheme bien, señorita Costello. Conozco a mi pueblo y sé quién es un traidor y quién no. Los que colaboran con el enemigo o son jóvenes o son pobres o están desesperados o guardan algún secreto del que se arrepienten o los israelíes tienen algo que ellos necesitan. Nur no encajaba en ninguna de esas categorías. Además…
– Nur no sabía nada -dijo Maggie, que de repente había comprendido lo obvio. No era más que un académico ya mayor. No tenía ninguna información que ofrecer.
– Sí, eso es. -AI-Shafi parecía perplejo; se preguntó dónde se ocultaba la trampa. Aquella estadounidense se había plegado demasiado pronto. Por eso los que lo mataron tienen que ser israelíes.
– Lo cual explicaría el acento extraño de los asesinos.
– Exacto. Así, ¿está usted de acuerdo conmigo?
– ¿Y el motivo?
– El mismo de siempre ¡durante los últimos cien años! Los sionistas dicen que quieren la paz, pero no es verdad. La paz les da miedo. Cada vez que están cerca, encuentran alguna razón para echarse atrás. Pero esta vez lo que quieren es que seamos nosotros los que nos echemos atrás. Por eso nos matan y hacen que los nuestros se vuelvan locos e ¡Impidan que sus líderes estrechen la mano del enemigo sionista!
– Si los israelíes quisieran engañar de verdad a los palestinos, ¿no habrían matado a un montón de gente en vez de a un simple y viejo académico?
– ¡Los sionistas son demasiados listos! Si lanzaran un bombazo, el mundo les echaría la culpa. ¡De este modo, nos la echa a nosotros!
Maggie pensó que había algo sospechoso en el tono de al-Shafi. ¿Qué era? Hablaba demasiado alto. Era algo que ya había detectado antes: en Belgrado, un oficial serbio que hablaba con un tono forzado. Entonces lo comprendió: al-Shafi no hablaba para ella, estaba actuando, y su verdadera audiencia eran los otros hombres que había en la habitación.
– Doctor al-Shafi, ¿cree que podríamos hablar en privado? Al-Shafi miró al puñado de funcionarios y los mandó salir con un rápido gesto de la mano. Tras un breve frufrú de papeles y un tintineo de vasos, se quedaron solos.
– Gracias -dijo Maggie-. ¿Hay algo que quiera decirme ahora?
– Ya le he dicho lo que opino. -Su voz había recobrado un tono normal.
– Me ha dicho que cree que los hombres que mataron a Ahmed Nur ayer eran agentes encubiertos israelíes.
– Sí.
– Pero eso no es lo que usted cree de verdad, ¿no? ¿Hay algo que quizá no quería decir delante de sus colegas?
– ¿Así logra usted la paz, señorita Costello? ¿Leyendo la mente de los hombres que se están peleando? -Sonrió, compungido.
– No intente halagarme, doctor al-Shafi -repuso Maggie, devolviéndole la sonrisa-. Usted sospecha de Hamas, ¿verdad? -Maggie tomó su silencio como una afirmación e insistió-: ¿Por qué? ¿Porque era crítico con ellos?
– ¿Recuerda lo que los talibanes hicieron en Afganistán antes del 11 de septiembre? Fue algo que llamó la atención del mundo entero.
– Volaron en pedazos las estatuas gigantes de Buda excavadas en la montaña.
– Correcto. ¿Y por qué lo hicieron? Porque aquellas estatuas demostraban que había habido algo antes del islam, una civilización más antigua que el Profeta. Eso es algo que los fanáticos no pueden soportar.
– ¿Y usted cree que Hamas ha podido matar a Nur solo por eso, porque encontró unos cuantos platos y jarrones que databan de antes del islam?
Al-Shafi suspiró y se recostó en su asiento.
– Señorita Costello, no es solo cosa de Hamas. Hamas está sometido a presiones por parte de todos los islamistas del mundo, que los llaman traidores por hablar con Israel. -¿Al-Qaida?
– Entre otros, sí. Están siguiendo con mucha atención lo que está ocurriendo aquí. Es posible que Hamas haya sentido la necesidad de demostrar que los tiene bien puestos, y disculpe la expresión, matando a un académico que ha desvelado el lado antipático de la verdad.
– Pero ¿por qué lo disfrazarían como el asesinato de un colaboracionista? Sin duda preferirían que se considerara una ejecución de Estado, de ese modo mejoraría su imagen ante Al-Qaida. -Maggie hizo una pausa-. A menos que también quisieran echarle la culpa a Israel, y entonces los palestinos se enfadarían hasta tal punto que sería imposible firmar el acuerdo de paz. ¿Cree que sería posible?
– Es algo que ya me he preguntado. Si Hamas tendría reparos.
Maggie sonrió. Siempre desconfiaba de las primeras impresiones, incluidas las suyas; pero había algo en la arruga de angustia que se formaba en la frente de aquel hombre, y reflejaba su lucha interior, que la llevaba a confiar en él.
Al-Shafi se mesó la barba, y Maggie intentó descifrar su expresión.
– Hay algo más, ¿verdad?
Él alzó los ojos y le sostuvo la mirada. Ella no apartó la vista ni rompió el silencio.
Al fin, el palestino se levantó y empezó a caminar arriba y abajo con la vista fija en el suelo.
– El hijo de Ahmed Nur ha venido a verme hace una hora.
Estaba muy alterado. -Es comprensible.
– Me ha dicho que ha estado revisando las cosas de su padre en busca de una explicación. Encontró cierta correspondencia, unos cuantos correos electrónicos, entre ellos uno, extraño, de alguien a quien no conocía.
– ¿Sabe si ha hablado con los colegas de su padre? Puede que fuera de alguien con quien trabajó.
– Naturalmente, pero es que la ayudante de Nur tampoco reconoce el nombre. Y ella era la que se ocupaba de esos asuntos.
– Tal vez Nur tuviera una aventura…
– Era un nombre de hombre.
Maggie estuvo a punto de arquear una ceja, pero lo pensó mejor.
– ¿Y su hijo cree que esa persona podría estar relacionada con la muerte de su padre?
Al-Shafi asintió.
– ¿Que incluso podría estar detrás de su asesinato?
El palestino hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza.
– ¿De qué clase de persona estamos hablando?
Al-Shafi miró hacia la puerta, como si temiera que alguien pudiera estar escuchando.
– El correo electrónico fue enviado por un árabe.