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Capitulo 21

Londres, seis meses antes

Henry Blyth-Pullen golpeó el volante mientras tarareaba la melodía de los Archers. Tiempo atrás había llegado a la conclusión de que era un hombre de gustos sencillos. Había pasado toda su vida profesional rodeado de suntuosas antigüedades y objetos preciosos, pero sus necesidades eran modestas. Le bastaba aquello -un paseo en coche en una tarde soleada, sin más obligaciones y escuchando la música de la radio- para alegrarle el espíritu.

Siempre le había gustado conducir. Incluso eso, los cuarenta y cinco minutos de trayecto desde su establecimiento de Bond Street hasta el aeropuerto de Heathrow, era un placer. Ni llamadas telefónicas, ni nadie que lo importunara. Simplemente un rato para soñar despierto.

Hacía ese viaje a menudo. No a la terminal principal, siempre rebosante de todo tipo de pasajeros cargados con su equipaje de vacaciones rumbo a Dios sabía dónde. Su destino se encontraba al final del desvío que nadie tomaba: la terminal de carga.

Entró en el aparcamiento y enseguida encontró una plaza libre. En vez de apearse de inmediato, se quedó sentado escuchando el final de la canción. Luego, salió, se alisó la americana -un tweed a la última-, lanzó una mirada apreciativa a su impecable y clásico Jaguar y se dirigió a la recepción.

– Buenas tardes de nuevo, señor -dijo el vigilante nada más verlo entrar en el edificio Ascentis-. Parece que no puede vivir sin nosotros, ¿verdad?

– No exageres, Tony. Es solo la tercera vez este mes.

– Los negocios tienen que ir viento en popa…

– La verdad es que no me puedo quejar -repuso Henry con una inclinación de cabeza.

En la ventanilla rellenó el impreso para la entrega de mercancía. En la casilla correspondiente escribió «Objetos de artesanía»; en la del país de origen, «Jordania», que además de ser verdad era apropiadamente anodino. Las importaciones de Jordania estaban permitidas y eran completamente legales. Luego apuntó la serie de números que Jaafar le había dado por teléfono. Firmó con su nombre como agente autorizado y deslizó el documento por la abertura del cristal.

– Muy bien, señor Blyth-Pullen. Enseguida vuelvo -dijo Tony.

Henry se instaló en el sillón donde solía sentarse en la sala de espera y ojeó un ejemplar del Evening Standard del día anterior. Si parecía relajado era porque se sentía relajado. Estaba tratando con el personal de British Airways, no con el Servicio de Aduanas de Su Majestad. Los de aduanas revisarían la documentación, por supuesto, pero no recordaba cuándo había sido la última vez que le habían pedido que abriera algo. Lo cierto era que no estaban especialmente interesados en el comercio de objetos de arte. Su preocupación era el tráfico de drogas y personas. Las instrucciones habían llovido de lo más alto. Los políticos, empujados por la prensa amarilla, querían echar el guante al crack, la heroína y los albaneses; no a viejos fragmentos de mosaico. Como Henry le había explicado a su preocupada esposa, la gente de uniforme de Heathrow jugaba a «busca al asesino», no al maldito «feria de antigüedades».

Tony regresó enseguida con unos cuantos documentos y su habitual sonrisa: los de aduanas debían de haber dado el visto bueno a los papeles. Henry Blyth-Pullen firmó un cheque por valor de treinta libras en concepto de tasas y regresó a su coche, donde esperó, escuchando Radio 4, a que lo llamaran para entrar en la zona de seguridad. Cuando por fin le hicieron señas de que pasara, cruzó la imponente verja y continuó hasta la Puerta 8, tal como Tony le había indicado. Tras otra breve espera y firmar el recibo de entrega, cargó una caja marrón en el maletero del Jaguar. El cargamento, debidamente sellado y conformado, era todo suyo y perfectamente legal.

Cuando se dispuso a abrirla en la trastienda de su comercio de Bond Street, experimentó la misma punzada de placer que sentía cada vez que llegaba un cargamento especial. Era una sensación casi sexual, el mismo estremecimiento que lo embargó cuando, siendo un adolescente, se fumó su primer porro en el internado. Hizo palanca para levantar la tapa de la caja, con cuidado de no clavarse una astilla, mientras su mente bullía con la más emocionante de las preguntas, la misma que se hacían todos los niños cuando arrancaban las cintas y los papeles de colores el día de Navidad: «¿Qué habrá dentro?».

Por teléfono, al-Naasri le había dicho que esperara recuerdos para turistas. Henry, intrigado, dio por hecho que era una manera de decirle que se trataba de objetos llegados a Jordania desde alguna otra parte. Sin embargo, mientras retiraba las sucesivas capas de plástico de burbujas y espuma de poliuretano dudó. Entonces vio seis cajas de música, cada una con la forma de un chalet suizo y de colores chillones. Levantó la tapa de una y, para su decepción, sonó Edelweiss.

Debajo había una serie de burdos recipientes de cristal llenos de arena de distintos colores que llevaban pegada una etiqueta donde se leía: ARENA AUTÉNTICA DEL RIO DEL JORDÁN. Al-Naasri nunca lo había decepcionado, pero Henry tuvo que admitir que se sentía perplejo. Por último, bajo varias capas de plástico de burbujas había una docena de pulseras baratas como las que cualquier jovencita sacaría de una máquina tragaperras de los muelles de Brighton. De todos los cargamentos que había recibido en los dieciocho años que llevaba en el negocio, ese era sin duda el más decepcionante. Objetos de artesanía. ¡Y un cuerno! Aquello no eran más que baratijas de la peor clase.

Henry había pensado que «recuerdos para turistas» era el eufemismo necesario en una conversación telefónica. En ese momento comprendía que el maldito árabe hablaba en serio. Sin embargo, hacía años que trabajaba con al-Naasri, y nunca lo había engañado. Se dejó caer en un sillón y cogió el teléfono. Aclararía la situación. Marcó y esperó que se estableciera la conexión internacional.

– Jaafar, gracias por su último envío! Es… ¿cómo lo diría…?

Sorprendente.

– ¿Le gustó la canción?

– ¿La de las cajas de música? Pues… sí, sí, muy… melodiosa.

– ¡Sí, eso es por el trabajo de artesanía! Eche un vistazo al tambor interior y verá una técnica muy antigua. Diría incluso antiquísima.

– Entiendo.

Mientras escuchaba a Jaafar, con el teléfono encajado en el hombro, Henry se acercó a la mercancía, cogió una de las cajas de música y levantó el tejado para ver el mecanismo. Necesitaba un destornillador.

– ¿Y es artesanía local? -preguntó Henry por decir algo. Demasiado impaciente para ir en busca de sus herramientas, intentó arrancar la tapa de la caja con un abrecartas, pero se le resistió. Demasiado puñeteramente meticulosos, ese era el problema de los suizos. Al final lo consiguió y descubrió que en su interior había un ejemplar perfecto de sello cilíndrico.

– ¡Ah, ahora veo a qué se refería, Jaafar! Los mecanismos de las cajas de música son una maravilla. Solo pueden provenir del lugar de origen, de donde empezó todo.

– ¿y qué me dice usted de los recipientes de arena?

– Bueno, su atractivo no es tan inmediato como el de las cajas, la verdad.

– Usted por supuesto sabe que cada grano de arena fue en su momento una piedra mayor cuyo aspecto ha cambiado por el paso del tiempo. Mire con atención los granos de arena y verá las piedras del pasado.

Henry cogió uno de los frascos y lo estrelló contra el canto de su escritorio de roble y la arena se esparció por la moqueta. Se asomó por la puerta entreabierta confiando en que nadie -personal o clientes-, hubiera oído el ruido.

Allí, ocupando la palma de su mano, había una tablilla de arcilla finamente grabada con símbolos cuneiformes. Estaba manchada de arena, pero se podía limpiar fácilmente.

– ¡Mi querido Jaafar! Estas muestras de arena del río Jordán son perfectas. Y veo que me ha enviado como mínimo… -Veinte, Henry. Le he enviado veinte exactamente.

– Sí, veinte. Eso es.

– Ah, amigo mío, las pulseras son especialmente encantadoras, ¿verdad? No le recuerdan a las hojas de los árboles en primavera.

A Henry le maravilló el ingenio del árabe y la calidad del trabajo. Jaafar se había superado a sí mismo. Había visto la oportunidad que el 2003 le brindaba, se había tomado su tiempo y lo había disimulado todo de un modo impecable. Henry se consideraba afortunado por formar parte de ello.

Al día siguiente llamó al Museo Británico para concertar una cita con su amigo Emest Freundel. Los dos habían sido los responsables del Club de Arte en Harrow, donde Freundel ya en aquella época destacaba como estudiante. Cuando Henry le sugirió la idea de buscar desnudos femeninos en los libros de arte y cobrar a sus compañeros diez peniques por cada vistazo, quedó claro quién de los dos estaba destinado a los negocios y quién a la vida académica.

Normalmente, Emest Freundel se mostraba dispuesto a atender a su viejo amigo, aunque no podía evitar envidiar la cada día mayor diferencia entre sus niveles de ingresos. Solía examinar todas las piezas que le llevaba Henry y realizar la correspondiente tasación. En un par de ocasiones incluso había apremiado a los responsables del museo para que compraran alguno de los objetos de Henry e incrementar así la colección del museo. Pero esa vez fue diferente. Henry apenas había sacado la primera tablilla del maletín cuando Emest se echó hacia atrás y se negó a tocarla siquiera.

– ¿De dónde ha salido esto, Henry?

– De Jordania, Emest.

– No me insultes. A través de Jordania, puede. Pero creo que ambos sabemos de dónde proviene.

– ¿y no es eso lo que la hace tan valiosa?

– En teoría.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que nadie que tuviera un gramo de cerebro compraría eso. Es como si fuera material radiactivo. En estos momentos están en vigor una docena de acuerdos internacionales que prohíben la compraventa de antigüedades robadas en Irak.

– ¡Chis! Habla más bajo. ¿No piensas examinarla? ¿Ni tienes curiosidad?

– Claro que sí. Pero este es uno de los grandes crímenes culturales de nuestro tiempo, Henry, y no pienso convertirme en cómplice. Lo que debería hacer es avisar a la policía y que te detuvieran.

– No irás a decírselo a nadie, ¿verdad?

– No, pero debería. Márchate y llévate esa basura contigo.

Henry no estaba dispuesto a darse por vencido. Emest no era más que un ingenuo santurrón. Siempre lo había sido. A pesar de todo, tenía razón: «I» se había convertido en tabú dentro del mundo del comercio de antigüedades. Los gobiernos se habían puesto serios en lo relacionado con objetos robados en Irak, y la mayoría de los coleccionistas y compradores se estaban retirando del mercado. Había que esperar a que las aguas volvieran a su cauce, decían, a que Londres y Washington tuvieran otros asuntos de los que ocuparse, algo aún más embarazoso que el pillaje de Bagdad. Entonces volverían a hablar, pero de momento preferían no hacerlo.

La única solución pasaba por dar una apariencia de legalidad al tesoro de Jaafar. Si conseguía que pareciera legal, entonces podría dedicarse a la tarea, mucho más agradable, de venderlo. Pero nadie estaría dispuesto a comprar esos tesoros si carecían de «certificado de origen». Era demasiado arriesgado: las autoridades podían incautarse de la mercancía en cualquier momento y devolverla al país de donde había salido. El mundillo de los coleccionistas había sido testigo de ello con los Munch y los Klimt robados por los nazis. Sus propietarios se habían visto forzados a devolverlos incluso décadas después. No había multimillonario en el mundo dispuesto a caer en el mismo error.

Henry Blyth-Pullen esperó un par de días y después llamó a otro amigo académico, Paul Cree, que tenía menos dinero y muchos menos escrúpulos que Emest. Henry le propuso el procedimiento habitual: Cree examinaría los objetos y luego escribiría un artículo sobre ellos para Minerva o el Burlington Magazine, especializados en dar noticia de los nuevos hallazgos. Una vez que los objetos hubieran aparecido en una publicación de renombre, podía decirse que habían recorrido la mitad del camino a la legalidad. La idea que el público tendría de ellos sería distinta: ya no se trataría de objetos robados, sino de objetos descubiertos y de cuya historia había constancia en papel. Los futuros compradores podrían consultar el Burlington Magazine y asegurarse de que el viejo Henry no les estaba colando gato por liebre, sino piezas aparecidas en una prestigiosa publicación. «Mire, por aquí tengo un ejemplar. ¿Quiere consultarlo, señor?» A cambio, Cree recibiría una compensación por su labor de experto. En otras palabras, se llevaría unos cuantos billetes de veinte de la caja que Henry tenía en Bond Street o -lo que era menos frecuente- un porcentaje de la venta.

Sin embargo, ni siquiera el desdichado Cree se mostró dispuesto a hacer negocios.

– Lo siento, Henry, querido muchacho… -A Henry lo de «muchacho» lo irritaba especialmente, pues no era el apelativo que correspondía a una persona de su elevada reputación-. Lo siento pero las revistas han echado el candado. Como almejas. Ya nadie publica una palabra sobre hallazgos. Se acabó.

– Pero, Paul, no se trata de una mercancía normal.

– Lo sé, muchacho, lo sé. Pero las revistas se ponen en guardia cuando algo tiene… ¿Cómo decirlo…? Un origen dudoso. -¿Dudoso?

– Sí, como por ejemplo haberse caído de un camión iraquí.

Al fin y al cabo, parece que allí casi todo el mundo se ha vuelto loco.

– ¿Y qué se supone que vaya hacer?

– Lo siento, Henry, pero tendrás que buscar otro camino.

Henry decidió no decir palabra de todo aquello a al-Naasri, pero los mensajes que el jordano empezaba de dejarle en el buzón de voz eran cada vez menos amistosos.

«Tengo que hablar con usted, Henry. No se olvide de que todos esos recuerdos para turistas me pertenecen y me han costado un montón de dinero. Confío, por su bien, en que no esté intentando engañarme.»

Henry empezaba a inquietarse. Había guardado todas las piezas en la caja fuerte más segura de la tienda, pero seguía preocupado. Sabía lo valiosas que eran. De no ser así Jaafar no se habría tomado tantas molestias para ocultarlas.

Al final decidió llamar a Lucinda a Sotheby's, un gesto que siempre denotaba desesperación.

– Hola, cariño -respondió ella con voz ronca, exhalando el humo de un cigarrillo-. ¿Qué quieres esta vez?

– Lucinda, ¿qué te hace pensar que quiero algo?

– El hecho evidente de que solo me llamas cuando quieres algo.

– Eso no es verdad -dijo Henry, sabiendo que lo era. Aparte de un muy patético revolcón durante la fiesta de Navidad de Christie's, su relación se basaba en lo que Henry pudiera conseguir de Lucinda, incluyendo quizá el lamentable revolcón. Si hubiera pensado en ello, en la chica que en sus días de universidad había sido un bombón y en lo rápidamente que se había marchitado, habría sentido lástima por Lucinda. Pero Henry no pensó en eso.

– Lo cierto es que tengo una oportunidad para ti -añadió. Fue a verla aquella misma tarde, después de haberla convencido con la promesa de un gin-tonic a continuación.

– Bueno, Henry, ¿cuáles son esas maravillas que quieres mostrarme?

Henry sacó un pequeño joyero que sostuvo en la palma de la mano.

– ¡Oh, Henry! ¿No irás a hacerme ahora una proposición? ¿Aquí?

Henry alzó los ojos al cielo con una expresión indulgente y abrió el joyero mostrando un par de finos pendientes de oro consistentes en una pequeña pieza con forma de hoja. Sacarlos de las pulseras de baratijas y volver a montarlos no había sido muy difícil, pero sí delicado. Por suerte, todas aquellas piezas habían sido fotografiadas más de una vez, y no le costó localizar la imagen correspondiente. «Foto reproducida con autorización del Museo Nacional de Antigüedades de Bagdad», decía el pie de foto.

– ¡Santo Dios, Henry! ¡Pero si son…! ¡Pero si son…!

– Sí. Tienen cuatro mil quinientos años de antigüedad.

– Una maravilla, esa era la palabra que buscaba. ¿Has dicho cuatro mil quinientos años? ¡Increíble! -Sabes lo que quiero que hagas, ¿verdad?

– Me lo imagino, pero ¿por qué no me lo confirmas tú?

– Quiero que los vendas para que yo pueda comprártelos.

– y que de esa manera queden limpios, ¿no? «Comprados en una subasta de Sotheby's.»

– Eso es lo que me gusta de ti, Lucinda, lo rápida que eres.

– Pero no te gusto lo suficiente, Henry. En cualquier caso, es imposible. -¿Por qué?

– Bueno, suponiendo que tuviéramos autorización para vender objetos de… allí… Si la tuviéramos, estas piezas saldrían por una verdadera fortuna. No tienen precio. Están totalmente fuera de tu alcance. Tendríamos que mentir acerca de su verdadera naturaleza, y eso las perjudicaría, ¿no crees?

– Podrías decir que te las ha proporcionado un coleccionista privado de Jordania. La verdad es que es así como las he conseguido.

– Pero todos sabemos lo que significa eso de «coleccionista privado», ¿no te parece? Vamos, Henry. Todo el mundo está al acecho por si aparecen piezas de donde ya sabes. Son letales. No podemos ni tocarlas.

Henry contempló el resto de ginebra de su vaso.

– Bueno, ¿y qué demonios vaya hacer? Tengo que vender este material de alguna manera.

– En los viejos tiempos podría haberte presentado a gente muy rica que habría estado encantada de quedárselas sin hacer preguntas, pero ahora es diferente. Ese asunto tan feo de los nazis tiene asustado a todo el mundo. A menos que puedas aportar certificados por duplicado y triplicado, no encontrarás a nadie dispuesto a comprar nada.

– ¿Tú qué harías en mi lugar?

– Me sentaría muy quieta y esperaría, cariño. Tarde o temprano habrá demanda para esa mercancía. Es demasiado buena para dejarla pasar. Pero ahora no es el momento.

Esa noche, después de haberse tonificado con un par de copas más, Henry habló con Jaafar. Había preparado un guión con lo que iba a decirle y lo leyó con mucha menos fluidez de la prevista. Culpa de los nervios y el alcohol. Aun así, consiguió comunicar lo principal del mensaje. Jaafar debía tener paciencia y confiar en él. Henry guardaría las piezas de mayor prestigio y valor en la caja fuerte de la tienda o si Jaafar lo prefería, en la caja fuerte de su banco, que era conocido por su discreción y esperarían a que el mercado fuera más propicio.

– Le dirán lo mismo en todas partes Jaafar -le dijo Henry cuando el jordano lo amenazó con llevar el negocio a un marchante de Nueva York-. Los estadounidenses todavía son más estrictos que nosotros en este asunto.

Además, no todo eran malas noticias. Henry se había reservado lo positivo para el final de la llamada. Tenía un plan para las piezas menos espectaculares, una forma de hacer dinero con ellas lo antes posible. No. Era mejor no entrar en detalles por teléfono. De todas maneras, Henry sabía exactamente adónde irían a parar aquellas tablillas de arcilla. Y las llevaría personalmente.