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Aeropuerto Ben Gurion, cinco semanas antes
Incluso en las mejores condiciones, Henry Blyth-Pullen odiaba volar. Antes incluso de que se desencadenara la guerra contra el puñetero terrorismo y el pánico a que cualquier maníaco armado con unas tijeras pudiera estrellar el avión contra el Big Ben, aquellos malditos cacharros ya le aterrorizaban. El despegue era lo peor. Mientras los demás pasajeros ojeaban el Daily Telegraph o la revista Hello!, él se aferraba al cierre del cinturón de seguridad hasta que los nudillos se le ponían blancos. El rugido de los motores, las sacudidas en el momento de perder el contacto con la pista, todo se le antojaba manifiestamente peligroso. Y no solo peligroso: antinatural. Como si aquella masa de hierros flotando en el aire desafiara la gravedad pero también la voluntad del Altísimo. No le sorprendía que hubiera tantos accidentes: sin duda era la forma que Dios tenía de decimos que fuéramos conscientes de nuestro lugar y mantuviéramos los pies en el suelo. No había que olvidar a Ícaro.
Henry se repetía todo aquello siempre que subía a uno de esos condenados artefactos. Se había convertido en un ritual. Aunque nunca reconocería que fuera una superstición, había llegado a convencerse de que sus disculpas mentales hacia el Creador -lamentándose de la arrogancia del hombre al pretender conquistar los cielos- lo protegían de cualquier desgracia. El día en que no lo hiciera, el día en que el hecho de volar se convirtiera en algo trivial, seguro que el avión se precipitaría a través de las nubes como una piedra.
Ese día, sin embargo, la ansiedad de Henry llevaba tiempo acumulándose, desde mucho antes de que se acercara siquiera a la pista de despegue. Dentro de su equipaje había un cargamento de tablillas de arcilla que había decidido descargar a casi cinco mil kilómetros de Londres. No se haría rico con ellas -los objetos que podían lograrlo se hallaban a buen recaudo en una caja fuerte, a la espera de que cambiara el clima político-, pero sin duda ayudarían a que su balance mensual tuviera mucho mejor aspecto. Además, tenía que decirle a Jaafar que había logrado vender alguna de sus piezas. El hecho de que estuviera devolviéndolas prácticamente a su lugar de origen era un pequeño detalle que no pensaba compartir con él. Ni con nadie, dicho sea de paso. Se parecía tanto al absurdo intento de vender arena en el Sahara que casi se avergonzaba.
Lo difícil había sido dar con el modo de llevar la mercancía hasta allí. No se puede entrar en un país cargado con un montón de valiosas antigüedades. Jaafar se había tomado muchas molestias para que le llegaran sin problemas. Henry no podía volver con las piezas en los bolsillos.
Al final había sido la buena y simpática Lucinda quien había dado con la respuesta. Involuntariamente, claro; no era tan astuta. Durante la conversación, ella le había hablado de un antiguo amigo que se había instalado en Barbados o en algún lugar parecido donde no echaba de menos el clima británico ni la televisión, pero sí añoraba el chocolate, el «shocolate», como había dicho la pobre Lucinda con su tercer gin-tonic en el cuerpo.
– Se ve que el shocolate de allí no sabe a nada -había comentado, arrastrando las sílabas-. Ni siquiera es verdadero shocolate. Lo hacen con un extracto de no sé qué. -Henry apenas la escuchaba-. El caso es que ahora, cada vez que un amigo va a visitarlo desde Inglaterra, tiene órdenes estrictas de llevar todos los Fruit Nut, Dairy Milk y After Eight que pueda. Sophie me dijo que una vez llevaron casi cinco kilos…
¡Claro! Henry lo comprendió antes incluso de que Lucinda acabara de hablar. Aquella noche, en el trayecto de regreso a casa, se detuvo en una gasolinera y compró más chocolate del que había comprado en toda su vida. Prácticamente se llevó todas las tabletas de la tienda. Al día siguiente se instaló en la trastienda de su establecimiento y empezó a hacer pruebas con una tableta de chocolate en la mano y una tablilla en la otra, intentando hallar la exacta correspondencia en tamaño, grosor y -lo más importante- peso. Al final halló la solución con el Whole Nut de tamaño medio.
Metódicamente, retiró el envoltorio de papel con cuidado de no romperlo. Luego desdobló el papel de aluminio interior como si se tratara de una delicada lámina de oro, retiró el chocolate y puso en su lugar la tablilla. Colocó en cada extremo un trozo de chocolate de tres cuadrados, envolvió el conjunto tablilla-chocolate con el papel de plata y lo deslizó dentro del envoltorio de papel. Repitió la operación hasta que consiguió tener veinte tablillas perfectamente disimuladas y listas para ser entregadas a sus ficticios amigos hambrientos de chocolate.
Las distribuyó con cuidado en la maleta de mano. Se había preguntado si no sería mejor guardarlas en una caja fuerte, pero comprendió que levantaría sospechas: el chocolate Cadbury's era bueno, pero no hasta ese punto. Así pues, no le quedaba más remedio que arriesgarse y llevarlas en la maleta como si fueran un tratamiento alto en calorías para un sobrino que añoraba su hogar.
El control de seguridad de Heathrow fue su primer dolor de cabeza. Los rumores sobre líquidos explosivos en los aviones no solo habían dado más motivos de preocupación a los pasajeros aprensivos como Henry, sino que también habían obligado al personal del aeropuerto a ser mucho más vigilantes con comestibles que antes pasaban por alto. Pero Henry se dijo que, si lo paraban, mantendría la calma y seguiría el guión previsto.
Depositó la maleta en la cinta transportadora y pasó por el detector de metales con la mayor naturalidad posible.
– Disculpe, señor. -Un vigilante le indicó que levantara los brazos. Las monedas que había olvidado en un bolsillo habían hecho saltar la alarma. Le indicaron que pasara, y fue a recoger su maleta al otro lado de la cinta con un suspiro de alivio.
Una mano lo detuvo.
– Un momento, señor. ¿Le importa abrir esta maleta?
– Claro que no. -Henry sonrió y abrió la cremallera.
– ¿Un ordenador?
– Sí.
– Los carteles lo indican claramente. Los ordenadores han de pasar por separado. Vuelva a pasarlo, por favor.
A Henry empezaron a sudarle las manos. ¿Cuántas posibilidades había de que no descubrieran las veinte tabletas de chocolate si pasaba una segunda vez?
Sin embargo, mientras escaneaban la maleta de nuevo, vio que el hombre del monitor de rayos X se daba la vuelta para comentar algo con su compañero. Solo dejó de mirar la pantalla unos segundos, pero fue justo cuando las tabletas quedaban a la vista sin la cobertura del ordenador. Henry recogió la maleta y siguió adelante.
Mientras sus compañeros de vuelo se entretenían con la película, Henry repasó una y otra vez la escena del control de seguridad y dio gracias por su suerte a Dios, a Jesús y a todos los santos que se le ocurrieron. Pero cuando el avión empezó el descenso hacia Tel Aviv, el alivio por haber superado la primera fase del viaje dio paso a la inquietud ante la siguiente.
No tenía equipaje que recoger, de modo que se dirigió directamente al control de inmigración.
– ¿A qué viene a Israel? -.-. le preguntó una joven que no tendría más de dieciocho años.
– Vengo a ver a mi sobrino, que está estudiando aquí.
– ¿Y dónde estudia?
– En la Universidad Hebrea de Jerusalén. -Henry tenía un par de amigos judíos a los que había llamado la semana anterior, les había preguntado por sus hijos y había tomado buena nota de los detalles.
Solo le quedaba una última barrera: aduanas. Siendo blanco y de mediana edad, la triste verdad era que siempre cruzaba la aduana de Heathrow sin el menor tropiezo, viendo cómo obligaban a casi todos los negros y los asiáticos a abrir sus equipajes, sacar la ropa y exprimir hasta el último gramo de pasta de dientes. El racismo era repugnante, pero para un viajero como Henry Blyth-Pullen podía tener sus ventajas.
Solo que entonces lo detuvieron. Era la primera vez que le pasaba. Un agente de expresión aburrida y mal afeitado lo llamó con un gesto de la mano y, sin decir palabra, le ordenó que abriera la maleta que arrastraba tras él. Henry la colocó en el mostrador y abrió la cremallera.
El guardia revolvió entre los calzoncillos, los calcetines y el neceser y entonces se topó con el cargamento de chocolate. Miró a Henry y alzó una ceja de incredulidad.
– ¿Qué es esto?
– Chocolate.
– Ya lo veo, pero ¿por qué trae tanto?
– Es para mi sobrino. Añora su casa.
– ¿Puedo abrirlo?
– Desde luego. Le ayudaré.
Henry estaba seguro de que le temblaban las manos, pero se afanó con una de las tabletas para que el aduanero no se diera cuenta. Cogió una al azar, empujó el chocolate fuera del papel un par de centímetros, tal como había practicado en la cocina de su casa, y desgarró el papel de plata para dejar a la vista tres cuadrados de chocolate con leche inglés.
– Está bien.
Sin pensarlo siquiera, Henry partió un trozo y se lo ofreció al agente con cara de quien dice «¿Hacemos las paces?». El hombre negó con la cabeza y le indicó que podía seguir. Registro superado. Lo cual era una suerte, porque si el agente hubiera indagado un poco más habría visto que el resto de la tableta carecía extrañamente de nueces e incluso de chocolate y que resultaba muy poco apetitoso.
Sujetando el tirador de la maleta con más fuerza que nunca, Henry salió del aeropuerto y se unió a la cola del taxi. Cuando le llegó el turno, dijo en voz alta y con gran alivio:
– A Jerusalén, por favor. Al Mercado Viejo.