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PARTE 3. Herido

Capítulo 35

La casa de Jessica McDermott Price estaba en una urbanización nueva. Había multitud de edificios de estilos coloniales de diversas épocas, con revestimientos de vinilo de varios colores, alineados a lo largo de calles que se retorcían y daban vueltas y más vueltas, como laberintos. Pasaron delante de ella dos veces antes de que Georgia descubriera el número sobre el buzón. Era una construcción de color amarillo brillante. Parecía un gigantesco helado de mango y no era de ningún estilo arquitectónico en particular, a menos que las casas suburbanas estadounidenses grandes e insulsas constituyan un estilo. Jude pasó lentamente delante de ella y continuó unos cien metros por la misma calle. Entró por un camino sin asfaltar y avanzó sobre el barro amarillo y seco hasta una casa en construcción.

La estructura del garaje acababa de ser levantada y se veían las vigas de pino nuevo que salían de los cimientos. También eran visibles vigas que se entrecruzaban por encima de ellos. El techo estaba cubierto con planchas de plástico. La casa levantada junto al garaje estaba apenas un poco más avanzada, con paneles de contrachapado clavados entre las vigas. Había rectángulos abiertos para mostrar dónde irían las ventanas y las puertas.

Jude dio la vuelta con el Mustang, para que la parte delantera quedara mirando a la calle, y retrocedió hacia el espacio vacío y sin puertas del garaje. Desde ese lugar tenían una buena vista de la casa de Price. Era lo que quería. Desconectó la llave de contacto. Se quedaron allí sentados durante un rato, escuchando el decreciente ruido del ventilador enfriando el motor.

Habían corrido lo suyo en el viaje hacia el sur desde la casa de Bammy. Habían llegado antes de lo que pensaban. Era apenas la una de la mañana.

– ¿Tenemos algún plan? -preguntó Georgia.

Jude señaló el otro lado de la calle, hacia un par de grandes cubos de basura que había junto al bordillo. Luego la hizo fijarse en otros lugares en los que se veían otros grandes cubos de plástico verde.

– Parece que mañana es día de recogida de basura -dijo Jude. Movió la cabeza hacia la casa de Jessica Price-. No ha sacado sus desperdicios todavía.

Georgia le miró atentamente. Una farola de la calle lanzaba un rayo pálido de luz delante de sus ojos, que emitieron destellos, como el agua en el fondo de un pozo. La chica no dijo nada.

– Esperaremos hasta que salga con la basura, y luego la metemos en el coche con nosotros.

– ¡La metemos!

– Pasearemos con ella un rato, en coche. Hablaremos de algunas cosas… los tres.

– ¿Y si el que saca la basura es el marido?

– No será así. Era reservista y se lo cargaron en Irak. Es una de las pocas cosas que Anna me contó sobre su hermana.

– Tal vez ahora tenga novio.

– Si tiene novio y es mucho más grande que yo, esperamos y buscamos otra oportunidad. Pero Anna nunca dijo nada sobre un novio. Por lo que sé, Jessica vivía sola aquí, con su padrastro, Craddock, y su hija.

– ¿Su hija?

Jude miró significativamente hacia una bicicleta de color rosa apoyada en el garaje de los Price. Georgia siguió su mirada.

– Es la razón por la que no vamos a entrar esta noche -explicó Jude-. Pero mañana la niña se va al colegio. Tarde o temprano Jessica se quedará sola.

– ¿Y entonces?

– Entonces podemos hacer lo que tenemos que hacer, sin preocuparnos por lo que su hija vea o deje de ver.

Permanecieron en silencio durante un rato. Desde los arbustos y las palmeras que había detrás de la casa sin terminar salía el canto de los insectos, un palpitar rítmico, animal.

Por lo demás, la calle estaba silenciosa.

– ¿Qué le vamos a hacer a esa mujer? -preguntó Georgia.

– Lo que sea necesario.

La joven reclinó el asiento totalmente y fijó la mirada en la oscuridad del techo. Bon se echó hacia delante y gimió con ansia en su oreja.

Georgia le acarició la cabeza.

– Estos perros están hambrientos, Jude.

– Tendrán que esperar -replicó, mirando hacia la casa de Jessica Price.

Le dolía la cabeza, y también le molestaban los nudillos. Además, estaba excesivamente cansado, y su agotamiento hacía difícil iniciar cualquier razonamiento. Su mente, en cambio, se ocupaba de perros negros que perseguían sus propios rabos, dando vueltas una y otra vez, en círculos exasperantes, sin llegar nunca a ninguna parte.

Había hecho algunas cosas malas en su vida -como poner a Anna en aquel tren, para empezar, enviándola a morir junto a sus parientes-, pero nada se parecía a lo que imaginaba que podría llegar a hacer en el futuro. No estaba seguro de lo que iba a tener que hacer, de si aquel feo asunto terminaría o no en una muerte -y desde luego eso le parecía muy posible-, mientras en su cabeza resonaba la voz de Johnny Cash cantando Folsom Prison blues: «Mi madre me dijo que fuera un buen niño, que no jugara con armas de fuego». Pensó en la pistola que había dejado en su casa, en su enorme calibre 44, estilo John Wayne. Habría sido más fácil conseguir respuestas de Jessica Price si hubiera llevado el arma consigo. Pero, si hubiera tenido la pistola, Craddock ya lo habría persuadido para que disparara a Georgia, a sí mismo e incluso a los perros. Jude pensó en las armas de fuego que había poseído, en los perros que había tenido, y se vio corriendo descalzo, con los animales, por las grandes extensiones de colinas que había detrás de la granja de su padre. Pensó en la emoción de correr con los perros a la luz del amanecer; en el estruendo de la escopeta de su padre al disparar a los patos; en cómo su madre y él mismo habían escapado juntos cuando Jude tenía nueve años, y en cómo ella se había acobardado al llegar a la estación de autobuses. Llamó a sus padres y lloró al teléfono. Ellos le dijeron que devolviera al niño a su padre y que se reconciliara con su marido y con Dios. Recordó que su padre los estaba esperando en el porche cuando regresaron y que la golpeó en la cara con la culata de la escopeta, para luego ponerle el cañón del arma sobre el lado izquierdo del pecho, diciéndole que la mataría si trataba de escaparse otra vez. Ella nunca más volvió a intentar fugarse. Cuando Jude, es decir, Justin, pues así se llamaba entonces, trató de entrar en la casa, su padre le dijo: «No estoy enfadado contigo, hijo, no es tu culpa». Le abarcó con un brazo y lo apretó contra su pierna. Se inclinó para darle un beso y Justin le respondió automáticamente que él también le quería. Era un recuerdo ante el cual aún retrocedía, un acto tan moralmente repugnante, tan vergonzoso que no podía soportar ser la persona que lo había cometido; por eso había necesitado al final convertirse en otra persona. ¿Había sido aquello lo peor que había hecho en su vida, dar aquel beso de Judas en la mejilla de su padre mientras su madre sangraba? ¿aceptar la devaluada moneda del cariño paterno? No había sido peor que echar de su lado a Anna. Y de pronto estaba de regreso en el mismo lugar donde había empezado, preguntándose sobre lo que ocurriría al día siguiente por la mañana, dudando si podría, cuando llegara el momento, obligar a la hermana de Anna a subir a la parte de atrás de su coche, alejarla de su hogar y luego hacer lo que tenía que hacer para que hablase.

Aunque no hacía calor en el Mustang, se secó el sudor que le cubría la frente con el dorso del brazo, antes de que goteara en los ojos. Miraba hacia la casa y hacia la calle. Un coche-patrulla policial pasó una vez, pero el Mustang estaba bien escondido en las sombras del garaje a medio construir, y el vehículo no se detuvo.

Georgia dormitaba junto a él, con la cara vuelta hacia el otro lado. Un poco después de las dos de la mañana, la joven comenzó a luchar contra algo en sueños. Alzó la mano derecha, como si estuviera en clase y tratara de llamar la atención del maestro. No se había cambiado el vendaje y la mano quedaba a la vista, blanca y arrugada, en peor estado incluso que unas horas antes. Descolorida, deteriorada, terrible. Comenzó a dar golpes en el aire y gimió. Fue casi un contenido grito de terror. Sacudió la cabeza.

Se inclinó sobre ella, llamándola por su nombre, y la cogió por el hombro con firmeza, pero delicadamente, sacudiéndola para despertarla. Ella le golpeó con la mano herida. Luego abrió los ojos y lo miró sin reconocerlo. Su mirada era de total terror ciego, y él supo inmediatamente que Georgia no estaba viendo su cara, sino la del muerto.

– Marybeth -repitió-. Es un sueño. Tranquila. Estás bien. Va todo bien. Despierta.

La niebla desapareció de sus ojos. Su cuerpo, que había estado encogido, rígido, se aflojó, y desapareció la tensión. Abrió la boca. Jude le quitó el pelo que tenía pegado a la sudorosa mejilla y le sorprendió el calor que sintió en la zona.

– Tengo sed -dijo ella.

Estiró el brazo hacia la parte de atrás, buscó en una bolsa de plástico llena de comestibles que habían comprado en una estación de servicio, hasta encontrar una botella de agua. Georgia quitó la tapa y se bebió casi la tercera parte en cuatro grandes tragos.

– ¿Qué ocurrirá si la hermana de Anna no puede ayudarnos? -preguntó la joven-. ¿Y si ella no puede hacer que se vaya? ¿La vamos a matar si no consigue que Craddock se vaya?

– ¿Por qué no intentas descansar? Vamos a tener que esperar bastante tiempo.

– No quiero matar a nadie, Jude. No quiero malgastar mis últimas horas en la tierra asesinando a alguien.

– No vives tus últimas horas -replicó él. Tuvo cuidado de no incluirse a sí mismo en esa afirmación.

– Tampoco quiero que tú mates a nadie. No quiero que seas así. Además, si la matamos, luego tendremos dos fantasmas persiguiéndonos. No creo que pueda soportar más monstruos detrás de mí.

– ¿Quieres que encienda la radio?

– Prométeme que no la matarás, Jude. Pase lo que pase.

Conectó la radio. Tras recorrer casi todo el dial de la FM encontró a los Foo Fighters. David Grohl cantaba que estaba holgazaneando, sólo holgazaneando. Jude puso el volumen muy bajo, hasta que pareció el más débil de los murmullos.

– Marybeth -comenzó a decir. Ella tembló-. ¿Estás bien?

– Me gusta cuando me llamas por mi verdadero nombre. No vuelvas a llamarme Georgia, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Desearía que la primera vez que me viste no hubiera sido quitándome la ropa delante de los borrachos. Me gustaría que no nos hubiéramos conocido en un club de strip-tease. Hubiera preferido habernos conocido antes de que yo empezara con esa clase de cosas. Antes de llegar a ser lo que soy. Antes de haber hecho todas las cosas que ahora querría borrar de mi vida.

– Tú sabes que la gente paga mucho más dinero por muebles un poco usados. ¿Cómo dicen? ¿Cosas que han sido vividas? Lo que se ha desgastado un poco resulta más interesante que algo impoluto, que nunca ha sido rayado.

– Eso soy yo -señaló ella-. Una cosa atractivamente desgastada. -Estaba temblando otra vez, ya fuera de control.

– ¿Crees que puedes aguantar un poco más?

– Sí -respondió. La voz le temblaba tanto como el cuerpo.

Escucharon la radio, trufada de leves interferencias. Jude empezó a sentirse mejor. Su cabeza se estaba aclarando, sentía que músculos que ni siquiera sabía que estaban agarrotados comenzaban relajarse. Por el momento no importaba lo que les esperaba ni lo que iban a tener que hacer cuando llegara la mañana. Tampoco era relevante lo que había quedado detrás de ellos -los días de viaje en coche, el fantasma de Craddock McDermott con su vieja furgoneta y sus ojos con garabatos delante-. Lo importante era que Jude estaba en alguna parte, en el sur, en el Mustang, con el asiento echado hacia atrás y Aerosmith sonando en la radio.

Entonces Marybeth tuvo que arruinar el momento mágico.

– Si muero, Jude, y tú todavía sigues vivo -dijo-, voy a tratar de detenerlo. Desde el otro lado.

– ¿De qué estás hablando? Tú no vas a morirte.

– Lo sé. Es un decir. Si las cosas no nos salen bien, encontraré a Anna, y nosotras, las muchachas muertas, haremos que se detenga.

– Tú no vas a morir. No importa lo que ha dicho el tablero de ouija, ni tampoco lo que Anna te ha mostrado en el espejo. -Había decidido lo mismo que la chica hacía unas horas, pensando mientras viajaban.

Marybeth frunció el ceño pensativamente.

– En cuanto ella empezó a hablar, mi habitación se enfrió. No podía dejar de temblar. Ni siquiera podía sentir mi mano en la tablilla. Y luego tú le preguntaste algo a Anna y yo sencillamente sabía lo que ella iba a responder. No escuchaba voces ni nada por el estilo. Simplemente, lo sabía. En ese momento todo tenía sentido, pero ahora ya no. No puedo recordar qué pretendía que hiciera yo ni lo que quería decir con eso de «ser puerta». Sólo que… creo que estaba diciendo que si Craddock podía regresar, ella también. Con un poco de ayuda. Y sé que, de alguna manera, yo puedo ayudar. Pero creo, y esto lo he escuchado con toda claridad, que tal vez tendría que morir para hacerlo.

– Tú no vas a morir. Vivirás mientras yo pueda protegerte.

La mujer sonrió o, mejor dicho, esbozó una mueca cansada.

– Tú no puedes hacer nada.

No supo qué responder. Al menos en un primer momento. Ya había pasado por su cabeza la idea de que existía una forma de garantizar la seguridad de ella, pero todavía no podía expresarla con palabras. Se le había ocurrido que si él moría, Craddock se iría y Marybeth seguiría con vida; que Craddock sólo lo quería a él, que seguramente sólo tenía una reclamación que hacer en este mundo, la relativa a él, a Jude. Permanecería con los vivos mientras su enemigo estuviera vivo. Después de todo, el cantante lo había comprado, había pagado para poseerlos a él y el traje del muerto. Craddock había pasado ya casi una semana entera tratando de hacer que Jude se suicidara. Había estado tan ocupado resistiendo que no se había parado a considerar si el precio que había que pagar por sobrevivir no era peor que darle al muerto lo que quería. Sentía que era seguro que iba a perder, y que cuanto más tiempo aguantara, más probable era que arrastrase a Marybeth con él. Porque los muertos arrastran a los vivos.

Marybeth lo miraba fijamente. Sus ojos estaban húmedos, con un encantador brillo en la oscuridad. Le retiró el pelo que tenía en la frente. Era muy joven y muy hermosa. Tenía la cara húmeda por el sudor que producía la fiebre. La idea de que su muerte precediera a la de él era peor que intolerable, era obscena.

Se deslizó hacia ella, estiró los brazos y le cogió delicadamente las manos. Si la frente de la joven estaba húmeda y demasiado caliente, sus manos, igualmente mojadas, le parecieron demasiado frías. Les dio la vuelta para ver las palmas en la penumbra. Lo que descubrió le causó una impresión muy desagradable. Ambas manos estaban macilentas, blancas y arrugadas; no sólo la derecha, que desde luego era la peor. Toda la parte carnosa del dedo pulgar era una llaga brillante y podrida, y la uña ya no estaba, se había caído. En la superficie de ambas palmas se veían las líneas rojas de la infección, que seguían las delicadas ramificaciones de las venas y avanzaban hacia los antebrazos. Al llegar a las muñecas se convertían en manchas moradas de aspecto enfermizo.

– ¿Qué te está pasando? -preguntó, como si no lo supiera. Era la historia de la muerte de Anna escrita sobre la piel de Marybeth.

– Ella es parte de mí. No sé cómo, pero lo es de alguna manera. Anna. La llevo conmigo, dentro de mí. Esto me está ocurriendo desde hace tiempo, creo.

El comentario, por no decir la revelación, no sorprendió a Jude. Había intuido inconscientemente que Marybeth y Anna se estaban uniendo, iban fundiéndose en un proceso inexplicable, sobrenatural. Percibió el fenómeno en la resurrección del acento sureño de Marybeth, que se parecía cada vez más a la forma de hablar lacónica y provinciana de Anna. Lo había presentido en la manera en que Marybeth jugueteaba con su pelo, tal como lo hacía la pobre Florida.

– Ella quiere -prosiguió Georgia- que la ayude a regresar a nuestro mundo, para poder detenerlo. Yo soy la puerta de entrada…, ella me lo dijo.

– Marybeth… -Jude quiso hablar, pero no encontró nada que decir.

La chica cerró los ojos y sonrió.

– Es mi auténtico nombre. No lo gastes. En realidad, pensándolo mejor, continúa, gástalo. Me gusta oírte pronunciarlo. La manera tan especial que tienes de hacerlo, completo, no solamente Mary.

– Marybeth -repitió él, y le soltó las manos. La besó con suavidad en la frente-. Marybeth. -Posó los labios en el pómulo. Ella tembló, pero esta vez de placer-. Marybeth. -Besó su boca.

– Sí, soy yo. Marybeth soy yo. Es quien quiero ser. Mary. Beth. Como si tuvieras dos mujeres por el precio de una. Vaya… En realidad, a lo mejor ahora tienes dos chicas. Si Anna está dentro de mí -abrió los ojos y se encontró con la mirada de su amante-, cuando me haces el amor tal vez también le estés haciendo el amor a ella. ¿No te parece un buen negocio, Jude? ¿No es un gran negocio? ¿Cómo puedes resistirte a él?

– Es el mejor negocio que he hecho en mi vida -confirmó él.

– No lo olvides -recomendó la joven, besándolo a su vez.

Jude abrió la puerta y ordenó a los animales que salieran, y durante un rato Jude y Marybeth estuvieron a solas en el Mustang, mientras los pastores alemanes se paseaban por el suelo de cemento del garaje.

Capítulo 36

Se despertó sobresaltado, con el corazón latiendo demasiado rápido, al escuchar el ladrido de los perros. Lo primero que pensó fue que era cosa del fantasma, que el muerto se acercaba.

Los dos animales estaban en el coche. Habían dormido en la parte trasera. Angus y Bon ocupaban el asiento de atrás y estaban mirando por la ventanilla a una fea perra labrador amarilla que estaba en las cercanías. La perra tenía el lomo rígido y la cola levantada, y aullaba insistentemente al Mustang. Angus y Bon la observaban con expresiones ávidas, expectantes, y ellos mismos ladraban de vez en cuando. Eran ladridos fuertes, chillones, que herían los oídos de Jude en los estrechos límites del Mustang. Marybeth se acurrucó en el asiento del acompañante, haciendo una mueca. Estaba medio despierta, pero anhelaba seguir durmiendo.

Jude les ordenó groseramente que se callaran. Pero no le hicieron caso.

Miró por el parabrisas, directamente al sol, un agujero de cobre abierto en el cielo, un brillante e implacable farol dirigido a su cara. Dejó escapar un gemido, afectado por el golpe de la luz intensa, pero antes de levantar una mano para protegerse los ojos, un hombre apareció delante del automóvil, y su cabeza tapó el sol.

Jude miró con los ojos entornados a un joven con un cinturón de cuero para llevar herramientas. Era un lugareño blanco, típico, con la piel cocida hasta el punto de haber adquirido un profundo tono rojizo. Frunció el ceño al mirar a Jude. Éste saludó con la mano y le hizo un gesto con la cabeza. Puso en marcha el Mustang. Cuando se encendió el reloj de la radio, vio que eran las siete de la mañana.

El lugareño se hizo a un lado y Jude rodó hacia el exterior del garaje y rodeó la furgoneta aparcada del carpintero, que eso era en realidad aquel hombre de campo. La perra amarilla los persiguió por el sendero de entrada, aullando, y luego se detuvo en el borde del jardín. Bon respondió con un último ladrido cuando arrancaron. Jude disminuyó la velocidad al pasar por la casa de Price. Nadie había sacado la basura todavía.

Decidió que aún había tiempo, y siguió conduciendo hasta salir del pequeño rincón suburbano de Jessica Price. Sacó a pasear primero a Angus y luego a Bon, en la plaza del pueblo, y consiguió té y rosquillas en la tienda de una gasolinera llamada Rocío de Miel. Marybeth se cambió las vendas de la mano derecha con la poca gasa que quedaba en el maletín de primeros auxilios. Dejó la otra mano, que al menos no tenía ninguna herida visible, tal como estaba. Llenaron el depósito de gasolina y luego aparcaron junto a una plataforma de hormigón y comieron un refrigerio. Dieron algunas rosquillas a los perros.

Jude condujo a todos de regreso a la vivienda de la hijastra del muerto. Aparcó en la esquina, a media manzana de la casa, en el otro lado de la calle, lejos del edificio en construcción. No quería correr el riesgo de que les viera el obrero que los había descubierto en el coche cuando se habían despertado.

Eran las siete y media pasadas, y esperaba que Jessica sacara de un momento a otro la basura. Cuanto más tiempo estuvieran allí sentados, más probabilidades había de atraer la atención de alguien. No resultaban muy discretos, los dos metidos en el Mustang negro, vestidos con chaquetas negras de cuero y vaqueros negros, con sus llamativas heridas y sus tatuajes. Ambos parecían lo que eran en aquel momento: dos delincuentes peligrosos que vigilaban el lugar en el que planeaban cometer un delito.

En ese momento Jude tenía la cabeza clara, la sangre le circulaba normalmente, el corazón parecía sereno. Estaba listo, pero no había nada que hacer, salvo esperar. Se preguntó si el carpintero le habría reconocido y pensó en lo que podría contar a los otros trabajadores cuando llegaran a la casa en construcción: «Todavía no puedo creerlo. Un tipo que se parece a Judas Coyne estaba durmiendo en el garaje. Él y una mujer muy sexy. Se parecía tanto al auténtico que casi le pregunto si podía firmarme un autógrafo». Y entonces se le ocurrió que el carpintero era otra persona más que podría identificarlos perfectamente, después de hacer lo que tenían que hacer. Era difícil llevar una vida al margen de la ley cuando uno era famoso.

Se puso a pensar qué estrella del rock había pasado más tiempo en la cárcel. Rick James, tal vez. Estuvo… ¿Cuántos años? ¿Cinco? ¿Tres? Ike Turner también estuvo encerrado un tiempo. Cinco años por lo menos. Otros debieron pasar más todavía. Leadbelly estuvo encarcelado por homicidio, pasó diez años picando piedra, luego se benefició de un indulto después de ofrecer un buen espectáculo para el gobernador y su familia. Bien. Jude pensó que, si jugaba bien sus cartas, podía tirarse en la cárcel más años que todos ellos juntos.

La prisión no le asustaba particularmente. Tenía muchos admiradores allí. No era tan mal sitio.

La puerta del garaje, al final del sendero de hormigón de Jessica McDermott Price, comenzó a hacer ruido. Se abría. Una niña flacucha, de unos once o doce años, con el pelo dorado y corto, con cintas, arrastró un cubo de basura hasta un lado de la calle. Al verla sintió un escalofrío por su gran parecido con Anna. Con su fuerte y afilado mentón, el pelo rubio pajizo y aquellos ojos azules muy separados, parecía que Anna hubiera saltado desde su infancia en la década de los ochenta directamente hasta la brillante y plena mañana de aquel día.

Dejó el cubo de basura, cruzó el jardín en dirección a la puerta principal y volvió a entrar. Una vez en el interior, se encontró con Jessica. La niña dejó la puerta abierta, lo cual permitió a Jude y Marybeth ver a la madre y la hija juntas.

Jessica McDermott Price tenía más estatura que la difunta Anna, su pelo era un poco más oscuro y su boca estaba enmarcada por las arrugas que suelen acompañar a los labios siempre fruncidos. Vestía una blusa campesina, con mangas holgadas, de volantes, y una arrugada falda de flores estampadas, vestimenta que Jude supuso que tenía el propósito de proclamar que era un espíritu libre, una especie de hippy sencilla y comprensiva. Pero su cara había sido cuidadosa y profesionalmente maquillada, demasiado, y lo que se podía ver del interior de la casa eran muebles oscuros, lustrados, costosos. La mujer libre vivía muy bien. Eran la casa y el rostro de una ejecutiva de banca de cuarenta años, no de una vidente.

Jessica entregó a la niña una mochila pequeña, de brillantes colores rosa y granate, que hacía juego con la chaqueta y las zapatillas, así como con la bicicleta que estaba fuera, y le dio un rápido beso en la frente. La pequeña salió, cerró la puerta con un alegre golpe y aceleró el paso por el jardín, mientras se cargaba la mochila en los hombros. Pasó frente a Jude y Marybeth por el otro lado de la calle, y al hacerlo les lanzó una mirada curiosa. Arrugó la nariz, como si hubiera descubierto desperdicios tirados en el jardín de algún vecino. Luego dio vuelta a la esquina y desapareció.

En cuanto estuvo fuera de la vista, Jude empezó a sentir extraños picores en el torso, bajo los brazos, y notó que un abundante sudor hacía que se le pegase la camisa a la espalda.

– Allá vamos -dijo.

Sabía que sería peligroso dudar, tomarse tiempo para pensarlo una vez más. Bajó del coche. Angus saltó detrás de él. Marybeth salió por el otro lado.

– Espera aquí -ordenó Jude.

– Demonios, no.

El hombre se dirigió al maletero.

– ¿Cómo vamos a entrar? -quiso saber Marybeth-. ¿Simplemente llamamos a la puerta de entrada y le decimos: «Hola, hemos venido a matarla»?

Levantó el capó y cogió una llave de cruz, de las que se usan para cambiar la rueda del coche. Con ella señaló el garaje, que había quedado abierto. Cerró el maletero y empezó a cruzar la calle. Angus corrió por delante, dio la vuelta, volvió a adelantarse a la carrera, levantó una pata y orinó en un buzón.

Todavía era temprano. El sol calentaba la nuca y el cuello de Jude. Sostenía un extremo de la llave con el puño. Era la parte ajustable, el resto lo apoyaba en el interior del antebrazo, tratando de esconderla junto al cuerpo. Detrás de Jude se cerró de golpe la puerta de un coche. Bon pasó corriendo junto a él. Entonces Marybeth llegó a su altura, casi sin aliento, trotando para mantener el paso rápido del cantante.

– Jude. Jude. ¿Qué te parece si nosotros…, si simplemente tratamos de hablar con ella? Tal vez podamos persuadirla… de que nos ayude voluntariamente. Decirle que tú nunca…, nunca quisiste hacer daño a Anna. Que nunca quisiste que ella se matara.

– Anna no se suicidó, y su hermana lo sabe. No se trata de eso. Nunca se ha tratado de eso. -Jude miró a Marybeth y vio que se había quedado unos pasos detrás de él, mirándolo con una expresión de sorpresa y desaliento-. Siempre ha habido en esto mucho más de lo que imaginamos al principio. Desde luego, no estoy muy seguro de que nosotros seamos los villanos en esta historia.

Avanzó por el camino de entrada, con los perros moviéndose a ambos lados, como una guardia de honor. Miró rápidamente la fachada frontal de la casa, las ventanas con cortinas de encaje blancas y, dentro, la oscuridad. Era imposible saber si ella los estaba observando. No tardaron en llegar a la oscuridad del garaje, donde había un descapotable de dos puertas, de color cereza, con placas que decían: «Hipnótico», aparcado sobre un suelo de hormigón bien barrido.

Encontró la puerta de acceso a la casa, puso la mano sobre el pomo, inclinó la cabeza hacia dentro, y escuchó. La radio estaba encendida. La voz más aburrida del mundo decía que las acciones de rentabilidad segura estaban bajando, las de empresas tecnológicas también lo hacían y los títulos a largo plazo se desplomaban… Luego escuchó tacones que golpeaban sobre las baldosas, al otro lado de la puerta, e instintivamente saltó hacia atrás. Pero era demasiado tarde. La puerta se abrió y allí estaba Jessica McDermott Price.

Estuvo a punto de chocar con él. La mujer no los había visto. Tenía las llaves del coche en una mano y un bolso de colores llamativos en la otra. Cuando ella levantó la vista, Jude la cogió por la pechera de la blusa y la empujó hacia el interior sin darle tiempo a que pudiera reaccionar, ni siquiera para emitir una protesta.

Jessica retrocedió, a punto de caerse, intentando mantener el equilibrio sobre los tacones. Se le torció un tobillo y el pie se salió de un zapato. Soltó el pequeño y llamativo bolso, que cayó a sus pies. Jude lo hizo a un lado de una patada y siguió avanzando.

Atravesaron la estancia y entraron en una cocina llena de sol, que estaba en la parte de atrás de la casa. Fue entonces cuando las piernas de ella cedieron. La blusa se le rompió al caer y los botones saltaron rebotando por todas partes. Uno de ellos golpeó el ojo izquierdo de Jude…, que sintió como si le hubiese alcanzado un rayo negro de dolor. Lagrimeó y parpadeó furiosamente para aclararlo.

La mujer se golpeó fuertemente contra la mesa colocada en el centro de la cocina, y se agarró del borde para frenar la caída. Los platos hicieron ruido. La encimera estaba detrás de ella y la mujer permaneció cara a cara con Jude. Estiró la mano hacia atrás, sin mirar, y cogió un plato con la intención de romperlo sobre la cabeza, de su atacante cuando éste se acercaba. Lo hizo.

Jude apenas lo sintió. Era un plato sucio. Restos de tostadas y huevos revueltos volaron por todas partes. El cantante estiró el brazo derecho y dejó que la llave de cruz para cambiar ruedas de coche se deslizara hasta cogerla por el mango y, sosteniéndola como si fuera un garrote, la golpeó en la rodilla izquierda, justo debajo del dobladillo de la falda.

La mujer cayó, como si ambas piernas le hubieran sido arrancadas de repente. Cuando comenzó a levantarse, Angus la derribó otra vez al echarse sobre ella. Con las patas delanteras parecía escarbar en el pecho de Jessica.

– Sal de ahí -ordenó Marybeth, y cogió a Angus por el collar. Lo arrastró con tanta fuerza hacia atrás que le hizo girar sobre sí mismo, dando vueltas ligeramente ridiculas, con las patas moviéndose en el aire un instante, antes de volver a caer sobre ellas.

Angus intentó precipitarse sobre Jessica de nuevo, pero Marybeth lo sujetó. Bon entró en la habitación, dirigió una nerviosa mirada culpable a Jessica Price, y luego se dirigió a los trozos de plato roto y empezó a devorar una corteza de tostada.

En la radio, una pequeña caja de color rosa colocada sobre la encimera de la cocina, se escuchaba una voz que sonaba como un murmullo: «Los clubes de lectura infantil tienen éxito entre los padres, que consideran la palabra escrita un buen recurso para proteger a sus hijos de los contenidos sexuales gratuitos y la violencia explícita que saturan los videojuegos, los programas de televisión y las películas».

La blusa de Jessica estaba rota y abierta hasta la cintura. Llevaba un delicado sostén de color melocotón, que dejaba expuesta la parte superior de los pechos, que subían y bajaban con la agitada respiración. Enseñó los dientes -¿estaba sonriendo?- y se pudo ver que los tenía manchados de sangre.

– Si ha venido a matarme -le advirtió ella-, debe saber que no tengo miedo a la muerte. Mi padre estará en el otro lado para recibirme con los brazos abiertos.

– Seguro que está ansiosa esperando ese momento -replicó Jude-. Tengo la impresión de que usted y él tenían una relación muy estrecha. Por lo menos hasta que Anna fue lo suficientemente mayor como para que él comenzara a hacer el amor con ella en lugar de con usted.

Capítulo 37

Uno de los párpados de Jessica McDermott Price temblaba de manera irregular. Gotas de sudor pendían de sus pestañas, listas para caer. Los labios, pintados de un color rojo profundo, casi negro, seguían estirados, mostrando los dientes, pero ya no dibujaban una sonrisa. Era más bien una mueca que expresaba rabia y confusión.

– Usted no tiene derecho a hablar de mi padre. Él estaba por encima de porquerías y despojos humanos como usted.

– Eso es verdad en parte -dijo Jude. El también respiraba agitadamente, y estaba un poco sorprendido por la serenidad de su propia voz-. El muerto y usted se buscaron serios problemas cuando se metieron conmigo. Dígame algo, ¿usted le ayudó a matarla, para evitar que hablara sobre lo que le había hecho? ¿Estuvo usted presente mientras su propia hermana se desangraba hasta morir?

– La mujer que regresó a esta casa no era mi hermana. No se parecía nada a la Anna que yo conocía. Mi hermana ya estaba muerta cuando usted terminó su trabajo con ella. Usted la destruyó. La niña que volvió a nosotros llevaba veneno dentro. Había que oír las cosas que decía, las amenazas que profería. Quería enviar a nuestro padre a prisión. Deseaba mandarme a mí a la cárcel. Y mi padre no le tocó ni un maldito pelo de su cabeza desleal. Mi padre la quería. Era el mejor de los hombres, el mejor.

– A su padre le gustaba follar con niñas pequeñas. Primero usted, luego Anna. Tuve esa asquerosa realidad delante de mis ojos todo el tiempo, pero no acerté a verla.

Al decir esas palabras se estaba inclinando sobre ella, amenazador. Se sentía un poco mareado. La luz del sol entraba a través de la ventana, por encima del fregadero de la cocina. El aire era tibio, denso, y olía fuertemente al perfume de Jessica, a jazmín. Más allá de la cocina, una puerta corredera de vidrio estaba parcialmente abierta y daba a un porche techado en la parte de atrás, con suelo de madera de pino y presidido por una mesa cubierta con un mantel de encaje. Un gato de pelo largo, gris, observaba con temor, con el lomo erizado y las uñas medio sacadas. La radio seguía siendo un runrún que ahora hablaba de cosas que se podían descargar de Internet. Era como el zumbido de las abejas en una colmena. Una voz como aquélla era capaz de dormir a cualquiera.

Jude miró hacia la radio, con ganas de darle un golpe con la llave de cruz para silenciarla. Entonces vio la fotografía que estaba al lado del aparato y se olvidó de su intención de apagar la radio. Era una fotografía de unos quince por treinta centímetros, colocada en un marco de plata. Craddock sonreía desde ella. Llevaba su traje negro, con los botones del tamaño de un dólar de plata brillando en la chaqueta. Tenía una mano puesta sobre su sombrero de fieltro, como si estuviera a punto de levantarlo para saludar. La otra mano reposaba sobre el hombro de una niña pequeña, de frente ancha y ojos azules bien separados, la hija de Jessica, que tanto se parecía a Anna. La cara de la pequeña, bronceada por el sol en la fotografía, era inexpresiva e inmutable, el rostro de alguien que espera salir de un ascensor que agobia por demasiado lento. Era una expresión por completo carente de sentimientos. Tal ademán hacía que la niña se pareciera más a Anna, cuando ésta se encontraba en el punto máximo de una de sus depresiones. La enorme semejanza perturbaba a Jude.

Aprovechando su distracción, Jessica se estaba arrastrando hacia atrás por el suelo, intentando poner más distancia entre los dos. Cuando vio que trataba de apartarse, Jude la cogió por la blusa otra vez, y voló otro botón. La camisa de la mujer colgaba de sus hombros, abierta hasta la cintura. Con el dorso de uno de los brazos, Jude se secó el sudor de la frente. Era un simple respiro. No había terminado de hablar todavía.

– Anna nunca entró en detalles, pero me contó que había sufrido abusos sexuales cuando era pequeña. Se esforzaba tanto por evitar cualquier pregunta, que resultaba obvio. En la última carta que me escribió, confesaba que estaba cansada de guardar sus terribles secretos, que no podía soportarlo más. A primera vista, parecían palabras de una persona con impulsos suicidas. Tardé un tiempo en darme cuenta de lo que realmente quería decir. Anhelaba sacar a la luz las verdades que había escondido tanto tiempo en su interior. Contar cómo su padrastro la ponía en trance, y así él podía hacer lo que quisiera con ella. Era un buen hipnotizador, pero nadie es perfecto… Podía hacerle olvidar lo ocurrido durante un tiempo, pero le resultaba imposible eliminar completamente los recuerdos de lo sucedido. Todo reaparecía cada vez que Florida sufría uno de sus ataques emocionales. Al final, siendo ya una adolescente, supongo, ella lo vio, comprendió lo que él había hecho. Anna pasó muchos años huyendo de esa terrible verdad. Escapando de él. Pero yo la puse en el tren y la envié de regreso, con lo que terminó otra vez ante su verdugo. Llegó y vio lo viejo que estaba, lo cerca de la muerte que se encontraba el monstruo. Y tal vez decidió que ya no tenía por qué seguir huyendo. -Jude había pensado mucho en el asunto. No tenía intención de guardarse nada-. Así que amenazó con contar lo que Craddock había hecho. ¿No es cierto? Dijo que se lo contaría a todo el mundo, que haría que la ley cayese sobre él. Por eso la mató. La puso en trance una vez más y le cortó las venas en el baño. Se las rajó y observó tranquilamente cómo se desangraba, se sentó allí y vio cómo se le iba la vida…

– Basta ya de decir esas cosas de él -exclamó Jessica, con voz aguda, punzante, chillona-. Aquella última noche fue terrible. Las cosas que le hizo y le dijo fueron horribles. Le escupió. Trató de matarlo, intentó empujarlo para que se cayese por las escaleras; a él, un anciano débil. Nos amenazó, a todos nos amenazó. Dijo que nos iba a quitar a Reese. Juró que usaría el dinero y los abogados que usted podía proporcionarle para enviar a mi padre a la cárcel. Rezumaba odio.

– Entonces él hizo lo que tenía que hacer, ¿no? -resumió Jude-. Fue prácticamente en defensa propia.

Una rara expresión asomó a las facciones de Jessica y desapareció tan rápidamente que él pensó que quizá sólo se lo había imaginado. Pero la realidad fue que, por un instante, las comisuras de sus labios parecieron temblar, en una especie de sonrisa sucia, perspicaz y atroz. La mujer se enderezó. Cuando volvió a hablar, su tono era el de una conferenciante, más que el de una persona furiosa y acorralada.

– Mi hermana estaba enferma. Se sentía confundida. Hacía tiempo que tenía tendencias suicidas. Anna se cortó las venas en la bañera, tal como todos sabíamos siempre que acabaría haciendo, y no hay nadie que pueda decir lo contrario.

– Anna dice otra cosa -informó Jude, y cuando vio la confusión que asomaba en el rostro de Jessica, remató el comentario-: Últimamente he estado recibiendo la visita de toda clase de muertos. ¿Sabe usted que nunca ha tenido demasiado sentido lo que hizo? Si quería enviarme un fantasma para perseguirme, ¿por qué no mandarla a ella? Si la muerte de Anna era culpa mía, ¿por qué enviar al padre? Pero su padrastro no me persigue por lo que hice yo. Me persigue por lo que hizo él.

– De todos modos, ¿quién es usted para decir que nuestro padre era un pederasta? ¿Cuántos años le lleva usted a esa puta que tiene detrás? ¿Treinta? ¿Cuarenta?

– Tenga cuidado -advirtió Jude, apretando la mano sobre la llave de cruz que aún empuñaba.

– Mi padre se merecía que le diéramos cualquier cosa que nos pidiera -continuó Jessica. Ya no podía callarse-. Yo siempre entendí eso. Mi hija también lo comprendió. Pero Anna hizo que todo fuera sucio, horrible, y lo trató como a un violador, cuando él no le había hecho a Reese nada que ella no quisiera. Anna habría estropeado los últimos días de nuestro padre en esta tierra, sólo para volver a estar con usted, para conseguir que se preocupara de nuevo por ella. Y ahora, ya ve usted adonde lo ha llevado todo esto. A poner a la gente contra sus familias. A meter las narices donde no pinta nada, donde no debe.

– Oh, Dios mío -intervino Marybeth-. Si ella está diciendo lo que pienso que está diciendo, es la conversación más repugnante que he escuchado jamás.

Jude puso la rodilla entre las piernas de Jessica y la empujó contra el suelo con la mano herida.

– Basta ya. Si escucho una palabra más sobre lo que su padrastro se merecía y cuánto las quería a todas ustedes acabaré vomitando. ¿Cómo me deshago de él? Dígame lo que tengo que hacer para que desaparezca y nos iremos de aquí para siempre. Ahí terminará todo.

Jude dijo todo esto sin estar seguro de si sería capaz de cumplir su parte del trato.

– ¿Qué ha pasado con el traje? -quiso saber Jessica.

– ¿Qué mierda importa eso?

– Ha desaparecido, ¿no? Usted compró el traje del muerto, y ahora ha desaparecido, y no pueden deshacerse de él. Todas las ventas son irrevocables. No hay devoluciones, especialmente si la mercancía ha sido deteriorada. No hay nada que hacer. Usted está muerto. Usted y esa puta que lo acompaña. No parará hasta que usted esté bajo tierra.

Jude se inclinó hacia delante, le puso la llave de cruz en el cuello y apretó un poco. La mujer comenzó a ahogarse.

– No. No acepto eso -replicó Jude-. No me lo creo. Tiene que haber alguna solución, si no… ¡Quíteme las manos de encima, mierda!

Las manos de Jessica estaban tirando de la hebilla de su cinturón. Él se apartó al sentir que la mujer le tocaba, retirando sin querer la llave de cruz de su garganta. Jessica se echó a reír.

– Vamos. Ya me ha arrancado la blusa. ¿Nunca ha soñado con la posibilidad de presumir de haberse follado a dos hermanas? -preguntó ella-. Seguro que a su amiguita le gustaría mirar.

– No me toque.

– Escúcheme, gran hombre fuerte. Gran estrella de rock. Usted me tiene miedo a mí, le tiene miedo a mi padre y tiene miedo de sí mismo. Bien. Tiene razón al sentir tantos temores. Usted va a morir. Por su propia mano. Puedo ver las marcas de la muerte sobre sus ojos. -Dirigió la mirada a Marybeth-. También las veo en ti, cariño. Tu novio te va a matar antes de suicidarse, y tú lo sabes. Me gustaría estar presente en el momento en que eso ocurra. Me encantaría ver cómo lo hace. Espero que te haga picadillo, espero que haga mil tajos en tu carita de puta…

En un instante, la llave que Jude usaba como arma estuvo otra vez sobre el cuello de Jessica, y él apretó con toda la fuerza que pudo. Jessica abrió los ojos desmesuradamente, y su lengua salió de la boca. Trató de incorporarse sobre los codos. El hombre la empujó con fuerza hacia abajo, haciendo que su cabeza se golpeara con el suelo.

– ¡Jude! -gritó Marybeth-. ¡No lo hagas, Jude!

Aflojó la presión que ejercía sobre la llave, con lo que Jessica pudo volver a respirar y gritó. Era la primera vez que gritaba. Jude volvió a apretar, esta vez para interrumpir el grito.

– El garaje -ordenó Jude.

– ¡Jude!

– Cierra la puerta del garaje. Todos los vecinos van a oírla, si no cierras.

Jessica trató de arañarle la cara. Pero los brazos de él eran más largos que los de la mujer. Se apartó de las manos de Jessica, que se habían transformado en garras. Por segunda vez golpeó el suelo con la cabeza de su prisionera.

– Si vuelve a gritar, la mataré a golpes aquí mismo. Ahora voy a retirarle la llave de la garganta, y será mejor que empiece a hablar, que me diga cómo deshacerme de esa cosa. ¿Qué tal si se comunica con él directamente? ¿Podría hacerlo con un tablero de ouija o algo por el estilo? ¿Puede conseguir usted que se vaya?

Aflojó la presión de nuevo, y ella gritó por segunda vez… Fue un grito largo y penetrante, que al final se disolvió en una carcajada. Jude le dio un puñetazo en el plexo solar y la dejó sin aire, haciéndola callar.

– Jude -insistió Marybeth desde atrás. Había ido a cerrar la puerta del garaje y en ese momento regresaba.

– Luego.

– Jude.

– ¿Qué? -Reaccionó, girando el torso para lanzarle una mirada furiosa.

En una mano Marybeth tenía el bolso brillante y colorido, más o menos cuadrado, de Jessica Price. Lo levantó para que él lo viera. Pero en realidad no era un bolso, sino un recipiente para llevar el almuerzo, con una foto de la modelo y cantante Hillary Duff en un lado.

Jude seguía mirando a Marybeth, que mostraba el recipiente para llevar comida. Estaba confundido, no comprendía por qué quería ella que mirase aquel objeto, por qué era tan importante. Además, llevaba en alto la otra mano, sin nada. ¿Por qué? En ese momento Bon empezó a ladrar. Era un fuerte ladrido, que parecía surgir de lo más profundo de su pecho. Cuando Jude giró la cabeza para ver a qué o por qué estaba ladrando, escuchó otro ruido, un clic agudo, metálico, el inconfundible ruido de alguien que amartilla una pistola.

La niña, la hija de Jessica Price, había entrado por la puerta acristalada del porche. En realidad había encañonado a Marybeth, y por eso iba brazos en alto. Jude ignoraba de dónde podía haber salido el arma. Era un enorme Cok 45, con incrustaciones de marfil y un cañón largo, una pistola tan pesada que la niña apenas podía sostenerla. Miraba atentamente desde debajo del flequillo. Una gota de sudor le iluminaba el labio superior. Cuando habló, fue con la voz de Anna, pero lo que más sorprendía era la tranquilidad que rezumaba.

– Apártese de mi madre -dijo.

Capítulo 38

E1 hombre de la radio seguía hablando: «¿Cuál es la exportación más importante de Florida? Uno podría decir que son las naranjas, pero se equivocaría».

Por un momento, la suya fue la única voz que se escuchó en la habitación. Marybeth sostenía a Angus por el collar y trataba de frenarlo, tarea nada fácil. El perro tiraba hacia delante con toda su considerable voluntad y todos sus músculos, y Marybeth debía apoyarse con fuerza en los talones para impedir que escapara. El animal comenzó a gruñir. Fue como un sordo trueno, bajo y entrecortado, un mudo pero perfectamente elocuente mensaje de amenaza. El gruñido hizo que Bon ladrara otra vez, un explosivo ladrido tras otro.

Marybeth fue la primera en romper el silencio.

– No necesitas usar eso. Nos marchamos. Vamos, Jude. Salgamos de aquí. Ayúdame con los perros y vamonos.

– ¡Vigílalos, Reese! -gritó Jessica-. ¡Han venido a matarnos!

Jude cruzó la mirada con Marybeth e hizo un gesto en dirección a la puerta del garaje.

– Salgamos de aquí. -Se puso de pie, una rodilla crujió recordándole que empezaba a tener las articulaciones viejas y hubo de apoyarse en la encimera para sostenerse. Luego miró a la niña directamente a los ojos, sobre la pistola de calibre 45 que le apuntaba a la cara.

– Sólo quiero sujetar a mi perro -explicó-. Y no os molestaremos más. Bon, ven aquí.

La perra ladraba y ladraba sin parar, en el espacio que había entre Jude y Reese. El cantante dio un paso hacia ella para buscar su collar y sujetarla.

– ¡No dejes que se te acerque demasiado! -gritó Jessica-. ¡Tratará de quitarte el arma!

– ¡Retroceda! -ordenó la niña.

– Reese -dijo él, usando su nombre de pila para calmarla y generar confianza. Jude tenía alguna práctica en el terreno de la persuasión psicológica-. Voy a dejar esto -mostró la llave de cruz para que ella pudiera verla. Luego la dejó sobre la repisa-. Ahí está. Ahora tú tienes una pistola y yo estoy desarmado. Sólo quiero a mi perro.

– Vamonos, Jude -dijo Marybeth-. Bonnie nos seguirá. Salgamos de aquí.

Marybeth estaba ya en el garaje, mirando hacia atrás a través de la puerta. Angus ladró por primera vez. El sonido resonó en el suelo de hormigón y el alto techo.

– Ven conmigo, Bon -la llamó Jude, pero Bon hizo caso omiso de él, y en cambio dio un nervioso y pequeño salto hacia Reese.

Los hombros de la niña se movieron, al encogerse por el susto. Durante un momento, giró el arma para apuntar a la perra, pero enseguida la volvió hacia Jude, quien dio otro paso para acercarse a Bon. Estaba casi lo suficientemente cerca como para alcanzar el collar.

– ¡Aléjese de ella! -gritó Jessica y Jude percibió un movimiento en el borde de su campo visual.

La hermana de su antigua novia estaba gateando por el suelo, y cuando Jude se volvió, la mujer se puso de pie y cayó sobre él. El hombre vio el reflejo de algo suave y blanco en una mano. No supo qué era hasta que lo tuvo en la cara. Era una daga de porcelana, o mejor dicho un ancho trozo del plato roto, que ella dirigió al ojo de su enemigo, pero éste movió la cabeza y sólo alcanzó a herirlo en la mejilla.

Jude alzó el brazo izquierdo y le dio un codazo en la mandíbula. Arrancó el trozo de plato roto de su cara y lo arrojó lejos. Con su otra mano encontró la llave de cruz sobre el mueble de la cocina y notó que un instante después producía un ruido sordo, sólido y sustancioso. Vio que los ojos de Jessica se abrían hasta querer salirse de las órbitas.

– ¡No, Jude, no! -gritó Marybeth.

Él giró sobre sí mismo y se agachó cuando ella gritó. Tuvo tiempo de ver a la niña, con rostro de sobresalto y grandes ojos afligidos. Y entonces el arma que tenía en las manos se disparó. El ruido fue ensordecedor. Un florero, lleno de guijarros y con algunas orquídeas blancas artificiales, explotó en la encimera de la cocina. Trozos de vidrio y pequeñas piedras volaron por el aire alrededor de él.

La pequeña retrocedió, dando trompicones. Se le enganchó el talón en el borde de una alfombra y casi se cayó al suelo, Bon saltó hacia ella. Reese se había enderezado, y cuando la perra la golpeó, lo hizo con tanta fuerza que la derribó y el arma volvió a dispararse.

La bala le dio a Bon abajo, en el abdomen, e hizo que su parte trasera saltara por el aire. El salto se convirtió en una extraña vuelta completa. Rodó y se golpeó contra las puertas del armario, debajo del fregadero. Tenía los ojos muy abiertos y sólo se veía la parte blanca de ellos. Su boca también había quedado muy abierta. Entonces el perro negro de humo que había dentro del animal surgió entre sus mandíbulas, como un genio saliendo de una lámpara árabe, y atravesó a toda velocidad la habitación, pasando junto a la niña, para salir al porche.

La gata que estaba echada sobre la mesa lo vio llegar, y chilló mientras su pelo se erizaba en el lomo. Se echó a la derecha cuando el perro de humo negro rebotó sobre la mesa casi sin tocarla. La sombra de Bon echó una rápida mirada al rabo de la gata y luego saltó. Cuando el espíritu de Bon llegó al suelo, atravesó un intenso rayo de temprano sol matutino, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

Jude se quedó mirando el lugar por el que el increíble perro de sombra negra había desaparecido. Demasiado confuso como para actuar, durante unos momentos pareció paralizado. Sólo era capaz de sentir. Y lo que sintió fue la emoción del asombro, un pasmo tan intenso que pareció una especie de descarga eléctrica. Sintió que había tenido el honor de vislumbrar algo hermoso y eterno.

Y luego miró el cuerpo muerto de Bon, ya sin alma. La herida en su abdomen era un espectáculo horrible, una abertura ensangrentada, un nudo azul de intestinos desparramados. La larga cinta rosada de su lengua caía obscenamente de la boca. No parecía posible que el disparo la hubiera abierto tan completamente, de modo que no debió morir por el tiro, sino que había sido destripada. Había sangre por todos lados, en las paredes, los armarios, sobre él, derramándose en el suelo en un charco oscuro. Bon ya estaba muerta cuando chocó con el suelo. La visión de la perra le producía otra especie de choque eléctrico, una formidable sacudida para sus terminales nerviosas.

Jude volvió la mirada incrédula a la niña. Se preguntó si la pequeña habría visto al perro de humo negro cuando pasó corriendo junto a ella. Estuvo a punto de preguntárselo, pero no pudo hablar. Momentáneamente, se había quedado sin palabras. Reese se incorporó sobre los codos, apuntándole con el Colt 45 en una mano.

Nadie habló ni se movió, y en aquel silencio se oyó claramente la voz de la radio:

«Los caballos salvajes del Parque Nacional de Yosemita, en California, están hambrientos después de meses de sequía y los expertos temen que muchos morirán si no se toman medidas rápidas. Tu madre morirá si no le disparas. Tú morirás».

Reese no dio ninguna muestra de haber escuchado lo que el hombre de la radio estaba diciendo. Tal vez fuera así. Al menos de forma consciente, no le escuchaba. Jude miró hacia la radio. En la fotografía colocada junto al aparato, Craddock todavía tenía la mano sobre el hombro de Reese, pero ahora sus ojos habían sido tachados con los garabatos de la muerte.

La voz de la radio insistió:

«No dejes que se te acerque más. Está aquí para mataros a las dos. Dispárale, Reese. Dispárale».

Tenía que hacer callar la radio. Se arrepentía de no haber seguido su impulso de aplastarla un rato antes. Se volvió hacia la encimera, moviéndose demasiado rápidamente, y su tacón se deslizó, resbalando con la sangre del suelo, con un chirrido agudo. Se tambaleó y dio un paso desequilibrado hacia atrás, en dirección a Reese. Los ojos de la niña se abrieron alarmados cuando él se tambaleó hacia ella. Jude levantó la mano derecha, en un ademán cuya intención era la de calmar, tranquilizar, hasta que en el último momento se dio cuenta de que estaba esgrimiendo la llave de cruz para cambiar neumáticos, y que a ella le daría la impresión de que la usaba para atacarla. Todo ocurrió en una fracción de segundo.

La niña apretó el gatillo y la bala golpeó en la llave, que, con un resonante ruido metálico, giró y le arrancó el dedo índice. Una lluvia de finas gotas de sangre caliente cayó sobre su cara. Volvió la cabeza y miró con la boca abierta su propia mano, tan asombrado por la desaparición del dedo como antes por el milagro del perro negro que se había desvanecido. Era la mano con la que hacía los acordes. Casi todo el dedo había desaparecido. Aún sostenía la llave de cruz con lo que le quedaba de mano. La soltó. Cayó al suelo con sonido de campana.

Marybeth gritó su nombre, pero la voz sonó tan lejana que bien podía haber estado en la calle. Apenas podía oírla entre el zumbido de sus oídos. Sintió que su cabeza se volvía peligrosamente ligera. Necesitaba sentarse. Pero no se sentó. Puso la mano izquierda sobre la encimera y empezó a dar marcha atrás, retirándose lentamente en dirección a Marybeth y el garaje.

La cocina olía a pólvora quemada, a metal caliente. Mantuvo la mano derecha alzada, apuntando al techo. El muñón de su dedo índice no sangraba demasiado. La sangre mojó la palma de su mano, chorreando por el interior del brazo, pero era un goteo lento, y eso le sorprendió. Tampoco el dolor era excesivo. Lo que sentía era más bien una desagradable sensación de presión concentrada en el muñón. No notaba en absoluto el corte que tenía en la cara. Miró al suelo y vio que iba dejando un rastro de gruesas gotas de sangre y rojas huellas de botas.

Su visión parecía aumentada y distorsionada, como si llevara una pecera en la cabeza. Jessica Price estaba de rodillas, con las manos en el cuello. Tenía la cara amoratada e hinchada, como si estuviera sufriendo una grave reacción alérgica. Casi se rió. ¿Quién no era alérgico a una barra de metal aplicada en el cuello y en el rostro? En ese momento pensó que se las había apañado para herirse las dos manos en el espacio de apenas tres días, y luchó contra una necesidad casi compulsiva de reírse tontamente. Tendría que aprender a tocar la guitarra con los pies.

Reese le miró a través de la nube de humo sucio de pólvora, con los ojos muy abiertos y asombrados…, y de algún modo compungidos. El arma estaba en el suelo, junto a ella. Movió la vendada mano izquierda hacia ella, aunque ni siquiera estaba seguro de cuál era el propósito de ese gesto. Tenía la vaga idea de que estaba tratando de tranquilizarla, diciéndole que él estaba bien. Le preocupó lo pálida que parecía la niña. Esa criatura nunca superaría aquellos terribles sucesos, y no tenía la culpa de nada.

Entonces Marybeth le cogió del brazo. Estaban en el garaje. No, estaban fuera del garaje, bajo el blanco resplandor del sol. Jude casi se cayó al suelo cuando Angus le puso las patas delanteras sobre el pecho.

– ¡Fuera! -gritó Marybeth, y su voz aún parecía venir de muy lejos.

Jude quería sentarse, por encima de cualquier otra cosa… Allí mismo, en la entrada, donde pudiera recibir el sol en la cara.

– No -ordenó Marybeth cuando él empezó a dejarse caer hacia el hormigón del suelo-. No. Al coche. Vamos. -Tiraba de su brazo con ambas manos, para mantenerlo de pie.

Él se balanceó, avanzó trastabillado hacia ella, puso un brazo sobre el hombro de la chica y ambos se dejaron llevar por la inclinación del camino de acceso, como un par de adolescentes ebrios en la fiesta de graduación que trataran de bailar el Stairway de Led Zepellin. Esta vez él sí se rió. Marybeth lo miró con terror.

– Jude. Tienes que colaborar. No puedo llevarte. No lo lograremos si te caes.

El tono de súplica de su voz le preocupó, y se propuso hacer mejor las cosas. Respiró hondo, para reponerse, y fijó la vista en sus botas. Se concentró en el trabajo de hacerlas avanzar. El pavimento que había debajo de sus pies era difícil de atravesar. Se sentía como si tratara de caminar por un trampolín en estado de embriaguez. La tierra parecía doblarse y tambalearse debajo de él, y el cielo se inclinaba peligrosamente.

– Al hospital -dijo ella.

– No. Tú sabes por qué.

– Tengo que llevarte…

– No tienes que hacerlo. Detendré la hemorragia.

¿Quién le estaba respondiendo? El sonido era el de su propia voz, asombrosamente razonable.

Jude levantó la vista, vio el Mustang. El mundo giraba a su alrededor, veía un calidoscopio de jardines demasiado verdes, canteros de flores, la blanca cara aterrorizada de Marybeth. Se encontraba tan cerca que su nariz estaba prácticamente metida en el remolino oscuro y flotante de su pelo. Aspiró profundamente, para disfrutar de su dulce y alentador aroma, pero se estremeció, sorprendido por el fuerte olor a pólvora y a perro muerto.

Dieron la vuelta alrededor del automóvil y ella lo dejó caer sobre el asiento del acompañante. Luego, Georgia fue a la parte delantera del Mustang, cogió a Angus por el collar y empezó a arrastrarlo hacia la puerta del conductor.

Estaba tratando de abrirla cuando la camioneta de Craddock. salió ruidosamente del garaje, con los neumáticos girando violentamente sobre el suelo, echando un humo grasiento. Craddock estaba detrás del volante. La camioneta se salió del camino de acceso a la casa y atravesó el césped con un ruido sordo. Chocó con estrépito contra la cerca de estacas, derribándola sobre la acera, para luego seguir hasta la calle.

Marybeth soltó a Angus y se arrojó sobre el capó del automóvil, deslizándose sobre el abdomen, justo antes de que la camioneta de Craddock se estrellara contra un lado del Mustang. La fuerza del impacto lanzó a Jude hacia la puerta del lado del acompañante. La colisión hizo girar el Mustang, de modo que la parte de atrás quedó en medio de la calle y la de delante se subió encima del bordillo, con tal brusquedad que Marybeth fue catapultada desde el capó hasta el suelo. La camioneta había golpeado el automóvil con un extraño ruido de plástico aplastado, mezclado con agudos ladridos.

Los trozos de vidrio roto cayeron tintineando sobre la calle. Jude levantó la vista y vio el descapotable de color cereza de Jessica McDermott Price en la calle, junto al Mustang. La camioneta había desaparecido. En realidad nunca había estado allí. El blanco globo del airbag se había desplegado sobre el volante, y Jessica estaba sentada allí, con la cabeza entre las manos.

Jude sabía que debería estar sintiendo algo -alguna urgencia, alguna sensación de alarma-, pero sólo se sentía somnoliento, atontado. Tenía los oídos taponados, y tragó varias veces para destaponarlos, para liberarlos.

Salió por la puerta del acompañante, para ver qué le había ocurrido a Marybeth. En ese momento la chica estaba sentándose en la acera. No había razón para preocuparse. Se encontraba bien. Parecía tan aturdida como Jude, pestañeando a la luz del sol, con un gran rasguño en la punta de la barbilla y el pelo cayéndole desordenadamente sobre los ojos. Pero nada más. Miró hacia atrás, hacia el descapotable. La ventanilla del conductor estaba bajada -o había caído a la calle- y la mano de Jessica colgaba, blanda, hacia fuera. El resto de la mujer yacía dentro, invisible.

En algún lugar, alguien empezó a gritar. Sonaba lo que parecía el llanto de una niña. Estaba llamando a su madre a gritos.

Sudor, o tal vez sangre, goteaba en el ojo derecho de Jude, y escocía. Levantó la mano derecha para enjugarlo y se rozó la frente con el muñón de su dedo índice. Sintió como si hubiera metido la mano en una parrilla caliente. El dolor recorrió todo el brazo y llegó hasta el pecho, donde se convirtió en otra cosa, en una falta de aliento y en hormigueo helado detrás del esternón. Era una sensación terrible y de alguna manera fascinante.

Marybeth pasó tambaleándose por la parte delantera del Mustang y abrió la puerta del conductor, que hizo un ruido de metal doblado. Llevaba en los brazos algo que parecía un enorme bolso marinero de color negro. El bolso estaba goteando. No…, no era un bolso marinero…, era. Angus. Movió el asiento del conductor hacia delante y dejó el inerte animal en el asiento de atrás, antes de subir.

Jude se volvió cuando ella puso en marcha el coche. Ambos sentían una profunda necesidad de mirar atrás, a su perro, y a la vez deseaban con desesperación no hacerlo. Angus levantó la cabeza para mirarlo con ojos vidriosos, húmedos, inyectados en sangre. Gemía casi sin hacer ruido. Sus patas traseras estaban destrozadas. Un hueso rojo asomaba, atravesando la piel de una de ellas, justo por encima de la articulación.

Jude pasó su mirada de Angus a Marybeth. Ella mantenía firme y alta su barbilla herida; los labios eran una fina y horrorizada línea. Las vendas de su mano derecha, en terrible estado, estaban empapadas. ¡Vaya con ellos y sus manos! A ese paso tendrían que acariciarse con garfios cuando todo aquello hubiera terminado.

– Mira cómo estamos los tres -observó Jude-. ¿No formamos un trío lamentable? -Tosió. La sensación de tener clavados alfileres y agujas en su pecho estaba disminuyendo…, pero muy lentamente.

– Buscaré un hospital.

– Nada de hospitales. Vamos a la carretera.

– Podrías morir si no vamos a un hospital.

– Si vamos a un hospital, seguramente moriré, y tú también. Craddock terminará con nosotros fácilmente. Mientras Angus esté vivo, tenemos alguna posibilidad de sobrevivir.

– ¿Qué puede hacer Angus…?

– Craddock no le tiene miedo al perro. Le tiene miedo al perro que hay dentro del perro.

– ¿De qué estás hablando, Jude? No comprendo.

– Vamos. Puedo detener la hemorragia del dedo. Es sólo un dedo. Vamos a la autopista. Marchemos al oeste. -Alzó la mano derecha, a un lado de la cabeza, para disminuir la velocidad de la hemorragia. En ese momento estaba comenzando a pensar. Aunque no tenía que pensar mucho para saber adonde se dirigían. Iban al único lugar al que podían ir.

– ¿Qué mierda hay al oeste? -preguntó Marybeth.

– Luisiana -respondió-. El hogar.

Capítulo 39

E1 maletín de primeros auxilios que los había acompañado desde Nueva York estaba en el suelo, en la parte de atrás del coche. Sólo quedaban un pequeño rollo de gasa, unas pinzas y varias dosis de Motrin, el poderoso calmante muscular, en envases difíciles de abrir. Cogió primero el analgésico, abrió el envase rompiéndolo con los dientes y se tragó en seco los seis comprimidos, 1.200 miligramos. No era suficiente. Todavía sentía la mano como si fuera un montón de hierro caliente apoyado en un yunque, donde era lenta pero metódicamente aplastado a martillazos.

Al mismo tiempo, el dolor mantenía a raya la nubosidad mental, era un flotador para mantenerse a salvo, consciente, una cuerda que lo sujetaba al mundo real: la autopista, los carteles verdes con los kilometrajes, el zumbido del aire acondicionado.

Jude no sabía cuánto tiempo lograría mantener clara la cabeza, y quería usar el que le quedara para explicar las cosas. Habló vacilando, con los dientes apretados, mientras se colocaba la venda dándole vueltas a la mano herida.

– La granja de mi padre está justamente al cruzar el límite de Luisiana, en Moore's Córner. Podemos llegar allí en menos de tres horas. No voy a desangrarme en sólo tres horas. El viejo está enfermo, casi siempre inconsciente. Hay una anciana allí, una tía política, por matrimonio, que es enfermera profesional. Ella lo cuida. Está registrada en el colegio de enfermeras. Hay morfina. Para los dolores de mi padre. Y habrá perros. Creo que tiene… Maldita sea. Madre mía. Maldición. Dos perros. Pastores alemanes, como los míos. Salvajes. Malditos animales.

Cuando se terminó la gasa, la sujetó, ajustándola con un imperdible. Usó los dedos del pie para quitarse las botas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo. Puso un calcetín sobre la mano derecha. Envolvió el otro alrededor de la muñeca y lo anudó con fuerza, para hacer más lenta la circulación, pero no para detenerla. Miró detenidamente el guiñapo en que se había convertido su mano y trató de pensar si podría aprender a hacer acordes sin el dedo índice. Siempre le quedaría el recurso de tocar la guitarra con slide. O podía volver a usar la izquierda, como hacía cuando era niño. El solo hecho de pensarlo hizo que comenzara a reírse otra vez. Parecía un loco.

– Basta -dijo Marybeth.

Apretó los dientes con fuerza y se obligó a dejar de reír. Tenía que admitir que se comportaba de una manera extraña, que no resultaba normal para su compañera.

– ¿Crees que no llamará a la policía esa vieja tía tuya? ¿No te parece que se empeñará en llamar a un médico para que te vea? ¿No dices que es enfermera?

– No lo hará.

– ¿Por qué no?

– No se lo vamos a permitir.

Marybeth no dijo nada durante un rato, después de oír aquello. Condujo tranquilamente, de forma automática, pasando de un carril a otro correctamente al adelantar a otros vehículos, para continuar a una velocidad de crucero de no más de ciento diez o ciento quince kilómetros por hora. Sostenía el volante con cuidado, con su mano izquierda, blanca, arrugada, lastimada, y no lo tocaba de ninguna manera con la infectada mano derecha.

Finalmente, Georgia habló:

– ¿Cómo crees que terminará todo esto?

Jude no tenía respuesta para semejante pregunta. El que respondió fue Angus. Lo hizo con un suave y doliente quejido.

Capítulo 40

Jude trataba de mantener vigilado el camino que quedadaba detrás de ellos, atento a la policía, o a la furgoneta del muerto, pero a primera hora de la tarde no pudo más, apoyó la cabeza contra la ventanilla lateral y cerró los ojos por un momento. Los neumáticos producían un sonido hipnótico, un murmullo monótono. El aparato de aire acondicionado, que nunca antes había hecho ruidos, emitía ronroneos regulares. Los ventiladores vibraban furiosos durante un momento, para luego, cíclicamente, quedar en silencio. Eso también tenía un efecto hipnótico.

Había pasado meses reconstruyendo el Mustang, y Jessica McDermott Price lo había convertido en chatarra otra vez en apenas un instante. Le había hecho cosas que él pensaba que sólo les ocurrían a los personajes de las canciones del Oeste: destrozó su automóvil, machacó a sus perros, le hizo huir de su casa para convertirlo en un fuera de la ley. Casi era gracioso. Tal vez dejarlo a uno sin un dedo y un cuarto de litro de sangre podía ser estimulante para el sentido del humor.

No. No era gracioso. Era importante no reírse otra vez. No quería asustar a Marybeth, no quería que ella pensara que estaba perdiendo la cabeza.

– Usted está loco -dijo Jessica Price-. Usted no va a ninguna parte. Usted necesita tranquilizarse. Le daré algo para que se relaje, y hablaremos.

Al oír el sonido de su voz, Jude abrió los ojos.

Estaba sentado en un sillón de mimbre, contra la pared, en el oscuro pasillo del piso de arriba de la casa de Jessica Price. Nunca había visto la planta superior de aquella vivienda, no había llegado a entrar hasta ese lugar, pero de todas maneras supo de inmediato dónde estaba. Se daba cuenta gracias a las fotografías, por los enormes retratos enmarcados que colgaban de las paredes de oscuros paneles de madera. Uno era una foto de Reese, tomada con filtro difusor, en la escuela, cuando tenía ocho años. Posaba delante de una cortina azul y sonreía, dejando ver unos metálicos aparatos de ortodoncia en los dientes. Las orejas sobresalían, dándole un aspecto ridículo.

El otro retrato era más viejo y sus colores estaban ligeramente desteñidos. Se veía a un capitán, tieso como un palo, de hombros cuadrados, quien, con su alargada y delgada cara, sus ojos cerúleos y su ancha boca de labios finos, tenía más que un ligero parecido con Charlton Heston. La mirada de Craddock en esa fotografía era distante y arrogante al mismo tiempo. Pura disciplina.

El pasillo daba, a la izquierda de Jude, a la amplia escalera central que subía desde el vestíbulo. Anna estaba subiendo y Jessica la seguía de cerca, detrás de ella. Anna estaba sofocada, demasiado flaca. Los huesos de las muñecas y los codos sobresalían debajo de la piel, y la ropa le quedaba excesivamente grande. Ya no era gótica. Nada de maquillaje, ni pintura negra en las uñas. Nada de aretes o anillos en la nariz. Llevaba puesta una túnica blanca, desteñidos pantalones cortos de gimnasia de color rosa y zapatillas de tenis sin cordones. Daba la impresión de que su pelo no había sido cepillado ni peinado en varias semanas. En buena lógica, todo ello tendría que haberle conferido un aspecto terrible, de mujer desaliñada y hambrienta, pero no era así. Estaba tan hermosa en ese momento como el verano que habían pasado juntos en el cobertizo, trabajando en el Mustang, con los perros en medio.

Al verla, Jude sintió un abrumador ataque emocional. Conmoción, pérdida y adoración, todo junto. Apenas pudo soportar tantos sentimientos simultáneos. Incluso parecían más sentimientos de lo que la realidad que le rodeaba podía admitir, pues el mundo se curvaba en los bordes de su campo visual, volviéndose borroso y distorsionado. El pasillo se convirtió en un corredor salido de Alicia en el país de las maravillas, demasiado pequeño en un extremo, con puertas tan diminutas que sólo un gato podría atravesarlas, y demasiado grande en el otro, donde el retrato de Craddock se dilataba hasta alcanzar tamaño natural. Las voces de las mujeres en las escaleras se hicieron más profundas y lentas, hasta el punto de convertirse en sonidos incoherentes. Era como escuchar un disco que empezara a detenerse después de que el tocadiscos hubiera sido desenchufado.

Jude estuvo a punto de llamar a Anna. Lo que más deseaba era ir hacia ella, pero cuando el mundo se deformó, se echó hacia atrás en la silla, mientras los latidos de su corazón se disparaban. Un instante después, su visión se aclaró, el pasillo se enderezó y pudo escuchar otra vez a Anna y a Jessica con toda claridad. Entonces se dio cuenta de que la visión que le rodeaba era frágil y que no podía forzarla demasiado. Era importante mantenerse quieto, no realizar ningún movimiento brusco. Hacer y sentir lo menos posible, ésa era la clave. Sólo tenía que observar.

Las manos de Anna estaban cerradas, en puños pequeños, huesudos. Subía las escaleras con una precipitación agresiva, de modo que su hermana tropezaba tratando de seguirle el ritmo, agarrándose a la barandilla para evitar rodar escaleras abajo.

– Espera… Anna…, ¡detente! -dijo Jessica, parándose, para luego seguir escaleras arriba, tratando de coger la manga de la túnica de su hermana-. Estás histérica…

– No estoy histérica, no me toques -replicó Anna, hablando atropelladamente. De un tirón, liberó el brazo.

Anna llegó al descansillo y se volvió hacia su hermana mayor, que se quedó rígida, dos peldaños más abajo, vestida con una pálida falda de seda y una blusa de color café oscuro. Los talones de Jessica estaban juntos. En el cuello sobresalían los tendones. Estaba haciendo una mueca, y en ese momento pareció más vieja, no una mujer de unos cuarenta años, sino de más de cincuenta. En realidad parecía asustada. Su palidez, especialmente en las mejillas, a la altura de las sienes, era gris, y el contorno de su boca estaba fruncido, lleno de arrugas.

– Estás histérica. Estás imaginando cosas, eres víctima de una de tus terribles fantasías. No sabes lo que es real y lo que no lo es. No puedes ir a ninguna parte en ese estado.

Anna no hacía caso.

– ¿Esto es imaginario? -Llevaba un sobre en las manos-. ¿Estas fotografías son imaginarias? -Sacó varias fotos Polaroid, las agitó en una mano para mostrárselas a Jessica y se las arrojó luego a la cara-. ¡Jesús! ¡Es tu hija! ¡Tiene once años!

Jessica Príce se encogió ante las fotos que volaban, que cayeron en los escalones, alrededor de sus pies. Jude se dio cuenta de que Anna todavía tenía una de ellas, que volvió a guardar en el sobre.

– Sé muy bien lo que es real -insistió Anna-. Por primera vez en mi vida, tal vez.

– Papá -dijo Jessica con voz débil, amortiguada.

Anna continuó:

– Me voy. La próxima vez que me veas, llegaré con sus abogados. Para llevarme a Reese.

– ¿Crees que él te ayudará? -preguntó Jessica. Su voz era un susurro tembloroso.

¿Él? ¿Sus abogados? A Jude le costó un instante darse cuenta de que estaban hablando de él. La mano derecha comenzaba a escocerle. La notaba hinchada y caliente, como si hubiera sufrido la picadura de un terrible insecto.

– Seguro que me ayudará.

– ¡Papá! -exclamó Jessica de nuevo. Su voz sonó esta vez más fuerte, más vibrante.

Una puerta se abrió de golpe, en el pasillo oscuro, a la derecha de Jude. Miró, esperando ver a Craddock, pero era Reese. La niña asomó la cabeza espiando hacia todos los lados. Era una chiquilla con el pelo del mismo color dorado pálido que el de Anna. Igual que a ella, un mechón le caía sobre uno de los ojos. Jude sintió pena al verla. Se le encogió el corazón al contemplar sus grandes ojos afligidos. ¡Las cosas que algunos niños tenían que ver! Sin embargo… pocas serían peores que las que ya había sufrido ella, pensó.

– Esto se va a saber, Jessie. Todo -dijo Anna-. Estoy feliz. Quiero hablar de eso. Espero que vaya a la cárcel.

– ¡Papá! -gritó Jessica por tercera vez.

Se abrió la puerta situada frente a la habitación de Reese y una figura alta, demacrada y angulosa salió al pasillo. Craddock no era más que una silueta negra recortada en las sombras, sin ningún rasgo característico, salvo las gafas de montura oscura, que usaba muy de vez en cuando. Los cristales de las gafas atrapaban y enfocaban la luz disponible, de modo que brillaban débilmente, con algún destello rosa, en la oscuridad. Detrás de él, en su habitación, un acondicionador de aire vibraba con un ruido constante, cíclico, que a jude le resultaba curiosamente conocido.

– ¿Qué es todo este ruido? -preguntó Craddock con voz áspera y melosa.

– Papá -dijo Jessica-, Anna se va. Dice que regresa a Nueva York, otra vez, con Judas Coyne, y va a conseguir que sus abogados…

Anna miró hacia el pasillo, a su padre. No vio a Jude. Por supuesto que no le vio. Sus mejillas eran de un furioso color rojo oscuro, con dos manchas sin color alguno sobre los pómulos. Estaba temblando.

– Quiere llamar a los abogados de ese tipo y a la policía, y les va a decir a todos que tú y Reese…

– Reese está aquí, Jessie -la interrumpió Craddock-. Tranquilízate. Tranquilízate.

– … y ella… ha encontrado algunas fotografías -siguió Jessica, con voz cada vez más débil, mientras miraba a su hija por primera vez.

– ¿Ah, sí? -replicó Craddock, mostrándose completamente tranquilo-. Anna, querida. Lamento que te hayas alterado tanto. Pero no es un momento adecuado para que te marches, desquiciada como estás. Es tarde, querida. Es casi de noche. ¿Por qué no te sientas conmigo y hablamos sobre lo que te está preocupando? Quisiera ver si puedo tranquilizar tu espíritu, darte un poco de paz. Si me permitieras intentarlo, aunque sólo sea un momento, estoy seguro de que lo lograría.

De pronto Anna pareció tener dificultades para emitir su voz. Sus ojos estaban muy abiertos, brillantes y asustados. Pasaba la mirada de Craddock a Reese, y luego a su hermana.

– Mantenlo lejos de mí-dijo Anna-. O que Dios me perdone, porque lo mataré.

– No puede irse -dijo Jessica a Craddock-. Por ahora no puede.

¿Por ahora? Jude se pregunto qué podría significar eso. ¿Acaso Jessica pensaba que había algo más que hacer o decir? Él tenía la sensación de que la conversación había terminado.

Craddock miró de reojo a la niña.

– Vete a tu habitación, Reese. -Alargó la mano hacia ella, mientras hablaba, para hacerle una caricia tranquilizadora en la pequeña cabeza.

– ¡No la toques! -gritó Anna.

La mano de Craddock se detuvo en el aire, por encima de la cabeza de Reese… Entonces la dejó caer a un lado.

En ese momento algo cambió. En la oscuridad del corredor, Jude no podía distinguir bien las facciones de Craddock, pero le pareció detectar una sutil variación en el lenguaje corporal, en la posición de los hombros, en la inclinación de la cabeza y en la manera en que apoyaba los pies en el suelo. Jude tuvo la impresión de que ahora era un hombre que se disponía a atrapar una serpiente oculta entre la hierba.

Finalmente Craddock habló a Reese otra vez, sin apartar la vista de Anna.

– Vamos, mi amor. Deja que los adultos hablen ahora. Está anocheciendo y es hora de que los mayores charlen sin que las niñas estén presentes.

Reese miró por el pasillo hacia Anna y su madre. Anna la miró a los ojos y movió la cabeza con una levísima inclinación.

– Ve, Reese -dijo Anna-. No es más que una aburrida conversación de personas mayores.

La pequeña metió la cabeza en su habitación y cerró la puerta. Un momento después se oyó música, sonando fuerte aunque amortiguada a través de la puerta. Era una mezcla de percusión con el chillido de una guitarra que parecía un tren descarrilando, seguido todo ello de gritos entusiastas con algo de infantil en su timbre. Todo, extrañamente, sonaba con una áspera armonía. Era la versión Kidz Bop del último éxito de Jude que había figurado en la lista de los cuarenta temas más escuchados, Put yon in yer place.

El cuerpo de Craddock se sacudió al escucharlo y sus manos se cerraron con fuerza.

– Ese hombre -murmuró.

Al acercarse a Anna y Jessica, ocurrió algo curioso. El descansillo de la parte superior de la escalera estaba iluminado por la luz del sol poniente, que entraba por una gran ventana que sobresalía en la fachada frontal de la casa, de modo que cuando Craddock se acercó a sus hijastras la luz le iluminó la cara, destacando hasta los menores detalles: la inclinación de los pómulos, las profundas arrugas que cerraban la boca a los lados. Pero los cristales de sus gafas se oscurecieron, ocultando los ojos detrás de inquietantes círculos negros.

– No eres la misma desde que has vuelto a casa después de vivir con ese hombre -dijo el anciano-. No sé qué puede haber ocurrido contigo, Anna, querida. Has pasado por algunos malos momentos, nadie lo sabe mejor que yo; pero me da la impresión de que ese tipo, Coyne, se ha apoderado de tu desdicha y, por decirlo así, le ha subido el volumen. Es como si hiciera que tus penas sonaran tan fuerte que ya no puedes escuchar mi voz cuando trato de hablarte. Sufro al verte tan triste y confundida.

– No estoy confundida y no soy tu «querida Anna». Te lo aseguro, si te acercas a mí a menos de un metro, lo lamentarás.

– Diez minutos, papá -dijo Jessica.

Craddock movió los dedos hacia ella, en un gesto de impaciencia para hacerla callar.

Anna lanzó una mirada a su hermana, y luego se volvió otra vez hacia Craddock.

– Ambos estáis equivocados si pensáis que podéis retenerme aquí por la fuerza.

– Nadie te obligará a hacer nada que tú no quieras -replicó Craddock, pasando junto a Jude.

Tenía la cara arrugada y de mal color, las pecas resaltaban más que nunca sobre su piel blanca como la cera. Más que caminar, arrastraba los pies, ladeado quizá por alguna afección permanente de la columna, pensó Jude. Muerto tenía mejor aspecto.

– ¿Crees que Coyne te va a hacer algún favor? -continuó Craddock-. Creo recordar que te echó. Te repudió. Tengo entendido que ya ni siquiera responde tus cartas. No te ayudó antes… y no veo por qué habría de hacerlo ahora.

– No sabía cómo conseguirlo. Yo no me conocía a mí misma. Ahora sí me conozco. Le voy a contar lo que tú has hecho. Le voy a decir que deberías estar en la cárcel. ¿Y sabes lo que ocurrirá? Hará que sus abogados te metan en prisión. -Dirigió una mirada a Jessica-. Y a ella, también…, si no la encierran en un manicomio. A mí me da lo mismo, siempre y cuando la mantengan tan lejos como sea posible de Reese.

– ¡Papá, haz algo! -lloriqueó Jessica, pero Craddock sacudió bruscamente la cabeza, lo que significaba: «Cállate».

– ¿Crees que te va a recibir? ¿Piensas que te abrirá su puerta cuando llames a ella? Estoy seguro de que ya se está revolcando con otra. Hay montones de muchachas bonitas, muy dispuestas a levantarse las faldas por una estrella de rock. No tienes nada para ofrecerle que él no pueda conseguir en otra parte, sin tantos problemas emocionales.

Al oír tales palabras, una expresión de dolor atravesó el rostro de Anna, que pareció empezar a hundirse, como un corredor sin aliento, dolorido después del supremo esfuerzo de la carrera.

– No importa que esté con otra persona. Es mi amigo -replicó ella con voz débil.

– No te creerá. Nadie lo creerá, porque todo eso es mentira, querida. Todo es mentira -insistió Craddock, dando un paso hacia ella-. Te estás sintiendo confusa otra vez, Anna.

– Eso es -le apoyó Jessica fervientemente.

– Ni siquiera las fotografías son lo que tú crees. Puedo explicártelo, si quieres. Puedo ayudarte si…

Pero se había acercado más de la cuenta. Anna saltó hacia él. Le puso una mano en la cara, le arrebató las gafas y las aplastó contra el suelo. Puso la otra mano, que todavía sostenía el sobre, en el centro de su pecho y le empujó. Se tambaleó, gritó. Se torció el tobillo izquierdo y cayó. Se desplomó hacia el lado contrario al de los escalones. Anna no le había empujado por las escaleras, aunque Jessica hubiera dicho lo contrario. Aquella acusación era, pues, una falsedad.

Craddock cayó sobre su escuálido trasero, con un ruido sordo que hizo temblar todo el pasillo y sacudió su propio retrato en la pared, dejándolo torcido. Empezó a incorporarse y Anna le puso el tacón en el hombro y lo empujó de nuevo, obligándole a apoyar la espalda contra el suelo. La joven temblaba furiosamente.

Jessica lanzó un chillido y subió corriendo los últimos peldaños, esquivando a Anna, para caer de rodillas junto a su padrastro.

Jude se vio de repente poniéndose de pie. No podía seguir inmóvil por más tiempo. Intuyó que al incorporarse el mundo se iba distorsionar otra vez, y así fue. Se estiró de manera absurda, como si fuera una imagen reflejada en una burbuja de jabón que se dilatara. Retumbó una explosión en sus oídos. Sentía que tenía la cabeza muy lejos de los pies…, a kilómetros de distancia. Y al dar el primer paso hacia delante, sintió que flotaba, que, curiosamente, era casi ingrávido, como un buceador que recorre el fondo del océano. Pero al avanzar por el pasillo deseó que el espacio que le rodeaba recuperara la forma y las dimensiones correctas, y así fue. Su voluntad significaba algo, por tanto. Era posible moverse en aquel universo de pompa de jabón que le rodeaba sin hacerlo explotar; bastaba con tener cuidado.

Le dolían las manos, las dos, no sólo la derecha. Las notaba hinchadas, como si fueran guantes de boxeo. El dolor aparecía en oleadas continuas, rítmicas, sincronizadas con su pulso, «tum-tum-tum». Aquella angustiosa sensación se mezclaba con el repiqueteo y el zumbido del aparato de aire acondicionado de la habitación de Craddock. Aquellos sonidos de fondo se convertían, increíblemente, en un coro tranquilizador.

Deseaba desesperadamente decirle a Anna que saliera, que fuera a la planta baja y escapara de la casa. Pero tenía la fuerte sensación de que no podía involucrarse en la escena que se desarrollaba delante de él sin romper el delicado tejido del sueño. Y de todos modos, el pasado era sólo eso, pasado. No podía cambiar lo que estaba a punto de ocurrir, como tampoco había podido salvar a la hermana de Bammy, Ruth, llamándola por su nombre. No estaba en su mano cambiar nada, pero sí tenía la posibilidad de dar testimonio, ser testigo de lo sucedido.

Jude se preguntó por qué había subido Anna, pero luego pensó que tal vez quería recoger algo de ropa antes de irse. No les tenía miedo a su padre ni a Jessica. Pensaba que ya no tenían ningún poder sobre ella… Exhibía una maravillosa, desgarradora y fatal confianza en sí misma.

– Te he dicho que no te acercaras -dijo Anna.

– ¿Estás haciendo esto por él? -preguntó Craddock. Hasta ese momento, había hablado con un elegante acento del sur; pero ya no había nada cortés en su voz, su tono era rudo, nasal, no de caballero sino de campesino sureño sin la menor delicadeza-. ¿Todo esto forma parte de alguna loca idea, de algún plan demencial para recuperarlo? ¿Crees que vas a lograr que se compadezca de ti cuando te arrastres hacia él, contándole la triste historia de cómo tu papaíto te obligó a hacer cosas terribles que te han arruinado la vida? Seguro que te mueres de impaciencia por jactarte de haberme rechazado y empujado hasta hacerme caer, a mí, a un anciano que te cuidó cuando estabas enferma y te protegió de ti misma cuando estabas fuera de tus casillas. ¿Crees que se sentiría orgulloso de ti si estuviera aquí, en este momento, y viera cómo me atacas?

– No -replicó Anna-. Creo que estaría orgulloso de mí si me viera hacer esto. -Se adelantó dos pasos y le escupió en la cara.

Craddock se estremeció. Luego dejó escapar un bramido sordo, como si hubiera recibido un chorro de ácido en los ojos. Jessica empezó a ponerse de pie, con los dedos curvados como garras, pero Anna la agarró por el hombro y la empujó, para ponerla de espaldas, junto al padrastro de ambas. Anna estaba de pie sobre ellos, temblando, pero no tan furiosamente como hacía un momento. Jude extendió la mano, tratando de alcanzar su hombro. Logró colocar la mano vendada en él y apretó ligeramente. Por fin se había atrevido a tocarla. Anna no pareció darse cuenta. La realidad se deformó por un instante al producirse el contacto, pero Jude logró que todo volviera a la normalidad pensando y concentrándose en los sonidos de fondo, la música de aquel momento: tum-tum-tum, repiqueteo y zumbido.

– Bien hecho, Florida -dijo. Habló sin poder contenerse. Pero el mundo no desapareció.

Anna movió la cabeza hacia atrás y hacia delante. Fue un breve gesto de desdén. Cuando habló, su tono era cansino:

– Y pensar que te tenía miedo…

Se volvió, soltándose de la mano de Jude, y se fue por el pasillo, hacia una habitación que había en el fondo. Entró en ella y cerró la puerta.

Jude escuchó algo que hacía ruido en el suelo. Miró. Era su propia mano derecha, empapada de sangre y goteando sobre el piso. Los botones de plata de la parte delantera de su americana de estilo Johnny Cash brillaron con la última luz rojiza del día. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que llevaba puesto el traje del muerto. Le quedaba maravillosamente bien. Jude en ningún momento se había preguntado cómo era posible que pudiera estar viendo la escena que tenía ante sus ojos, pero en ese instante surgió la respuesta a la pregunta no formulada. Había comprado el traje del muerto, y al muerto también. Era dueño del fantasma y de su pasado. Aquellos momentos, por tanto, también le pertenecían.

Jessica estaba agachada junto a su padrastro. Los dos respiraban con dificultad y tenían los ojos clavados en la puerta cerrada de la habitación de Anna. Jude escuchó ruidos de cajones que se abrían y se cerraban allí dentro. La puerta de un armario ropero se cerró ruidosamente.

– El anochecer -susurró Jessica-. El anochecer por fin.

Craddock asintió con la cabeza. Tenía un rasguño en la cara, debajo del ojo izquierdo, donde Anna le había arañado con una uña cuando le había arrancado las gafas. Una gota de sangre colgaba de su nariz. La secó con el dorso de la mano y al hacerlo dejó una mancha roja sobre la cara.

Jude miró hacia la gran ventana del vestíbulo. El cielo era de un color azul intenso y sereno, que se iba oscureciendo en su implacable avance hacia la noche. Sobre el horizonte, más allá de los árboles y los tejados, al otro lado de la calle, había una línea de color rojo profundo, allí donde el sol acababa de desaparecer.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Craddock. Habló quedamente, con un tono de voz cercano al de un susurro. Aún temblaba de rabia.

– Me dejó hipnotizarla un par de veces -le informó Jessica, hablando en el mismo tono bajo-. Para ayudarla a dormir. En aquellas ocasiones le dejé en el inconsciente una sugestión hipnótica.

En la habitación de Anna se produjo un breve silencio. Luego Jude oyó claramente el tintineo de un vaso, el golpe de una botella contra el vidrio, seguido por un suave gorgoteo.

– ¿Cuál es esa sugestión hipnótica? -preguntó Craddock.

– Le grabé en la mente la idea de que el anochecer es un buen momento para echar un trago. Le dije que era su recompensa después del largo día. Tiene una botella en el último cajón.

En el dormitorio de Anna se produjo un largo y terrible silencio.

– ¿Y eso de qué va a servir?

– He puesto fenobarbital en la ginebra -informó Jessica-. Últimamente la hago dormir como una campeona.

Se escuchó ruido de vidrio al golpear sobre el suelo de madera en la habitación de Anna. La caída de un vaso.

– Muy bueno, lo tuyo -susurró Craddock-. Ya sabía que tenías algo preparado.

– Papá -dijo Jessica-, tienes que hacerle olvidar… las fotos, lo que encontró, todo. Todo lo que ha ocurrido. Tienes que hacer que todo eso desaparezca.

– No puedo hacer eso -explicó Craddock-. No soy capaz de conseguirlo desde hace mucho tiempo. Cuando era más joven… Cuando confiaba más en mí. Tal vez tú…

Jessica movía la cabeza.

– No puedo llegar más al fondo. Es así de simple. No me deja…, lo he intentado. La última vez que la hipnoticé, para ayudarla con el insomnio, traté de hacerle preguntas sobre Judas Coyne. Quería averiguar qué había escrito en las cartas que le enviaba, si ella alguna vez le había dicho algo… sobre ti. Pero cada vez que entraba en un terreno demasiado personal, cuando le preguntaba algo que ella no quería decirme, se ponía a cantar una de las canciones de su novio. Como si quisiera mantenerme alejada. Nunca he visto nada similar.

– Coyne es el culpable -afirmó Craddock, con la boca torcida en un gesto desagradable-. Él la destruyó. -Subrayó esas palabras-. La puso en contra de nosotros. La usó para sus fines, arruinó todo su mundo y luego nos la envió a nosotros para que destrozase el nuestro. Habría dado lo mismo que nos remitiese una bomba por correo.

– ¿Qué vamos a hacer? Tiene que haber alguna manera de detenerla. No puede irse de esta casa en el estado en que está. Ya la has escuchado. Se llevará a Reese, apartándola de mí. Te arrastrará con su locura. Te detendrán a ti, y también a mí, y nunca más volveremos a vernos, salvo en la sala de un tribunal.

Craddock respiraba lentamente en ese momento, y de su rostro había desaparecido toda expresión de sentimientos. Sólo quedaba una mirada llena de hostilidad densa y oscura.

– En algo tienes razón, mi niña. No puede salir de esta casa.

Pasó un momento antes de que Jessica pareciera comprender la seca afirmación. La joven dirigió una mirada sobresaltada y perpleja a su padrastro.

– ¿Papá? ¿Papá?

– Todos conocen el estado mental de Anna -continuó él-. Saben lo desdichada que siempre ha sido. Todo el mundo ha imaginado siempre de qué manera podía terminar: cualquier día puede abrirse las venas en el baño.

Jessica empezó a agitar la cabeza. Hizo un intento de incorporarse, pero Craddock la sujetó por las muñecas y la obligó a mantenerse de rodillas.

– La ginebra y las drogas no nos causarán problemas, tienen sentido. Muchos se toman un par de tragos y algunas pastillas antes de hacerlo. Antes de matarse. Así es como superan sus miedos y aplacan el dolor -explicó.

Jessica continuó moviendo la cabeza, con cierta desesperación, con los ojos brillantes, aterrorizados y ciegos, ya sin ver a su padrastro. Respiraba mediante breves estallidos… Estaba cerca de la crisis de ansiedad.

Hubo un silencio terrible. Cuando Craddock volvió a hablar, su voz era regular, tranquila:

– Basta ya. ¿ Quieres que Anna se lleve a Reese? ¿Quieres pasar diez años en una institución penitenciaria del condado? -Apretó las muñecas de su hijastra y la acercó más hacia él, de modo que pudo hablarle directamente frente a la cara. Finalmente, los ojos de Jessica volvieron a enfocarse en los de él y su cabeza dejó de moverse de un lado a otro. Craddock continuó-: No es culpa nuestra, sino de Coyne. Él es quien nos ha arrinconado de esta manera, ¿me escuchas? Él fue quien nos envió a esta desconocida que quiere destruirnos. No sé qué ha ocurrido con nuestra Anna. No recuerdo cuánto tiempo hace que no veo a la verdadera Anna. La Anna que creció contigo está muerta. Coyne se ocupó de que así fuera. Para mí es como si él hubiera terminado con ella. Es como si ya le hubiera cortado las venas de las muñecas. Y va a pagar por ello. Créeme. Le voy a enseñar lo que significa meterse con mi familia. Ahora, tranquila. Respira con calma. Escucha mi voz. Saldremos adelante. Te sacaré de esta situación, tal como lo he hecho cada vez que ha ocurrido algo malo en tu vida. Confía en mí como siempre. Respira hondo. Vamos. Otra vez. ¿Te sientes mejor?

Los ojos azules de la chica estaban muy abiertos, con expresión de avidez. En trance. Su respiración era un silbido, una sucesión de largas y lentas exhalaciones.

– Puedes hacerlo -continuó Craddock-. Sé que puedes. Por Reese, eres capaz de afrontar lo que sea necesario.

– Trataré de hacerlo -respondió Jessica-. Pero tienes que decirme qué y cómo. Debes guiarme. No puedo pensar.

– Eso está bien. Yo pensaré por los dos -aseguró Craddock-. Y tú no tienes que hacer nada. Ahora levántate y ve a tomar un buen baño caliente.

– Sí. Está bien.

Jessica empezó a ponerse de pie otra vez, pero Craddock sujetó sus muñecas y la mantuvo junto a él un momento más.

– Y cuando hayas terminado -ordenó Craddock-, ve abajo y busca mi viejo péndulo. Necesitaré algo para las muñecas de Anna.

Dicho esto, la dejó alejarse. Jessica se puso de pie con tanta rapidez que tropezó y tuvo que apoyar una mano en la pared para no caerse. Le miró por un momento con ojos deslumbrados y estupefactos, luego se volvió, en una especie de trance, y abrió la puerta que había a su izquierda. Entró en un baño de azulejos blancos.

Craddock permaneció en el suelo hasta que oyó el ruido del agua llenando la bañera. Entonces se incorporó y quedó, hombro con hombro, junto a Jude.

– Maldito viejo bastardo -murmuró el cantante. El mundo de pompa de jabón se deformó y se tambaleó. Jude apretó los dientes hasta que el entorno recuperó su forma normal.

Los labios de Craddock eran delgados y pálidos, estirados sobre sus dientes en una mueca mordaz y fea. La carne vieja de la parte trasera de sus brazos se balanceó. Se dirigió a paso lento hacia la habitación de Anna, tambaleándose un poco. El empujón recibido y la caída lo habían afectado. Abrió la puerta. Jude fue tras él, pisándole los talones.

Había dos ventanas en la habitación de Anna, pero ambas daban a la parte posterior de la casa, al lado contrario de aquel por donde el sol se había puesto. Allí ya reinaba la noche, y la habitación estaba envuelta en sombras azules. Anna estaba sentada en el extremo de la cama. En el suelo, entre sus zapatillas, había un vaso vacío. Su bolso de viaje estaba sobre el colchón, detrás de ella, con alguna ropa sucia apresuradamente guardada y la manga de un suéter rojo colgando por fuera. La expresión de Anna era plácida e inexpresiva. Tenía los brazos apoyados en las rodillas, los ojos vidriosos y la mirada perdida en la distancia. En una mano, olvidado, reposaba el sobre de color crema con las fotos Polaroid de Reese. Las pruebas que había conseguido. Al verla así, Jude se sintió mal. Se dejó caer sobre la cama, junto a ella. El colchón hizo ruido bajo su peso, pero ni Anna ni Craddock parecieron darse cuenta. Puso la mano izquierda sobre la derecha de Anna. La que estaba herida sangraba abundantemente otra vez. Tenía las vendas manchadas y flojas. ¿Cuándo había comenzado aquella hemorragia? Ni siquiera podía levantar la mano derecha en ese momento, porque se había vuelto demasiado pesada y le dolía mucho. La simple idea de moverla le producía mareos.

Craddock se detuvo ante su hijastra y se inclinó para observar, pensativo, su cara.

– ¿Anna? ¿Puedes escucharme? ¿Oyes mi voz?

Ella siguió sonriendo, y en un primer momento no respondió. Luego parpadeó y habló:

– ¿Qué? ¿Has dicho algo, papá? Estaba escuchando a Jude. Por la radio. Ésta es mi canción favorita.

Los labios del viejo se tensaron hasta que todo color desapareció de ellos.

– Ese hombre -masculló, casi escupiendo las palabras. Cogió una esquina del sobre y lo arrancó de sus manos.

Craddock se enderezó y se volvió hacia una de las ventanas para cerrar la persiana.

– Te amo, Florida -dijo Jude. El dormitorio que le rodeaba se ensanchó cuando habló, la pompa de jabón se hinchó hasta casi estallar, para luego volver a encogerse.

– Te amo, Jude -dijo Anna casi sin hacer ruido.

Al oír sus palabras, los hombros de Craddock se alzaron en un sorprendido encogimiento. Se dio la vuelta, curioso.

– Tú y tu estrella del rock os reuniréis de nuevo muy pronto. Eso es lo que tú querías, y es lo que tendrás. Tu padre se va a encargar de que así sea. Tu padre conseguirá que os reunáis tan pronto como sea posible.

– Maldito seas -exclamó Jude, y esta vez, cuando la habitación se hinchó y se estiró perdiendo su forma, no pudo, por mucho que se concentró en el tum-tum-tum, hacer que recuperara la proporción correcta. Las paredes se dilataron y luego se hundieron hacia dentro, como sábanas tendidas al sol que se movieran con la brisa.

El aire de la habitación era tibio y estaba cargado. Olía a humo de coches y a perro. Jude escuchó un leve gemido detrás de él, y se volvió para mirar aAngus, que estaba echado en la cama, en el lugar que ocupaba el bolso de viaje de Anna un momento antes. El perro respiraba con dificultad y sus ojos estaban pastosos y amarillentos. Un hueso rojo y astillado asomaba por la piel de una pata doblada.

Jude volvió a mirar a Anna, pero descubrió que era Marybeth la que estaba sentada en la cama en ese momento, con la cara sucia y la expresión tensa.

Craddock bajó una de las cortinas y la habitación se oscureció un poco más. Jude miró por la otra ventana y vio las plantas que crecían al otro lado de la carretera interestatal. Había palmeras, basura entre la maleza, y más allá un cartel verde que decía: «SALIDA 9». Sus manos retomaron el tum-tum-tum. El acondicionador de aire murmuraba, zumbaba, susurraba. Jude se preguntó por primera vez cómo era posible que todavía pudiera seguir escuchando el aparato de aire acondicionado de Craddock. La habitación del anciano estaba en el otro extremo del pasillo. Algo empezó a hacer una especie de tictac, un sonido tan constante como el de un cronómetro. Era el ruido del intermitente.

Craddock fue a la otra ventana, tapando la visión de Jude hacia la carretera, y bajó también aquella cortina. De esa forma, dejó la habitación de Anna en total oscuridad. Finalmente, llegó la noche.

Jude volvió a mirar a Marybeth, su mandíbula tensa, una mano sobre el volante. La luz intermitente brillaba de manera repetitiva en el tablero y él abrió la boca para decir algo, no sabía qué, algo como…

Capítulo 41

¿Qué estás haciendo? -Su voz sonaba como un extraño estertor, un ruido que no parecía humano. Marybeth dirigía el Mustang hacia una salida de la carretera principal, a la que ya casi había llegado-. No es por aquí.

– He estado intentando despertarte durante unos cinco minutos y no reaccionabas. Creía que estabas en coma, o por lo menos desmayado. Por aquí hay un hospital.

– Sigue adelante. Estoy despierto. Me encuentro bien.

Viró bruscamente en el último momento, para regresar a la autopista, y se oyó un bocinazo furioso detrás de ella.

– ¿Cómo te sientes, Angus?-preguntó Jude y se dio la vuelta para mirar al perro.

Alargó el brazo entre los asientos y le tocó una pata. Por un instante, la mirada nublada de Angus se aclaró un poco. Movió las mandíbulas. Su lengua encontró el dorso de la mano de Jude y le lamió los dedos.

– Eres un buen perro -susurró Jude-. Un buen amigo.

Finalmente se dio la vuelta y volvió a acomodarse en su asiento. La mano derecha, cubierta con un calcetín, parecía una marioneta con la cabeza roja. Sentía gran necesidad de algo que le distrajera, que le ayudara a soportar el dolor, y creyó que podría encontrarlo en la radio: los Skynyrd o, si no daba con ellos, los Black Crows. La conectó y giró rápidamente el dial, dando paso a un estallido de interferencias, el sonido sincopado de una transmisión militar cifrada y luego Hank Williams III, o tal vez sólo Hank Williams. Jude no pudo escuchar bien, porque la señal era demasiado débil, y entonces…

De pronto, el sintonizador se ubicó en una emisión bien conocida: Craddock.

«Nunca pensé que tendrías tanto aguante, muchacho. -La voz, que salía por los altavoces instalados en las puertas, sonaba amistosa y cercana-. Para ti no existe la palabra "abandonar". Por lo general a eso le doy un valor especial. Pero es evidente que ésta no es una situación normal, por supuesto. Supongo que lo comprenderás. Y ahora, realmente me gusta dar un paseo en coche con la ventanilla abierta. Sigue de camino, a cualquier parte. No importa adonde. Cualquier lugar me parece bueno. A la mayoría de la gente le gusta pensar que no conoce el significado de la palabra "abandonar", pero eso no es verdad. ¿Sabes lo que ocurre con la mayoría de la gente, con cualquiera, si uno la hipnotiza, si la lleva a lo más profundo, si tal vez uno la ayuda con alguna droga, si la sumerge en un trance profundo y luego le dice que se está quemando viva? Gritará pidiendo agua hasta que no le quede nada de voz. Hará cualquier cosa para conseguir que la pesadilla termine. Cualquier cosa que uno quiera. Así es la naturaleza humana. Pero con algunas personas, los niños y los locos, principalmente, uno no puede razonar, ni siquiera cuando están en trance. Anna era ambas cosas, que Dios la tenga en su gloría. Yo traté de hacer que ella se olvidara de todas las penas que la hacían sentirse tan mal. Era una buena niña. Me desagradaba enormemente la manera en que se desvivía por cualquier cosa, incluso por ti. Pero nunca pude llevarla hasta el punto en que ya no sintiera nada, aun cuando eso le habría ahorrado el dolor. Algunas personas, sencillamente, prefieren sufrir. Con razón le gustabas. Tú eres igual. Quería ocuparme de ti rápidamente. Y ahora te preguntas por qué. Ya lo sabes. Cuando ese perro que va en el asiento de atrás deje de respirar, también dejarás de respirar tú. Y no será tan fácil como podría haber sido. Has pasado tres días viviendo como un perro, y ahora tienes que morir como uno de ellos; y también morirá contigo esta puta de dos dólares… -Marybeth apagó la radio con el dedo pulgar. Pero la voz volvió a salir otra vez de inmediato-: Tú crees que puedes poner a mi propia niña en mi contra y salirte con la tuya…».

Jude levantó el pie y golpeó con el tacón de su bota la radio del salpicadero. El impacto sonó con un ruido de plástico roto. La voz de Craddock desapareció instantáneamente, sumida en una súbita y ensordecedora explosión de bajos. El cantante propinó otra patada a la radio, terminando de romper el aparato. Quedó en silencio.

– ¿Recuerdas que te aseguré que el muerto no había venido a hablar? -dijo Jude-. Retiro lo dicho. Últimamente pienso que sólo ha venido para eso. Habla a todas horas, en todo momento.

Marybeth no respondió. Treinta minutos después, Jude habló de nuevo, para decirle que abandonara la autopista en la siguiente salida.

Entraron en una carretera estatal de dos carriles. Bosques típicamente sureños, subtropicales, crecían a los lados, inclinándose sobre el camino. Pasaron junto a un autocine, cerrado desde que Jude era niño. La pantalla gigante se alzaba sobre la solitaria carretera, con agujeros que dejaban ver trozos de cielo. La película de aquella noche, y de todas las noches desde tiempo inmemorial, era un manto de humo sucio en movimiento. Pasaron junto al motel Nuevo Sur, abandonado también desde hacía mucho, medio invadido por el bosque. Las ventanas estaban tapadas con maderas. Pasaron frente a una gasolinera, el primer lugar que encontraban activo y abierto. Dos hombres gordos, muy bronceados por el sol, estaban sentados frente a ella, y los miraron pasar. No sonrieron, ni saludaron con la mano, ni dieron señal alguna de interés por el coche que pasaba. Eso sí, uno de ellos se inclinó hacia delante y escupió en el suelo.

Jude le dijo que doblara a la izquierda y siguiera el camino que iba hacia unas colinas bajas no muy lejanas. La luz de la tarde era extraña, de un color rojo demasiado débil, venenoso. Había una penumbra anunciadora de tormenta. Era el mismo color que Jude veía cuando cerraba los ojos, el de su dolor de cabeza. No estaba próxima la caída de la noche, pero lo parecía. Las nubes hinchadas, hacia el oeste, eran oscuras y amenazadoras. El viento sacudía las copas de las palmeras y agitaba el musgo que colgaba de las ramas bajas de los robles.

– Aquí es -dijo.

Cuando Marybeth giró en la entrada y enfiló el largo sendero hacia la casa, el viento soplaba con más fuerza si cabe, y lanzó sobre el parabrisas un montón de gordas gotas de lluvia. Golpearon con un repiqueteo repentino y furioso. Jude esperaba más agua, más temporal, pero aquello fue todo.

La vivienda estaba construida sobre una pequeña elevación. Hacía más de tres décadas que Jude no visitaba el lugar, y no se había dado cuenta hasta ese momento de cuánto se parecía su casa de Nueva York a la de su infancia. Al caer en la cuenta, sintió como si hubiera saltado diez años hacia el futuro, para regresar a Nueva York y encontrar su propia granja descuidada y en desuso, convertida en una ruina. El gran cúmulo de construcciones desordenadas que había ante él era de color gris, con un techo de tablillas negras, muchas de ellas torcidas, algunas ausentes. A medida que se iban acercando, Jude vio cómo el viento movía una, la arrancaba y la lanzaba al cielo.

Junto a la casa se veía el gallinero abandonado, con su puerta de tela metálica, que se balanceaba, se abría para luego cerrarse con un golpe, seco como el disparo de una escopeta. Faltaba el cristal de una ventana del primer piso y el viento hacía sonar una hoja de plástico semitransparente precariamente grapada en el marco.

El camino de tierra que conducía a la casa terminaba en un sendero con forma de espiral Marybeth lo siguió. Dio la vuelta al coche para aparcarlo mirando hacia atrás, hacia el camino por donde habían llegado. Los dos contemplaban ese camino cuando los faros de la furgoneta de Craddock aparecieron al fondo.

– Oh, Dios -exclamó Marybeth, y rápidamente salió del Mustang, para correr al lado de Jude.

La pálida furgoneta visible en un extremo del camino pareció detenerse por un momento. Luego empezó a subir la colina, hacia ellos.

Marybeth abrió de un golpe la puerta. Jude casi se cayó. Le agarró de un brazo.

– Levanta. Vamos a la casa.

– Angus… -dijo él, mirando hacia atrás, a su perro.

La cabeza del animal estaba apoyada sobre las patas delanteras. Le devolvió a Jude una mirada débil, con los ojos enrojecidos y húmedos.

– Está muerto.

– No -dijo Jude, seguro de que la chica se equivocaba-. ¿Cómo estás, amigo?

Angus lo miró con dolor, sin moverse. El viento entró en el coche y un vaso de papel vacío rodó por todo el suelo, repiqueteando suavemente. La brisa revolvió el lomo de Angus, levantando los pelos en la dirección contraria a la natural. El perro, que estaba muy mal, ni se inmutó. Ya no respiraba.

Parecía imposible que Angus pudiera haber muerto de aquella manera, sin previo aviso, sin ninguna señal anunciadora. Nada, ni un estertor postrero. Jude estaba seguro de que seguía vivo hasta hacía unos pocos minutos. Permaneció de pie, sobre la tierra, junto al Mustang, convencido de que sólo tenía que esperar un momento más para que Angus se moviera, extendiese las patas delanteras y levantara la cabeza. De pronto notó que Marybeth estaba tirando otra vez de su brazo, y él no tuvo ya fuerzas para resistirse. No le quedaba más remedio que avanzar como pudiera, detrás de ella, o arriesgarse a ser derribado.

Cayó de rodillas a menos de un metro de los escalones del umbral. No supo por qué. Se apoyaba sobre los hombros de Marybeth, y ella lo sostenía con un brazo alrededor de su cintura. La mujer gimió con los labios apretados, arrastrándolo con la intención de volver a ponerlo de pie. Detrás de él, Jude escuchó la furgoneta del muerto, que se detenía en la curva. La grava crujió bajo el peso de los neumáticos.

– Eh, tú.

Craddock le había llamado desde la ventana del conductor, que estaba abierta. Jude y Marybeth se detuvieron en la puerta para mirar.

El motor de la furgoneta continuó funcionando junto al Mustang. El fantasma estaba sentado detrás del volante, rígido y formal, vestido con el traje negro de botones plateados. Su brazo izquierdo colgaba de la ventanilla. Era difícil verle la cara a través del curvo vidrio azulado.

Craddock se rió.

– ¿Ésta es tu casa, hijo? ¿Cómo pudiste alguna vez ser tan tonto como para dejarla?

La navaja en forma de media luna cayó de la mano que asomaba por la ventanilla y se balanceó en su brillante cadena.

– Tú le vas a cortar el cuello a esa mujer. Y ella será feliz cuando lo hagas. Sólo para terminar con todo. Debiste mantenerte alejado de mis niñas, Jude.

El cantante hizo girar el pomo de la puerta, Marybeth presionó hacia dentro con el hombro y se abalanzaron hacia la oscuridad del recibidor. La joven empujó con el pie la puerta, para cerrarla, en cuanto entraron. Jude echó una última mirada por la ventana que estaba al lado de la puerta… y comprobó que la furgoneta había desaparecido. Sólo se veía el Mustang en el caminillo de entrada. Marybeth se volvió hacia él y le obligó a moverse otra vez.

Empezaron a avanzar por el pasillo, uno junto a otro, sosteniéndose mutuamente. Ella chocó con la cadera contra una mesa de pared, que se tambaleó y cayó estrepitosamente al suelo. Un teléfono que reposaba sobre ella cayó sobre la tarima y el receptor se salió de su lugar.

En un extremo del salón había una puerta que daba a la cocina, cuyas luces estaban encendidas. Era la única fuente de luz que habían visto en toda la casa. Desde fuera, las ventanas se veían oscuras, y una vez que estuvieron dentro, todo fueron sombras en el salón principal. Una oscuridad cavernosa esperaba en la parte de arriba de las escaleras.

Una anciana, que llevaba una blusa de tela estampada con flores de color pastel, apareció en la puerta de la cocina. Tenía alborotado el pelo blanco, y sus gafas aumentaban el color azul de sus ojos asombrados, haciéndolos parecer enormes, cómicamente grandes. Jude reconoció a Arlene Wade de inmediato, aunque no recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que la vio. Fuera cual fuera el tiempo transcurrido, lo cierto es que ella siempre había sido así: escuálida, vieja, con una constante, por no decir eterna, expresión de sobresalto.

– ¿Qué es todo esto? -gritó. La mano derecha voló hacia la cruz que pendía del cuello, enredándose en su cadena. La mujer retrocedió, asustada, mientras ellos llegaban a la puerta, para entrar-. Dios mío -dijo, reconociéndolo al fin-, Justin. En el nombre de María y José, ¿qué te ha ocurrido?

La cocina era amarilla. Linóleo amarillo, encimeras de azulejo amarillas, cortinas de cuadros amarillos y blancos, platos decorados con margaritas que se secaban en el escurreplatos junto al fregadero. Cuando Jude vio todo eso, escuchó mentalmente aquella canción, la que había sido un éxito del grupo Coldplay hacía algunos años, la que decía que todo era amarillo.

Se quedó sorprendido, después de haber visto la casa desde el exterior, al encontrar la cocina tan llena de vivos colores, tan bien cuidada. Nunca había sido así de acogedora cuando él era niño. Lo recordaba muy bien. La cocina era el lugar en que su madre pasaba la mayor parte del tiempo, viendo la televisión y buscándose mil ocupaciones. Allí permanecía, silenciosa, casi en trance, mientras pelaba patatas o lavaba judías. Se diría que su permanente tristeza, su agotamiento emocional, había matado la vida de la estancia, convirtiéndola en un lugar donde era importante hablar en voz baja, si es que se hablaba, un espacio privado y triste por el que uno no podía pasar corriendo. De niño, la cocina era para él una especie de velatorio.

Pero habían transcurrido treinta años desde la muerte de su madre y la cocina era ahora territorio de Arlene Wade. Llevaba en la casa más de un año y muy probablemente pasaba la mayor parte de su tiempo de vigilia en aquella habitación, que ella había revivido con la simple actividad cotidiana. Le había devuelto el calor hogareño por el procedimiento de ser, simplemente, ella misma, una mujer mayor con amigos con los que hablar por teléfono, una señora que horneaba pasteles para los parientes y tenía un hombre moribundo que cuidar. A decir verdad, la cocina era tal vez un poco demasiado acogedora. Jude se sintió mareado ante tanto calor de hogar, ante el aire templado que parecía encerrado allí artificialmente. Marybeth le condujo hacia la mesa de la cocina. Él sintió una garra huesuda hundiéndose en su brazo derecho. Era Arlene, que le sujetaba con mucha energía. Le sorprendió la fuerza rígida de los dedos de la anciana.

– Tienes un calcetín en la mano -le dijo.

– Tiene un dedo amputado -explicó Marybeth.

– ¿Qué estáis haciendo aquí, entonces? -preguntó Arlene-. Deberías llevarlo a un hospital.

Jude se dejó caer en una silla. Curiosamente, incluso sentado, quieto, se sentía como si estuviera moviéndose, le parecía que las paredes de la habitación se deslizaban lentamente junto a él, que la silla que ocupaba se proyectaba hacia delante, como el aparato de un parque de atracciones. «El paseo loco del señor Jude», podría llamarse. Marybeth se instaló en una silla junto a él. Las rodillas de ambos se rozaban. La joven tiritaba. Tenía la cara brillante a causa del sudor, y el pelo parecía la cabellera de una loca furiosa, todo revuelto y erizado. Algunos mechones se le habían quedado pegados a las sienes, por el sudor, en ambos lados de la cara y en la parte posterior del cuello.

– ¿Dónde están sus perros? -preguntó Marybeth.

Arlene empezó a desatar el calcetín que envolvía la muñeca de Jude, mirando por encima de la nariz, a través de las gruesas lentes de aumento de sus gafas. Puede ser que considerase que aquella pregunta era rara o sorprendente, pero no dio señal alguna de que fuera así. Estaba concentrada en el trabajo que hacían sus manos.

– Mi perro está ahí-dijo al fin, inclinando la cabeza hacia un rincón de la cocina-. Y como puedes ver, es mi gran protector. Es un amigo viejo y feroz. Si lo conocieras, no querrías contrariarlo.

Jude y Marybeth miraron al rincón. Un rottweiler viejo y gordo estaba echado en un almohadón para perros, dentro de una cesta de mimbre. El animal era demasiado grande para ese recinto, y su culo sonrosado y ralo sobresalía por un lado. Levantó la cabeza débilmente, los miró con atención con sus ojos húmedos, inyectados en sangre, para luego bajar otra vez la cabeza y suspirar sin apenas hacer ruido.

– ¿Es eso lo que te ha pasado en la mano? -preguntó Arlene-. ¿Te ha mordido un perro, Justin?

– ¿Qué ha sido de los pastores alemanes de mi padre? -preguntó Jude, en lugar de responder.

– Hace ya tiempo que dejó de estar en condiciones de cuidar ningún perro. Envié a Clinton y a Rather a vivir con la familia Jeffery. -En ese momento sacó por fin el calcetín y respiró hondo cuando vio la venda que había debajo. Estaba empapada, saturada de sangre-. ¿Estás participando en alguna estúpida carrera con tu padre para ver quién se muere primero? -La vieja enfermera puso la mano del herido sobre la mesa, sin quitar las vendas, para verla mejor. Luego echó una mirada a la mano izquierda, igualmente vendada, de Jude-. ¿Te falta algún trozo en ésa también?

– No. A ésa sólo le he hecho una gran raja.

– Llamaré a una ambulancia -decidió Arlene. Había vivido en el sur toda su vida y pronunció la palabra «ambulancia» alargando las vocales.

Cogió el teléfono que estaba en la pared de la cocina. Sonó un ruido áspero y repetitivo en el auricular. La vieja apartó la oreja rápidamente y colgó.

– El teléfono del salón se ha quedado descolgado cuando has tirado el aparato -dijo, y se fue a la parte delantera de la casa.

Marybeth observó la mano de su compañero. Él la levantó con esfuerzo, descubrió que había dejado su silueta roja y húmeda sobre la mesa… y volvió a bajarla con claros signos de debilidad.

– No debíamos haber venido aquí -dijo la joven.

– No tenemos otro lugar adonde ir.

Marybeth giró la cabeza, y miró al gordo perro de Arlene.

– Dime que ese bicho va a ayudarnos.

– Está bien. Te lo digo: Va a ayudarnos.

– ¿Lo dices en serio?

– No. -Marybeth le dirigió una mirada inquisitiva-. Lo siento -dijo Jude-. Tal vez no he sido del todo claro con el asunto de los perros. No sirve cualquier perro. Tienen que ser míos, de mi propiedad. Ocurre como con las brujas, que cada bruja tiene un gato negro. Bon y Angus eran eso para mí, mis talismanes. No pueden ser reemplazados.

– ¿Cuándo descubriste eso?

– Hace cuatro días.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Esperaba desangrarme hasta morir antes de que Angus muriera junto a nosotros. Entonces tú estarías bien. El fantasma tendría que dejarte tranquila. Su problema con nosotros estaría liquidado. Si mi cabeza, hubiera estado más clara, no me habría vendado tan bien.

– ¿Crees que todo se arreglará si te dejas morir? ¿Crees que está bien darle lo que quiere? Maldito seas. ¿Crees que he llegado hasta aquí para ver cómo te mueres? Maldito seas.

Arlene entró por la puerta de la cocina, frunciendo el ceño, con las cejas unidas en una expresión de fastidio, o de estar pensando profundamente, o de ambas cosas a la vez.

– Algo anda mal en ese teléfono. No da tono para marcar. Todo lo que consigo cuando levanto el auricular es oír alguna emisora de radio local de onda media. Algún programa agrícola. Un tío que habla sobre cómo descuartizar animales. Tal vez el viento haya derribado algún poste y se han estropeado las líneas.

– Tengo un teléfono móvil… -comenzó a decir Marybeth.

– Yo también -replicó Arlene-. Pero no hay cobertura por esta zona. Que Justin se acueste y yo veré lo que puedo hacer por su mano ahora mismo. Luego iré en coche a casa de los McGee, para llamar desde allí.

Sin ninguna advertencia, estiró el brazo y cogió la muñeca de Marybeth, levantándole la mano vendada durante unos instantes. El vendaje estaba rígido y marrón, con manchas de sangre seca.

– ¿Qué diablos habéis estado haciendo vosotros dos? -preguntó.

– Es mi pulgar -explicó Marybeth.

– ¿Has intentado cambiártelo por un dedo suyo? ¿Algún diabólico jueguecito rockero?

– Sólo tengo una infección.

Arlene dejó la mano vendada y miró la otra, que estaba descubierta, muy blanca y con la piel arrugada.

– Nunca he visto una infección semejante. Tienes las dos manos infectadas… ¿Algún otro lugar del cuerpo afectado?

– No.

Puso una mano en la frente de Marybeth.

– Estás ardiendo. ¡Dios mío, qué dos! Puedes descansar en mi habitación, querida. Pondré a Justin con su padre. Coloqué una cama adicional en su cuarto hace dos semanas, para así poder dormitar allí y vigilarlo más de cerca. Vamos, niño grande. Tendrás que caminar un poco más. Levántate.

– Si quieres que me mueva, será mejor que traigas la carretilla y me lleves en ella -dijo Jude.

– Tengo morfina en la habitación de tu padre.

– Bien. Eso es otra cosa -dijo Jude, y puso la mano izquierda sobre la mesa, esforzándose por ponerse de pie.

Marybeth se puso de pie de un salto y le cogió por el codo.

– Tú te quedas donde estás -ordenó Arlene. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a su rottweiler y la puerta abierta más allá de él, que daba a lo que alguna vez había sido un cuarto de costura, pero que se había convertido en un pequeño dormitorio-. Ve y descansa allí. Yo puedo hacerme cargo de esto.

– Está bien -dijo Jude a Marybeth-. No te preocupes, Arlene me sostiene.

– ¿Qué vamos a hacer con Craddock? -preguntó Marybeth.

Estaba de pie, apoyada en él. Jude se inclinó hacia delante, acercó la cara al pelo de la chica y la besó en la parte superior de la cabeza.

– No sé -respondió el hombre-. Demonios. Ojalá no estuvieras metida en este lío conmigo. ¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no te alejaste de mí cuando todavía podías hacerlo? ¿Por qué tenías que ser tan terca e insistente con todo?

– Llevo a tu lado nueve meses -dijo. Se puso de puntillas y colocó los brazos alrededor del cuello de Jude, buscándole la boca con la suya-. Supongo que algo se me ha pegado.

Y entonces, por un momento, se mecieron dulcemente, casi bailando, uno en brazos del otro.

Capítulo 42

Cuando Jude se apartó de Marybeth, Arlene le ayudó a darse la vuelta y le obligó a caminar. Creía que la anciana le llevaría de regreso al vestíbulo, para así poder subir al dormitorio principal, en el piso de arriba, donde suponía que estaba su padre. Sin embargo, para su sorpresa, siguieron hacia delante, a lo largo de toda la cocina, en dirección al pasillo trasero, el que conducía al viejo dormitorio de Jude.

Por supuesto, su padre estaba allí, en la planta baja. El cantante recordaba vagamente que Arlene le había dicho, en alguna de sus pocas conversaciones telefónicas, que iba a trasladar a Martin abajo, al antiguo dormitorio de Jude, porque le resultaba más fácil que subir y bajar las escaleras mil veces al día para atenderlo.

Se volvió para dedicar una última mirada a Marybeth. Ella le contemplaba desde la puerta del dormitorio de Arlene, con sus ojos febriles y exhaustos…, y así continuó hasta que Jude y Arlene se alejaron, dejándola sola. A él no le gustaba la idea de estar tan lejos de Marybeth en el oscuro y deteriorado laberinto que era la casa de su padre. No parecía muy descabellado pensar en la posibilidad de que nunca pudieran volver a encontrarse.

El pasillo que llevaba a su habitación era angosto y tortuoso y tenía las paredes visiblemente torcidas. Pasaron junto una puerta cubierta con tela metálica, clausurada con clavos en el marco. La rejilla estaba oxidada y deformada hacia fuera. Daba a un embarrado corral, una pocilga habitada en ese momento por tres cerdos de tamaño mediano. Los animales miraron a Jude y a Arlene mientras pasaban, con gesto benevolente y sabio en sus caras de nariz aplastada.

– ¿Todavía tenemos cerdos? -preguntó Jude-. ¿Quién se ocupa de ellos?

– ¿Quién se te ocurre que puede hacerlo?

– ¿Por qué no los has vendido?

La veterana enfermera se encogió de hombros.

– Tu padre ha cuidado cerdos toda su vida. Así puede escucharlos desde donde está acostado. Supongo que pensé que eso le ayudaría a mantenerse en contacto con la realidad. A seguir siendo mínimamente quien era. -Levantó la vista hacia el rostro de Jude-. ¿Crees que soy tonta?

– No -respondió Jude.

Arlene empujó hacia dentro la puerta del viejo dormitorio de Jude y penetraron en un ambiente de calor sofocante, con un olor tan fuerte a mentol que los ojos de Jude lagrimearon inmediatamente.

– Espera -dijo Arlene-. Primero voy a sacar mi costura.

Le dejó apoyado contra la puerta y fue rápidamente hacia la pequeña cama pegada a la pared, a la izquierda. Jude miró al otro lado de la habitación, a un catre idéntico. Su padre estaba en él.

Los ojos de Martin Cowzynski no eran más que unas hendiduras angostas que sólo dejaban ver una parte estrecha y vidriosa del globo ocular. Tenía la boca abierta, como congelada en un amago de bostezo. Sus manos eran garras demacradas, encogidas contra el pecho, con las uñas torcidas, amarillas, afiladas. Siempre había sido flaco y fibroso. Pero Jude calculó que había perdido tal vez un tercio de su masa corporal, y apenas quedaban unos cincuenta kilos de él. Las mejillas del enfermo eran cuevas hundidas. Daba la impresión de estar ya muerto, aunque el aliento todavía brotaba tenuemente de su boca. Había hilos de espuma blanca en la barbilla. Arlene lo había estado afeitando. El tazón de la espuma reposaba en la mesilla de noche, con una brocha de mango de madera apoyada en él.

Jude no había visitado a su padre desde hacía treinta y cuatro años, y verlo así -debilitado, feo, perdido en su propio sueño de muerte- le produjo una nueva sensación de vértigo, casi de mareo. No sabía bien por qué, pero le parecía horrible que Martin siguiera respirando. Habría sido más fácil mirarlo si estuviera muerto, y no en el estado en que se encontraba en ese momento. Jude lo había odiado durante tanto tiempo que no estaba preparado para experimentar ninguna otra emoción ante él. Y menos para la lástima. Para el horror. El horror tenía sus raíces en la compasión, después de todo, en la capacidad de comprender la naturaleza del peor sufrimiento. Jude no había imaginado que podría sentir compasión o comprensión por el hombre que estaba en la cama, en el otro extremo de la habitación.

– ¿Puede darse cuenta de que estoy aquí? -preguntó Jude.

Arlene miró de reojo al padre de Jude.

– Lo dudo. No ha respondido a ningún estímulo visual desde hace varios días. Por supuesto, hace meses que perdió la facultad de hablar, pero hasta no hace mucho, en ocasiones, hacía muecas, gestos, o daba alguna señal cuando quería algo. Le gustaba que le afeitara, de modo que lo hago todos los días. Le encantaba sentir el agua caliente en la cara. Tal vez en algún profundo nivel de la conciencia todavía le guste. No lo sé. -Hizo una pausa, mirando la figura demacrada y agónica en la otra cama-. Me da pena verlo morir de esta manera, pero es peor mantener vivo a alguien cuando se traspasa cierto límite. Eso es lo que creo. Cuando llega el momento, los muertos tienen derecho a lo suyo. A irse en paz, sin sufrimientos innecesarios.

Jude asintió con la cabeza.

– Los muertos reclaman lo suyo. Sí que lo hacen.

Observó lo que Arlene tenía en las manos, el costurero que acababa de sacar de debajo de la cama vacía. Era el viejo tesoro de su madre: una colección de dedales, agujas e hilos, amontonados en desorden en una de las grandes cajas de bombones, amarillas, con forma de corazón, que su padre solía comprar para ella. Arlene apretó la tapa para cerrarla y la puso sobre el suelo, entre las dos camas. Jude miró con cautela, pero la caja no hizo ningún movimiento amenazador.

Arlene volvió junto a él y le llevó agarrado por el codo hasta la cama vacía. Había un flexo con un brazo articulado, atornillado a la mesilla de noche. La mujer movió la lámpara, que emitió un desagradable chirrido cuando el resorte oxidado se estiró. La encendió. Cerró los ojos para acostumbrarse a la súbita luminosidad.

– Veamos esa mano.

Acercó un taburete pequeño a la cama y empezó a retirar la gasa empapada de sangre, usando un par de pinzas quirúrgicas. Cuando sacó la última capa adherida a la piel, una oleada de cosquilleo helado recorrió toda la mano del herido, y luego el dedo ausente empezó, increíblemente, a arderle. Era como si estuviera todavía allí, cubierto de hormigas rojas picándolo de una forma salvaje.

La anciana enfermera clavó una aguja en la herida, inyectándolo varias veces en distintos lugares, mientras él maldecía. Luego llegó una corriente de frío intenso, gratificador, que circulaba por sus venas y se extendía hasta la muñeca, convirtiéndolo casi en un hombre de hielo.

La habitación se oscureció, luego se iluminó. El sudor que cubría su cuerpo se enfrió rápidamente. Estaba echado sobre la espalda. No recordaba haberse acostado. Vagamente, sentía tirones en la mano derecha. Cuando se dio cuenta de que los tirones eran porque Arlene estaba haciendo algo sobre el muñón de su dedo -poniéndole grapas, o ganchos, o suturándolo-, habló:

– Voy a vomitar.

Contuvo el vómito hasta que ella pudo colocar un recipiente de plástico junto a su mejilla. Luego giró la cabeza y vació el estómago.

Cuando Arlene terminó, le puso la mano sobre el pecho, para que reposara.

Envuelta en capas colocadas sobre otras capas de vendas y algodones, tenía al menos el triple de su tamaño normal. Parecía una pequeña almohada. Estaba aturdido. Le latían las sienes. La mujer volvió la fuerte y brillante luz hacia los ojos de Jude y se inclinó para observar el corte de la mejilla. Encontró una gran venda de color carne y la colocó cuidadosamente en el rostro del hombre.

– Has sangrado mucho. ¿Sabes qué grupo sanguíneo tienes? Les pediré que la ambulancia -pronunció otra vez esta palabra alargando las vocales- traiga la sangre adecuada.

– Ocúpate de Marybeth. Por favor.

– Iba a hacer eso precisamente.

Apagó la luz antes de irse. Era un alivio sumirse en la oscuridad de nuevo.

Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir no sabía si había pasado un minuto, una hora o un año. La casa de su padre era un lugar de quietud y silencio apacible. No se oía nada, salvo el súbito sonido del viento, el crepitar de la leña, el suave golpeteo de la lluvia en las ventanas. Se preguntó si Arlene habría ido a buscar la ambulancia y si Marybeth también estaría durmiendo. Se preguntó si Craddock andaría por la casa, sentado al otro lado de la puerta. Jude giró la cabeza y vio que su padre le estaba mirando.

La mandíbula del anciano colgaba, con la boca abierta, y enseñaba los pocos dientes que le quedaban, llenos de manchas marrones debidas a la nicotina. Las encías estaban visiblemente enfermas. Martin lo miraba fijamente, con sus pálidos ojos grises. Era una mirada confusa. Poco más de un metro de suelo desnudo separaba a los dos hombres.

Martin Cowzynski habló con una extraña voz, que era un resuello:

– Tú no estás aquí.

– Creía que no podías hablar -replicó Jude.

El padre parpadeó lentamente. No dio ninguna señal de haberle escuchado.

– Te habrás ido cuando me despierte.

El tono de su voz parecía reflejar deseo. Empezó a toser débilmente. Voló saliva, y su pecho pareció vaciarse, hundiéndose, como si con cada dolorosa expectoración estuviera escupiendo las tripas. Se diría que empezaba a desinflarse.

– Te equivocas, viejo -le dijo Jude-. Tú eres mi pesadilla, no al revés.

Martin continuó mirándolo con la misma expresión de asombro estúpido durante unos momentos más, y luego dirigió los ojos al techo otra vez. Jude miró con preocupación a aquel anciano en su catre monacal, con la respiración resonando penosamente en la garganta y el rostro lleno de restos secos de espuma de afeitar.

Los ojos de su padre se fueron cerrando gradualmente. Al poco rato, los de Jude hicieron lo mismo.

Capítulo 43

No tenía claro lo que le había despertado, pero lo cierto es que Jude abrió los ojos, espabilándose en un instante, y encontró a Arlene al pie de la cama. No sabía cuánto tiempo llevaba la enfermera allí. Tenía puesto un chubasquero de color rojo brillante, con la capucha quitada. Las gotitas de agua brillaban sobre el plástico. Su cara vieja y huesuda tenía una expresión inerte, casi de robot, que Jude al principio no reconoció. Necesitó algunos momentos para interpretarla como señal de miedo. Se preguntaba si ella se había ido y vuelto después, o si aún no había salido.

– Estamos sin electricidad -informó.

– ¿Sí?

– Salí, y cuando volví, ya no teníamos luz.

– Ya.

– Hay una furgoneta en la entrada. Está allí. De ningún color en especial, un cacharro viejo. No sé quién está sentado dentro. Iba a acercarme para ver si era alguien que tal vez pudiera ir a algún lugar y hacernos el favor de llamar a emergencias…, pero entonces me he asustado. Me ha asustado lo que pudiera encontrar allí, y he vuelto a la casa sin acercarme, sin verle.

– Mejor mantente alejada.

La mujer continuó, como si Jude no hubiera dicho nada:

– Cuando he vuelto adentro, estábamos sin corriente eléctrica, pero de todas maneras seguía escuchándose algún estúpido programa de radio en el teléfono. Un montón de cosas religiosas sobre la necesidad de recorrer el camino de la gloría. La televisión estaba encendida en el salón delantero. Estaba encendida, sencillamente. Sé que no puede ser, porque no hay electricidad, pero de todos modos estaba encendida. Se veía algo en la televisión. En el telediario. Hablaban de ti. Se referían a todos nosotros. Contaban que todos estábamos muertos. Mostraron una imagen de la granja. Se veía cómo cubrían mi cuerpo con una sábana. No me identificaban, pero yo vi mi mano, que sobresalía, y mi brazalete. Era yo, estoy segura. Había policías por todas partes. Y esa cinta amarilla bloqueando la entrada. Y Dennis Woltering contaba, como cosa segura, que tú nos habías matado a todos.

– Es una alucinación, una mentira. Nada de eso va a ocurrir realmente.

– Hasta que no he podido soportarlo más y he apagado la televisión. Pero ha vuelto a encenderse de inmediato, y la he apagado otra vez y he quitado el enchufe de la pared. Eso ha sido suficiente. -Hizo una pausa y luego siguió-: Tengo que irme, Justin. Pediré la ambulancia en casa de los vecinos. Tengo que irme… Pero me da miedo pasar cerca de esa camioneta. ¿Quién la conduce?

– Nadie a quien quieras conocer. Llévate mi Mustang. Las llaves están dentro.

– No, gracias. Ya he visto lo que hay en el asiento trasero.

– Oh.

– Iré en mi coche.

– Por favor, no hagas nada con respecto a esa furgoneta. Ni te acerques. Conduce sobre el césped y rompe la cerca si es preciso. Haz lo que sea necesario para mantenerte alejada de él. ¿Le has echado un vistazo a Marybeth?

Arlene asintió con la cabeza.

– ¿Cómo está?

– Durmiendo. Pobre niña.

– Así es. Pobre niña.

– Adiós, Justin.

– Ten cuidado.

– Llevo mi perro conmigo.

– Muy bien.

Dio medio paso, deslizándose hacia la puerta.

Entonces, antes de salir, Arlene se detuvo y habló de nuevo:

– Tu tío Pete y yo te llevamos a Disneyworld cuando tenías siete años. ¿Lo recuerdas?

– Me temo que no.

– En toda tu vida no te había visto sonreír, ni una vez, hasta que estuviste encima de los elefantes, dando vueltas y vueltas. Aquello me hizo sentirme muy bien. Cuando te vi sonreír, supe que aún tenías una oportunidad de ser feliz. Lamenté mucho que luego te volvieras así. Tan triste. Siempre con ropa negra y diciendo todas esas cosas terribles en tus canciones. Me sentí terriblemente mal por ti. ¿Adonde se fue aquel niño, el pequeño que sonreía dando vueltas sobre un elefante?

– Se murió de hambre. Yo soy su fantasma.

Ella asintió con la cabeza y dio un paso hacia atrás. Levantó la mano, en ademán de despedida, dio media vuelta y desapareció.

Después, Jude prestó atención a los ruidos de la casa, a los débiles crujidos que provocaba aquí y allá el viento, a las salpicaduras de la lluvia que caía sobre el tejado. Una puerta de vaivén, de tela metálica, golpeó con fuerza en alguna parte. Podía haber sido Arlene al partir. Podía haber sido la puerta suelta del gallinero situado junto a la casa.

Aparte de una sensación de calor áspero en el lado herido de su cara, donde Jessica Price le había clavado el trozo de plato, no sentía gran dolor. Su respiración era lenta y regular. Miró la puerta, esperando que Craddock apareciera en cualquier momento. No apartó la mirada de allí hasta que escuchó un golpeteo procedente de su derecha.

Miró. La enorme caja amarilla en forma de corazón seguía en el suelo. Algo produjo dentro de ella un ruido sordo. Luego, la caja se movió, como si la sacudieran desde abajo. Se desplazó unos centímetros hacia delante, por el suelo, y saltó otra vez. Hubo otro golpe en la tapa, propinado desde dentro una vez más, y se levantó una esquina de la cubierta.

Cuatro flacos dedos surgieron del interior de la caja. Se produjo otro ruido sordo, la tapa quedó suelta y luego empezó a elevarse. Del interior del recipiente amarillo salió Craddock. Emergió como si brotase de un agujero en forma de corazón abierto en el suelo.

La tapa quedó sobre su cabeza, a modo de sombrero ridículo. Se la quitó, la dejó a un lado, luego se impulsó para salir de la caja hasta la cintura con un solo movimiento, sorprendentemente atlético para un hombre que no sólo era un anciano, sino que además estaba muerto. Puso una rodilla en el suelo, sacó el resto del cuerpo y se puso de pie. Las rayas de las perneras de sus pantalones negros eran perfectas.

Fuera, en la pocilga, los cerdos empezaron a chillar. Craddock extendió su largo brazo en el interior de la caja sin fondo, buscó hasta encontrar el sombrero de fieltro, y se lo puso. Los garabatos bailaron delante de sus ojos. Entonces el muerto se volvió y sonrió.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Jude.

Capítulo 44

Aquí estamos. Tú y yo. Ambos apartados de nuestro camino.

El fantasma hablaba, pero sus labios se movían sin emitir sonido alguno. Su voz sólo existía en la cabeza de Jude. Los botones de plata de la chaqueta de su traje negro brillaban en la oscuridad.

– Sí -dijo Jude-. La diversión no puede ser eterna, tiene que terminar en algún momento.

– ¡Todavía lleno de bríos! Vaya, vaya.

Craddock puso una flaca mano sobre el tobillo de Martin y la pasó, sobre la sábana, a lo largo de la pierna. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero su boca seguía abierta, con la mandíbula floja y el aliento todavía saliendo y entrando con silbidos agudos, más mecánicos que humanos.

– Mil quinientos kilómetros después, y sigues cantando la misma canción.

La mano de Craddock se deslizó sobre el pecho de Martin. Era algo que parecía estar haciendo casi sin pensar en ello. No miró ni una sola vez al anciano, que luchaba por conquistar sus últimos suspiros allí en la cama, junto a él.

– Nunca me gustó tu música. Anna solía escucharla con un volumen tan alto que haría que a una persona normal le sangraran los oídos. ¿Sabes que hay un camino que une este lugar y el infierno? Yo mismo lo he recorrido. Muchas veces ya. Y te diré una cosa, en ese camino hay sólo una estación, y lo único que tocan allí es tu música. Supongo que ésa es la manera que tiene el diablo de castigar a los pecadores.

El muerto reía con siniestras carcajadas.

– Deja tranquila a mi amiga -dijo Jude.

– Oh, no. Ella estará sentada entre nosotros mientras marchamos por el camino de la noche. Ya ha llegado demasiado lejos contigo. No podemos dejarla atrás ahora.

– Te digo que Marybeth no tiene nada que ver con esto.

– Pero no tienes nada que decirme, hijo. Soy yo quien te dice las cosas a ti. Vas a asfixiarla hasta que muera, y yo estaré observando. Dilo. Dime cómo va a ocurrir eso.

Jude pensó: «No lo haré», pero mientras lo estaba pensando, dijo:

– Voy a asfixiarla. Tú vas a mirar.

– Ahora tocas la música que me gusta.

Jude pensó en la canción que había compuesto el otro día, en el motel de Virginia. Recordó cómo sus dedos habían sabido dónde estaban los acordes adecuados, y la sensación de tranquilidad y fuerza que lo había invadido mientras tocaba. Se sintió en un entorno de orden y control, tuvo la impresión de que el resto del mundo estaba muy lejos, mantenido a distancia por su propia pared invisible de sonidos. Pensó en lo que Bammy le había dicho: «Los muertos ganan cuando uno deja de cantar». Y, en su visión, Jessica Price había dicho que Anna cantaba cuando estaba en trance para impedir que la obligara a hacer cosas que no quería hacer, para cortar el paso a las voces que no deseaba escuchar. De repente, el muerto le dio una orden:

– Levántate. Basta ya de holgazanear. Tienes cosas que hacer en la otra habitación. Tu amiga te está esperando.

Pero Jude ya no le escuchaba. Estaba concentrado en la música que había en su cabeza, oyéndola tal como iba a sonar cuando la hubiera grabado con una banda. Percibía en su interior el suave golpear de los platillos y los tambores, el profundo y lento pulso del bajo. El anciano fantasma le estaba hablando, pero Jude descubrió que cuando fijaba la mente en su nueva canción podía ignorarlo casi completamente.

Pensó en la radio del Mustang, la vieja, la que había arrancado del salpicadero para poner en su lugar un receptor por satélite XM y un reproductor de discos DVD. La radio original había sido un receptor de onda media con tapa frontal de vidrio, que brillaba con un extraño color verde que iluminaba el asiento del conductor del coche como si fuera un acuario. En su mente, Jude podía escuchar su propia canción como si saliera de ella, podía escuchar su propia voz gritando la letra sobre el vibrante fondo, con eco, de la guitarra. Eso se oía en una emisora. La voz del viejo estaba en otra, tapada por la anterior. La segunda era una lejana radio sureña, de medianoche, de esas que hablan de Jesús, de esas que siempre tienen a alguien parloteando, cuya recepción no era demasiado buena, de modo que únicamente se oían una o dos palabras de vez en cuando, mientras el resto del tiempo sólo llegaban oleadas de interferencias.

Craddock le había dicho que se levantara. Pasó un momento hasta que Jude se dio cuenta de que no le había obedecido.

– Levántate, te digo.

Jude empezó a moverse…, pero enseguida se detuvo. En su mente estaba en el asiento del conductor, reclinado, con los pies saliendo por la ventanilla, y en la radio se escuchaba su tema, mientras los grillos cantaban en la tibia oscuridad del verano. Estaba tarareando para sí mismo y un momento después se dio cuenta de ello. Era un murmullo suave, fuera de tono, pero de todas maneras identificable como la nueva canción.

– ¿No oyes lo que te estoy diciendo, hijo?

Jude no escuchaba las preguntas del muerto. Podía darse cuenta de lo que Craddock estaba diciendo porque le veía los labios mientras su boca formaba claramente las palabras. Pero, en realidad, no podía escuchar a su enemigo muerto en absoluto.

– No -replicó Jude-. No oigo nada.

El labio superior de Craddock se encogió en un gesto despectivo. Todavía tenía una mano posada sobre el padre de Jude…, se había deslizado por el pecho de Martin, y en ese momento descansaba sobre el cuello. El viento rugía, embistiendo contra la casa, y las gotas de lluvia golpeaban, ahora furiosamente, los vidrios de las ventanas. En un momento dado, el viento amainó, y en el silencio que siguió Martin Cowzynski soltó un gemido.

Jude se había olvidado de su padre por un momento -sus pensamientos se concentraban en los adornos de la canción imaginada-, pero el gemido atrajo su atención. Los ojos de Martin estaban abiertos, desorbitados y horrorizados. Miraba a Craddock. Éste tenía la cabeza vuelta hacia él. Su gesto de desprecio se desvanecía, para dar lugar a una expresión que indicaba una reflexión profunda y serena.

Finalmente, el padre de Jude habló. Su voz era poco más que un resuello monótono:

– Es un mensajero. Un mensajero de la muerte.

El muerto pareció volver a mirar a Jude, con los garabatos negros bailando ante sus ojos. Los labios de Craddock se movieron, y por un instante su voz vaciló y sonó con claridad, sorda pero audible, por debajo del murmullo de la canción privada e interior de Jude.

– Tal vez tú puedas alejarme con la música. Pero él no es capaz.

Craddock se inclinó sobre el padre de Jude y le puso las manos sobre la cara, una en cada mejilla. La respiración del enfermo comenzó a sobresaltarse, y luego a reducirse. Cada inhalación era más breve, rápida y aterrorizada que la anterior. Sus párpados pestañearon. El muerto se inclinó hacia delante y puso su boca sobre la de Martin.

El padre de Jude apretó el cuerpo sobre la almohada, estiró los talones hacia el extremo de la cama, y empujó, como si pudiera meterse más adentro del colchón, alejándose así de Craddock. Exhaló un último y desesperado suspiro… y absorbió al muerto, metiéndolo dentro de sí. Ocurrió en un instante. Fue como ver a un mago consiguiendo que un pañuelo atravesara su puño, para hacerlo desaparecer. Craddock se contrajo, como un pliego de papel de envolver chupado por el tubo de una aspiradora. Sus negros y brillantes zapatos fueron lo último en entrar por la garganta de Martin. Por un momento, el cuello del moribundo pareció distenderse, hincharse, como lo hace una serpiente después de comerse una rata; pero luego se tragó a Craddock de un solo golpe, y su garganta volvió a su forma normal, flaca y con la piel suelta.

El padre de Jude tuvo arcadas, tosió, estuvo a punto de vomitar. Sus caderas se alzaron sobre la cama, la espalda se arqueó. Jude no pudo evitarlo: pensó de inmediato en un orgasmo. Los ojos de Martin parecían querer salirse de sus órbitas. La punta de la lengua vibraba entre los dientes.

– ¡Escúpelo, papá! -gritó Jude.

Su padre no pareció escuchar. Volvió a desplomarse en la cama, luego se arqueó una vez más, casi como si alguien se hubiera sentado sobre él y Martin estuviera tratando de sacárselo de encima. Se oían ruidos húmedos, sordos y ahogados en su garganta. Una vena azul sobresalía en el centro de la frente. Sus labios estaban estirados hacia atrás, de forma muy poco natural, dejando a la vista los dientes, en una mueca más propia de un perro.

Luego se aflojó suavemente, descendiendo sobre el colchón. Sus manos, que habían estado aferradas desesperadamente a la sábana, se abrieron poco a poco. Los ojos eran ahora de un color rojo vivo, horroroso: los vasos sanguíneos habían estallado, tiñendo la parte blanca de los globos oculares. La mirada estaba clavada, fija e inexpresiva, en el techo. La sangre le manchaba los dientes.

Jude le contempló con ansia, buscando algún movimiento, esforzándose por escuchar algún ruido de respiración. Sólo oyó que la casa crujía con el viento y que la lluvia golpeaba contra las paredes.

Con gran esfuerzo, el cantante se incorporó, luego giró para poner los pies en el suelo. No tenía ninguna duda de que su padre estaba muerto; él, que había destrozado la mano de Jude con la puerta del sótano y había puesto una escopeta contra el pecho de su madre, que había gobernado aquella granja con sus puños, usando el cinturón como látigo, con explosiones de ira y de risa, el tipo a quien el mismo Jude muchas veces había soñado con matar, estaba muerto. Por fin estaba muerto, y sin embargo no le había resultado fácil ver morir a Martin. A Jude le dolía el estómago, como si acabara de vomitar otra vez, como si algo le hubiera sido arrancado de su interior, de lo más profundo de su cuerpo, algo de lo que no quería desprenderse. Era rabia, tal vez.

– ¿Papá? -dijo Jude, convencido de que nadie iba a responder.

Se puso de pie, tambaleándose, mareado. Dio un paso arrastrando los pies, como un hombre viejo. Puso la vendada mano izquierda sobre el borde de la mesilla de noche, para apoyarse. Sentía que sus piernas podrían doblarse en cualquier momento.

– ¿Papá?-repitió.

Su padre sacudió la cabeza, resucitado, y fijó sus ojos rojos, horribles, fascinados, en Jude.

De repente habló, en un susurro tenso. Sonrió, y la sonrisa fue un espectáculo pavoroso en su rostro demacrado y atormentado.

– Justin. Mi muchacho. Estoy bien. Estoy muy bien. Acércate. Ven y abrázame.

Jude no le hizo caso. Por el contrario, retrocedió con paso vacilante e inestable. No se esperaba aquel fenómeno. Se quedó sin aire. Luego recuperó el aliento y habló:

– Tú no eres mi padre.

Los labios de Martin se abrieron para mostrar las encías enfermas y los dientes amarillos y torcidos, o mejor dicho lo que quedaba de ellos. Una lágrima sanguinolenta cayó de su ojo izquierdo, bajando por una línea roja, irregular, que recorría el pómulo hundido. El ojo de Craddock derramaba lágrimas muy parecidas, y de la misma manera, en la visión que Jude había tenido de la última noche de Anna.

El viejo poseído se incorporó y extendió la mano por encima del tazón de espuma de afeitar. Martin cerró la mano sobre la vieja navaja de afeitar, la de toda la vida, con su mango de nogal. El hijo no se había dado cuenta de que estaba allí, no la había visto detrás del tazón blanco de porcelana. Jude se alejó más, retrocediendo otro paso. La parte trasera de sus piernas chocó con el borde del camastro y se sentó en el colchón.

Entonces su padre se levantó, y la sábana se deslizó, dejándolo descubierto. Se movió con mayor rapidez de la que Jude esperaba, casi como una lagartija que pasara de la quietud total a una actividad frenética. El viejo avanzó hacia delante, casi demasiado rápido para seguirle con la vista. Sólo llevaba unos sucios calzoncillos de color indefinido, tal vez gris. Sus músculos pectorales eran pequeños y temblorosos sacos de carne, cubierta con rizados pelos blancos como la nieve. Martin dio un paso, puso el talón sobre la caja en forma de corazón y la aplastó. Ahora hablaba con la voz de Craddock.

– Ven aquí, hijo. Papá te va a enseñar a afeitarte.

Dio un golpe de muñeca y la navaja de afeitar salió del asa. Durante la décima de segundo que duró el movimiento, la hoja fue un espejo en el que Jude pudo ver fugazmente su propia cara asombrada.

Martin arremetió contra Jude, tratando de alcanzarlo con la navaja, pero Jude sacó un pie y lo metió entre los tobillos del anciano. Al mismo tiempo, se echó a un lado con una energía que ignoraba que tuviese. Martin cayó hacia delante y Jude sintió que la navaja desgarraba su camisa y los bíceps que había debajo de ella con una especie de silbido, aparentemente sin ninguna resistencia. El cantante rodó por encima de la barra oxidada del cabecero de la cama y cayó al suelo.

La habitación habría estado en silencio de no ser por sus gemidos entrecortados, tratando de recuperar el aliento, y por el silbido del viento al pasar debajo de los aleros. Su padre se subió a un extremo de la cama y luego saltó a un lado con movimientos demasiado enérgicos para un hombre que había sufrido varias apoplejías y no abandonaba su cama desde hacía tres meses. Para entonces, Jude ya retrocedía, gateando, para ganar la puerta.

Reculó hasta mitad de camino por el pasillo, se detuvo ante la puerta de vaivén con tela metálica que daba al corral de cerdos. Los animales se amontonaban contra ella, abriéndose paso a empujones para lograr una mejor ubicación. Los chillidos nerviosos atrajeron su atención por un momento, y cuando volvió a mirar atrás, Martin estaba ya casi encima de él.

El viejo le cayó encima. Echó el brazo hacia atrás para pasar la navaja de afeitar por la cara de Jude. Este se olvidó de cualquier consideración y envió su vendada mano derecha hacia la barbilla de su padre, con tanta fuerza que hizo que la cabeza del anciano se inclinara violentamente hacia atrás. El hijo gritó. Una candente descarga de dolor atravesó su mano herida y subió por el antebrazo. Fue una sensación similar a la que produciría un impulso eléctrico que llegara directamente al hueso.

Aprovechó el retroceso de su padre y lo empujó hasta la puerta de tela metálica. Martin chocó contra ella, se escuchó un sonido de madera rota y casi a la vez el ruido de unos muelles oxidados que se rompían. La tela metálica de la parte de abajo se soltó por completo y Martin cayó por el hueco resultante. Los cerdos se dispersaron. No había escalones debajo de la puerta, y el monstruoso viejo cayó sesenta centímetros, hasta quedar fuera de la vista. Golpeó el suelo con un seco y sordo sonido.

El mundo vaciló, se oscureció, casi desapareció. «No -pensó Jude-, no, no, no». Se esforzó por no perder el conocimiento, como lucha por volver a la superficie quien es arrastrado debajo del agua. Trataba, desesperadamente, de no quedarse sin aliento.

El mundo se iluminó otra vez, en una gota de luz que se ensanchó y se extendió. Fownas fantasmagóricas, grises, borrosas, aparecieron ante él, para luego recuperar gradualmente sus perfiles normales. El pasillo estaba tranquilo. Los cerdos gruñían fuera. Un sudor enfermizo se enfriaba en la cara de Jude.

Descansó un rato, mientras los oídos le seguían vibrando. Su mano también tembló. Cuando estuvo listo, usó los talones para impulsarse hasta la pared. Luego aprovechó la misma pared para sentarse reclinado en ella. Descansó otra vez.

Finalmente, logró ponerse de pie, deslizando la espalda hacia arriba con mucho esfuerzo. Miró a través de los restos de la puerta de tela metálica, pero todavía no podía ver a su padre. Debía de yacer contra el costado de la casa.

Se apartó de la pared y se asomó, hasta casi quedar colgando, a la puerta de la pocilga. Se agarró al marco para evitar caer, también él, con los cerdos. Las piernas le temblaban furiosamente. Se inclinó hacia delante, en un intento por ver si Martin estaba en el suelo con el cuello roto o algo así, y en ese momento su padre se alzó, extendió la mano a través de la puerta rota y le agarró la pierna.

Jude gritó, dio una tremenda patada a la mano de Martin y retrocedió instintivamente. Entonces se convirtió en algo así como un hombre que perdía el equilibrio en una superficie helada, haciendo girar los brazos tontamente, retrocediendo por el pasillo y la cocina, donde volvió a caerse.

Martin entró a través de la puerta destrozada. Gateó hacia Jude, caminando a cuatro patas, hasta que estuvo encima de él. La mano del viejo se levantó y luego cayó, con una brillante chispa de plata en ella. Jude levantó el brazo izquierdo y la navaja de afeitar le golpeó el antebrazo, tocando el hueso. La sangre saltó por el aire. Más sangre.

La palma de la mano izquierda de Jude estaba vendada, pero los dedos quedaban al descubierto. Salían de la gasa como si ésta fuera un guante con los dedos cortados. Su padre blandió la navaja en el aire, para atacar otra vez, pero antes de que pudiera hacerla bajar, Jude clavó los dedos en los ojos rojos y brillantes del viejo. Éste gritó, retorciendo la cabeza hacia atrás, tratando de librarse de la mano de su hijo. La hoja de la navaja se movió delante de la cara de Jude, sin tocarle. El hijo empujó hacia atrás, cada vez más hacia atrás, la cabeza de lo que había sido su padre, dejando al descubierto su escuálida garganta, preguntándose si podía presionar lo suficiente como para quebrarle el cuello al maldito bastardo.

Sostenía la cabeza del anciano tan atrás como le era posible, cuando un cuchillo de cocina golpeó el cuello de su padre.

A tres metros, de pie junto a la encimera de la cocina, al lado de una placa imantada puesta en la pared, con cuchillos adheridos a ella, estaba Marybeth. Más que respirar, sollozaba… El padre de Jude giró la cabeza, para mirarla. Burbujas de aire hacían espuma en la sangre que manaba alrededor del mango del cuchillo, hundido en la carne. Martin estiró una mano para cogerlo, cerró sus dedos débilmente sobre el arma, luego emitió un ruido, una sonora inhalación, y finalmente cayó hacia un lado.

Marybeth arrancó otro cuchillo de hoja ancha del soporte imantado, y luego otro más. Tomó el primero por la punta de la hoja y lo arrojó a la espalda de Martin, mientras éste se desplomaba hacia delante. Chocó con el suelo y el cuchillo se hundió más, con un ruido hueco, profundo, como si la hoja se hubiera clavado en un melón. Martin no se quejó ya con este segundo golpe. Sólo se oyó el silbido de un agónico aliento final. La mujer avanzó hacia él, con el último cuchillo delante de ella.

– No te acerques -ordenó Jude-. No te acerques, es un muerto viviente. -Pero ella no le escuchó.

Enseguida estuvo sobre Martin. El padre de Jude la miró y Marybeth le atravesó la cara con el cuchillo. Entró cerca de una de las comisuras de los labios y salió por el otro lado, un poco más allá de la otra comisura, ensanchándole la boca hasta convertirla en un gran tajo rojo.

Según le acuchillaba, el viejo contraatacó, lanzando la mano derecha, la que sostenía la navaja. La hoja le abrió una línea roja en el muslo, por encima de la rodilla derecha, que se le dobló.

Martin comenzó a levantarse del suelo, mientras Marybeth empezaba a caer. El viejo rugía al incorporarse. La atrapó a la altura del estómago, en un placaje casi perfecto, y Marybeth se estrelló contra la encimera de la cocina. Como pudo, la mujer clavó el último cuchillo en el hombro de Martin, hundiéndolo hasta el mango. Fue lo mismo que clavarlo en el tronco de un árbol, si se consideran los resultados que obtuvo.

Se deslizó hacia el suelo, con el padre de Jude encima de ella. La sangre todavía formaba espuma en el cuchillo clavado en su cuello. Volvió a atacarla con la navaja.

Marybeth se protegió el cuello, cubriéndolo débilmente con la mano herida. La sangre corrió entre sus dedos. Se había abierto una tosca sonrisa negra en la carne blanca de su garganta.

Se deslizó hacia un lado. Golpeó con la cabeza en el suelo. Miró a Martin y a Jude al caer. Un lado de su cara se apoyaba en la sangre, un charco de sangre espesa, de color granate.

El padre de Jude cayó y se quedó a cuatro patas. Su mano libre estaba todavía alrededor del mango del cuchillo que tenía clavado en la garganta. Parecía explorarlo a ciegas con los dedos, midiéndolo, pero sin hacer nada para sacarlo. Estaba acribillado, con un cuchillo clavado en el hombro, otro en la espalda, pero él sólo estaba interesado en el tercero, el que le atravesaba el pescuezo, sin dar señales de darse cuenta de la presencia de las otras hojas de acero metidas en su cuerpo.

Martin gateó vacilante, alejándose de Marybeth y de Jude. Los brazos cedieron primero y luego la cabeza cayó al suelo. El golpe en la barbilla fue tan fuerte que se oyó el ruido de los dientes al chocar entre sí. Trató de impulsarse para ponerse de pie y a punto estuvo de lograrlo, pero en el último instante se aflojó y rodó hacia un lado. Ocurrió lejos de Jude, lo cual fue un pequeño alivio para éste. Así no lo tendría pegado a su cara mientras moría otra vez.

Marybeth intentaba hablar. Su lengua salió de la boca, movió los labios. Los ojos imploraban a Jude que se acercara. Las pupilas se habían convertido en puntos negros.

Jude se arrastró por el suelo, avanzando con los codos, acercándose a ella. La joven ya estaba susurrando algo. Era difícil oírla por encima de los ruidos del moribundo, que de nuevo soltaba toses ahogadas y daba fuertes golpes con los talones en el suelo. Parecía dominado por una especie de diabólica convulsión.

– No ha… desaparecido -decía Marybeth débilmente-. Va a… volver… otra vez. Nunca… se irá.

Jude miró a su alrededor, buscando algo que pudiera taponar la herida de la garganta. Estaba ya tan cerca que sus manos chapoteaban en el charco de sangre que la rodeaba. Descubrió un paño de cocina colgado en el asa del horno. Lo cogió.

Marybeth le miraba a la cara, pero Jude tenía la impresión de que ya no le veía…, la sensación de que en realidad miraba a través de él, hacia una distancia inalcanzable.

– Escucho… a Anna. La escucho… llamándome. Tenemos… que hacer… una puerta. Tenemos que… dejarla entrar. «Haznos una puerta. Haz una puerta… -dice-… y yo la abriré».

– No hables. -Levantó la mano de la joven, enrolló el paño en el cuello y presionó, intentando detener la hemorragia.

Marybeth le agarró la muñeca.

– Yo no puedo abrirla… una vez que esté… en el otro… lado. Tiene que ser ahora. Yo ya estoy muerta. Anna está muerta. No puedes… salvarnos… a nosotras -dijo. Había mucha sangre, demasiada sangre-. Olvídate… de nosotras. Sálvate… tú.

Al otro lado de la habitación Jude escuchó más toses, se volvió y vio a su padre, que estaba a punto de vomitar. Escupía con un tremendo esfuerzo algo que salía por su garganta. Jude supo enseguida de qué se trataba.

Miró a Marybeth con más incredulidad que pesar. Con la mano cubrió la cara de la joven, que estaba muy fría al tacto. Le había hecho una promesa. Se había prometido a sí mismo, además de a ella, que la cuidaría, y allí estaba la pobre, con la garganta cortada, diciéndole que era ella quien lo iba a cuidar a él. Se esforzaba por vivir un poco más con cada suspiro. No podía controlar el temblor.

– Hazlo, Jude -imploró-. Simplemente, hazlo.

Levantó las manos de la chica y las puso sobre el paño de cocina, para mantenerlo presionado sobre el cuello herido. Luego se volvió y gateó por encima de la sangre de la mujer, hasta alcanzar el borde del charco. Se escuchó a sí mismo tarareando otra vez su canción, su nueva canción, la melodía parecida a un himno sureño, a una composición country. ¿Cómo se hacía una puerta para los muertos? ¿Sería suficiente simplemente dibujar una? Trataba de pensar, desconcertado, con qué dibujarla, cuando vio las huellas rojas que sus manos iban dejando sobre el linóleo. Mojó un dedo en la sangre de la chica y comenzó a trazar una línea sobre el suelo.

Cuando consideró que la había hecho suficientemente larga, empezó a dibujar otra, formando un ángulo recto con la primera. La sangre que había en la punta de su dedo se acabó, o mejor dicho se secó. Giró, arrastrándose lentamente, para regresar hacia Marybeth y el amplio y tembloroso charco de sangre en el que estaba tendida.

Miró más allá de ella y vio a Craddock, saliendo por la boca abierta de su padre. La cara del fantasma estaba horriblemente alterada por el esfuerzo. Emergía con los brazos hacia abajo, una mano sobre la frente y la otra sobre el hombro de Martin. A la altura del estómago, su cuerpo estaba aplanado y enrollado, como una soga que llenaba la boca de Martin y parecía extenderse hacia abajo, a través de su laringe atragantada. Craddock había entrado con la facilidad de un líquido que cae por una hendidura, pero estaba tratando de salir como un hombre hundido hasta la cintura en un pantano cenagoso. El muerto habló:

– Morirás. La puta morirá, tú morirás, nosotros moriremos, todos juntos iremos por la ruta de la noche, tú quieres cantar la la la, te enseñaré a cantar, te enseñaré.

Jude metió la mano en la sangre de Marybeth, mojándola por completo, y se volvió, para enseguida alejarse otra vez. No pensaba en nada. Era una máquina que gateaba estúpidamente hacia delante, mientras terminaba de dibujar la puerta. Acabó la parte de arriba del sangriento símbolo, se arrastró para dar la vuelta y empezó una tercera línea, yendo con esfuerzo en dirección a Marybeth. Trazaba como podía una línea torpe y sinuosa, gruesa en algunos lugares, apenas una delgada mancha en otros.

La parte inferior de la puerta era el charco. Cuando llegó a él, miró la cara de Marybeth. Toda su camiseta estaba empapada por delante. La cara aparecía pálida e inexpresiva, y por un momento pensó que era demasiado tarde, que estaba muerta, pero entonces sus ojos se movieron, imperceptiblemente, sólo un poco, observándolo a través de una neblina opaca mientras se acercaba.

Craddock empezó a gritar, furioso por la frustración. Casi todo él había salido ya del viejo. Sólo le faltaba una pierna. Ya intentaba ponerse en pie, pero la pierna estaba atascada en alguna parte del interior de la garganta de Martin, y eso parecía hacerle perder el equilibrio. En la mano del espectro estaba la navaja de hoja en forma de media luna. La cadena colgaba de ella dibujando un bucle brillante, que se balanceaba.

Jude le dio la espalda otra vez y dirigió la vista a la puerta irregular dibujada con sangre. Miró estúpidamente la larga y torcida estructura roja, un recuadro vacío que contenía algunas huellas de manos de color escarlata. No estaba terminada todavía y trató de pensar qué más necesitaba. Entonces se le ocurrió que aquello no era una puerta si no había manera de abrirla. Gateó hacia delante y pintó un círculo, un pomo, en el centro del rectángulo.

La sombra de Craddock cayó sobre él. ¿Los fantasmas podían proyectar sombra? Jude se sorprendió. Estaba cansado. Era difícil pensar. Se arrodilló sobre la puerta y sintió que algo daba un golpe por el otro lado. Fue como si el viento, que todavía azotaba la casa en ráfagas furiosas, constantes, tratara de entrar a través del linóleo.

Una línea clara, de incipiente luminosidad, apareció por el borde derecho de la puerta. Enseguida fue una vivida y radiante franja blanca. Algo golpeó otra vez el otro lado, como un león salvaje que estuviera atrapado bajo el suelo. Golpeó por tercera vez. Cada golpe producía un gran estruendo, que estremecía la casa, haciendo que los platos sonaran al bailar en la bandeja de plástico, junto al fregadero. Jude sintió que sus codos comenzaban a ceder un poco y decidió que no había razón para quedarse allí a cuatro patas, y además, ya era demasiado esfuerzo. Se dejó caer hacia un lado, rodó fuera de la puerta y se quedó acostado sobre su espalda.

Craddock estaba de pie sobre Marybeth, con su traje negro de muerto, que tenía torcido un lado del cuello. El sombrero había desaparecido. El fantasma no avanzaba. Se había detenido. Miró con desconfianza la puerta dibujada con sangre que tenía a sus pies, como si fuera una escotilla secreta y él hubiera estado a punto de pisarla y caer por ella.

– ¿Qué es esto? ¿Qué has hecho?

Cuando Jude habló, su voz pareció llegar de una gran distancia, como si se tratara de algún truco de ventriloquia:

– Los muertos reclaman lo suyo, Craddock. Tarde o temprano reclaman lo suyo.

La puerta deforme se hinchó y luego retrocedió en el suelo. Se volvió a hinchar. Casi daba la impresión de estar respirando, o palpitando brutalmente. La línea de luz se extendió por la parte de arriba. Ahora era un rayo de luminosidad tan intenso que no se podía mirar directamente sin riesgo de cegarse. Giró en el ángulo y siguió hacia abajo, por el otro lado de la puerta.

El viento lanzaba un lamento fúnebre, más intenso que nunca, un chillido alto y agudo. Pasado un momento, Jude se dio cuenta de que no se trataba del viento que soplaba fuera de la casa, sino de un vendaval que gemía en los bordes de la puerta dibujada con sangre. No soplaba hacia fuera, sino que estaba siendo absorbido hacia dentro, a través de aquellas líneas blancas, cegadoras. Sus oídos se taponaron de golpe y Jude pensó en un avión que descendiera demasiado rápidamente. Los papeles se arrugaron, luego levantaron el vuelo sobre la mesa de la cocina y empezaron a girar por encima, persiguiéndose unos a otros. Pequeñas y delicadas ondas se movían sobre el ancho charco de sangre, alrededor de la cara inexpresiva y con los ojos desmesuradamente abiertos de Marybeth.

El brazo izquierdo de la mujer estaba estirado sobre el lago de sangre, apuntando a la puerta de entrada. En un momento en que Jude no estaba mirando, se había movido, para dejar la mano señalando de aquella manera. Los dedos descansaban sobre el círculo rojo que había dibujado a modo de pomo.

En algún lugar, un perro empezó a ladrar.

Un instante después, la puerta pintada sobre el linóleo se abrió. Según las leyes de la física, Marybeth debería haber caído al otro lado, pues la mitad de su cuerpo estaba echada sobre la puerta; pero no fue así. En lugar de ello, flotó, como si la sostuviera una hoja de brillante vidrio. Un paralelogramo irregular llenaba el centro del suelo, una trampilla abierta, inundada con una luz sorprendente, un brillo cegador que se alzaba alrededor de ella.

La intensidad de aquella luz que llegaba, desbordante, desde abajo, convirtió la habitación en un negativo fotográfico. Todo fueron claroscuros y sombras planas e imposibles. Marybeth era una figura negra, sin rasgos característicos, suspendida en una hoja de luz. Craddock, de pie sobre ella, con los brazos alzados para protegerse la cara, parecía una de las víctimas de la bomba atómica de Hiroshima, la imagen abstracta de un hombre, de tamaño natural, dibujado con ceniza sobre una pared negra. Los papeles todavía giraban y revoloteaban por encima de la mesa de la cocina, pero se habían vuelto negros y parecían una bandada de cuervos.

Marybeth dio una vuelta sobre sí misma y levantó la cabeza, pero ya no era Marybeth. Era Anna, y rayos de luz llenaban sus ojos y su rostro era tan severo como el juicio del propio Dios. Y la muerta habló:

– ¿Por qué?

Craddock respondió siseando:

– Vete. Regresa.

Luego hizo balancearse la cadena de oro de su péndulo, y la hoja en forma de media luna gimió en el aire, trazando un círculo de fuego plateado.

Anna estaba ya de pie, en la base de la brillante puerta. Jude no la había visto levantarse. En un momento estaba acostada y en el siguiente se encontraba de pie. Tal vez el tiempo se había encogido. El tiempo ya no tenía importancia. Jude levantó una mano para protegerse los ojos de los reflejos más intensos, pero la luz estaba por todas partes y no había manera de esquivarla. Podía ver los huesos de su mano, y la piel tenía el color y la transparencia de la miel. Sus heridas, el corte de la cara, el muñón del dedo índice amputado, latían produciendo un dolor que era a la vez profundo y estimulante. Creyó que podría ponerse a gritar, de miedo, de júbilo, como reacción a lo que ocurría, por todo eso y muchas cosas más. Estaba poco menos que en éxtasis.

Anna se acercó a Craddock y volvió a lanzar su pregunta:

– ¿Por qué?

El padrastro usó la cadena como un látigo, lanzándola hacia ella, y la navaja curva prendida en el extremo le hizo un amplio corte en la cara, desde el ángulo del ojo derecho, por la nariz, hasta la boca…, pero el tajo sólo dio paso a un nuevo rayo de brillante luz, y el punto en que la luz tocaba a Craddock empezó a echar humo. Anna extendió la mano hacia él.

– ¿Por qué?

Craddock chilló cuando ella lo envolvió en sus brazos, gritó más y la cortó de nuevo, esta vez en los pechos, y con ello hizo otra abertura hacia la eternidad. Sobre la cara de Craddock cayó una luz deslumbrante, un brillo que quemó y eliminó sus facciones, que borró todo lo que tocaba. El gemido del fantasma sonó tan fuerte que Jude pensó que sus tímpanos iban a estallar.

Anna repetía, implacable, su pregunta. Lo hizo una última vez antes de poner su boca sobre la del padrastro. En cuanto lo hizo, de la puerta de sangre saltaron los perros negros, los animales de Jude, canes gigantes de humo, de sombra, con colmillos de tinta.

Craddock McDermott luchó, tratando de apartarla, pero ella iba cayendo hacia atrás con él, lentamente, hacia la puerta, y los perros corrían alrededor de sus pies, y mientras saltaban se estiraban y perdían su forma, desenrollándose como ovillos de lana, convirtiéndose en largos trazos de oscuridad que se desplegaban alrededor de él, que subían por sus piernas, envolviéndolo por la cintura, atando al hombre muerto con la chica muerta. Mientras Craddock era arrastrado hacia abajo, hacia la luminosidad del otro lado, Jude vio que la parte de atrás de la cabeza del viejo se desprendía, y un rayo de luz blanca intensísima, azul en los bordes, lo atravesó y dio en el techo, donde quemó el yeso, haciendo que burbujeara y echara espuma.

Cayeron por la puerta abierta y desaparecieron.

Capítulo 45

Los papeles que habían estado girando por encima de la mesa de la cocina bajaron y se posaron con un leve crujido, amontonándose en una pila, casi exactamente en el mismo sitio de donde habían partido. En el silencio que siguió, Jude percibió un delicado murmullo, parecido a un pulso profundo y melódico, que era más bien sentido en los huesos que escuchado. Subía y bajaba, y subía otra vez. Era una suerte de música no humana, no humana, pero tampoco desagradable. Jude nunca había escuchado instrumento alguno que produjera sonidos como aquéllos. Pensó que parecía la melodía casual producida por unos neumáticos deslizándose armónicamente sobre el pavimento. Aquella música baja, poderosa, podía sentirse también en la piel. El aire vibraba con ella. Se diría que era casi una propiedad de la luz, que llegaba inundándolo todo a través del rectángulo torcido que dibujara con sangre en el suelo. Jude parpadeó ante la luz y se preguntó dónde se habría ido Marybeth. «Los muertos reclaman lo suyo», pensó, y sintió un temblor inesperado en todo su cuerpo. Tardó unos instantes en volver a controlarse.

No. Ella no estaba muerta hacía un momento, cuando abrió la puerta. No aceptaba que Marybeth hubiera desaparecido simplemente, sin dejar ningún rastro en la tierra. Gateó. Era lo único que se movía en la habitación en ese momento. La tranquilidad del lugar, después de lo que acababa de ocurrir, parecía incluso más increíble que el agujero entre diferentes mundos que se había abierto en el suelo. Sentía dolores, le dolían las manos, le dolía la cara, y tenía un hormigueo en el pecho, un escozor helado y mortal. No se asustó, porque pensó que si el destino le había reservado un ataque cardiaco para esa tarde, ya tendría que haberse producido. Aparte del continuo murmullo que lo rodeaba por todas partes, no había ningún otro ruido en absoluto, excepción hecha de sus propios suspiros, tratando de recuperar el aliento, y los arañazos de sus manos, que rascaban el suelo sin saber por qué. Se escuchó a sí mismo pronunciando el nombre de Marybeth.

Cuanto más se acercaba a la luz, más difícil le resultaba mirarla. Cerró los ojos… y se encontró con que seguía viendo la habitación ante él, como a través de una pálida cortina de seda plateada, con la luz atravesando sus párpados cerrados. Detrás de los globos oculares, los nervios latían con una cadencia regular, siguiendo aquel pulso incesante.

No podía soportar toda aquella luz y apartó la mirada girando la cabeza. Siguió gateando hacia delante, sin mirar. De modo que Jude no se dio cuenta de que había llegado al borde de la puerta abierta hasta que puso las manos y no encontró nada donde apoyarse. Marybeth (¿o había sido Anna?) había permanecido suspendida sobre la puerta abierta, como si estuviera sobre una hoja de vidrio, pero Jude cayó como un condenado a muerte que se precipita por la trampilla del cadalso. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de caer a plomo hacia la luz.

Capítulo 46

La sensación de estar cayendo (una impresión enfermiza de ingravidez, notada en la boca del estómago y en las raíces de los pelos) apenas ha pasado cuando se da cuenta de que la luz no es ya tan intensa. Levanta una mano para proteger sus ojos y parpadea hacia ella, que ahora es un polvoriento sol amarillo. Calcula que es media tarde y por la posición del sol está casi seguro de que se encuentra en el sur. Jude está en el Mustang otra vez, instalado en el asiento del acompañante. Anna va al volante, y tararea para sí misma mientras conduce. El motor emite un rugido bajo y controlado. El Mustang funciona bien. Está como recién salido de fábrica, o de la tienda de coches, en 1965.

Avanzan un kilómetro y medio más o menos. Ninguno de ellos dice nada, hasta que él finalmente identifica la carretera en la que están, la autopista estatal 22.

– ¿Adonde nos dirigimos? -pregunta por fin.

Anna arquea su espalda, estirando la columna vertebral. Mantiene ambas manos en el volante.

– No sé. Pensaba que sólo estábamos paseando. ¿Adonde quieres ir?

– No importa. ¿Qué te parece Chinchuba Landing?

– ¿Qué hay allí?

– Nada. Sólo es un lugar para quedarse un rato, escuchar la radio y mirar el paisaje. ¿Qué te parece?

– Me parece un paraíso. Debemos estar en el cielo.

Cuando Anna dice eso, a Jude le empieza a doler la sien izquierda. Desearía que ella no hubiera dicho nada. No están en el cielo. No quiere oír hablar de eso.

Durante un rato ruedan sobre una carretera de dos carriles, con el pavimento roto aquí y allá, muy descuidado. Luego él ve la salida que se acerca a la derecha, la señala y Marybeth conduce el Mustang hacia ella sin decir una palabra. El camino es ahora de tierra, y los árboles crecen cerca, a cada lado, inclinándose sobre él, convirtiéndolo en un túnel de rica luz verde. Sombras y fugaces rayos de sol pasan sobre las limpias y delicadas facciones de Marybeth. Parece muy serena, cómoda al volante del gran coche, feliz por tener toda la tarde por delante, sin ninguna obligación especial, salvo detenerse en algún lugar con Jude y escuchar música.

¿Cuándo se ha convertido en Marybeth?

Es como si él hubiera formulado la pregunta en voz alta, porque ella se vuelve y le dirige una sonrisa avergonzada.

– Traté de advertirte, ¿no? Dos mujeres por el precio de una.

– Me lo advertiste.

– Sé por qué camino vamos -dice Marybeth, sin el menor rastro del acento del sur que ha venido marcando su voz en los últimos días.

– Ya te lo he dicho. El que va a Chinchuba Landing.

Ella le devuelve una mirada perspicaz, divertida y ligeramente compasiva. Luego, como si él no hubiera dicho nada, Marybeth continúa hablando:

– Diablos. Después de todas las cosas que he escuchado sobre este camino de cabras, esperaba que fuera peor. Esto no es tan malo. Bastante bonito, en realidad. Llamándose el camino de la noche, uno espera que por lo menos reine la oscuridad. Tal vez sólo es de noche aquí para algunas personas.

Él hace una mueca de dolor…, otra aguda punzada en la cabeza. Quiere pensar que la chica está confundida, que se equivoca al referirse al lugar en el que están. No sólo no es de noche, sino que difícilmente puede decirse que se trate de un camino.

Un momento después están botando a lo largo de un par de huellas trazadas en el polvo, estrechas marcas de ruedas, con un frondoso lecho de hierbas y flores silvestres creciendo entre ambas. Las plantas chocan con el guardabarros y se aplastan bajo el chasis. Pasan junto a los restos de una furgoneta de color pálido, impreciso, aparcada debajo de un sauce, con el capó abierto y las hierbas invadiéndolo. Jude apenas la mira de refilón al pasar.

Las palmeras y el follaje se abren al llegar a la siguiente curva, pero Marybeth disminuye la velocidad, de modo que el Mustang apenas sigue avanzando. De momento continúan protegidos por la sombra fresca de los árboles que se inclinan sobre ellos. La grava cruje de manera agradable debajo de los neumáticos. Es un sonido que a Jude siempre le ha encantado, un ruido que todos adoran. Más allá del claro cubierto de hierba está el mar marrón, la superficie pantanosa del lago Pontchartrain, con el agua alborotada por el viento y los bordes de las olas lanzando destellos de acero pulido, recién enfriado. Jude se queda un poco sorprendido por el cielo, que es de un descolorido color blanco, uniforme y cegador. Es un cielo tan luminoso que resulta imposible mirarlo directamente, e incluso saber dónde está el sol. Jude aparta la mirada de él, entornando los ojos y levantando una mano para protegérselos. El dolor en la sien izquierda se intensifica, latiendo al ritmo de su pulso.

– Maldición -exclama-. Ese cielo.

– ¿No es extraordinario? -pregunta Anna desde el interior del cuerpo de Marybeth-. Uno puede ver a una gran distancia. Uno puede ver hasta la eternidad.

– No puedo ver una mierda.

– No -dice Anna, pero todavía es Marybeth al volante, es la boca de Marybeth la que se mueve-. Tienes que protegerte los ojos de esa luz. En realidad no puedes mirar ahí. Todavía no.

Nosotros tenemos problemas para mirar hacia atrás, hacia tu mundo, aunque no valga la pena. Tal vez te has dado cuenta de la presencia de unas líneas negras delante de nuestros ojos. Considera que son como gafas de sol de los muertos vivientes. -La afirmación la hace reír, con las carcajadas un poco roncas y bruscas de Marybeth.

Detiene el automóvil en el borde mismo del claro, lo aparca. Las ventanillas están bajadas. El aire que susurra sobre las ramas tiene el olor dulce de la maleza secada por el sol y de la hierba silvestre. Por debajo de ese aroma, él puede sentir el sutil perfume del lago Pontchartrain, una fragancia fresca, de pantano.

Marybeth se inclina hacia él, pone la cabeza sobre su hombro, coloca un brazo en la cintura de Jude, y cuando habla otra vez lo hace con su propia voz:

– Ojalá pudiera regresar contigo, Jude.

El hombre reacciona con un súbito escalofrío.

– ¿Qué quieres decir?

Ella le mira cariñosamente a la cara.

– Vaya. Casi lo hemos logrado. ¿No? ¿No es cierto que casi lo hemos logrado, Jude?

– Basta -dice el cantante-. Tú no vas a ninguna parte. Tú te quedas conmigo.

– No lo sé -dice Marybeth-. Estoy cansada. Hay un largo viaje de regreso, y no creo que pueda soportarlo. Te juro que este coche está usando algo de mí como combustible, y yo estoy casi exhausta.

– Deja de hablar de esa manera.

– ¿Te parece bien que escuchemos un poco de música?

Él abre la guantera, busca a tientas una cinta. Es una selección de grabaciones de prueba, una colección privada. Elige sus nuevas canciones. Quiere que Marybeth las escuche. Desea que la mujer sepa que él no lo ha abandonado todo. La primera canción empieza a escucharse. Es Drink to the dead. La guitarra suena y toca un himno country, casi un rezo acústico, dulce y solitario, un tema melancólico, hecho para llorar. Maldición, le duele la cabeza, ambas sienes en ese momento, un latido constante detrás de los ojos. Maldito sea ese cielo con su abrumadora luminosidad.

Marybeth se yergue en el asiento, pero ya no es Marybeth, sino Anna. Sus ojos están llenos de esa luz, están repletos de ciclo.

– Todo el mundo está hecho de música. Todos somos cuerdas de una lira. Resonamos. Cantamos juntos. Eso fue hermoso. Con ese viento sobre mi cara. Cuando cantas, yo canto contigo, cariño. Tú lo sabes, ¿no?

– Basta -dice él. Anna se acomoda detrás del volante otra vez, y pone en marcha el coche-. ¿Qué estás haciendo?

Marybeth se inclina hacia delante desde el asiento trasero y busca la mano de él. En ese momento las dos mujeres están separadas. Son dos personas individuales, diferentes, tal vez por primera vez en varios días.

– Tengo que dejarte, Jude. -Se acerca hasta colocar su boca sobre la de él. Los labios de la chica están fríos y temblorosos-. Hemos llegado. Aquí es donde tú te bajas.

– Nosotros -dice el hombre, y cuando ella trata de retirar su mano, él no la deja ir, aprieta con más fuerza, hasta que puede sentir los huesos que se doblan bajo la piel. Jude la besa otra vez, y habla sobre su boca-: Donde nos bajamos. Nosotros. Nosotros -insiste.

Ruido de grava bajo los neumáticos otra vez. El Mustang avanza bajo el cielo abierto. El asiento delantero se llena con una inundación de luz, una incandescencia que borra todo el mundo existente fuera del coche, que sólo deja el interior. A Jude le cuesta ver incluso lo que hay dentro del vehículo, por más que mire con los ojos entornados. El dolor que persiste detrás de sus globos oculares es sorprendente, maravilloso. Todavía tiene a Marybeth sujeta por la mano. Ella no puede irse si él no la deja, y la luz… Oh, Dios, hay tanta luz. Algo ocurre con el estéreo del automóvil, su canción va y viene, vacilante, ahogándose debajo de una palpitante armónica, profunda y baja. Es la misma música extraña que había escuchado cuando cayó por la puerta abierta entre ambos mundos. Quiere decirle algo a Marybeth, desea que sepa que lamenta no poder cumplir sus promesas, las que le hizo a ella y las que se hizo a sí mismo. Quiere decirle cuánto la ama, pero no puede encontrar su voz y le resulta difícil pensar por culpa de la luz que le da en los ojos y de ese murmullo que resuena en su cabeza. La mano de ella. Él sigue sujetando su mano. Aprieta su mano una y otra vez, tratando de decirle lo que tiene que decirle por medio del tacto. Y ella aprieta a su vez.

Y una vez en la luz, ve a Anna, la ve iluminada, brillando como una luciérnaga, la ve apartarse del volante, la ve sonreír y extender el brazo hacia él, poniendo su mano sobre la de él y la de Marybeth, y es entonces cuando dice lo inesperado:

– Maldición, creo que este peludo hijo de perra está tratando de incorporarse.

Capítulo 47

Jude parpadeó por la luz blanca, clara y dolorosa de un oftalmoscopio que apuntaba a su ojo izquierdo. Intentó, con fuerza, ponerse de pie, pero alguien lo sujetaba con una mano colocada sobre su pecho, manteniéndolo aplastado contra el suelo. Abrió la boca en busca aire, como una trucha recién pescada y lanzada a la orilla en el lago Pontchartrain. Le había dicho a Anna que podrían ir a pescar allí, lo dos juntos. ¿O había sido a Marybeth? Ya no lo sabía.

El oftalmoscopio fue retirado y se quedó mirando sin ver hacia el techo manchado de moho de la cocina. En algunas ocasiones, los locos se hacían agujeros en su propia cabeza para dejar salir a los demonios, para aliviar la presión de los pensamientos que ya no podían tolerar más. Jude comprendió ese impulso. Cada latido de su corazón era un nuevo y sorprendente golpe, sentido en los nervios de detrás de los ojos y en las sienes. Eran doloro-sas pruebas de que estaba con vida.

Un cerdo con la cara rosada y blanda se inclinó sobre él, sonrió obscenamente y habló:

– ¡A la mierda! -exclamó-. ¿Sabes quién es éste? Es Judas Coyne.

– ¿Podemos sacar a los malditos cerdos de la habitación? -preguntó otra voz.

El cerdo que tenía casi encima fue empujado con una patada y se oyó un chillido de indignación. Un hombre de prolija barba marrón, de chivo, y ojos avisados se inclinó hasta entrar en el campo visual de Jude.

– ¿Señor Coyne? Procure no moverse. Ha perdido mucha sangre. Vamos a ponerlo en una camilla.

– Anna -dijo Jude con voz temblorosa y respirando con dificultad.

Una breve expresión de dolor, y algo así como una disculpa, pasaron por los claros ojos azules del joven enfermero.

– ¿Anna era su nombre?

No. No. Jude se había equivocado. Ése no era su nombre, pero no pudo encontrar el aliento necesario para rectificar. Entonces se dio cuenta de que el hombre que se inclinaba sobre él se había referido a ella en tiempo pasado.

Arlene Wade habló en su nombre.

– Me dijo que su nombre era Marybeth.

La vieja enfermera se inclinó por el otro lado, mirándolo con sus ojos cómicamente grandes detrás de las gafas. La mujer estaba hablando de Marybeth también en tiempo pasado. Trató otra vez de sentarse, pero el enfermero de la barbita de chivo se lo impidió con firmeza.

– No trates de levantarte, querido -le recomendó Arlene.

Algo hizo un ruido metálico no muy lejos de él. Miró hacia delante, sobre su propio cuerpo, más allá de sus pies, y vio a unos hombres empujando una camilla en dirección al pasillo. Una bolsa de plástico, llena de sangre, se balanceaba de un lado a otro, sostenida por una varilla de metal fijada a la camilla. Desde su posición en el suelo, Jude no podía ver nada de la persona que estaba sobre la camilla, salvo una mano que colgaba en un lado. La infección que había arrugado y dejado blanca la palma de la mano de Marybeth había desaparecido, no quedaba rastro de ella. Su mano, pequeña y delgada, oscilaba sin fuerza, siguiendo el movimiento de la camilla, y Jude pensó en la niña de su obscena película pornográfica, en la manera en que al caer parecía no tener huesos. Se quedaba inerte, vacía, cuando la vida la abandonaba. Uno de los enfermeros que empujaba la camilla bajó la vista y vio a Jude, que miraba. Cogió la mano de Marybeth y la volvió a poner en su sitio. Los demás empujaron la camilla hasta que quedó fuera de la vista de Jude. Todos iban hablando en voz baja, nerviosos.

– ¿Marybeth? -logró preguntar Jude, con una voz que era el más débil de los susurros, pronunciado en una dolorosa exhalación de aliento.

– Ella tiene que irse ahora -explicó Arlene-. Otra ambulancia vendrá a por ti, Justin. -Pronunció la palabra «ambulancia» alargando las vocales.

– ¿Irse? -preguntó Jude. No comprendía realmente.

– No pueden hacer nada más por ella aquí, eso es todo. Es hora de llevársela. -Arlene le palmeó la mano-. Su viaje termina aquí.

Capítulo 48

Jude estuvo perdiendo y recuperando el conocimiento durante veinticuatro horas.

Una de las veces que despertó vio a su abogada, Nan Shreve, en la puerta de la habitación del hospital. La mujer hablaba con Jackson Browne. Jude lo había conocido unos años antes, en la entrega de los Premios Grammy. Aquel día había salido discretamente, a mitad de la ceremonia, para hacer una visita al lavabo de caballeros, y mientras estaba orinando, levantó la vista casualmente y descubrió a Jackson Browne en el mingitorio de al lado. Sólo se habían saludado con un movimiento de cabeza, no habían llegado a cruzar ni una palabra, ni siquiera para decirse hola, de modo que Jude no podía imaginar qué estaba haciendo en ese momento en Luisiana. Tal vez tenía que dar un concierto en Nueva Orleans y, al enterarse de que Jude había estado a punto de morir, se había acercado para expresar su solidaridad. A lo mejor era el comienzo de una procesión de visitas de estrellas del rock and roll, para decirle que tuviera fuerzas y siguiera adelante. Jackson Browne estaba vestido de manera conservadora -chaqueta azul, corbata- y llevaba un escudo dorado en el cinturón, junto a un revólver enfundado. Jude dejó que sus párpados se cerraran.

Tenía una percepción oscura y amortiguada del paso del tiempo. Cuando despertó otra vez, otra estrella de rock estaba sentada junto a él: Dizzy. Con los ojos cubiertos por garabatos negros, su rostro todavía demacrado por el sida. Le tendió la mano y Jude se la cogió.

– Tenía que venir, hombre. Tú estuviste en su momento conmigo.

– Me alegro de verte -dijo Jude-. Te he echado mucho de menos.

– ¿Disculpe? ¿Decía algo? -preguntó la enfermera, que estaba al otro lado de la cama.

Jude levantó la vista hacia ella. No se había dado cuenta de que la mujer estaba allí. Cuando volvió a mirar a Dizzy, descubrió que su mano colgaba vacía. No había nadie.

– ¿A quién le está hablando? -quiso saber la enfermera.

– A un viejo amigo. No le había visto desde que murió.

Ella suspiró ruidosamente.

– Me temo que tenemos que reducir su dosis de morfina.

Después, Angus se paseó por la habitación y desapareció debajo de la cama. Jude lo llamó, pero el perro nunca salió. Simplemente se quedó debajo del enorme lecho de hospital, golpeando con el rabo contra el suelo, marcando una especie de latido constante que acabó acompasándose con el ritmo del corazón de Jude.

El cantante no sabía qué muerto o famoso se presentaría a continuación, y se sorprendió cuando abrió los ojos y descubrió que tenía la habitación para él solo. Estaba en el cuarto o quinto piso de un hospital de las afueras de Slidell. Más allá de la ventana estaba el lago Pontchartrain, azul y frío, iluminado por la luz de la última hora de la tarde. La orilla estaba llena de grúas y un viejo y oxidado buque petrolero ponía rumbo al este. Por primera vez se dio cuenta de que podía percibir el débil sabor salobre del agua. Jude lloró.

Cuando logró recuperar el control de sí mismo, llamó a la enfermera. En su lugar, acudió un médico, un negro cadavérico, de ojos tristes, inyectados en sangre, y la cabeza afeitada. Con voz baja y áspera, empezó a informar a Jude sobre su situación.

– ¿Alguien ha llamado a Bammy? -preguntó Jude.

– ¿Quién es?

– La abuela de Marybeth. Si nadie la ha llamado, quiero ser yo quien se lo diga. Bammy debe saber lo que ha ocurrido.

– Si usted puede decirnos su apellido y un número de teléfono, o una dirección, haré que una de las enfermeras la llame.

– Debo ser yo.

– Usted ha pasado muy malos momentos. Creo que, en el estado emocional en que se encuentra, una llamada suya podría alarmarla.

Jude se quedó mirando al médico, sin entender.

– ¿Cree usted que la alarmará menos recibir de un extraño las tristes noticias sobre la persona que más quiere en el mundo?

– Exactamente. Ésa es la razón por la que preferimos hacer la llamada nosotros -dijo el médico-. Es la clase de noticia que no queremos que la familia reciba de cualquier manera. En la primera llamada telefónica a los parientes, nos preocupamos por centrarnos en lo positivo.

Jude sintió que todavía estaba enfermo. La conversación tenía un toque de irrealidad que él asociaba a la fiebre. Agitó la cabeza y empezó a reírse. Luego se dio cuenta de que estaba llorando otra vez. Se enjugó la cara con manos temblorosas.

– ¿En qué cosas positivas van a centrarse en este caso? -preguntó.

– Las noticias podrían ser peores -explicó el médico-. Por lo menos, ahora está estable. Y su corazón sólo se paró unos pocos minutos. Hay gente que ha estado muerta durante más tiempo. Debe de haber solamente un mínimo…

Pero Jude no escuchó el resto.

Capítulo 49

Insperadamente apareció en los pasillos un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, de más de cien kilos de peso, cincuenta y cuatro años de edad, una enorme barba negra de mechones enredados y un camisón de hospital aleteando abierto atrás, dejando a la vista un culo de escuálidas nalgas sin pelos. El médico trotaba a su lado y las enfermeras se movían a su alrededor, tratando de hacerlo regresar a la habitación, pero él seguía dando zancadas, con la bolsa de suero todavía en el brazo, balanceándose junto a él, colgada de un soporte metálico con ruedas. Jude estaba lúcido, totalmente despierto. Las manos no le molestaban, respiraba bien. Mientras avanzaba, empezó a gritar el nombre de ella. Su voz era asombrosamente buena, de cantante.

– Señor Coyne -decía el médico-. Señor Coyne, ella todavía no está del todo bien… Usted tampoco se encuentra en condiciones…

Bon pasó corriendo junto a Jude por el pasillo, y giró a la derecha en la esquina siguiente. El enfermo aceleró el paso. Llegó al extremo y miró al otro pasillo, justo a tiempo de ver a Bon atravesando una puerta doble, a unos seis metros. Se cerró detrás de la perra, moviéndose sobre sus bisagras neumáticas. El panel iluminado encima de la puerta decía: «Unidad de Cuidados Intensivos».

Un oficial de seguridad, bajo y regordete, se interponía en el camino de Jude pero el cantante le evitó, y el policía contratado tuvo que trotar y agitarse para alcanzarlo. No tuvo éxito. Jude empujó las puertas y entró en la Unidad de Cuidados Intensivos. Bon acababa de desaparecer en una habitación oscura, a la izquierda.

Entró directamente detrás de ella. No se veía a Bon por ninguna parte, pero Marybeth estaba en la única cama del lugar, con vendas en la garganta, un tubo de aire metido en las narices y diversas máquinas emitiendo alegremente agudos pitidos en la oscuridad, alrededor de ella. Sus ojos se abrieron como hinchadas ranuras cuando Jude entró llamándola por su nombre. Su aspecto era terrible. Tenía la tez brillante y pálida, estaba escuálida. Al verla así, su corazón se contrajo en una dulce convulsión. Se detuvo junto a ella, al borde del colchón, envolviéndola en sus brazos, acariciando su piel de seda, sintiendo sus huesos, que parecían varillas huecas. Puso la cara sobre el cuello herido de la joven, entre su pelo, aspirando profundamente. Necesitaba su olor, porque era la prueba de que estaba allí, que era real, que estaba con vida. Una de las manos de la chica se alzó débilmente a su lado, se deslizó por su espalda. Los labios de la mujer estaban fríos, y temblaron cuando él los besó.

– Pensé que estabas muerta -dijo Jude-. Viajábamos en el Mustang otra vez, con Anna, y creí que estabas muerta.

– Ah, mierda -susurró Marybeth, con una voz apenas más fuerte que el aliento-. Salí del coche. Harta de estar todo el tiempo metida en automóviles. Jude, ¿crees que cuando regresemos a casa podremos ir en avión?

Capítulo 50

No estaba dormido, pero creía estarlo cuando la puerta se abrió haciendo un ligero ruido metálico. Se dio la vuelta, preguntándose qué persona muerta, qué leyenda del rock o qué espíritu animal le visitaría en aquel momento. Pero sólo se trataba de Nan Shreve, que vestía una falda marrón formal, una chaqueta de traje y medias de nailon de color carne. Llevaba unos zapatos de tacones altos en una mano, y se deslizó rápidamente, caminando de puntillas. Cerró la puerta detrás de sí, procurando no hacer ruido.

– He entrado a escondidas -dijo, arrugando la nariz y haciéndole un guiño-. Se supone que no debería estar aquí todavía. Nan era una mujer pequeña, fibrosa, cuya cabeza apenas le llegaba al pecho a Jude. Era socialmente torpe, no sabía cómo sonreír. Su sonrisa parecía una imitación rígida, penosa, y no proyectaba ninguna de las cosas que se supone que debe transmitir: confianza, optimismo, calor, placer, afecto. Andaba por los cuarenta y tantos años, estaba casada, tenía dos hijos y llevaba siendo su abogada casi una década. Pero además eran amigos desde mucho antes, desde la época en que ella no tenía más de veinte años. Tampoco entonces sabía cómo sonreír, y en aquellos días ni siquiera lo intentaba. En aquella época estaba sumamente tensa, y podría decirse que era mala; además, entonces él no la llamaba Nan.

– Hola, Tennessee -la saludó Jude-. ¿Por qué se supone que no debes estar aquí?

Había comenzado a acercarse a la cama, pero vaciló al escucharlo. Él no había tenido la intención de llamarla Tennessee, lo había dicho sin pensar. Estaba cansado. Ella pestañeó, y por un momento su sonrisa pareció todavía más desdichada que de costumbre. Luego retomó el paso, llegó junto a la cama y se ubicó en una silla de plástico, a su lado.

– He estado intentando buscar a Quinn en el vestíbulo -explicó, mientras se ponía los zapatos-. Es el detective a cargo de la investigación de lo ocurrido. Pero se va a retrasar. He pasado junto a un terrible accidente en la autopista, y me ha parecido ver su coche parado en la cuneta, de modo que debe de haberse detenido para ayudar a la policía del estado.

– ¿De qué se me acusa?

– ¿Por qué habría que acusarte a ti? Tu padre, Jude, tu padre te atacó. Os atacó a los dos. Tienes suerte de no haber muerto. Quinn sólo quiere una declaración. Cuéntale lo que ocurrió en la casa de tu padre. Dile la verdad. -Lo miró a los ojos y luego comenzó a hablar con sumo cuidado, como una madre que repite instrucciones simples, pero importantes, a su hijo-: Tu padre estaba totalmente desconectado de la realidad. Suele ocurrir. Se llama demencia senil. Os atacó a ti y a Marybeth Kimball, y ella lo mató, para salvaros. Eso es todo lo que Quinn quiere escuchar. Simplemente, lo que ocurrió. -En los últimos momentos, su conversación había dejado por completo de ser amistosa y sociable. La sonrisa de yeso había desaparecido, y él estaba otra vez con Tennessee, la de ojos fríos, la dura, la Tennessee rígida y temible. La abogada, la profesional, recordaba a la joven de hacía veinte años. El herido asintió con la cabeza-. Quinn podría hacerte algunas preguntas sobre el accidente que te arrancó el dedo -dijo ella-. Y mató al perro. El perro muerto en tu coche.

– No comprendo -dijo Jude-. ¿No quiere hablar conmigo sobre lo que ocurrió en Florida?

Ella pestañeó rápidamente, y por un momento le estuvo mirando con gesto de inconfundible perplejidad. Luego la mirada de ojos fríos se reafirmó y se volvió todavía más fría.

– ¿Sucedió algo en Florida? ¿Algo que yo deba saber, Jude?

De modo que no había ninguna orden judicial contra él en Florida. Eso no tenía sentido. Había atacado a una mujer y a su hija, le habían disparado, se había producido una colisión de vehículos… Pero si fuera un hombre buscado en Florida, Nan ya estaría al tanto de ello. Ya estaría pensando en su declaración.

La letrada continuó:

– Viniste al sur para ver a tu padre antes de que falleciera. Tuviste un accidente al llegar a su granja. Mientras paseabas al perro por el arcén de la carretera, los dos fuisteis atropellados. Una inimaginable secuencia de hechos desdichados, eso fue lo que ocurrió. Ninguna otra cosa tiene sentido.

La puerta se abrió y Jackson Browne curioseó el interior de la habitación. Jude le vio una marca roja de nacimiento en el cuello, una mancha rojiza con la forma irregular de una mano de tres dedos. Cuando habló, su voz era una especie de bocina de bufón, con los tonos propios de un campesino sureño:

– Señor Coyne. ¿Todavía con nosotros? -Su mirada penetrante saltó de Jude a Nan Shreve, que estaba junto a él-. Su empresa discográfica estará desilusionada. Supongo que ya estaban preparando el disco de homenaje. -Al decirlo empezó a reírse, hasta que tosió y pestañeó con los ojos llorosos-. Señora Shreve, no la he visto en el vestíbulo. -Lo dijo en un tono bastante jovial, pero la manera en que la miró, con los ojos entrecerrados y suspicaces, sonaba casi como una acusación-. Tampoco la enfermera de recepción. Dijo que no la había visto.

– He saludado con la mano al entrar -explicó Nan.

– Entre -le invitó Jude-. Nan me ha dicho que quiere hablar conmigo.

– Debería arrestarlo -dijo el detective Quinn.

El pulso de Jude se aceleró, pero su voz, cuando habló, era suave y apacible:

– ¿Por qué?

– Por sus últimos tres discos -dijo Quinn-. Tengo dos hijas, y los escuchan todo el tiempo, a todo volumen, hasta que las paredes tiemblan y los platos tintinean y yo noto que estoy al borde de perpetrar actos de violencia doméstica, ¿me comprende? Y además contra mis encantadoras y divertidas hijas, a las que no sería capaz de dañar en condiciones normales. -Suspiró, usó la corbata para secarse la frente, se acercó al pie de la cama. Le ofreció a Jude el último chicle que le quedaba. Cuando el cantante lo rechazó, Quinn se lo metió rápidamente en la boca y empezó a mascar-. En fin. Uno tiene que amarlas hagan lo que hagan, sin que importe lo mucho que te saquen de quicio a veces.

– Así es -confirmó Jude.

– Sólo unas pocas preguntas -comenzó Quinn, sacando una libreta del bolsillo interior de su chaqueta-. Empecemos por lo ocurrido antes de que llegara a la casa de su padre. Tuvo un accidente y el conductor se fugó, ¿no? Un día horrible para usted y su amiga, ¿eh? Y luego su padre le ataca. Por supuesto, por su aspecto y las condiciones en las que él se encontraba, pensaría que era… No sé. Un asesino que venía a saquear su granja. Un espíritu maligno. De todas maneras, no entiendo por qué no fue a un hospital después del accidente en el que perdió el dedo.

– No hay misterio -respondió Jude-. No estábamos lejos de la casa de mi padre, y yo sabía que mi tía estaba allí. Es enfermera titulada.

– ¿Ah, sí? Cuénteme cómo era el coche que lo atropello.

– Una furgoneta -explicó Jude-. Una furgoneta. -Miró a Nan, que asintió levemente con la cabeza, observándole con sus ojos atentos y seguros. Jude respiró profundamente y empezó a mentir.

Capítulo 51

Antes de abandonar la habitación, Nan se detuvo al llegar a la puerta, y se dio la vuelta para mirar a Jude. Tenía otra vez en la cara aquella sonrisa tensa, forzada, que tanto entristecía al cantante.

– Es verdaderamente hermosa, Jude -dijo Nan-. Y te ama. Se le nota en la manera que tiene de hablar de ti. Charlé con ella. Sólo un momento, pero…, pero una se da cuenta. Ella es Georgia, ¿no? -Los ojos de Nan eran ahora tímidos, dolientes y afectuosos, todo al mismo tiempo. Había hecho la pregunta como si no estuviera segura de querer realmente conocer la respuesta.

– Marybeth -dijo Jude con firmeza-. Su nombre es Marybeth.

Capítulo 52

Dos semanas después estaban en Nueva York para el servicio religioso en memoria de Danny. Marybeth llevaba un fular negro alrededor del cuello, que hacía juego con los oscuros guantes de encaje. La tarde se había presentado ventosa y fría, pero acudió mucha gente a pesar de ello. Parecía que todas las personas con las que Danny había conversado, chismorreado o hablado por teléfono alguna vez estaban allí. Eran muchas. Ninguna de ellas se apresuró para irse, ni siquiera cuando comenzó a llover.

Capítulo 53

Cuando llegó la primavera, Jude grabó un disco, muy despojado de cualquier adorno, casi completamente acústico. Cantaba a los muertos, a los caminos en la noche. Otros músicos tocaban los punteos de guitarra. Podía manejar el ritmo, pero eso era todo. Se había visto obligado a hacer de nuevo los acordes con la izquierda, como en su infancia. Y no se le daba tan bien con esa mano.

El nuevo CD se vendió bien. No realizó ninguna gira. En lugar de ello le hicieron un triple bypass.

Marybeth enseñaba danza en un gimnasio elegante de High Plains. Sus clases siempre estaban llenas de gente.

Capítulo 54

Marybeth encontró un Dodge Charger abandonado en un almacén de chatarra local, y lo compró por trescientos dólares. Jude pasó el verano siguiente sudando en el jardín, sin camisa, reconstruyéndolo. Él entraba en la casa tarde todas las noches, tostado por el sol, todo el cuerpo menos la brillante cicatriz plateada que tenía en el centro del pecho. Marybeth le esperaba siempre en la puerta, con un vaso de limonada casera en la mano. A veces intercambiaban un beso, que sabía a refresco y aceite de motor. Eran sus besos favoritos.

Capítulo 55

Una tarde, a finales de agosto, Jude entró en la casa, como siempre sudoroso y bronceado por el sol, y encontró un mensaje de Nan en el contestador. Le decía que tenía una información importante para él y que la llamara en cuanto pudiera. En ese momento podía, y la llamó a su oficina. Se sentó en el borde del viejo escritorio de Danny mientras la secretaria de Nan le ponía al habla con su jefa.

– Me temo que no tengo mucho que decirte sobre esa persona, George Ruger -informó Nan sin ningún preámbulo-. Querías saber si su nombre figura en algún proceso penal del año pasado, y la respuesta es que parece que no. Tal vez si me dieras más información, como cuál es exactamente la razón de tu interés por él…

– No. No te preocupes -dijo Jude.

Así que Ruger no había hecho ningún tipo de denuncia ante las autoridades; no le sorprendía. Si pensara acusarlo de algo o tratara de hacer que lo detuvieran, Jude ya se habría enterado a esas alturas. En realidad, no esperó en ningún momento que Nan consiguiera algo. Ruger no podía hablar sobre lo que él le había hecho sin arriesgarse a que se conociera lo de Marybeth, a que se supiera que él se había acostado con ella cuando todavía estaba en la escuela secundaria. El hombre era, recordó Jude, una figura importante de la política local. Era difícil seguir siéndolo, e incluso pertenecer al partido, después de ser acusado de estupro.

– He tenido un poco más de suerte en lo que se refiere a Jessica Price.

– Vaya -reaccionó Jude. El mero hecho de escuchar su nombre hizo que se le encogiera el estómago.

Cuando Nan habló otra vez, lo hizo en un tono falsamente informal, demasiado frío como para ser persuasivo.

– Esa tal Price está siendo investigada por poner en peligro a una niña, y por abuso sexual. Su propia hija, imagínate. Parece ser que la policía fue a su casa después de que alguien llamara para informar de un accidente. Price lanzó su coche, adrede, sobre el vehículo de otra persona, delante de su propia casa, a sesenta kilómetros por hora. Cuando la policía llegó al lugar, la encontraron inconsciente, todavía al volante. Su hija estaba dentro de la casa con un arma de fuego en la mano y un perro muerto en el suelo.

Nan hizo una pausa para dar a Jude la oportunidad de hacer algún comentario, pero él no tenía nada que decir.

La abogada continuó:

– Quienquiera que fuese la víctima de Price, huyó. Nunca fue hallada.

– ¿Price no lo dijo? ¿Qué es lo que ella cuenta?

– Nada. La policía logró calmar a la niña y quitarle el arma. Cuando registraron la casa encontraron un sobre escondido en el forro de terciopelo de la caja de la pistola. Contenía varias fotos Polaroid de la niña. Escenas que eran delictivas. Algo horrible. Aparentemente, pueden probar que fue la madre quien las tomó. Podrían encerrar a Jessica Price por lo menos unos diez años. Y tengo entendido que su hija sólo tiene trece años. Qué cosa más espantosa, ¿no?

– Espantosa -coincidió Jude-. Espantosa, efectivamente.

– ¿Puedes creer que todo esto, el accidente de coche de Jessica Price, lo del perro muerto, las fotos, ocurrió el mismo día en que tu padre murió en Luisiana?

Otra vez Jude decidió no responder… El silencio le hacía sentirse más seguro.

Nan continuó:

– Siguiendo el consejo de su abogado, Jessica Price ha decidido ejercer su derecho legal de permanecer en silencio. No ha dicho una palabra desde que fue arrestada. Lo cual es bueno para ella. Y también es un golpe de suerte para quien estuviera allí. Ya sabes…, con el perro.

Jude sostuvo el auricular en la oreja. Nan permaneció en silencio durante tanto tiempo que él empezó a preguntarse si la comunicación se había cortado.

Finalmente, sólo para ver si ella seguía en la línea, habló:

– ¿Eso es todo?

– No, hay otra cosa -dijo Nan. Su tono era perfectamente inexpresivo-. Un carpintero que trabajaba en la misma calle dijo que vio a un par de sospechosos en un coche negro escondido por allí, unas horas antes, ese mismo día. Dijo que el conductor era la viva imagen del vocalista de Metallica.

Jude tuvo que reírse.

Capítulo 56

El segundo fin de semana de noviembre, el Dodge Charger se alejó del atrio de la iglesia por un camino de polvo de arcilla roja, en Georgia, con latas repiqueteando en la parte trasera. Bammy se metió los dedos en la boca y silbó groseramente.

Capítulo 57

En otoño fueron a las islas Fiji. Y exactamente un año despues visitaron Grecia. En octubre viajaron a Hawai, donde pasaron diez horas diarias en una playa de arena negra. Nápoles, al año siguiente, fue todavía mejor. Su intención era estar una semana y se quedaron un mes.

En el otoño de su quinto aniversario no fueron a ninguna parte. Jude había comprado unos cachorros y no quería apartarse de ellos. Un día que se había presentado frío y lluvioso, el cantante fue con sus nuevos perros hasta la entrada de la casa, para recoger el correo. Mientras sacaba los sobres del buzón, al otro lado del portón de entrada, vio pasar una vieja y destartalada furgoneta. Marchaba ruidosamente por la autopista, lo cual hizo que a Jude le corriera un sudor frío por la espalda. Cuando se volvió para observarla alejarse, vio a Anna, que lo miraba desde el otro lado del camino. Sintió una aguda desazón en el pecho. Permaneció largo rato sin aliento.

Ella se apartó un mechón de pelo rubio de los ojos y vio que en realidad era una mujer más baja, con un cuerpo más atlético que el de Anna. Apenas una niña, de dieciocho años como máximo. Levantó la mano a modo de tímido saludo. El respondió haciendo un gesto para que se acercara.

– Hola, señor Coyne -le saludó.

– Reese, ¿verdad? -Jude la había reconocido.

La niña asintió con la cabeza. No llevaba sombrero y tenía el pelo mojado. Su chaqueta vaquera estaba empapada. Los cachorros se lanzaron alegremente sobre ella, que retrocedió riéndose.

– Jimmy -ordenó Jude-. Robert. Abajo. Disculpa. Son unos maleducados, estos perros. Todavía no les he enseñado buenos modales. ¿Quieres entrar? -Ella temblaba un poco-. Estás empapada. Pareces enferma, te vas a morir.

– ¿Será contagioso? -preguntó Reese.

– Sí -respondió Jude-. Hay una epidemia por esta zona. Tarde o temprano todo el mundo la sufre. Es raro, pero aquí nadie vive eternamente.

La llevó a la casa y a la cocina oscura. Se estaba preguntando cómo habría llegado la chiquilla hasta él, cuando Marybeth habló desde la escalera. Quería saber quién estaba allí con él.

– Reese Price -respondió Jude-. De Testament, Florida. La hija de Jessica Price.

Por un momento se hizo el silencio arriba. Luego, Marybeth bajó los escalones sin ruido, y se detuvo al pie de la escalera. Jude encontró el interruptor de las luces junto a la puerta. Las encendió.

En la súbita luminosidad que se produjo, Marybeth y Reese se miraron sin hablar. La cara de Marybeth permanecía impasible, era difícil de interpretar. Con ojos inquisitivos, Reese miró la cara de la mujer, y de ahí pasó al cuello, a la media luna blanca plateada de tejido cicatrizado alrededor de su garganta.

Reese sacó los brazos de las mangas de su chaqueta y se abrazó a sí misma. Estaba chorreando y empezaba a formarse un charco de agua a sus pies.

– Santo cielo, Jude -exclamó Marybeth-. Ve y tráele una toalla.

Jude fue a por una toalla al baño de la planta baja. Cuando regresó a la cocina con ella en la mano, había agua calentándose y Reese estaba sentada en el centro de la estancia, hablando a Marybeth de los estudiantes rusos en viaje de intercambio que la habían llevado desde Nueva York, unos chicos que no habían parado de hablar de su visita al edificio del Empire State, confundiendo de manera muy graciosa las palabras.

Marybeth le preparó chocolate caliente y un bocadillo de queso fundido y tomate, mientras Jude se sentaba con Reese junto a la encimera. La antigua Georgia se mostraba relajada y amistosa, riéndose alegremente con los relatos de Reese, como si fuera la cosa más natural del mundo ser la anfitriona de una niña que le había arrancado un trozo de mano a su marido de un disparo.

Las mujeres dominaron la conversación. Reese iba de viaje a Búfalo, donde se encontraría con amigos para ver y escuchar a 50 Cent y Eminem. Luego viajarían al Niágara. Uno de los amigos había comprado una vieja casa flotante. Su idea era vivir allí. Eran media docena de jóvenes. Había una gran balsa que necesitaba reparaciones. Tenían pensado arreglarla y venderla. Reese estaba a cargo de la pintura. Se le había ocurrido una gran idea para un mural que quería pintar en un costado. Ya tenía los bocetos. Sacó un cuaderno de dibujo de la mochila y les mostró algunos de sus trabajos. Sus ilustraciones eran un poco torpes, pero llamativas. Imágenes de mujeres desnudas, ancianos ciegos y guitarras, distribuidas en complejos patrones entrelazados. Si no podían vender la balsa, la usarían para poner un negocio, de pizza o de tatuajes. Reese sabía mucho de tatuajes y había practicado consigo misma. Se levantó la blusa para mostrarles el dibujo tatuado de una serpiente pálida y delgada, que rodeaba el ombligo mordiéndose la cola.

Jude la interrumpió para preguntarle cómo pensaba llegar a Búfalo. Dijo que se había quedado sin dinero para el autobús ya en la Estación Penn, y pensaba hacer el resto del camino a dedo.

– ¿Sabes que son casi quinientos kilómetros?

Reese le miró con los ojos muy abiertos y luego sacudió la cabeza.

– Una mira el mapa y este estado no parece demasiado grande. ¿Está seguro de que son casi quinientos kilómetros?

Marybeth recogió su plato vacío y lo dejó en el fregadero.

– ¿Hay alguien a quien quieras llamar? ¿Alguien de tu familia? Puedes usar nuestro teléfono.

– No, señora.

Marybeth esbozó una sonrisa al escuchar eso, y Jude se preguntó si alguna vez alguien la habría llamado señora.

– ¿Y tu madre? -preguntó Marybeth.

– Está en la cárcel. Espero que no salga nunca -respondió Reese, y bajó la vista para mirar el chocolate. Empezó a jugar con un largo mechón de pelo amarillo, rizándolo alrededor de su dedo, algo que Jude le había visto hacer a Anna mil veces-. Ni siquiera quiero pensar en ella. Prefiero fingir que está muerta. No le deseo a nadie tenerla cerca. Es una maldición, eso es lo que es. Si alguna vez llego a pensar que puedo ser una madre como ella, me haré esterilizar de inmediato.

Cuando terminó su chocolate, Jude se puso un chubasquero y le dijo que lo acompañara, que él la llevaría a la estación de autobuses.

Durante un rato viajaron sin decir nada, con la radio apagada. El único sonido audible era el producido por la lluvia que golpeaba sobre los cristales y por los limpiaparabrisas del Charger, que iban y venían. Jude la miró una vez y vio que tenía echado el asiento hacia atrás y llevaba los ojos cerrados. Se había quitado la chaqueta vaquera y se la había echado encima, como si fuera una manta. Le pareció que estaba durmiendo.

Pero al poco, ella abrió un ojo y le miró.

– Usted quería de verdad a mi tía Anna, ¿no?

Él asintió con la cabeza. Los limpiaparabrisas seguían con su incansable tictoc-tictoc.

– Hay cosas que mi madre hizo y que nunca debió haber hecho -dijo Reese-. Algunas de ellas no se me quitan de la cabeza, daría un brazo para olvidarlas. A veces pienso que mi tía Anna descubrió algunas de las cosas que mi madre hacía, mi madre y mi abuelito…, y que fue por eso por lo que se mató. Porque ella no podía seguir viviendo con lo que sabía, pero tampoco podía decírselo a nadie. Sé que ya era muy desdichada antes. Pienso que tal vez a ella también le pasaron cosas feas cuando era pequeña. Muchas de las cosas que me pasaron a mí. -En ese momento le estaba mirando directamente.

Bien. Reese, por lo menos, no sabía todo lo que su madre había hecho, lo cual llevó a Jude a pensar que realmente se podía encontrar un poco de piedad en el mundo.

– Lamento mucho lo que hice con su mano -dijo la jovencita-. Lo digo en serio. A veces tengo sueños, sueños sobre mi tía Anna. Vamos a pasear juntas. Ella tiene un hermoso automóvil viejo, como éste, pero negro. Ya no está triste, en mis sueños. Vamos a pasear por el campo. Escucha su música en la radio. Me cuenta que usted no fue a nuestra casa para hacerme daño. En mi sueño asegura que usted vino para terminar con todo aquello, para hacer que mi madre rindiera cuentas por lo que había permitido que me ocurriera a mí. Sólo quería decirle que lo siento y que espero que usted sea feliz.

Asintió con la cabeza, pero no respondió. En verdad, no confiaba en su propia voz.

Entraron en la estación de autobuses juntos. Jude la dejó en un muy gastado y pintarrajeado banco de madera, fue a la ventanilla y compró un billete para Búfalo. Le dijo al empleado que lo metiera en un sobre. Deslizó doscientos dólares dentro, junto con el billete de autobús, y también puso una hoja de papel doblada, con su número de teléfono y una nota que decía que lo llamara si tenía algún problema en el camino. Cuando regresó junto a ella, metió el sobre en un compartimento lateral de la mochila, en lugar de dárselo a ella, para evitar que lo abriera de inmediato y tratara de devolverle el dinero.

La jovencita lo acompañó a la calle, donde la lluvia caía con más fuerza que unos minutos antes. Las últimas luces del día habían desaparecido, haciendo que todo adquiriese un tono azulado y frío. Jude se volvió para decir adiós, y la chica se puso de puntillas y le besó en la mojada y gélida cara. Hasta ese momento, él había pensado en ella como en una mujer joven, pero notó que aquél era el beso inocente de una niña. La idea de que viajara cientos de kilómetros hacia el norte, sin nadie que la cuidara, le pareció de pronto todavía más preocupante.

– Buena suerte -dijeron ambos, exactamente al mismo tiempo, al unísono, y se rieron. Jude le apretó la mano y movió la cabeza, pero no tenía otra cosa que decirle, más que adiós.

Ya había oscurecido del todo cuando regresó a casa. Marybeth sacó dos botellas de cerveza de la nevera y buscó un abridor en los cajones.

– Ojalá hubiera podido hacer algo por ella -dijo Jude.

– Es un poco joven -comentó Marybeth-. Incluso para ti. ¿Por qué no piensas en otra cosa? Sería lo mejor.

– Santo cielo. No quería decir eso.

Marybeth se rió, encontró un paño de cocina y se lo puso en la cara.

– Sécate. Cuando estás mojado pareces todavía más un miserable vagabundo.

Se pasó el trapo por el pelo. Marybeth le abrió una cerveza y la puso delante de él. Y entonces vio que él estaba haciendo muecas, y se rió otra vez.

– Vamos, Jude. Si no me tuvieras a mí para avivarte las brasas de vez en cuando, no quedaría nada de fuego en tu vida -dijo. Estaba al otro lado de la encimera de la cocina, observándolo con una mirada irónica y tierna-. De todos modos, le has dado un billete de autobús para Búfalo y… ¿qué más? ¿Cuánto dinero?

– Doscientos dólares.

– Pues ya ves, claro que has hecho algo por ella. Has hecho mucho. ¿Qué se supone que podrías hacer?

Jude estaba sentado en mitad de la cocina, sosteniendo la cerveza que Marybeth le había puesto delante, pero no hizo amago de beber. Se sentía cansado, todavía húmedo y con frío en todo el cuerpo. Un camión grande, o un autobús tal vez, rugió por la autopista, rumbo al frío túnel de la noche, y se perdió en él. Pudo escuchar a los cachorros en su caseta lanzando agudos ladridos, excitados por aquel ruido.

– Espero que lo consiga -dijo Jude.

– ¿Llegar a Búfalo? No veo por qué no iba a conseguirlo -replicó Marybeth.

– Sí -confirmó Jude, aunque no estaba seguro de que fuera eso lo que realmente había querido decir.