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Creo que estamos aburriendo a la agente Castro. -Fue el tono de voz del comisario Savall, irónico y seco, acompañado de una mirada directa, lo que hizo que Leire Castro advirtiera que hablaban con ella. Mejor dicho, que le llamaban la atención-. Lamento mucho sacarla de su apasionante vida interior para un asunto tan irrelevante como el que estamos tratando, pero necesitamos su opinión. Cuando lo considere oportuno, claro.
Leire enrojeció hasta la raíz del cabello y trató de buscar una disculpa. Difícilmente podía dar una respuesta coherente a una pregunta que no había oído porque estaba inmersa en sus preocupaciones.
– Perdón, comisario. Estaba, estaba pensando… Savall se percató, al igual que Salgado y Andreu, de que su pregunta, que aún flotaba en el aire, había pasado desapercibida para la agente Castro. Estaban los cuatro en el despacho del comisario, a puerta cerrada, con el informe del caso de Marc Castells encima de la mesa. Leire se esforzó desesperadamente por encontrar algo adecuado que decir. El comisario había descrito el informe de la autopsia, que ella conocía bien. Niveles de alcohol algo superiores a lo normal; el joven no habría superado una prueba de alcoholemia, cierto, pero tampoco iba tan borracho como para no tenerse en pie. El análisis médico no había mostrado el menor rastro de drogas en la sangre que permitiera deducir un delirio que le hiciera precipitarse al vacío. La expresión «análisis médico», sin embargo, había precipitado a Leire a un torbellino de dudas resueltas que planteaban otras dudas de difícil solución, un tornado mental del que acababa de caer bruscamente.
– Estábamos comentando el asunto de la puerta rota -intervino el inspector Salgado, y ella se volvió hacia él rebosante de gratitud.
– Sí -respiró, aliviada. Ahí estaba en terreno seguro: su voz adoptó un tono formal y conciso-. El problema es que nadie tenía muy claro cuándo se rompió. La asistenta creía haberla visto rota cuando se fue esa tarde, pero no estaba segura. En cualquier caso, había varios petardos en la zona trasera de la casa, con toda probabilidad procedentes del jardín vecino. Sus propietarios tienen cuatro hijos, y los chicos admitieron que habían estado tirándolos parte de la tarde y de la noche.
– Ya. Al fin y al cabo era San Juan -terció el comisario-. ¡Dios! Odio esa noche. Antes era divertido, pero ahora esos monstruitos lanzan pequeñas bombas.
Leire prosiguió:
– Lo cierto es que en la casa no faltaba nada, y no había ninguna huella significativa que indicara que alguien había entrado por allí. Además…
– Además, el supuesto ladrón habría tenido que subir hasta la buhardilla para empujar al chico. ¿Y para qué? No, no tiene sentido. -El comisario hizo un gesto de fastidio.
– Con todo respeto -dijo Andreu, que había permanecido callada hasta entonces-, ese chico se cayó. O, en el peor de los casos, saltó. El alcohol afecta de manera distinta a la gente.
– ¿Hay algo que haga pensar en un suicidio? -preguntó Héctor.
– Nada destacable -respondió Leire al instante. Luego se dio cuenta de que la cuestión no iba dirigida a ella-. Perdón.
– Ya que lo ha afirmado con tanta seguridad, explíquenos por qué -le espetó el comisario.
– Bien -ella se tomó unos segundos para ordenar sus ideas-, Marc Castells había regresado a casa hacía un tiempo después de pasar seis meses en Dublín, aprendiendo inglés. Según su padre, el viaje le había sentado bien. Antes de irse había tenido algunos problemas en el instituto: faltas de asistencia, actitud negativa, incluso una expulsión de tres días del centro. Consiguió aprobar segundo de bachillerato pero no obtuvo la nota necesaria para estudiar lo que quería. Al parecer, tampoco tenía muy claro qué quería estudiar realmente, así que el inicio de la carrera se aplazó un año.
– Ya. Y lo mandaron a Irlanda a estudiar inglés. En mi época lo habrían puesto a trabajar. -El comisario no pudo evitar la nota sarcástica. Cerró el expediente-. Ya basta. Esto parece una junta escolar. Id a hablar con los padres y con la chica que durmió esa noche en la casa, y cerrad el caso. Si hace falta, interrogad al otro chico, pero ojo con los Rovira. El doctor Rovira fue tajante al manifestar que, dado que su hijo se había ido antes de que sucediera la tragedia, no estaba muy predispuesto a que se metieran en su vida. Y teniendo en cuenta que atendió los partos de los hijos de varios consellers, entre ellos el nuestro, es mejor no tocarle las pelotas. En realidad, no creo que ninguno de ellos esté muy por la labor, ya os aviso. Enric Castells dejó muy claro que, si la investigación ha terminado, quiere que los dejen en paz a todos, y en parte no puedo reprochárselo. -Su atención se centró un instante en la foto de sus hijas-. Bastante duro tiene que ser enterrar a un hijo para encima tener que soportar que la prensa y la policía metan las narices a todas horas. Yo veré a Joana la semana que viene e intentaré tranquilizarla. ¿Algo más que añadir, Castro?
Leire se sobresaltó. Ciertamente, estaba pensando en aportar un detalle del que no habían hablado.
– No estoy segura -dijo, aunque su tono transmitía lo contrario-. Quizá sea una impresión mía, pero la reacción de la chica, Gina Martí, fue… inesperada.
– ¿Inesperada? Tiene dieciocho años, se acuesta medio borracha y al despertar se entera de que su novio se ha matado. Creo que «al borde de la histeria», como usted misma la describe en su informe, es una reacción más que esperable.
– Por supuesto. Pero… -Recuperó la firmeza cuando encontró las palabras justas-. La histeria era lógica, comisario. Pero Gina Martí no estaba triste. Más bien parecía asustada.
El comisario permaneció unos instantes en silencio.
– Bueno -dijo por fin-. Ve a verla esta tarde, Héctor. Extraoficialmente, sin demasiada presión. No quiero problemas con los Castells y sus amigos -recalcó-. Que te acompañe la agente Castro. La chica ya la conoce y las adolescentes tienden a confiar más en las mujeres. Castro, llame a los Martí y avíseles de su visita. -El comisario se volvió hacia Andreu-. Espera un momento. Tenemos que hablar de esos cursillos de autodefensa para mujeres en peligro de maltrato doméstico. Ya sé que ellas están encantadas, pero ¿de verdad puedes seguir dándolos?
Salgado y Castro se miraron antes de salir: no les cabía duda de que Martina Andreu no sólo podía, sino que deseaba seguir impartiendo esos cursos.
¿estás?
aleix, tío, ¿estás?
La pantallita del ordenador indicaba que «Aleix está ausente y tal vez no responda a sus mensajes». La chica se mordió el labio inferior, nerviosa; tenía ya el móvil en la mano cuando el estado de su interlocutor pasó de ausente a ocupado. Gina soltó el móvil y pasó al teclado.
¡tengo que hablar contigo! contesta.
La respuesta apareció por fin. Un «hola» acompañado de una cara sonriente que le guiñaba el ojo. El ruido del pomo de la puerta la sobresaltó. Tuvo el tiempo justo de minimizar la pantalla antes de que el olor a perfume de su madre inundara el aire.
– Gina, cariño, me voy. -La mujer no pasó del umbral. Llevaba al hombro un bolso blanco, abierto, en el que buscaba algo mientras seguía hablando-. ¿Dónde narices estará el dichoso mando del coche? ¿No pueden hacerlos más pequeños aún? -Por fin lo encontró y entonces esbozó una sonrisa triunfal-. Cielo, ¿estás segura de que no quieres venir? -Su sonrisa flaqueó un poco al ver la carita ojerosa de Gina-. No puedes quedarte encerrada aquí todo el verano, cielo. No es bueno. ¡Mira qué día! Necesitas aire fresco.
– Te vas a L'Illa, mamá, a diez minutos de casa -rezongó Gina-. En coche. No a correr por el campo.
Por si quedaba alguna duda de que el campo no entraba en los planes de su madre, bastaba con echar una ojeada a su atuendo: vestido blanco sujeto a la cintura por un cinturón de la misma tela; sandalias blancas con el tacón justo para elevar su metro sesenta y cinco de estatura hasta un honroso metro setenta y dos; el cabello, rubio natural, brillante, rozándole los hombros. Sobre un fondo de palmeras, habría sido la imagen perfecta de un anuncio de champú.
Regina Ballester ignoró el sarcasmo. Ya hacía tiempo que se había curtido ante los comentarios mordaces de esa hija que, en pijama a la una y media de la tarde, parecía más niña que nunca. Se acercó a ella y le dio un beso en la cabeza.
– No puedes seguir así, cariño. No me voy nada tranquila, la verdad.
– ¡Mamá! -No quería empezar una discusión; esos días su madre apenas la dejaba sola y ella tenía que hablar con Aleix. Urgentemente. Así que, venciendo lo mucho que le molestaba esa intensa fragancia, se dejó achuchar, e incluso sonrió. Y pensar en que hubo un tiempo en que se echaba a esos brazos espontáneamente; ahora sentía que la ahogaban. ¡Se había echado perfume hasta en las tetas! Sonrió, con más malicia que espontaneidad-. ¿Pasarás por la tienda de bañadores? -Eso no fallaba: darle a su madre algo que hacer que incluyera las palabras «tienda» y «comprar» solía ser un pasaporte seguro a la tranquilidad. Y, aunque no podía jurarlo, las tetas perfumadas indicaban que el centro comercial era un destino secundario en los planes de su madre-. Tráeme el que vimos en el escaparate. -Teniendo en cuenta que no pensaba ir a la playa en todo el verano y que el puto bañador le importaba bien poco, consiguió dar un tono bastante convincente a la petición. E incluso insistió, en un tono de niña consentida que ella misma odiaba con todas sus fuerzas-: Va, por favor.
– El otro día no te mostrabas tan entusiasmada. Cuando estábamos las dos delante de la tienda -repuso Regina.
– Estaba rayada, mamá. -«Rayada» era un adjetivo que Regina Ballester detestaba profundamente porque, amén de sonarle bastante vulgar, describía en sí mismo cualquier estado de ánimo de su hija: triste, preocupada, malhumorada, aburrida… «Rayada» parecía englobarlo todo sin distinción.
Gina jugueteó nerviosa con el ratón del ordenador. ¿No se iría nunca? Se desasió con suavidad del abrazo y jugó su última baza.
– Está bien, no me lo compres. Tampoco es que tenga muchas ganas de ir a la playa este año…
– Claro que irás a la playa. Tu padre llega mañana del viaje de promoción y la semana que viene nos vamos a Llafranc. Para algo he cogido vacaciones este mes. -Eso era algo que Regina solía hacer: recordar, veladamente, lo mucho que hacía por los demás-. ¡No aguanto más Barcelona este verano! hace un calor insoportable. -Regina miró disimuladamente el reloj de pulsera plateado; se le hacía tarde-. Me marcho o al final no me dará tiempo a todo -dijo con una sonrisa-.
Estaré aquí antes de las cinco. Si los mossos llegan antes que yo, no les digas nada.
– ¿Puedo abrirles la puerta? ¿O prefieres que los deje en la calle? -preguntó Gina con falsa inocencia. No podía evitarlo, esos días su madre la sacaba de quicio.
– No hará falta. Estaré aquí. Te lo prometo.
El ruido de los tacones resonó en la escalera. Gina iba a maximizar la pantalla del Messenger cuando esos mismos pasos volvieron a acercarse, apresuradamente.
– ¿Me he dejado aquí…?
– Aquí tienes el mando, mamá. -Lo cogió de la mesa, donde Regina lo había dejado para abrazarla, y se lo tiró con suavidad, sin moverse de la silla. Su madre lo cogió al vuelo-. Deberías colgártelo al cuello. -Y murmuró, cuando estaba segura de que su madre ya no podía oírla-. Claro que igual se desprograma con ese pestazo.
Clic. La pantallita brillaba ante ella otra vez. Cuatro mensajes:
gi, k pasa?
stas???
heyyy, me aburro
vale, tía, hasta otra!!!:-)
«No, no, no, no… Joder, contesta, Aleix, por favor.»
estaba mi madre por aquí, no podía hablar.
Eooo!! ya me lo imaginaba!! sigue dando la vara??
Gina suspiró. Alivio era poco. Se lanzó sobre el teclado a toda velocidad. Y no para criticar a su madre.
¿te ha llamado la poli?
la poli? no, por?
mierda… vienen a verme esta tarde, sobre las 5, no sé qué quieren, en serio…
Unos segundos de pausa.
seguramente nada, lo d siempre, no t preocupes
estoy asustada… y si preguntan por…
no van a preguntar nada, no tienen ni idea d nada
¿cómo lo sabes?
xke lo se. ademas, al final no lo hicimos, t acuerdas?
Las cejas fruncidas de Gina señalaban un intenso esfuerzo mental.
¿qué quieres decir?
Gina casi podía ver la cara de fastidio de Aleix, esa que ponía cuando se veía forzado a explicar cosas que a él le parecían obvias. Una expresión que a veces, pocas, la irritaba, y que normalmente solía tranquilizarla. Era más listo. Eso nadie lo ponía en duda. Tener por amigo al niño prodigio del colegio implicaba soportar ciertas miradas compasivas.
pensbamos hacer algo pero no lo hicimos, no es lo mismo, no? da igual lo ke planeabamos, al final nos rajamos
marc no se rajó.
El cursor parpadeaba a la espera de que ella siguiera escribiendo.
gi, NO HICIMOS NADA
Las mayúsculas sonaron como una acusación,
ya, tú lo impediste…
y tenía razón, o no? lo habíamos hablado tu y yo y estábamos d acuerdo, había ke pararlo.
Gina asintió como si él pudiera verla. Pero en el fondo sabía que ella no tenía una opinión definida al respecto. Darse cuenta de ello, así, tan crudamente, la llenó de un profundo desprecio hacia sí misma. Aleix la había convencido aquella tarde, pero en su fuero interno sabía que le había fallado a Marc en algo que para él había sido muy importante.
x cierto, tienes el USB, no?
sí.
ok. oye, kieres ke vaya a tu casa esta tarde? para lo de la poli
Gina sí quería, pero un pinchazo de orgullo le impidió admitirlo.
no, no hace falta… te llamo luego.
fijo ke tb vendrán a casa…
Ella cambió de tema.
por cierto, mi madre se ha echado el perfume de salir;-)
jaja… y mi padre no viene a comer!!!!
Gina sonrió. La supuesta aventura entre su madre y el padre de Aleix era algo que habían inventado una tarde de aburrimiento, mientras Marc estaba en Dublín. No se habían molestado en confirmarlo nunca, pero con el tiempo, a fuerza de repetirla, la hipótesis se había convertido al menos para ella en una certeza absoluta. Les divertía pensar que su madre y Miquel Rovira, el serio y ultracatólico doctor Rovira, estaban ahora follando furtivamente en la habitación de un hotel.
voy a comer algo, gi!! hablamos luego, ok? bss
Él no esperó a que ella contestara. Su icono perdió el color de repente y la dejó sola frente a la pantalla. Gina miró a su alrededor: la cama sin hacer, la ropa dejada caer sobre una de las sillas, los estantes aún llenos de peluches. «Es la habitación de una niño», se dijo con desdén. Se mordió el labio inferior hasta hacerse sangre y se pasó el dorso de la mano por la herida. Entonces se levantó, sacó una enorme caja de cartón vacía del armario que hasta hace poco había contenido sus libros del colegio -todos, guardados con falso cariño durante años- y la plantó en el centro del cuarto. Luego fue cogiendo uno por uno los peluches y echándolos boca abajo dentro de la caja, casi sin mirarlos. No tardó mucho. Apenas quince minutos después la caja reposaba cerrada en un rincón y las paredes se veían extrañamente vacías. Desnudas. Tristes. Desangeladas, diría su padre.