172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Capítulo 8

A medida que el coche ascendía hacia la zona norte de la ciudad, las calles parecían vaciarse. Del tráfico denso y ruidoso de los alrededores de plaza Espanya, plagado de motos que aprovechaban el menor resquicio para colarse entre los coches y los taxis, que avanzaban lentos como zombis a la espera de una posible víctima, habían pasado en apenas quince minutos a la amplitud de horizontes de la avenida Sarria: cruzaban la ciudad en dirección a la ronda de Dalt. En un día como ése, de sol cegador y temperaturas sofocantes, el cielo daba la impresión de haberse teñido de blanco y la montaña, apenas visible al fondo de la larga avenida, insinuaba la promesa de un oasis fresco que contrastaba con el asfalto abrasador de las tres de la tarde.

Sentado en el lado del copiloto, Héctor contemplaba la ciudad sin verla. Por su expresión, la mirada triste y el ceño levemente fruncido, se diría que su pensamiento andaba muy lejos de esas calles, vagando por algún lugar más sombrío pero en absoluto agradable. No había pronunciado una sola palabra desde que subieron al coche y Leire tomó el volante. El silencio podría haber sido incómodo si ella no hubiera estado también perdida en su mundo. En realidad, incluso agradeció esos minutos de paz: la comisaría había sido un hervidero esa mañana, y no estaba muy orgullosa de su actuación delante del comisario. Pero la visión del Predictor confirmando sus temores con un intenso color púrpura volvía a su mente en los momentos más insospechados.

Héctor entrecerró los ojos en un esfuerzo por reordenar sus ideas: no había hablado con Andreu en privado y se moría de ganas de preguntarle si había alguna novedad en el caso del doctor Ornar. También recordó que había llamado a su hijo por la mañana, al salir del psicólogo, y que éste no le había devuelto la llamada. Miró de nuevo el móvil, como si pudiera hacer que sonara a voluntad.

Un frenazo brusco lo sacó a la superficie y se volvió hacia su compañera sin saber muy bien qué había pasado. Lo comprendió al instante al ver a un ciclista urbano, miembro de esa manada temeraria que había invadido las calles en los últimos tiempos, que se volvía hacia ellos más ofendido que asustado.

– Lo siento -se excusó Leire-. Esa bici se ha cruzado de repente.

Él no respondió, aunque asintió con la cabeza con aire distraído. Leire soltó lentamente un bufido; la bici no había salido de la nada, simplemente había vuelto a distraerse más de la cuenta. Joder, ya basta… Respiró hondo y decidió que el silencio la estaba abrumando, así que optó por entablar conversación con el inspector antes de que éste volviera a sumergirse en su mundo.

– Gracias por lo de antes. En el despacho del comisario Savall -aclaró-. Estaba totalmente en las nubes.

– Ya -dijo él-. Era obvio, la verdad. -Hizo un esfuerzo por seguir la conversación; también él estaba harto de pensar-. Pero tranquila, Savall ladra mucho y muerde poco.

– Reconozco que me merecía los ladridos -repuso ella, con una sonrisa en los labios.

Héctor siguió hablándole sin mirarla, con la vista puesta al frente.

– ¿Qué te pareció la familia Castells? -preguntó él de sopetón.

Ella tardó unos instantes en contestar.

– Es curioso… Pensé que sería más duro. Interrogarlos sobre la muerte de un hijo de sólo diecinueve años.

– ¿Y no lo fue? -Su tono aún era tenso, rápido, pero esta vez se dignó a volverse hacia ella. Leire tuvo la sensación de estar en un examen oral y se concentró en buscar la respuesta adecuada.

– No fue agradable, eso seguro. Pero tampoco -buscó la palabra- dramático. Supongo que son demasiado correctos para montar una escena, y al fin y al cabo ella no es su madre… Aunque eso no quiere decir que no den rienda suelta a sus emociones cuando se quedan solos.

Héctor no dijo nada, y la ausencia de comentarios hizo que Leire ampliara la respuesta.

– Además -prosiguió-, supongo que la religión ayuda a los creyentes en estos casos. Siempre lo he envidiado. Aunque al mismo tiempo no logro tragármelo del todo.

Por segunda vez en ese día, el concepto de Dios salía a colación. Y cuando Héctor respondió a su compañera, poco antes de que llegaran a su destino, lo hizo con una explicación que ella no acabó de entender del todo.

– Los creyentes nos llevan ventaja. Tienen a alguien en quien confiar, alguien que les protege o les consuela. Un poder superior que resuelve sus dudas y les dicta su conducta. Nosotros, en cambio, sólo tenemos demonios a los que temer.

Leire se percató de que hablaba más para sí mismo que ella. Por suerte, a su derecha vio la moderna fachada del edificio al que se dirigían y, dado que era verano, los alrededores estaban prácticamente vacíos. Aparcó en la esquina opuesta, a la sombra, sin el menor problema.

Héctor bajó del coche enseguida, necesitaba un cigarrillo. Encendió uno sin ofrecer a su compañera y fumó con avidez, con la mirada puesta en el colegio al que había asistido Marc Castells hasta el año anterior a su muerte. Mientras él apuraba el pitillo, ella se acercó a la verja que delimitaba la zona ajardinada; otra consecuencia de ese nuevo estado por el que pasaba su cuerpo era que, aunque le apetecía fumar, no toleraba el humo ajeno.

Eso se parecía tanto a la escuela de pueblo en la que había estudiado como la Casa Blanca a una barraca encalada. «Los ricos siguen viviendo en otro mundo», se dijo. Por mucho que se hubieran igualado las cosas, el pabellón que tenía ante sí, rodeado de jardines cuyo césped se extendía como una manta verde y con un gimnasio y un auditorio adjuntos, tenía más aspecto de campus universitario que de colegio propiamente dicho, y marcaba una honda diferencia, desde la infancia, entre un selecto grupo de alumnos que vivían todas esas facilidades como lo más normal del mundo y el resto de chavales, que sólo veían sitios como ese en las series americanas.

Cuando quiso darse cuenta, el inspector había apagado ya el cigarrillo y cruzaba la verja abierta. Algo molesta, sintiendo de repente que la estaban tratando como a un chófer que debe esperar en la puerta, le siguió. En realidad, la visita al colegio había sido una improvisación de última hora. Lo más probable, se dijo ella, era que no encontraran a nadie a esas horas, pero no le había pedido su opinión. «Típico de los jefes», pensó mientras caminaba un paso por detrás del inspector. Aunque al menos éste tenía un buen culo.

Ambos avanzaron por el amplio sendero de piedras desiguales que cruzaba los jardines hasta el edificio principal. La puerta estaba cerrada, como Leire esperaba, pero se abrió con un zumbido metálico poco después de que Héctor llamara al timbre. Frente a ellos se abría un amplio corredor y una oficina acristalada que, sin lugar a dudas, era la secretaría del centro. Una mujer de mediana edad los recibió con expresión fatigada desde el otro lado de la ventanilla.

– Disculpen, pero ya está cerrado. -Dirigió la mirada hacia un cartel que indicaba claramente que el horario de secretaría en los meses de verano era de nueve a una y media-. Si desean información sobre las matrículas o sobre el centro tendrán que volver mañana.

– No, no queremos información-dijo Héctor, mostrándole la placa-. Soy el inspector Salgado y ella es la agente Castro. Queríamos información sobre un alumno de este centro, Marc Castells.

Un brillo de interés asomó a los ojos de la mujer. Sin duda, era lo más emocionante que le había sucedido desde hacía tiempo.

– Supongo que está al tanto de lo ocurrido -prosiguió Héctor en tono formal.

– ¡Por supuesto! Yo misma me ocupé de enviar una corona a su entierro en nombre del centro. -Lo dijo como si la duda ofendiera-. ¡Una desgracia! Pero no sé qué puedo decirles yo. Sería mejor que hablaran con alguno de los profesores, pero no sé quién hay por aquí. En verano no siguen un horario fijo: vienen por las mañanas, hasta el día quince, para hacer programaciones y papeleo, pero a la hora de comer desaparecen casi todos.

En ese momento, sin embargo, unos pasos resonaron en el enorme corredor y un hombre de unos treinta y cinco años se acercó hasta secretaría con varias carpetas amarillas en la mano. La mujer esbozó una sonrisa radiante.

– Han tenido suerte. Alfonso -dijo, dirigiéndose al recién llegado-, él es el inspector…

– Salgado -terminó Héctor.

– Alfonso Esteve fue el tutor de Marc en su último año aquí -aclaró la secretaria, hondamente satisfecha.

El tal Alfonso no parecía tan satisfecho y observó a los visitantes con una mirada cargada de reticencia.

– ¿Puedo ayudarles en algo? -preguntó tras unos instantes de vacilación. Era un hombre de baja estatura, metro setenta como mucho, y vestía con unos téjanos, una camisa blanca de manga corta, y zapatillas de deporte. Unas gafas de carey otorgaban un punto de seriedad al conjunto. Antes de que Salgado pudiera contestar, dejó las carpetas amarillas en el mostrador-. Mercè, ¿las guardas en el archivo, por favor? Son los exámenes de septiembre.

La secretaria las cogió, pero no se movió de la ventanilla.

– ¿Podemos hablar en algún sitio? -preguntó Héctor-. Serán sólo unos minutos.

El profesor lanzó una mirada de soslayo hacia la secretaria y ella pareció asentir, sin demasiada convicción.

– No sé si el director lo aprobaría -dijo él por fin-. Los expedientes de nuestros alumnos son privados, ya sabe.

Héctor Salgado no se movió ni un milímetro y sus ojos parecían fijos en el profesor.

– De acuerdo -cedió éste-, vamos a la sala de profesores. Está vacía.

La secretaria puso cara de desencanto, pero no dijo nada. Salgado y Castro siguieron a Alfonso Esteve, que caminaba con paso rápido hacia una de las salas del otro extremo del pasillo.

– Siéntense, por favor -les dijo al entrar, y cerró la puerta-. ¿Quieren un café?

Leire vio una reluciente máquina de café roja situada encima de una pequeña nevera. Héctor contestó antes que ella.

– Sí, por favor. -Su tono había cambiado y era mucho más cercano-. ¿A punto de empezar vacaciones?

– Sí, ya mismo. ¿Y usted querrá café? -El profesor sonrió a la agente Castro mientras colocaba la cápsula en la cafetera.

– No, gracias -dijo ella.

– Un poco de leche para mí, por favor -intervino Salgado-. Sin azúcar.

Alfonso llevó los dos cafés hasta la mesa. En cuanto se sentó, una expresión preocupada volvió a nublarle la mirada. Antes de que pudiera expresar sus dudas, el inspector Salgado tomó la palabra.

– Escuche, ésta no es una visita oficial en modo alguno. Sólo queremos cerrar el caso de ese chico, y hay ciertas cosas que no nos pueden decir la familia ni los amigos. Se trata de detalles de su personalidad, de su carácter. Estoy seguro de que usted conoce bien a sus alumnos, y de que tiene una opinión formada sobre ellos. ¿Cómo era Marc Castells? No hablo de resultados académicos, sino de su conducta, sus amigos. Ya me entiende.

El profesor parecía visiblemente halagado y respondió, ya sin vacilar:

– Bueno, estrictamente hablando, Marc ya no era mi alumno; pero desde luego lo fue durante el último curso de secundaria y los dos de bachillerato.

– ¿Qué enseña usted?

– Geografía e historia. Depende del curso.

– Y fue su tutor en segundo de bachillerato.

– Sí. No fue un buen año para Marc. Seamos claros, nunca fue un estudiante brillante, ni mucho menos. De hecho, ya acabó la ESO muy justo y tuvo que repetir primero, pero hasta entonces no había dado ningún problema.

Leire miró al profesor con una expresión de franco interés.

– ¿Y eso cambió?

– Cambió mucho -afirmó Alfonso-. Aunque al principio nos alegramos. Verán, Marc había sido siempre un chico muy tímido, introvertido, poco hablador. Uno de esos que pasan desapercibidos en el aula… y me temo que fuera de ella. Creo que en todo cuarto de ESO no oí su voz a menos que fuera para responder a una pregunta directa. Así que fue un alivio cuando empezó a abrirse, en primero de bachillerato. Era más activo, menos silencioso… Supongo que estar al lado de Aleix Rovira le espabiló.

Héctor asintió. El nombre le era familiar.

– ¿Se hicieron amigos?

– Creo que las familias ya se conocían, pero cuando Marc repitió y coincidió en su misma clase se convirtieron en inseparables. Eso es habitual en la adolescencia, y está claro que a Marc le favorecía esa amistad, al menos académicamente hablando. Aleix es, sin duda, el alumno más brillante que ha tenido esta escuela en los últimos cursos. -Lo afirmó con total seguridad, y sin embargo en su frase resonó un eco irónico, una nota de rencor.

– ¿No le caía bien?

El profesor jugueteó con la cucharilla de café, obviamente indeciso. Leire iba a repetir el sonsonete tranquilizador de la conversación extraoficial, pero Alfonso Esteve no le dio tiempo suficiente para hacerlo.

– Aleix Rovira es uno de los alumnos más complicados que he tenido. -Se dio cuenta de que el comentario requería más explicación, así que prosiguió-: Muy inteligente, desde luego, y según las chicas, bastante atractivo. Nada que ver con el típico empollón: era igual de bueno en deportes que en matemáticas. Un líder nato. Supongo que no es extraño; es el menor de cinco hermanos, todos varones, todos estrictamente educados en lo que podríamos llamar valores cristianos. -Hizo una pausa-. En su caso hay que añadir un grave problema en su infancia: tuvo leucemia, o algo parecido. Así que todavía resultaba más meritorio que, una vez recuperado, fuera siempre el primero de la clase.

– ¿Pero…? -Héctor sonrió.

– Pero -Alfonso se paró de nuevo-, pero había algo frío en Aleix. Como si estuviera de vuelta de todo, como si su inteligencia y la experiencia de su enfermedad le hubieran dado una madurez… cínica. Manejaba al grupo a su antojo, y a varios profesores también. Ser el primero de la clase, el último de una saga de alumnos del centro y el recuerdo de su batalla contra el cáncer le concedían una especie de inmunidad para casi todo.

– ¿Está hablando de bullying? -preguntó Leire.

– Eso sería decir mucho, aunque algo había. Comentarios mordaces dirigidos hacia los menos listos o menos agraciados; nada de qué acusarlo, pero estaba claro que el curso hacía lo que él quería. Si él se ponía borde con uno de los profesores, todos le seguían; si decidía que había que respetar a uno en concreto, el resto hacía lo mismo. De todos modos, ésa es sólo mi opinión; la mayoría de la gente opina que es un chico encantador.

– Parece bastante convencido de esa opinión, señor Esteve -presionó Castro. Intuía que había algo más, y no quería que el profesor lo dejara en el tintero.

– Escuchen, una cosa es que yo esté seguro y otra muy distinta que ésa sea la verdad. -Bajó la voz, como si fuera a contarles un secreto-. Un colegio es una fábrica de rumores, y es difícil averiguar su origen: surgen, se propagan, se comentan. Empiezan en voz baja, a escondidas del interesado; luego van subiendo de volumen hasta que al final estallan como una bomba.

Tanto Salgado como Castro le animaron a seguir con la mirada.

– Hubo una profesora, no muy joven ya, de cuarenta y pocos años. Llegó cuando Aleix y Marc cursaban primero de bachillerato juntos. Por alguna razón, ella y Aleix no congeniaron. Es raro, porque solía esforzarse por llevarse bien con el profesorado femenino. Los rumores empezaron enseguida, y de todo tipo. Nadie sabe muy bien lo que pasó, pero ella no terminó el curso.

– ¿Y cree que esos rumores salieron de Aleix?

– Juraría que sí. Un buen día ella no vino a trabajar y yo la sustituí. La cara de Aleix expresaba una felicidad cruel. Se lo aseguro.

– ¿Y Marc?

– Bueno, el pobre Marc era su fan número uno. Su padre había vuelto a casarse y creo que su mujer no podía tener hijos, así que adoptaron una niña china. Eso implica viajes, ausencias… Marc necesitaba a alguien a su lado, y ese alguien fue Aleix Rovira.

– Acabaron por expulsarle durante unos días -añadió Héctor.

Esa había sido la principal razón de su visita; en centros como ése, plagados de alumnos de buenas familias, las expulsiones eran escasas. Sin embargo, si esperaba que el profesor le aclarara algo del tema, enseguida tuvo claro que no iba a ser así; súbitamente arrepentido de su indiscreción anterior, escogió este tema para cerrarse en banda.

– Eso ocurrió el año siguiente, pero me temo que forma parte del expediente privado del alumno. Y es confidencial. Si quieren saber más, tendrán que hablar con el director.

Leire carraspeó, a la espera de que el inspector Salgado insistiera, pero éste no lo hizo.

– Por supuesto. Dígame, ¿Marc vino a verle después de volver de Dublín?

La pregunta relajó al profesor Esteve; de nuevo se hallaba en terreno seguro y respondió rápidamente, como si quisiera enmendar su falta de cooperación en la pregunta anterior.

– Sí. Lo encontré mucho más centrado. Estuvimos hablando de su futuro: me dijo que había decidido repetir la Selectividad para subir nota y matricularse en ciencias de la información. Estaba muy ilusionado.

Héctor asintió.

– Muchas gracias. Ha sido usted muy amable. -Se levantó de la silla, dando por terminada la entrevista, pero, ya de pie, añadió una pregunta, como si acabara de ocurrírsele que se estaba olvidando de algo-: ¿Y la chica? ¿Cómo se llama…?

– Gina Martí -apuntó Leire.

El semblante del profesor se suavizó.

– Gina es un encanto. Muy insegura, demasiado sobreprotegida, pero más lista de lo que ella cree. Tiene un gran talento para la escritura. Supongo que heredado de su padre.

– ¿Su padre? -Intentó recordar si el informe decía algo.

– Es la hija de Salvador Martí. El escritor.

Héctor asintió, aunque en realidad no tenía la menor idea de quién era ni qué escribía Salvador Martí.

– ¿También era amiga de Marc y de Aleix?

– Creo que era amiga de Marc desde que eran niños, aunque ella es un año menor. Vino a cursar bachillerato aquí cuando él repitió primero. Y sí, Aleix también la incluyó en su círculo para complacer a su nuevo amigo. La verdad es que esa niña estuvo siguiendo a Marc como un perrito durante dos años. Este último curso, sin Aleix y sin Marc, ha estado mucho más centrada; le fue muy bien repetir segundo de bachillerato, como lo demuestra su nota en Selectividad. Estaba tan contenta cuando se la comunicamos… Ahora debe de estar destrozada; es una chica muy sensible.