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Cuando sonó el timbre, Gina abrió los ojos. Medio embotada, echada sobre las sábanas, tardó unos segundos en reaccionar. Las cuatro y veinte. ¿No había dicho su madre algo de las cinco? Más timbrazos, cortos, seguidos. Recordó que la asistenta se iba a las tres y que estaba sola en casa, así que bajó descalza la escalera y casi corrió hacia la entrada. Se miró al espejo del recibidor antes de abrir. Dios, estaba horrible. Aún con la mirada puesta en su reflejo y una expresión de intenso disgusto en la cara, abrió la puerta.
– Guapa… ¿estabas dormida?
– ¡Aleix! ¿Qué haces aquí? -No se movió, momentáneamente perpleja ante aquella visita inesperada.
– ¿No pensarías que iba a dejarte sola con la pasma? -Sonreía y su frente brillaba por el sudor. Se quitó las gafas de sol y le guiñó un ojo-. ¿Me dejas entrar o qué?
Ella se apartó y él cruzó el umbral con un paso largo. Llevaba una camiseta azul desteñida y unas bermudas de cuadros, anchas. Lucía un bronceado perfecto. A su lado, la piel pálida de Gina parecía la de una enferma de tisis.
– Deberías vestirte, ¿no? -Sin aguardar respuesta, él caminó hacia la cocina-. Oye, cojo algo de beber. He venido en bici y estoy seco.
Ella no contestó. Subió la escalera con paso lento. Antes de que él la siguiera, cerró la puerta de su cuarto aunque sabía que eso no le detendría. Efectivamente, aún estaba pensando qué ponerse cuando él apareció en el umbral. Seguía sonriendo y tenía una lata de Coca-Cola en la mano.
– ¿Estás de mal humor? -Fue hacia ella y empezó a hacerle cosquillas. Olía levemente a sudor y ella retrocedió.
– Déjame…
I-Déjame -repitió él, burlón. Le dio un beso en los labios. ¿De verdad quieres que te deje? ¿Me voy?
No. -La respuesta le salió más veloz de lo que habría esperado. No, no quería que se marchara-. Pero espera fuera mientras me visto.
Él levantó ambas manos, como un atracador pillado con las manos en la masa. Cerró los ojos y siguió sonriendo.
– Prometo no mirar… ¡Aunque no puedo evitar recordar!
– Haz lo que te dé la gana -repuso ella, volviéndose hacia la ropa que tenía doblada en la silla. Cogió unos téjanos cortos y una camiseta negra, escotada y de manga muy corta. Rápidamente se quitó el pijama, pero antes de que pudiera vestirse él se le acercó por detrás.
– Sigo sin mirar, te lo juro. -Volvió a besarla, esta vez en el cuello. Al hacerlo, rozó sin querer la piel de Gina con la lata recién sacada de la nevera y ella dio un respingo-. Vale, vale… te dejo en paz. ¡Seré bueno! Por cierto, has quitado los peluches. Ya era hora…
Gina se vistió. Él se sentó frente a su ordenador y empezó a teclear. Le miró, enfadada; odiaba que usara sus cosas sin tan siquiera pedirle permiso, como si le pertenecieran.
– Vamos abajo -le dijo-. Mi madre llegará en cualquier momento.
– Un segundo, sólo miro el Facebook.
Se acercó a él y se apostó a su espalda. Entonces vio el mismo mensaje que ella había recibido apenas una hora antes. «Siempreiris quiere ser tu amigo en Facebook.» La foto borrosa de una niña rubia, con los ojos medio cerrados por el sol.
– ¿A ti también? -preguntó ella.
– Que le den -repuso él. Marcó sin dudarlo la casilla de «rechazar».
– Yo he hecho lo mismo hace un rato. -De repente, sin saber por qué, notó que tenía las mejillas llenas de lágrimas. Intentó dominarlas, pero no pudo.
– Gina… -El se levantó y la abrazó-. Cariño, ya está. Ya está.
Ella se apoyó en su pecho. Duro, liso, una tabla fuerte e inquebrantable. Sollozó como una niña pequeña, avergonzada de sí misma.
– Basta, basta, basta. Esto se acabó. -La apartó un poco y le secó las lágrimas con las yemas de los dedos. Ella intentó reírse.
– Soy una tonta.
– No. No. -La miraba con dulzura, con una especie de cariño de hermano mayor-. Pero tenemos que olvidarnos de todo esto. Era un asunto de Marc, nosotros no tenemos nada que ver.
– Le echo tanto de menos.
– Y yo. -Pero ella supo que mentía. El pensamiento la intranquilizó y se alejó de él-. Por cierto, dame el USB. Es mejor que lo tenga yo.
Ella no preguntó por qué. Abrió el cajón de la cómoda y se lo dio. Aleix tardó un segundo en guardarlo en el bolsillo y le sonrió.
– Venga, vamos abajo. A ver si llegan ya de una vez y acabamos con esto. Y recuerda, ni una palabra. De nada.
Gina lo vio en sus ojos. Un punto de miedo. Una leve amenaza. Por eso había venido: no porque quisiera acompañarla, ni porque se preocupara por ella, sino porque no se fiaba de lo que una cría como Gina podía decir si la policía la presionaba. A su mente llegó el recuerdo de la cara de Marc, ensombrecida, y oyó su voz temblorosa, casi inaudible, «eres un hijo de puta, un auténtico hijo de la gran puta», mientras fuegos artificiales estallaban en el cielo, al otro lado de la ventana. Notó una mano que la sujetaba del brazo con fuerza. Él seguía mirándola con intensidad.
– Esto es importante, Gina. Sin tonterías.
La soltó y ella se acarició la muñeca.
– ¿Te he hecho daño? -Fue él quien la acarició entonces-. Perdona. En serio.
– No. -¿Por qué decía que no cuando quería decir lo contrario? ¿Por qué dejaba que volviera a besarla, en la frente, si su olor a sudor le daba asco?
El sonido del interfono le evitó buscar una respuesta que de todos modos no le apetecía encontrar.
El portero de la finca, situada en Via Augusta justo antes de la plaza Molina, los miró sin dar muestras de sentirse impresionado porque dos agentes de las fuerzas del orden fueran a visitar a uno de los vecinos del inmueble. Se había levantado de la silla como si hacerlo resultara un esfuerzo inconcebible, algo que era indecente pedirle a un hombre a las cinco menos diez de la tarde en uno de los días más calurosos del verano, mientras trabajaba honradamente hojeando el periódico deportivo con los auriculares puestos. Al parecer, la persona que contestó al interfono desde el piso dio permiso para que subieran, porque el portero les indicó con gesto desganado el ascensor y masculló «ático segunda» antes de volver a dejarse caer en su silla.
Héctor y Leire se dirigieron al ascensor, que era lento y lóbrego como el portero. Ella se miró en el espejo oscuro y se percató de que su cara empezaba a acusar un cierto malhumor. Por mucha curiosidad que hubiera sentido por el inspector Salgado antes de conocerle, trabajar a su lado estaba siendo bastante incómodo. Tras salir del colegio, ella había intentado comentar lo que les había dicho el profesor, pero el resultado había sido nulo. Aparte de contestar con simples monosílabos, Salgado se había pasado el trayecto -no muy largo, todo hay que decirlo- mirando por la ventanilla, en una postura que mostraba a las claras que prefería que lo dejaran en paz. Y ahora seguía igual; le había cedido el paso educadamente para entrar en la portería y en el ascensor, pero su rostro, que ella observaba de reojo, seguía mostrando una expresión impenetrable, preocupada. Como la de un funcionario a quien obligan a quedarse más tiempo del que marca su horario.
Gina Martí los recibió en la puerta, y no hacía falta ser un genio de la observación para reparar en que había estado llorando hacía poco: la nariz enrojecida, los ojos vidriosos. Detrás de ella había un joven de expresión seria, respetuosa, a quien Leire reconoció al instante como Aleix Rovira.
– Mi madre está a punto de llegar -dijo la chica después de que Héctor se presentara. Parecía dudar entre si lo correcto era conducirlos al salón o permanecer de pie, en el recibidor. Aleix decidió por ella y los invitó a entrar, adoptando el papel de anfitrión.
– He pasado a ver a Gina -comentó, como si su presencia necesitara una justificación-. Si quieren hablar con ella a solas, me voy -añadió. Su tono era protector, cariñoso. Pero la chica siguió seria, tensa.
Ya sentados en el salón, Salgado observaba a Gina Martí, y por primera vez en toda la tarde Leire vio en los ojos del inspector un atisbo de empatía. Mientras él le explicaba, en tono tranquilizador, que estaban allí sólo para hacerle unas preguntas y Aleix asentía, de pie a su lado, con una mano apoyada en su hombro, ella contempló el salón de los Martí y decidió que no le gustaba en absoluto. Las paredes estaban forradas de estanterías atestadas de libros, la mesa y el resto de muebles eran de madera oscura y los sillones y butacas estaban tapizados en un verde oscuro. El conjunto, completado con densos bodegones enmarcados con gruesos marcos dorados y paredes pintadas de un tono ocre claro, ofrecía un aire levemente antiguo, claustrofóbico. Polvoriento, aunque estaba segura de que si pasaba un dedo por la mesa no recogería ni una mota de suciedad. Las cortinas, espesas y de color verde como los sillones, estaban corridas, lo que contribuía a esa sensación de penumbra y falta de aire. Justo entonces oyó las últimas palabras del inspector.
– Esperaremos a que llegue tu madre si lo prefieres.
Gina se encogió de hombros. Evitaba mirar directamente a su interlocutor. Eso podía ser simple timidez, se dijo Leire, o también el deseo de ocultar algo.
– Los dos conocíais a Marc desde hacía tiempo, ¿no?
Aleix tomó la palabra antes de que Gina pudiera hacerlo.
– Sobre todo Gina. De eso estábamos hablando ahora mismo. Este verano está siendo muy raro sin él. Y, además, no puedo quitarme de la cabeza que termináramos medio enfadados. Yo me fui a casa antes de lo previsto, y ya no volví a verle.
– ¿Por qué os enfadasteis?
Aleix se encogió de hombros.
– Por una tontería. Apenas recuerdo ahora cómo empezó. -Miró a su amiga, como buscando confirmación, pero ella no abrió la boca-. Marc había vuelto distinto de Dublín; mucho más serio, irritable. Se enfadaba por cualquier cosa, y esa noche me harté. Era la verbena de San Juan y no tenía ganas de aguantarlo. Suena fatal ahora, ¿verdad?
– Según tu declaración anterior, te fuiste directamente a casa.
– Sí. Mi hermano estaba despierto y lo ha confirmado. Estaba de mal humor por la discusión, y algo borracho también, así que me acosté enseguida.
Salgado asintió y esperó a que la chica añadiera algo, pero ella no lo hizo. Tenía la mirada puesta en algún punto del suelo y sólo la levantó cuando se oyó girar la llave en la cerradura de la puerta y una voz gritó desde el recibidor:
– Gina, cielo… ¿Han llegado ya? -Unos pasos rápidos precedieron la entrada de Regina Ballester-. Dios, ¿qué hacéis aquí a oscuras? Esta mujer quiere que vivamos en una tumba. -Sin prestarles la menor atención, la aparición rubia caminó rápidamente hacia las cortinas y las descorrió. Un chorro de luz invadió el salón-. Esto ya es otra cosa.
Y lo era, aunque no sólo por la luz. Existen personas que llenan los espacios, personas cuya presencia carga el ambiente. Regina Ballester, en menos de un minuto, había convertido una biblioteca rancia en una pasarela luminosa, en la que, eso sí, ella actuaba como modelo principal. Y única.
Salgado se había levantado para estrechar la mano a la señora Ballester, y en los ojos de ésta Leire vio una mirada apreciativa aunque cauta.
– Creo que ya conoce a la agente Castro.
Regina asintió con un movimiento de cabeza rápido, indiferente. La agente Castro, estaba claro, no le suscitaba demasiado interés. De todos modos, su saludo más frío fue sin duda para el invitado a quien no esperaba encontrar. Aleix seguía junto a Gina, susurrándole algo al oído.
– Bueno, pues yo me voy ya. Sólo había venido a ver a Gina.
– Muchas gracias, Aleix. -Era obvio que la marcha del chico no le causaba ningún disgusto a Regina Ballester.
– Hablamos, ¿vale? -dijo él a su amiga. Se fue hacia la puerta, pero antes de salir se volvió-. Inspector, no sé si yo puedo ayudarles en algo, pero si es así… Bueno, estoy a su disposición. -En boca de otro chico, la frase habría sonado hueca, excesivamente formal. Pero en él era respetuosa, amable sin ser servicial.
– Creo que no hará falta, pero muchas gracias -repuso Salgado.
Como había dicho el profesor Esteve, Aleix Rovira podía ser un chico encantador.