172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Capítulo 10

Los faros de un coche aparcado le lanzaron un par de ráfagas justo cuando doblaba la esquina de su calle montado en la bici. Viejo y con una abolladura lateral, llamaba la atención en ese barrio tranquilo de casas con jardín y garajes privados. Por un momento tuvo la tentación de dar media vuelta, o de pasar de largo a toda velocidad, pero sabía que eso sólo significaba retrasar lo inevitable. Además, lo que menos le convenía era que alguien de su casa lo viera con un pintas como Rubén. Así que, intentando aparentar tranquilidad, se acercó a la ventanilla y desmontó de la bicicleta.

– Vaya, por fin apareces, tío -le dijo el tipo que estaba sentado en el asiento del conductor-. Estaba a punto de ir a buscarte a casa.

Aleix esbozó una sonrisa forzada.

– Pensaba llamarte ahora mismo. Escucha, necesito…

El otro meneó la cabeza.

– Tenemos que hablar. Sube al coche.

– Entro en casa a dejar la bici. Vuelvo enseguida.

No esperó a que le contestara: cruzó la calle, abrió la puerta blanca del jardín y empujó la bicicleta hacia el interior. En menos de un minuto estaba sentado en el coche; se volvió para comprobar si alguien de su casa le había visto entrar y salir.

– Arranca ya -le pidió.

El otro no dijo nada. Puso el coche en marcha y avanzó por la calzada despacio. Aleix se puso el cinturón e inspiró profundamente. No le sirvió de mucho; cuando habló, su voz seguía siendo nerviosa.

– Oye, tenéis que darme más tiempo… Joder, Rubén, estoy haciendo lo que puedo.

Rubén se mantuvo en silencio. Extrañamente callado. Como un chófer en lugar de un colega. No era mucho mayor que Aleix y, de hecho, su delgadez le hacía parecer incluso más joven. A pesar del tatuaje que descendía por su brazo y de las gafas de sol, tenía un aire aniñado, acentuado por el chándal y la camiseta blanca. Nadie habría dicho que llevaba años currando, primero de camarero y luego en una obra, hasta que cerraron tanto el bar como los andamios. No se volvió hacia su acompañante hasta que tuvo que detenerse en un semáforo.

– La has cagado, tío.

– Joder, ya lo sé. ¿Qué quieres que haga ahora? ¿Crees que puedo conseguir la pasta así, en un par de días?

El otro meneó la cabeza de nuevo, apesadumbrado.

– Por cierto, ¿adónde vamos? -preguntó Aleix.

De nuevo, Rubén no contestó.

En el salón de los Martí, Héctor observaba con atención a la chiquilla que tenía delante. A pesar de sus dieciocho años, Gina tenía todo el aire de una niña indefensa. Y, desde luego, intranquila. Se dijo que lo mejor que podía hacer era formularle preguntas directas, al menos al principio: dirigir el interrogatorio con preguntas neutras hasta que ella se sintiera más cómoda.

– Escucha -le repitió, con el fin de sosegarla-, sólo estamos aquí para hablar contigo. Ya sé que no te apetece nada recordar lo que pasó esa noche, así que intentaremos ser breves. Limítate a contestar a mis preguntas, ¿de acuerdo?

Ella asintió.

– ¿A qué hora llegasteis a casa de Marc?

– Sobre las ocho. Bueno -rectificó-, yo llegué a las ocho. Aleix vino más tarde. No sé qué hora era. Las nueve o algo así…

– De acuerdo. -Él seguía mirándola con expresión amable-. ¿Y cuál era el plan?

Se encogió de hombros.

– Ninguno en especial…

– Pero tú pensabas quedarte a dormir, ¿no?

La pregunta la puso nerviosa. Miró a su madre, que hasta el momento había permanecido en silencio, atenta a las preguntas y a las respuestas.

– Sí.

– ¿Y qué pasó luego? ¿Bebisteis, pusisteis música? ¿Cenasteis algo?

Gina entrecerró los ojos. La rodilla empezó a temblarle.

– Inspector, por favor -intervino Regina-. Todo esto ya se lo preguntaron al día siguiente. -Miró a la agente Castro en busca de una confirmación a sus palabras-. Ha sido algo muy desagradable para ella. Marc y Gina se conocían desde hace años, eran como hermanos.

– No. -Gina abrió los ojos de repente y su tono amargo los sorprendió a todos-. ¡Estoy harta de oír eso, mamá! No éramos hermanos. Yo, yo… le quería. -Su madre intentó cogerle la mano, pero ella la rechazó y se volvió hacia el inspector con más decisión-. Y sí, bebimos, pusimos música. Preparamos unas pizzas en la cocina. No es que hiciéramos nunca nada especial, pero estábamos juntos. Eso era lo especial.

Héctor la dejó hablar sin interrumpirla e hizo un gesto hacia su compañera para que tampoco dijera nada.

– Luego llegó Aleix. Y cenamos. Y bebimos más. Y escuchamos más música. Como habíamos hecho muchas otras veces. Hablamos de la Selectividad, y de Dublín, y de los ligues de Aleix. Hacía tiempo que no estábamos los tres juntos. Como antes.

A Héctor no le pasó desapercibido el gesto de sorpresa de Regina. Fue momentáneo, un simple arqueo de cejas, pero estuvo ahí. Gina prosiguió, cada vez más acelerada:

– Entonces sonó una canción que nos gustaba y empezamos a bailar como locos, y a cantar a gritos. Al menos Aleix y yo, porque Marc se calló enseguida y volvió a sentarse. Pero nosotros seguimos bailando. Era una fiesta, ¿no? Eso le dijimos, pero no estaba de humor… Aleix y yo subimos el volumen, ya no recuerdo qué sonaba. Estuvimos bailando un rato hasta que de repente Marc cortó la música. -¿Estaba preocupado por algo?

– No sé… Había vuelto muy raro. Más serio. Casi no le había visto en los dos meses que llevaba aquí. Sí, yo estaba estudiando y todo eso, pero casi no llamaba.

– Pero… -intervino Regina. Su hija la cortó: -Y entonces Aleix dijo que si se había acabado la fiesta, él se iba. Discutieron. Y me jodió, porque lo estaba pasando bien, como antes. Así que cuando Aleix se marchó le pregunté a Marc qué le pasaba. -Hizo una pausa, y pareció a punto de romper a llorar-. Me dijo «has bebido mucho, mañana estarás fatal» o algo así, y era verdad, supongo, pero me enfadé y me fui a su cama y estuve un rato esperando… y, bueno, vomité en el cuarto de baño, pero lo limpié todo, y me cogió frío de repente y me acosté porque la habitación me daba vueltas y tenía como escalofríos. -Las lágrimas rodaban entonces por sus mejillas sin que hiciera nada por detenerlas. Su madre la rodeó con el brazo y esta vez Gina no rehuyó el contacto-. Y ya está. Cuando me desperté, ya había pasado todo.

La chica se refugió en los brazos de su madre, como un pajarillo. Regina la mantuvo abrazada y, dirigiéndose al inspector, dijo con severidad:

– Creo que ya basta, ¿no? Como pueden ver, a mi hija le afecta mucho todo esto. No quiero que tenga que repetir la misma historia una y otra vez.

Héctor asintió y miró a Leire de reojo. Ésta no terminó de entender lo que quería decirle él con esa mirada, pero sí estaba segura de que en ese momento, protegida por su madre, Gina no les diría nada más. Y, a pesar de que las lágrimas de la joven parecían sinceras, ella había notado cierta relajación en la postura de Gina tras las últimas palabras de su madre. Iba a decir algo, pero Regina se le adelantó:

– Todavía recuerdo lo terrible que fue a la mañana siguiente. -Los focos de la pasarela volvían a la actriz principal, que reclamaba representar su papel.

Héctor le siguió el juego.

– ¿Cómo se enteró de lo sucedido?

– Gloria me llamó a primera hora de la mañana para decírmelo. ¡Dios! No podía creerlo… Y aunque me dijo enseguida que Gina estaba bien, que había sido el pobre Marc quien había… Bueno, no me quedé tranquila hasta que la vi. -Abrazó a su hija con más fuerza.

– Por supuesto -afirmó el inspector-. ¿Habían celebrado una fiesta en el chalet de los Castells?

La mujer esbozó una sonrisa irónica.

– Llamarlo fiesta es una exageración, inspector. Dejémoslo en una simple cena de amigos. Gloria es un encanto, y una de las mujeres más organizadas que conozco, pero lo suyo no son precisamente las fiestas.

– ¿Quiénes estaban?

– Éramos sólo siete: los Rovira, los Castells, mi marido y yo, y el hermano de Enric, el mossén. Bueno, y Natalia, claro. La hija adoptiva de los Castells -aclaró.

– ¿Se retiraron temprano?

Si Regina pareció sorprendida por la pregunta, no dio muestras de ello.

– ¿Temprano? No sabría decirle, a mí la noche se me hizo eterna. No me aburría tanto desde la última película turca que me llevó a ver Salvador. Imagínese: los Rovira, que dedican más tiempo a bendecir la mesa que a comer. Será porque creen que disfrutar de la comida es un pecado de gula o de avaricia. Y Gloria, que se pasó toda la cena levantándose para ver si los petardos molestaban a su niña. Le dije que los chinos llevan siglos jugando con la pólvora, pero me miró como si fuera imbécil.

Gina lanzó un suspiro de fastidio.

– Mamá, no seas mala. Gloria no es tan histérica. Y Natalia es un sol, siempre que me quedo de canguro se duerme enseguida. -Y, dirigiéndose al inspector, añadió, con un leve toque de ironía-: Mi madre no soporta a Gloria porque aún usa una talla treinta y seis, y porque está estudiando una carrera.

– Gina, no digas tonterías. Aprecio mucho a Gloria, ha sido lo mejor que podía pasarle a Enric: encontrar a una esposa como las de antes. -Si el comentario pretendía ser elogioso, el tono expresaba a las claras cierto desdén-. Y admiro su capacidad de organización, pero eso no quita que la fiesta fuera un tostón: mi marido, Enric y el cura hablaron largo y tendido de la situación desastrosa de Catalunya en estos momentos, de la crisis, de la falta de valores… Para colmo, ahora una ni siquiera puede tomarse una copa con la de controles que ponen en la carretera durante la noche de San Juan. -Lo dijo como si eso fuera responsabilidad directa del inspector Salgado.

– ¿A qué hora volvieron?

– Serían alrededor de las dos cuando llegamos a casa. Salvador llega mañana de viaje. Se lo preguntaré, él se fija mucho más en las horas que yo.

Mientras su madre hablaba, Gina se levantó y fue a buscar un pañuelo de papel. Leire la siguió con la mirada. Las lágrimas habían terminado y en su lugar, durante un momento, apareció algo parecido a la satisfacción. Movida por un impulso, Leire se levantó y se dirigió a la chica.

– Perdona -le dijo-, tengo que tomarme una pastilla. ¿Te importa darme un vaso de agua? Voy contigo, no hace falta que lo traigas.

Siente un manotazo en la boca, dado con el dorso de la mano por el tipo que tiene delante. Es más humillante que doloroso. Un hilo de sangre salada le mancha el labio.

– ¿Ves lo que pasa por contestar? -le dice el calvo, alejándose un poco-. Anda, sé un buen chico y prueba con otra respuesta.

Tiene al calvo tan cerca que nota su aliento en la cara. Aire caliente salpicado de saliva. El otro está a su espalda y le rodea los hombros con un brazo que parece una tenaza. Rubén, sentado en un rincón del cuarto, desvía la mirada.

No es la primera vez que Aleix está en ese local: un antiguo garaje de la Zona Franca al que ha ido varias veces a pillar cocaína. Por eso ha dejado que Rubén lo lleve hasta allí, sin imaginar que dentro le esperaban los otros dos. Ni siquiera sabe sus nombres; sólo que están cabreados. Y con razón. Aleix está sudando, y no sólo por el calor. El primer puñetazo en el estómago lo deja sin aire. Abre mucho los ojos, realmente sorprendido. Cuando intenta explicarse siente otro golpe, y otro. Y otro más. Ni siquiera intenta zafarse del gordo: trata de poner la mente en blanco. Ellos no saben que de pequeño había tenido que soportar ya tanto dolor que éste ha dejado de asustarle. Se repite a sí mismo: «Esto es sólo una advertencia, un aviso». Quieren la pasta, no matarlo, ni nada de eso. Pero cuando el calvo deja de pegarle el tiempo suficiente, le ve la cara. El muy cabrón está disfrutando. Y es entonces cuando siente pánico; al ver esos ojos inyectados de satisfacción, una mano apoyada sobre el paquete como si fuera a masturbarse. Adivina lo que está pensando como si su frente fuera un cristal transparente y sus intenciones estuvieran escritas al otro lado. Clava la mirada en el bulto que se le ha formado al calvo en la entrepierna e intenta transformar el terror que siente en una mueca irónica. Cuando el otro le asesta dos nuevos puñetazos, sabe que lo ha conseguido y casi agradece el dolor. Es mejor que otras cosas.

– ¡Basta! -Rubén se ha levantado de la silla y se acerca hacia los otros.

El puño del calvo se queda suspendido en el aire y la tenaza se afloja un poco. Lo bastante para que Aleix resbale, como una mancha de líquido en una pared, hasta caer de rodillas. Entre una bruma de dolor, oye los pasos de Rubén, acercándose. Se arrodilla a su lado y le habla en voz tan baja que ni siquiera oye lo que le dice.

– Tienes suerte de que esté aquí éste. -El calvo mira su reloj-. Te damos cuatro días; el martes que viene vendremos a cobrar.

Aleix asiente porque no puede hacer otra cosa. Siente una mano apoyada en su hombro que le ayuda a levantarse. Se apoya en Rubén, que parece dolido.

– Lo siento, tío -le susurra al oído. Y Aleix nota que es sincero. Que a pesar de que ha tenido que conducirlo hasta esa encerrona, se preocupa por él.

– Llévalo a casita -le dice el calvo-. Ya sabe lo que tiene que hacer.

Rubén le agarra por los hombros y lo lleva hasta la puerta. Al salir, Aleix tiene que pararse: se le revuelven las tripas, le lloran los ojos. Y, lo que es peor, le pesa el miedo de no saber cómo salir de ésta.

En la cocina, Leire se bebió el vaso de agua despacio, mientras pensaba en cómo enfocar el asunto. Gina la observaba con el semblante inexpresivo. Había algo ahí detrás, algo que se atisbaba tanto en las lágrimas amargas de antes como en su mirada apática de ahora.

– ¿Tienes alguna foto de Marc? -le preguntó, en un tono amistoso-. Me gustaría ver cómo era. -Fue un tiro al aire, pero dio resultado. Gina se relajó y asintió.

– Sí, las tengo en mi cuarto.

Subieron la escalera hasta la habitación y Gina cerró la puerta. Se sentó al ordenador y tecleó deprisa.

– Tengo muchas en mi Facebook -le dijo-. Pero éstas son las de la noche de San Juan. No me acordaba de que las había hecho.

Eran fotos improvisadas. Las pizzas, las copas, la tradicional coca de piñones. Había un par de Aleix, pero la mayoría eran de Marc. El cabello rapado al uno, una camiseta azul marino con números blancos y unos téjanos desgastados. Un chico normal, tirando a guapo, aunque demasiado serio para estar en una fiesta. Leire contemplaba tanto las fotos como la cara de Gina, y si albergaba aún alguna duda de que la chica había estado enamorada, ésta se disipó de inmediato.

– Estabas preciosa. -Y era verdad. Resultaba evidente que la chica se había arreglado para aquella noche. Leire la imaginó vistiéndose para gustarle. Y había terminado borracha y sola, después de vomitar en el cuarto de baño. La pregunta saltó a sus labios sin pensar-: Había conocido a otra chica, ¿verdad? En Dublín, quizá.

Gina se puso tensa al instante y minimizó la pantalla. Pero su cara daba la mejor respuesta posible.

– Espera. -Un recuerdo súbito apareció en la cabeza de Leire: el cadáver de Marc en el suelo del patio, sangre seca en la parte posterior de la cabeza, téjanos, zapatillas… Y sí, estaba segura, un polo de color verde claro que nada tenía que ver con la camiseta azul-. ¿Se cambió de ropa?

Aleix se lo había dicho: «Si de repente no sabes qué contestar, di que no te acuerdas». Gina intentó aparentar desconcierto.

– ¿Por qué lo dice?

– La ropa con la que lo encontraron no es la misma que lleva en esas fotos.

– ¿No? La verdad es que no me acuerdo. -La rodilla le temblaba sin que pudiera pararla. Se levantó y fue hacia la puerta. El gesto era inequívoco: la conversación había terminado.

El viejo Citroën se paró en la misma esquina donde había recogido a Aleix hacía un par de horas. No habían hablado durante todo el camino: Aleix porque apenas podía articular palabra; Rubén porque no tenía nada que decir.

– Espera un momento -balbuceó Aleix.

El conductor apagó el motor. Siguió en silencio.

Rubén encendió un cigarrillo.

– Esos van en serio -le dijo, sin mirarlo-. Esta vez hay mucha pasta en juego, tío. Tienes que conseguir el dinero como sea.

– ¿Crees que no lo sé? ¡Mierda, Rubén!

– Consigue la pasta, tío. Pídesela a tus viejos, a tus colegas, a tu amiguita… Está forrada, ¿no? Si alguno de mis amigos necesitara cuatro mil euros, yo los sacaría de debajo de las piedras. Te lo juro.

Aleix suspiró. ¿Cómo explicarle a Rubén que precisamente la gente que más dinero tenía era la más reacia a soltarlo?

El humo huía por la ventanilla abierta, pero dejaba un rastro de olor en el coche. Aleix creyó que iba a vomitar.

– ¿Estás bien?

– No lo sé. -Asomó la cabeza en busca de aire, un gesto inútil con ese bochorno. Inspiró con fuerza de todos modos.

– Oye -Rubén había arrojado la colilla a la calle-, quiero que sepas una cosa: mi cabeza también está en juego. Si esa gente llega a creer que te has quedado con… ya sabes… Compiten en otra liga, tío. Ya te lo dije.

Era cierto. Los tratos entre Aleix y Rubén se remontaban a un año atrás, y habían empezado casi como un juego: la posibilidad de sacarse unas rayas gratis a cambio de colocar parte de la mercancía en ambientes a los que Rubén no tenía acceso. Aleix se había divertido haciéndolo; era una forma de transgredir las reglas, de dar un pequeño paso hacia el otro lado. Y cuando, semanas atrás, en vista de que el negocio funcionaba mejor que bien, Rubén le había propuesto aumentar el volumen de ventas gracias a estos nuevos colegas, él no se lo había pensado dos veces. La noche de San Juan llevaba encima cocaína suficiente para animar las fiestas de media ciudad.

– Joder, ¿cuántas veces tengo que decirlo? Marc se cabreó conmigo y la tiró por el retrete. No pude hacer nada. ¿Crees que estaría aguantando todo esto si pudiera evitarlo?

– ¿Por eso lo empujaste?

La pausa fue demasiado tensa, como una goma elástica estirada al máximo.

– ¿Qué?

Rubén desvió la mirada.

– Fui a buscarte, tío. La noche de San Juan. Sabía dónde estabas, así que cuando me cansé de llamarte, cogí la moto y me planté en casa de tu colega.

Aleix lo miraba atónito.

– Era tarde, pero la luz de la buhardilla estaba encendida. Se veía desde el otro lado de la verja. Tu colega estaba en la ventana, fumando. Volví a llamarte al móvil y ya me iba cuando…

– ¿Qué?

– Bueno, desde donde estaba juraría que alguien le empujó. Estaba quieto y de repente salió disparado hacia delante… Y me pareció ver una sombra detrás. No me quedé a comprobarlo. Cogí la moto y me largué cagando leches. Luego, al día siguiente, cuando me dijiste lo que había pasado, pensé que quizá habías sido tú.

Aleix negó con la cabeza.

– Mi colega se cayó por la ventana. Y si viste algo más es porque te habías puesto hasta el culo de todo. ¿O no?

– Bueno, era la noche de la verbena…

– En cualquier caso, mejor no cuentes que estuviste por aquí.

– Tranquilo.

– Oye, ¿tienes…?

Rubén suspiró.

– Si esos pavos se enteran de que te he dado, me matan.

Rubén preparó rápidamente dos rayas en la caja de un CD vacía. Se las pasó a Aleix, quien aspiró con avidez la primera. Lo miró de reojo antes de devolverle la caja.

– Métete la otra también -le dijo Rubén, mientras encendía otro cigarrillo-. Yo tengo que conducir. Y tú hoy la necesitas.