172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Capítulo 11

La última visita del día, pensó Héctor cuando el coche se paró justo delante de la casa de los Castells. Una más y podría irse a casa y olvidarse de todo eso. Archivar ese absurdo favor y dedicarse a lo que de verdad le importaba. Además, por una vez Savall estaría contento: concertaría una cita con la madre del chico, le diría que todo había sido un desgraciado accidente y pasarían a otra cosa. Durante el camino, su compañera le había comentado el detalle de la camiseta y de su reiterada impresión de que Gina Martí no les estaba contando toda la verdad. El se había mostrado de acuerdo, aunque pensó, sin decirlo, que mentir no era lo mismo que empujar a un amigo de la infancia desde la ventana de una buhardilla. Una ventana que resultaba visible ahora por encima de la verja cubierta de enredaderas. Héctor dirigió la mirada hacia ella y entrecerró los ojos; desde ese punto hasta el suelo había unos buenos diez u once metros de altura. ¿A santo de qué vendría esa costumbre de los chicos de hacer estupideces peligrosas? ¿Era por aburrimiento, afán de riesgo o simple inconsciencia? Quizá las tres cosas en proporciones iguales. Meneó la cabeza al pensar en su hijo, que entraba en la adolescencia, esa edad prefabricada y plagada de tópicos, en la que uno, como padre, sólo puede armarse de paciencia y esperar que todo lo que había intentado enseñar en el pasado tuviera algún efecto que contrarrestara la ebullición hormonal y la tontería congénita de esos años. Marc Castells tenía casi veinte cuando cayó de esa ventana. Siguió con la mirada fija en ella y notó que se apoderaba de él el súbito temor que había sentido otras veces ante muertes absurdas: accidentes que podrían haberse evitado, desgracias que nunca deberían haber sucedido.

Una mujer de mediana edad y rasgos sudamericanos les acompañó hasta el salón. El contraste entre la casa que acababan de visitar y ésta era tan grande que incluso Héctor, para quien la decoración era una disciplina tan abstracta como la física cuántica, no pudo menos que notarlo. Paredes blancas y muebles bajos, algún cuadro en tonos cálidos y una suave música de Bach. Regina Ballester había dejado bien claro que la actual señora Castells le parecía más bien sosa, pero el ambiente que había creado en su casa era de armonía, de paz. La clase de hogar al que un tipo como Enric Castells desea llegar: tranquilo y hermoso, de grandes ventanales y espacios diáfanos, ni demasiado moderno ni demasiado clásico, que transpiraba dinero y buen gusto en cada detalle. Sin querer se fijó en que el camino de mesa tenía un estampado geométrico, blanco y negro, que reconoció como uno de los diseños de Ruth. Tal vez fue eso lo que le hizo sentir una punzada de tristeza, que rápidamente se mezcló con una sensación de malestar, un atisbo de rencor que reconoció como injusto. Alguien había muerto allí hacía menos de dos semanas y, sin embargo, la casa parecía haberse recuperado por completo: la tragedia estaba neutralizada, todo había vuelto a la normalidad. Bach flotaba en el ambiente.

– ¿Inspector Salgado? Mi marido me avisó de que vendrían. Debe de estar a punto de llegar. -Héctor comprendió al instante por qué Gloria Vergés y Regina Ballester no podían pasar de una amistad superficial-. Deberíamos esperarle -añadió, con un deje de inseguridad en la voz.

– ¡Mamá! ¡Mira!

Una niña de cuatro o cinco años reclamó la atención de Gloria y ésta no dudó en concedérsela al instante.

– ¡Es un castillo! -anunció la cría, levantando en el aire un dibujo.

– Vaya… ¿el castillo donde vive la princesa? -preguntó su madre.

Sentada en una mesita de color amarillo, la niña observó el dibujo y meditó la respuesta.

– ¡Sí! -exclamó por fin.

– ¿Por qué no dibujas a la princesa? Paseando por el jardín. -Gloria se había agachado a su lado, y desde allí se volvió hacia Salgado y Castro-. ¿Quieren tomar algo?

– Si no le importa, preferiríamos subir a la buhardilla-dijo Salgado.

Gloria vaciló de nuevo; era evidente que su marido le había dado instrucciones precisas y que no se sentía a gusto desobedeciéndolas. Por suerte, en ese momento alguien entró en el salón. Salgado y Castro se volvieron hacia la puerta.

– Félix -dijo Gloria, sorprendida aunque aliviada-. Les presento al hermano de mi marido, el padre Félix Castells.

– Inspector. -El hombre, muy alto y más bien grueso, tendió la mano para saludarlos-. Enric acaba de llamarme: le ha surgido un imprevisto y se retrasará un poco. Si necesitan algo mientras tanto, he venido para serles útil en la medida que pueda.

Antes de que Héctor pudiera intervenir, Gloria se acercó a ellos.

– Disculpen, ¿les importaría hablar en otro sitio? -Miró de soslayo a la niña y bajó la voz-. Natalia lo ha pasado muy mal estos días, ha tenido unas pesadillas atroces. -Suspiró-. No sé si es lo mejor, pero intento que todo vuelva a la normalidad -añadió, casi a modo de disculpa-. No quiero volver a recordárselo ahora.

– Por supuesto. -Félix la miró con cariño-. Vamos arriba, ¿les parece?

– Subo con usted -dijo Héctor-. ¿Le importa que la agente Castro eche un vistazo a la habitación de Marc? -Bajó la voz al decir el nombre del chico, pero aun así la niña se volvió hacia ellos. Saltaba a la vista que estaba pendiente de la conversación, aunque parecía absorta en su dibujo. ¿Hasta qué punto entendían los niños lo que sucedía a su alrededor? Tenía que ser muy difícil explicarle a una niña de su edad una tragedia como ésa. Quizá la opción de su madre fuera la mejor: volver a la normalidad, como si nada hubiera pasado. Si es que eso era posible.

El indeseado imprevisto de Enric Castells está en ese momento observándole desde el otro lado de la mesa con una mezcla de curiosidad y desdén. Es un bar tranquilo, sobre todo en verano, porque los mullidos sillones y las mesas de madera oscura transmiten una sensación de calor que el aire acondicionado no consigue disipar del todo. Camareros vestidos de uniforme que hacen gala de una formalidad pasada de moda y un par de ancianos sentados en la barra que deben de pasar allí todas las tardes desde que su salud era el tema de conversación. Y ellos dos, claro, sentados en la parte trasera del bar, casi agazapados, como si se escondieran de alguien que pudiera entrar por casualidad. Sobre la mesa hay dos tazas de café con sus respectivos platillos y una jarrita blanca.

Vistos desde el otro lado del cristal, sus gestos son los de una pareja en crisis enfrentada a una ruptura inminente e inevitable. Aunque no se oigan sus palabras, hay algo en la actitud de la mujer que denota crispación: abre los brazos y menea la cabeza, como si el hombre que se halla delante de ella la estuviera defraudando una vez más. El, por su parte, parece inmune a lo que la mujer pueda decirle: la mira con ironía, con un desapego mal disimulado. Su postura rígida, sin embargo, contradice esa indiferencia. La escena sigue así durante unos minutos. Ella insiste, pregunta, exige, saca del bolso una hoja de papel con algo impreso y la tira encima de la mesa; él desvía la mirada y responde con monosílabos. Hasta que de repente algo de lo que ella dice hace mella en él. Resulta obvio al instante, en su semblante ensombrecido, en el puño que se cierra antes de que ambas manos se apoyen, tensas, sobre la mesa; en su manera de levantarse, rápida, como si ya no estuviera dispuesto a soportar nada más. Ella mira por la ventana, pensativa, se vuelve para añadir algo pero él ya se ha ido. La hoja de papel sigue encima de la mesa, entre ambas tazas. Ella la coge, la relee. Luego la dobla con cuidado y vuelve a guardarla en el bolso. Reprime una sonrisa amarga. Y, como si hacerlo le costara un esfuerzo enorme, Joana Vidal se levanta del sillón y camina despacio hacia la puerta.

La palabra «buhardilla» hace pensar en techos inclinados, vigas de madera y mecedoras viejas, en juguetes olvidados y baúles polvorientos; un espacio íntimo, un refugio. La de la casa de los Castells debía de ser la versión pasteurizada del término: impoluta, de paredes blancas, perfectamente ordenada. Héctor ignoraba el aspecto que había tenido ese cuarto cuando Marc aún vivía, pero ahora, dos semanas después de su muerte, resultaba una prolongación perfecta del ambiente armónico de la planta inferior. Nada viejo, nada fuera de lugar, nada personal. Una mesa de madera clara, vacía, dispuesta en perpendicular a la ventana para aprovechar la luz; una silla cómoda y moderna, casi de oficina; estantes llenos de libros y discos compactos, levemente iluminados por la luz de la tarde que entra por la ventana, situada a media altura. Una estancia impersonal, sin nada destacable. Lo único que evocaba a las buhardillas de verdad era una caja grande, apoyada en la pared que había frente a la mesa.

Héctor se dirigió a la única ventana, la abrió y se asomó. Cerró los ojos e intentó visualizar los movimientos de la víctima: sentado en el alféizar, con las piernas colgando y un cigarrillo en la mano. Un poco bebido, lo justo para que sus reflejos no sean los de siempre, probablemente pensando en la chica que le espera en su cuarto aunque, por lo que parece, sin demasiadas ganas de seguirla a la cama. Quizá esté haciendo acopio de valor para rechazarla, o al revés, tomando aire para darle lo que quiere. Es su momento de paz; unos minutos en los que ordena el mundo. Y, cuando termina el cigarrillo, pasa una pierna hacia el interior con la intención de dar media vuelta. Entonces el alcohol hace su efecto; es un mareo momentáneo, pero fatal. Se echa hacia atrás, sus brazos se agitan en el vacío, el pie del suelo resbala.

Félix Castells se había quedado en el umbral, observándole en silencio. Hasta que Héctor no se apartó de la ventana de nuevo, no cerró la puerta y se dirigió a él.

– Tiene que entender a Gloria, inspector. Todo esto ha sido muy duro para Enric y la niña.

Héctor asintió. ¿Qué había dicho Leire antes? «Al fin y al cabo, ella no es su madre.» Era verdad: la señora Castells podía lamentar 1a. muerte de su hijastro, y sin duda lo hacía, pero sus prioridades estaban con su hija y su marido. Nadie podía reprochárselo.

– ¿Cómo se llevaban?

– Todo lo bien que cabe desear. Marc estaba en una edad complicada y tendía a encerrarse en sí mismo. Nunca fue un chico muy hablador; pasaba horas aquí dentro, o en su cuarto, o patinando. Gloria lo entendía y, en líneas generales, dejaba que Enric se ocupara de su hijo. Eso no es difícil, mi hermano tiende a encargarse de casi todo.

– ¿Y su hermano y Marc?

– Bueno, Enric es un hombre de mucha personalidad. Algunos le describirían como anticuado. Pero quería muchísimo a su hijo, por supuesto, y se preocupaba por él. -Hizo una pausa como si tuviera que ampliar la respuesta y no supiera cómo-. La vida familiar no resulta fácil hoy en día, inspector. No voy a ser tan retrógrado como para añorar otros tiempos, pero está claro que las rupturas y las separaciones provocan… cierto desequilibrio. En todos los afectados.

Héctor no dijo nada y fue hacia la caja. Intuía su contenido, pero se sorprendió: el teléfono móvil de Marc, su ordenador portátil, varios cargadores, una cámara de fotos, cables y un osito de peluche roto, totalmente fuera de lugar entre esos objetos tecnológicos. Lo sacó y se lo mostró al padre Félix Castells.

– ¿Era de Marc?

– Sinceramente, no lo recuerdo. Supongo que sí.

Las pertenencias bien guardadas, metidas en una caja como su dueño.

– ¿Necesita algo más?

La verdad era que no, pensó Héctor. Aun así, la pregunta le salió sin pensar:

– ¿Por qué lo expulsaron del instituto?

– Hace mucho tiempo de eso. No sé de qué puede servir recordarlo ahora.

Héctor no dijo nada; como esperaba, el silencio espoleó las ganas de hablar. Incluso un hombre de la edad de Félix, experto en culpas y absoluciones, se sentía incómodo en él.

– Fue una tontería. Una broma de mal gusto. De muy mal gusto. -Se apoyó en la mesa y miró a Héctor a los ojos-. No sé cómo se le ocurrió algo así, si le soy sincero. Me pareció tan… impropio de Marc. Siempre fue un muchacho más bien sensible, en absoluto cruel.

Si el padre Castells quería intrigarlo, lo estaba consiguiendo, pensó Héctor.

– Había un compañero en la clase de Marc. Óscar Vaquero. Más grueso, poco brillante y -buscó la palabra, que obviamente le incomodaba- un poco… afeminado. -Suspiró y siguió hablando, ya sin pausas-. Al parecer, Marc le grabó desnudo en las duchas y colgó el vídeo en internet. El muchacho estaba… bueno, ya me entiende, excitado, al parecer.

– ¿Se estaba masturbando en el vestuario?

El padre Castells asintió.

– Menuda broma.

– Lo único que puede decirse en favor de mi sobrino es que confesó enseguida que él había sido el autor. Se disculpó con el otro chico y retiró el vídeo a las pocas horas de haberlo colgado. Por eso el centro decidió expulsarlo sólo temporalmente.

Héctor iba a contestar cuando la agente Castro llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. Llevaba una camiseta azul en la mano.

– La han lavado ya, pero es la de la foto. Seguro.

El padre Castells los observaba a ambos desconcertado. Algo cambió en su tono y se incorporó de la mesa. Era un hombre de gran tamaño, diez centímetros más alto que Héctor, que con su metro ochenta no era precisamente bajo, y sin duda treinta kilos más grueso.

– Escuche inspector, Lluís…, el comisario Savall, nos había dicho que se trataba de una visita extraoficial… para tranquilizar a Joana, sobre todo.

– Y así es -repuso Héctor, algo sorprendido al oír el nombre del comisario-. Pero queremos asegurarnos de atar todos los cabos.

– Inspector, mire aquí, en la parte superior de la camiseta, justo debajo del cuello.

Unas manchas rojizas. Podían ser muchas cosas, pero Salgado había visto demasiadas manchas de sangre para no reconocerlas. Su tono también cambió.

– Nos la llevamos. Y -señaló la caja- esto también.

– ¿Qué es lo que se llevan?

La voz procedente de la puerta los sorprendió a todos.

– Enric -dijo Félix, dirigiéndose al recién llegado-, éstos son el inspector Salgado y la agente Castro…

Enric Castells no estaba de humor para presentaciones formales.

– Creía que había dejado claro que no queríamos que nos molestaran más. Ya estuvieron aquí y revolvieron todo lo que quisieron. Ahora vuelven y pretenden llevarse las cosas de Marc. ¿Puedo simplemente preguntar por qué?

– Ésta es la camiseta que llevaba Marc la noche de San Juan -explicó Héctor-. Pero no la que tenía puesta cuando lo encontraron. Por algún motivo se cambió de ropa. Probablemente porque ésta estaba manchada. Y, si no estoy equivocado, las manchas son de sangre.

Tanto Enric como su hermano aceptaron la noticia en silencio.

– Pero ¿eso qué significa? -preguntó Félix.

– No lo sé. Probablemente nada. Quizá se cortó accidentalmente y se cambió de ropa. O tal vez esa noche pasó algo que los chicos no nos han dicho. En cualquier caso, lo primero es analizar la camiseta. Y volver a hablar con Aleix Rovira y Gina Martí.

La actitud de Enric Castells cambió de repente.

– ¿Está diciéndome que esa noche pasó algo que no sabemos? ¿Algo que tuvo que ver con la muerte de mi hijo? -Lo preguntó con firmeza pero estaba claro que la frase le dolía.

– Es pronto para asegurar algo así. Pero creo que a todos nos interesa llegar al fondo del asunto. -Lo dijo tan delicadamente como fue capaz.

Enric Castells bajó la mirada. Su rostro indicaba claramente que estaba pensando en algo, decidiendo qué hacer. Pareció llegar a una conclusión segundos después, y, sin mirar a ninguno de los presentes, dijo con voz clara:

– Félix, agente Castro, me gustaría hablar con el inspector Salgado. A solas. Por favor.