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Aleix contemplaba la comida del plato con una sensación de impotencia, pero aun así se obligó a empezar. Despacio. Tenía la sensación de que su estómago expulsaría cualquier alimento como si de un cuerpo extraño se tratara. La cena en casa de los Rovira se servía a las ocho y media, fuera invierno o verano, y su padre exigía que todos -es decir, básicamente él- estuvieran sentados a la mesa a esa hora. Esos días, sin embargo, su hermano mayor había vuelto de Nicaragua, así que como mínimo sus padres tenían con quien entretenerse durante la cena.
El observaba en silencio, sin escuchar realmente lo que decían, pensando en lo asombrados que se quedarían si supieran de dónde venía, lo que acababan de hacerle. La idea le divirtió tanto que tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una carcajada. ¿No era eso lo que decía siempre su padre? «La familia está para compartir los problemas»; era un lema que había flotado en el ambiente de esa casa desde que él tenía uso de razón. Y en ese momento se dio cuenta de que, a pesar de sus ansias de rebeldía, esa frase había hecho más mella en él de lo que creía. Daba igual lo que sucediera de puertas adentro: hacia fuera, los Rovira debían ser un bloque, un ejército de filas cerradas contra el mundo. Quizá sí, quizá debiera interrumpir a su padre y decir allí mismo, en voz alta: «¿Sabes, papá? No tengo hambre porque me han dado una paliza hace una hora.
Sí, bueno, es que llevaba unos gramos de coca encima, para venderlos, ya me entiendes, y los perdí. Bueno, para ser sinceros, el idiota de Marc me los quitó y los arrojó al retrete, y ahora necesito un poco de pasta para que no vuelvan a pegarme. Nada excesivo, cuatro mil euros… un poco más, para asegurarme de que no me señalan la cara. Pero no te preocupes, he aprendido la lección: no volverá a pasar. Además, lo que es seguro es que la persona que me la quitó no lo hará nunca más. ¿Me ayudaréis? Al fin y al cabo, como siempre dices, la familia es lo primero.»
La tentación de reírse al imaginar la cara de espanto de su padre era tan fuerte que cogió el vaso de agua y lo apuró de un trago. Rápidamente su madre se lo llenó de nuevo, con una sonrisa amable, tan mecánica como su gesto. Su padre seguía hablando y en un instante de lucidez, seguramente debido al efecto de la cocaína, Aleix se percató de que no era el único que no prestaba atención: su madre se hallaba mentalmente en otro sitio, podía leérselo en la mirada, y su hermano… Bueno, ¿quién sabía lo que pensaba Edu? Le observó de reojo, asentía a lo que decía su padre, pendiente de las palabras del doctor Miquel Rovira, reputado ginecólogo, católico convencido y furibundo defensor de valores como vida, familia, cristianismo y honor.
De repente, Aleix tuvo la sensación de estar viajando en un vagón de tren que aceleraba sin remisión. Un sudor frío asomó a su frente. Le temblaba la mano y tuvo que cerrar el puño para evitarlo. Le sobrevinieron unas profundas ganas de llorar, algo que no sentía desde que era niño y estaba en la cama del hospital; aquel miedo a que se abriera la puerta para dar paso al médico, a enfermeras que le trataban con una alegría que incluso él, a su corta edad, percibía como falsa; al tratamiento tan doloroso como inevitable. Suerte había tenido de poder contar con Edu. El no le pedía esfuerzos de valor, ni fingía que aquello por lo que estaba pasando no era aterrador; se sentaba a su lado, todas las tardes, muchas de las noches, y le leía cuentos, o le contaba cosas, o simplemente le daba la mano para demostrarle que estaba ahí, que siempre, siempre, podría contar con él. No dudaba de que sus padres también le hubieran acompañado en esos largos meses de hospital, pero era a Edu a quien recordaba más. Era con él con quien había forjado un vínculo que hacía cierta la frase de su padre: la familia es lo primero. Se llevó la mano al bolsillo y comprobó que el USB que le había dado Gina seguía en su sitio. Suspiró despacio al ver que así era.
El suspiro debió de ser más sonoro de lo que pensaba porque las miradas de todos los comensales se fijaron en él. Aleix intentó transformar el suspiro en tos, con resultados aún peores. Los ojos paternos pasaron de la extrañeza al disgusto. Y entonces, sólo entonces, notó un olor agrio que al parecer procedía de sí mismo y segundos después vio que acababa de vomitar lo poco que había comido.
hey, g¡, estas? sí.
ke tal con la poli?
bien… bueno, supongo, se han ¡do hace un rato,
ke les has dicho?
nada, ¿no te fías de mí?
si, claro
…
…
gi… te kiero mucho, en serio
:-)
de verdad… eres la única amiga ke tengo, y me encuentro mal… estoy mal
¿sigues tomando? sigues tomando, ¿verdad?
m voy a la kma. besos
aleix, joder, ¿qué te pasa? ¡¡son sólo las nueve!!
nada, la cena m ha sentado mal. mierda, es mi hermano, tengo ke cortar, hablams mñna
Eduard entra en su cuarto con el semblante serio, cierra la puerta y se sienta en el borde de la cama.
– ¿Estás mejor? Mamá se ha quedado preocupada.
– Sí. Habrá sido un corte de digestión por el calor.
El silencio de su hermano es una prueba evidente de su incredulidad. Aleix lo sabe y por un momento siente la tentación de desahogarse.
– Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?
«¡No!», grita Aleix por dentro. «¡No puedo!»
Edu se levanta de la cama y apoya una mano en su hombro. Y de repente Aleix vuelve a ser aquel chiquillo asustado que esperaba a los médicos en la cama del hospital. Las lágrimas caen por sus mejillas sin que pueda hacer nada por evitarlo. Se avergüenza por estar sollozando como un crío, pero ya es tarde. Eduard repite, en un susurro: «Puedes confiar en mí. Soy tu hermano». Y su abrazo es tan cálido, tan reconfortante, que Aleix ya no puede resistirlo más, y llora abiertamente, sin el menor pudor.
Gina se quedó mirando la pantalla unos segundos más, preguntándose por qué Aleix sólo hablaba así cuando lo hacía a través de un teclado. ¿Era él sólo, o podía aplicarse a todos los tíos? Claro que la gente no iba diciéndose lo mucho que se quería; resultaba embarazoso. Eso era algo que sólo hacía su madre, sin darse cuenta de que repetir la frase hacía que el contenido perdiera valor. No se podía querer tanto a una hija que no tenía nada destacable. A la gente había que quererla por algo. Marc, por ejemplo; era tierno, cariñoso, y sonreía de verdad, con toda la cara, y le explicaba los problemas de matemáticas que para ella eran jeroglíficos indescifrables con una paciencia infinita. O Aleix, que era guapo, listo, brillante. Incluso cuando estaba colocado. Pero ¿ella? No poseía nada especial, ni para lo bueno ni para lo malo. No era ni guapa ni fea, ni alta ni baja; delgada, sí, pero no con esa delgadez sensual de las modelos, sino simplemente flaca: sosa y sin curvas.
Por segunda vez aquel día, abrió las fotos que había subido a Facebook la noche de San Juan. Eran del principio de la noche. De cuando aún eran amigos. De antes de la pelea. Pero algo raro flotaba ya en el ambiente. Por la tarde, ella y Aleix habían acordado definitivamente no seguir adelante con el plan de Marc. Ni siquiera recordaba ahora los argumentos que había utilizado Aleix para convencerla, pero sí que en aquel momento le habían parecido razonables. Sensatos. Y había creído, inocentemente, que esos mismos razonamientos servirían para persuadir también a Marc. Pero no había salido bien. Nada. Marc se había puesto furioso. Furioso de verdad. Como si le estuvieran traicionando.
Gina cerró los ojos. ¿Qué había dicho aquella policía cotilla? «Había conocido a otra chica, ¿verdad? En Dublín, quizá.» Gina no había sabido lo que eran los celos hasta que Marc regresó. Para ella eran una emoción desconocida y nada la había preparado para su fuerza. Lo corrompían todo. Te volvían malvado, retorcido. Te hacían decir cosas que nunca se te habrían ocurrido, hacer cosas que jamás hubieran cruzado por tu mente. Ella nunca había pensado en sí misma como en una chica apasionada; eso quedaba para las películas, las novelas, las canciones… mujeres que son capaces de apuñalar a sus novios porque las engañan. Algo ridículo. Casi risible. Y en este caso ni siquiera tenía el consuelo de ser la novia engañada, no en el sentido estricto de la palabra. No era culpa de él que Gina llevara meses jugando a que eran novios y repitiéndose que algún día, pronto, él se daría cuenta de que el cariño se había convertido en otra cosa. ¿Cómo se podía ser tan estúpida? Así que no había tenido más remedio que tragarse esos celos, fingir que no existían, forzar una sonrisa que disfrazara el odio de admiración. «Es guapa, ¿verdad?» Claro que lo era. Guapa, y rubia, y lánguida. Una puta madonna del Renacimiento. Pero lo peor de esa foto, la que Marc le había ensenado al día siguiente de su llegada, justo después de que ella le confesara que le había echado mucho de menos, algo a lo que él respondió: «Ya, Gi, yo también» -sin mirarla, sin dar a la frase más significado del que tenía mientras buscaba en la carpeta la dichosa foto-, no era que la chica en cuestión fuera guapa; lo peor, lo más doloroso, era ver los ojos de Marc al mirarla. Como si quisiera aprendérsela de memoria, como si notara la suavidad de su pelo al acariciar el papel, como si descubriera algo nuevo y maravilloso en aquella cara cada vez que la observaba.
Por suerte había cogido esa foto. Sorprendentemente fue lo primero que hizo tras ver a Marc descoyuntado sobre el suelo del patio. Así no la encontraría ningún metomentodo, como aquella poli que se las daba de simpática, ni confirmar lo ya intuía. Que Gina no era lo bastante buena para Marc Que había otra chica. Que la noche de San Juan ella le había pedido a su madre por primera vez en años que la ayudara a escoger un vestido y a maquillarse. ¿Por qué no? Esa Iris podía ser hermosa, pero era una simple foto. No era real. No estaba allí. En cierto modo, ni siquiera estaba viva. Ella sí.
Sacó la foto del cajón y la apoyó sobre el teclado. Le habría gustado quemarla pero en su habitación no tenía con qué, así que se conformó con cortarla con unas tijeras: primero por la mitad, a la altura de la nariz, y luego siguió descomponiéndola en pedazos cada vez más pequeños hasta dejarla reducida a uno de esos puzzles de cientos y cientos de piezas, tan diminutas que por sí solas resultan irreconocibles.