172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Capítulo 13

Si el despacho de un hombre es el reflejo de su personalidad,

Enric Castells era un individuo organizado y sobrio como pocos. Su estudio podría haber sido el escenario de una película de abogados con Michael Douglas como protagonista, pensó Héctor mientras se sentaba en la silla de piel negra, rígida pero cómoda, y esperaba a que su anfitrión se decidiera decirle de qué quería hablar con él.

El señor Castells se tomó su tiempo; bajó el estor con cuidado, retiró la silla que había al otro lado de la mesa de cristal con patas de aluminio y después de sentarse movió un poco, apenas unos milímetros, un teléfono antiguo, de color negro brillante, que se hallaba en uno de los extremos. Héctor se preguntó si se trataba de una coreografía estudiada para impacientar o desconcertar a su interlocutor, pero el rostro de Castells indicaba una intensa concentración, una preocupación que difícilmente podía fingirse. Tenía que haber sido un hombre atractivo antes de que los años y las responsabilidades le dejaran aquel rictus de amargura en sus labios finos, levemente arqueados hacia abajo, en un gesto de descontento perpetuo que le afeaba la expresión. Sus ojos eran pequeños y de un azul desvaído, fatigado, que tendía a grisáceo.

De repente, Enric Castells soltó el aire con lentitud y apoyó la espalda. Por un momento sus rasgos se relajaron y al hacerlo mostraron el rostro de alguien más joven y más inseguro; definitivamente, más parecido al joven Marc.

– Esta tarde he hablado con mi ex mujer. -La expresión de disgusto había vuelto a apoderarse de su semblante-. Lamento decirlo, pero creo que está desquiciada. Por otro lado, era de esperar.

– ¿Sí? -Héctor se ciñó a su técnica de decir lo menos posible. Aparte de que tampoco sabía muy bien qué añadir a algo así.

– Inspector Salgado -prosiguió Castells en tono seco-, sé que las cosas parecen haber cambiado mucho en los últimos tiempos, pero hay actos que simplemente van en contra de la naturaleza humana. Abandonar a un hijo cuando aún no ha empezado a andar es uno de ellos. Y nadie puede convencerme de que acciones como ésa no se cobran su precio tarde o temprano. Sobre todo cuando acontecen tragedias como la que acabamos de vivir.

A Héctor le sorprendió el rencor que destilaba la frase, tanto el contenido como la forma. Se preguntó si ese rencor había estado siempre allí o había resurgido ahora, tras la muerte del hijo que la pareja había tenido en común. Castells parecía encontrar consuelo en dar rienda suelta a ese odio que no había superado del todo.

– Lo que quiero decirle con esto es que no voy a permitir que las sospechas de una neurótica hagan daño a mi familia. Más daño del que ya ha sufrido.

– Le comprendo, señor Castells. Y le prometo que respetaremos su dolor en la medida de lo posible. Pero al mismo tiempo -Héctor miró a su oponente a los ojos, con seriedad- debemos hacer nuestro trabajo. A conciencia.

Castells le sostuvo la mirada. Le evaluaba. En ese momento Héctor se sintió molesto, su paciencia se agotaba. Sin embargo, antes de que pudiera añadir algo más, Castells preguntó:

– ¿Tiene usted hijos, inspector?

– Uno.

– Entonces le será más fácil entenderme. -«No lo es», pensó Héctor-. Crié al mío lo mejor que supe. Pero en la vida hay que asumir los fracasos.

– ¿Marc fue un fracaso?

– Él no; yo, como padre. Me dejé convencer por teorías modernas, asumí que la falta de su madre era un escollo difícil de superar, algo que justificaba su apatía, su… mediocridad.

Héctor se sintió casi ofendido de una forma que no llegaba a comprender.

– Me mira como si fuera un monstruo, inspector. Pero créame si le digo que yo quería a mi hijo, tanto como usted al suyo. No tengo nada que reprocharle a él, sino a mí mismo. Yo debería haber sido capaz de evitar que sucediera algo así. Ya, ya sé que piensa que los accidentes son fruto del azar, y no se lo niego. Pero no voy a caer en la trampa por la cual todo el mundo se exime de sus responsabilidades: los jóvenes beben, los jóvenes hacen tonterías, la adolescencia implica tener que aguantar que tu hijo haga lo que le dé la gana y esperar que se le cure sola, como si fuera la gripe. No, inspector; nuestra generación se ha equivocado en muchas cosas y ahora nos toca pagar las consecuencias. A nosotros y a nuestros hijos.

Salgado percibió entonces el dolor. Un dolor real, tan genuino como podía serlo el de una madre deshecha en lágrimas. Enric Castells no lloraba, pero no por eso sufría menos.

– ¿Qué cree que pasó, señor Castells? -preguntó en voz baja.

Se tomó su tiempo para responder. Como si arrancar las palabras fuera un esfuerzo.

– Pudo caerse. No se lo niego. Pero en los accidentes hay a veces un componente de desidia, de indiferencia.

Héctor asintió.

– No creo que Marc tuviera arrestos ni motivos para suicidarse, si es eso lo que está pensando. Y lo que parece temer Joana, aunque no lo diga. En cambio, creo que era lo bastante inconsciente, lo bastante irreflexivo, como para hacer una tontería. Por el simple hecho de hacerla. Para impresionar a esa niña o sentirse más hombre. O simplemente porque le daba igual. Tienen casi veinte años y siguen jugando como si fueran niños, como si no hubiera límites. Nada importa, todo está bien, piensa en ti mismo; ése es el mensaje que les hemos transmitido. O que hemos permitido que les inculquen.

– Entiendo lo que quiere decir, pero al parecer Marc había vuelto de Dublín más adulto… ¿o no?

Castells asintió.

– Eso creí yo también. Parecía haber madurado. Tener un objetivo claro en la vida. O al menos eso decía. Yo ya había aprendido a que con él había que esperar a ver hechos, no palabras.

– ¿Mentía?

– De una forma distinta a la de muchos, pero sí. Por ejemplo, la expulsión del colegio, esa historia del vídeo colgado en internet.

– ¿Sí?

– Al principio pensé que era una muestra más de la falta de respeto que impera ahora; la falta de sensibilidad, de pudor incluso. Por ambas partes: la del chico que se masturba en un lugar público y la del que lo graba y lo comparte con el mundo entero. Asqueroso de principio a fin.

Aunque veía diferencias cualitativas entre ambas conductas, Salgado no dijo nada y esperó; Castells no había terminado.

– Sin embargo, una vez pasado todo, cuando el asunto ya parecía olvidado, un día Marc vino a verme aquí, al despacho. Se sentó en esa misma silla donde está usted ahora y me preguntó cómo había podido creerle capaz de algo así.

– El mismo lo había confesado.

– Eso le dije. -Sonrió con amargura-. Pero insistió, casi con lágrimas en los ojos. «¿De verdad crees que lo hice?», me preguntó. Y no supe qué responderle. Cuando se fue lo estuve pensando. Y lo peor es que no llegué a ninguna conclusión.

Mire, inspector; no le he engañado respecto a Marc. Era perezoso, apático, consentido. Pero a la vez, por todo eso, a veces pienso que era incapaz de cometer un acto tan cruel. Podía haberse burlado de ese chico, mejor dicho, haber permitido que se burlaran de él, pero creo que nunca habría humillado a alguien a sangre fría. Eso no era propio de él.

– ¿Quiere decir que cargó con la culpa de otro?

– Algo así. No me pregunte por qué. Intenté hablar con él, pero se cerró en banda. Y, ¿sabe una cosa? Mientras lo enterrábamos, me maldije una y otra vez por no haberle dado la satisfacción de decirle que no, que en realidad no le creía capaz de haber cometido un acto tan deshonroso.

Se produjo un silencio que Héctor respetó; podía no estar de acuerdo con ese hombre, pero una parte de él lo comprendía. Para Enric Castells todo en la vida tenía un responsable, y se había adjudicado el papel de culpable en el accidente de su hijo. Por eso rechazaba todo tipo de investigaciones; para él no tenían ningún sentido.

– ¿Sabe una cosa, inspector? -prosiguió Castells, en voz más baja-. Cuando recibimos la llamada el día de San Juan a primera hora de la mañana, supe que había pasado algo terrible. Creo que es lo que todos los padres tememos: una llamada en plena noche que te parte la vida en dos. Y de un modo u otro había estado esperando que eso sucediera, rezando para que no pasara. -Héctor apenas podía oírle entonces, pero súbitamente su interlocutor volvió a su tono normal-. Ahora tengo que decidir qué hacer con esta nueva mitad de mi vida. Tengo una esposa maravillosa y una hija a la que debo cuidar y proteger. Así que es momento de replantearse muchas cosas.

– ¿Va a entrar en política? -preguntó Salgado, recordando lo que Savall le había dicho.

– Es posible. No me gusta este mundo en el que vivimos, inspector. La gente puede considerar que ciertos valores son caducos, pero lo cierto es que no hemos logrado sustituirlos por otros. Tal vez no sean tan malos al fin y al cabo. ¿Es usted religioso?

– Me temo que no. Aunque ya sabe lo que dicen: «En las trincheras no hay ateos».

– Es una buena frase. Muy descriptiva. Los ateos piensan que no dudamos, que la fe es como un yelmo que no nos deja ver más allá. Se engañan. Pero es en momentos como éste cuando las creencias religiosas cobran su verdadero sentido, cuando uno siente que existe una tabla a la que aferrarse para seguir nadando en lugar de rendirse y dejarse llevar por la corriente. Eso sería lo más fácil. Pero no espero que lo entienda.

La última frase llevaba consigo un matiz despectivo que Héctor prefirió pasar por alto. No tenía la menor intención de discutir sobre religión con un creyente convencido que acababa de perder a su hijo. Castells esperó unos instantes y, al ver que el inspector no añadía nada, cambió de tercio.

– ¿Puede decirme por qué quiere llevarse las pertenencias de Marc? ¿Hay algo en ellas que pueda serles útil?

– Sinceramente, no lo sé, señor Castells. -Se extendió un poco más en el detalle de la camiseta manchada y sus sospechas de que esa noche algo había pasado entre los chicos. No quería darle mucha importancia, pero al mismo tiempo sabía que el padre de la víctima tenía derecho a estar informado-. En cuanto al portátil, el móvil y demás objetos… no creo que saquemos nada concluyente, pero nos ayudará a completar la investigación. Son como los diarios de antaño: correos electrónicos, mensajes, llamadas. Dudo que haya nada en ellos que sirva para aclarar lo que pasó, aunque no está de más echarles un vistazo.

– Me temo que poca información van a sacar de su portátil… Apareció roto.

– ¿Roto?

– Sí. Supongo que tal vez se cayó al suelo. La verdad es que no me di cuenta hasta cuatro o cinco días más tarde.

De algún modo, Enric Castells se sintió de repente incómodo, así que se levantó de la silla, dando por terminada la entrevista. Sin embargo, ya en la puerta, se volvió hacia el inspector.

– Llévese las cosas de mi hijo si quiere. Dudo que le aporten alguna respuesta, pero cójalas.

– Se las devolveremos cuanto antes. Le doy mi palabra.

La mirada de Castells llevaba incorporado una leve indignación.

– Son sólo objetos, inspector -dijo fríamente-. De todos modos, le ruego que si necesita algo más se ponga en contacto conmigo en mi despacho. Gloria está muy preocupada por la niña. Natalia es pequeña, pero lo percibe todo; ha estado preguntando por su hermano y es muy difícil explicarle a una cría lo que ha pasado de forma que lo entienda.

Héctor hizo un gesto de asentimiento y le siguió hacia el pasillo. Castells avanzaba, con los hombros rectos y la espalda erguida. Cualquier rastro de debilidad se había esfumado al cruzar la puerta. Volvía a ser el señor de la casa: firme, equilibrado, seguro de sí mismo. Un papel que, Héctor estaba seguro, tenía que resultar agotador.

Mientras tanto, Leire había permanecido sentada en el salón, observando cómo Natalia realizaba dibujo tras dibujo ante la perpetua admiración de su madre. El padre Castells se había ido poco después de que Enric y el inspector se encerraran en el despacho del primero, y ella, una vez confiscada la camiseta manchada, se había sentado en una silla, a esperar a que salieran. Por un momento se imaginó así, encerrada en casa una tarde de verano contemplando los progresos artísticos de un niño o una niña, y la idea la horrorizó. Por enésima vez desde que la noche anterior se hizo la fatídica prueba, trató de imaginarse con un bebé en brazos, pero su cerebro no conseguía formar la imagen. No, las personas como ella no tenían hijos. Eso, y la independencia económica, era la base de su vida, tal y como la concebía. Tal y como le gustaba. Y ahora, sólo por culpa de un descuido, todo su futuro se tambaleaba. Al menos, se dijo con cierta satisfacción, el tipo había merecido la pena… Por desgracia, ése no pertenecía a los chicos del Cola-Cao, y valoraba su libertad tanto como ella. Libertad relativa, pensó, ya que era esclavo de un trabajo que le hacía viajar por todo el continente.

– Mira. -La niña había ido hacia ella y le mostraba su último dibujo, un manchurrón indescifrable para Leire-. Eres tú -aclaró.

– Ah. ¿Y es para mí?

Ahí Natalia dudó, y su madre habló por ella:

– Claro que sí. Se lo regalas, ¿verdad?

Leire extendió la mano, pero la niña no acababa de decidirse a soltar el dibujo.

– No -dijo por fin-. Otro. -Y corrió hacia la mesa en busca de otra de sus obras de arte-. Éste.

– Gracias igualmente. ¿Y qué es? -preguntó Leire, aunque en este caso estaba más claro.

– Una ventana. El tete es malo.

Gloria Vergés fue hacia su hija. Su mirada expresaba una honda preocupación.

– Ahora le ha dado por ahí -susurró dirigiéndose a la agente-. Supongo que tiene la sensación de que es malo porque no está.

– Es malo -repitió Natalia-. Tete malo.

– Ya vale, cariño. -Su madre se agachó y le acarició el cabello, liso y brillante-. ¿Por qué no traes tu muñeca? Estoy segura de que a…

– Leire.

– …a Leire le encantará verla. -Lanzó una sonrisa de disculpa a la agente Castro, y la niña se apresuró a obedecer.

– Lo siento -dijo la agente-. Supongo que está siendo muy complicado para ella. Para todos.

– Es horrible. Y lo peor es que tampoco sabes muy bien cómo explicárselo. Enric es partidario de decirle la verdad, pero yo no puedo…

– ¿Estaba muy unida a su hermano?

Gloria vaciló.

– Me gustaría decirle que sí, pero me temo que la diferencia de edad era demasiado grande. Marc básicamente la ignoraba, y supongo que es normal. Pero, últimamente, desde que regresó de Dublín, parecía tenerle más cariño. Y ahora ella le echa de…

Antes de que pudiera terminar, Natalia entró corriendo. De algún modo, aquel ruido infantil, tan normal en cualquier otra casa donde viviera un crío, resultó extraño. Como si el decorado perfecto se tambaleara.

– Natalia, cielo…

Pero la niña no le hizo el menor caso, y se dirigió a la mesa donde dibujaba para recoger los papeles.

– ¡Qué ordenada! -comentó Leire.

– No crea… Ahora los meterá en mi estudio. -Sonrió-. Desde que yo también voy al colé, como ella dice, le encanta dejar sus cosas en mi mesa. Voy a ver qué hace antes de que sea demasiado tarde.

Leire, a quien esa escena de maternidad devota empezaba a resultarle insoportable, decidió levantarse de la silla y esperar al inspector en el coche.

Allí la encontró Héctor, cuando salió cargado con la caja que contenía las pertenencias de Marc. Ajena a su aparición, miraba ensimismada la pantalla del móvil como si éste fuera un cuerpo extraño, algo que acababa de caer en su poder por arte de magia y que le resultaba totalmente indescifrable. Él tuvo que llamar su atención para que le abriera la portezuela trasera. La chica balbuceó una disculpa, innecesaria por otro lado, y se guardó el teléfono en el bolsillo.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó él.

– Claro. Veo que ha conseguido convencer a Castells.

El deseo de cambiar de tema era tan evidente que Héctor no insistió. Miró su propio móvil antes de entrar en el vehículo; tres llamadas perdidas: dos de Andreu y una de su hijo. Por fin. No quería responder a ninguna de ellas delante de Castro, así que decidió ir con ella hasta la plaza Bonanova y luego seguir por su cuenta.

– Lleva todo esto a comisaría. Yo tengo algunas cosas que hacer -dijo mientras subía al vehículo-. Por cierto, el portátil está roto. ¿No lo vieron el día que estuvieron acá?

Leire dudó. Ella había pasado la mayor parte del tiempo abajo, presenciando la retirada del cadáver.

– De hecho -dijo por fin-, no vimos ningún portátil. Estaba el ordenador de sobremesa en la buhardilla y se examinó para ver si Marc había dejado algún mensaje en él, algo que pudiera interpretarse como una nota de suicidio. No había nada. Y en ningún momento nadie comentó que tuviera otro ordenador.

Héctor asintió.

– Pues tenía uno. En su cuarto, supongo. -No dijo nada más, y la idea de que no se había hecho un trabajo concienzudo quedó flotando en el interior del coche. El inspector se dio cuenta de ello, así que antes de bajar, comentó-: Tampoco creo que nos aporte nada. Lo más probable sigue siendo que el chico se cayera accidentalmente. Analicemos la camiseta y veamos qué sale de ahí. Ah, y cuando sepamos algo, tendríamos que hablar con el otro chico, ese tal Aleix Rovira. Pero en comisaría. Ya estoy harto de visitar a estos niñatos en sus casas.

– Muy bien. ¿Seguro que quiere que le deje aquí?

– Sí, aprovecharé para hacer unos recados -mintió él. Y teniendo en cuenta que ya eran casi las nueve, era obvio que pocos recados podían hacerse-. Te veo mañana. -Iba a preguntarle de nuevo si se encontraba bien, pero se calló; los asuntos de Castro no eran cosa suya-. Buenas noches.

El coche se alejó, y Héctor tardó unos segundos en sacar el móvil de nuevo y devolver las llamadas de Martina Andreu. Ella contestó enseguida, aunque la conversación fue breve, marca de la casa de la subinspectora. No había nada nuevo sobre la desaparición de Ornar, aunque sí sobre la cabeza de cerdo, que al parecer había sido entregada por una carnicería cercana, que solía servirle vísceras para sus trucos siniestros. En cuanto al falso doctor, parecía haberse esfumado de la faz de la tierra y dejado sólo un rastro de sangre. Sí, no habían llegado aún los resultados, pero lo más probable era que fuera suya. Una huida precipitada o un ajuste de cuentas de alguien que se había llevado todos sus papeles, y había dejado únicamente una parte del expediente de Salgado. Lo cual, la verdad, resultaba bastante extraño. Andreu se despidió bruscamente y Héctor llamó de inmediato a su hijo, quien, para no perder la costumbre, no respondió al móvil. Necesitaba hablar con él, pensó Héctor. Después de todo un día con padres de adolescentes mimados, quería oír la voz de Guillermo, asegurarse de que todo iba bien. Le dejó un nuevo mensaje y, tras haberlo hecho, se encontró en pleno paseo Bonanova sin nada que hacer y decidió caminar un rato.

Hacía tiempo que no pisaba esa parte de la ciudad, y al verla de nuevo se asombró al comprobar lo poco que había cambiado. Más o menos todos los barrios de Barcelona habían cambiado en los últimos años, pero era obvio que la zona alta permanecía inmune a la mayoría de ellos. Ni turistas en masa, ni inmigrantes, excepto las que trabajaban limpiando en casas de la zona. Se preguntó si lo mismo sucedía en otras ciudades: la existencia de zonas impermeables, reductos que se protegían de los aires nuevos, no de forma hostil pero sí efectiva. El metro no llegaba a la parte alta de la ciudad, sus habitantes tomaban los ferrocarriles, lo que para ellos era algo distinto. Un destello esnob que a Ruth, por ejemplo, le había costado vencer. Sonrió al recordar lo horrorizados que se habían quedado sus padres cuando su única hija abandonó el tranquilo barrio de Sarria, a pocas manzanas de donde estaba él ahora, y se fue a vivir con un argentino, con un sudaca, primero a Gracia y luego, horror, ahí abajo, cerca del mar. Por mucho que hubieran cambiado tras las olimpiadas, las playas de Barcelona y sus alrededores seguían siendo destinos de cuarta fila para ellos. «Os matará la humedad», había sido el comentario de ambos. Y él sabía a ciencia cierta que su suegra tomaba un taxi cada vez que iba sola a ver a su hija y a su nieto.

Claro que la capacidad de Ruth para escandalizar a su familia no había menguado… Ahora, separada, iniciando una nueva vida con otra mujer, había alquilado un loft no muy lejos de su piso con Héctor, donde, además de vivir, tenía espacio para su estudio. «Así sigues estando cerca de Guillermo», había sido idea de ella, rompiendo los estereotipos de ex mujeres vengativas. Ruth había pedido lo justo, y él se lo había concedido sin dudarlo. En eso, como en todo, habían sido de lo más civilizados.

Debería habérselo dicho al comecocos, pensó él con una sonrisa. «Mire, doctor, mi esposa me dejó por otra mina… Oyó bien, sí. ¿Que cómo se siente uno? Pues mire, es un mazazo en las bolas. Como si te las desintegraran de golpe. Y se te queda una cara de boludo que no imaginás, porque durante diecisiete años estuviste orgulloso de lo bien que la pasaban en la cama, orgulloso de haber sido casi su primer y, en teoría único hombre, aunque siempre existe un noviete de antes con el que "casi no hicimos nada, no seas bobo", y por mucho que ella insista en que las cosas cambiaron de a poco, y te jure que descubrió el orgasmo contigo y que gozó de verdad a tu lado, y te diga, con una sinceridad desarmante, que esto es algo "nuevo que necesita explorar", uno la mira como idiotizado, apabullado más que incrédulo, porque si ella lo dice es que tiene que ser verdad, y si es verdad es que parte de tu vida, de la de ambos pero sobre todo de la tuya, ha sido una mentira. Como en El show de Truman, ¿se acuerda, doctor? Ese tipo que cree que vive su vida pero está rodeado de actores que hacen su papel y su realidad no es más que una ficción que otros inventan y representan. Pues así se queda uno, doctor, con cara de Jim Carrey.» Se rió de sí mismo sin amargura mientras esperaba para cruzar. Aunque últimamente no lo hacía demasiado, idear monólogos medio ridículos sobre sí mismo, o a veces sobre otros, siempre le había servido de terapia.

Caminaba despacio, bajando por Muntaner, hacia el centro de esa ciudad que había sido su hogar durante tantos años. Era un paseo largo, pero le apetecía andar un poco, retrasar la llegada a su piso vacío. Además, había algo en las calles del Eixample, en esa parrilla geométrica de vías paralelas y perpendiculares y en esas fachadas regias y antiguas, que le aportaba paz y cierta sensación de nostalgia. Con Ruth había explorado aquellas calles, y muchas otras; con ella había visto tanto los monumentos como las tabernas. Para él, Barcelona era Ruth: bella sin estridencias, superficialmente tranquila pero con rincones oscuros, y con ese punto de elegancia pija que resultaba tan encantador como exasperante. Ambas eran conscientes de su encanto natural, de tener ese algo indefinible que muchas otras querrían alcanzar y que sólo podían admirar o envidiar.

Llegó a casa agotado tras caminar durante casi dos horas y se dejó caer en el sofá. La maleta recuperada le esperaba en un rincón, y evitó mirarla. Debería haber comido algo durante el camino, pero la idea de cenar solo en público le deprimía. Fumó, pues, para matar el hambre a base de nicotina y sintiéndose culpable por ello. En la mesita había dejado las películas que le había devuelto Carmen, toda una selección de clásicos con su actriz favorita de protagonista. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía La ventana indiscreta? No era una de sus preferidas, le gustaba mucho más el inquietante ambiente de Los pájaros o la obsesiva pasión de Vértigo, pero era la que tenía más a mano y sin pensarlo mucho la puso en el reproductor. Mientras empezaba, fue a la cocina a buscar al menos una cerveza; creía haber visto alguna esa mañana en la nevera. Con ella en la mano volvió al comedor y observó la pantalla oscura. El disco avanzaba, podía verlo en el frontal del reproductor, pero las imágenes se resistían a salir. Sin embargo, por fin una luz apareció en la pantalla: débil, cruda, extraña, brillaba en mitad de un fondo borroso. Atónito, contempló cómo la niebla se disipaba y la luz ganaba terreno. Y entonces, sin poder apartar la vista del televisor, vio lo que nunca habría querido ver: a sí mismo, con el rostro demudado por la rabia, golpeando sin cesar a un viejo sentado en una silla. Un escalofrío le ascendió por la espina dorsal. El timbre del teléfono le sobresaltó tanto que soltó la cerveza. Lo descolgó con aprensión, con la mirada aún puesta en ese otro yo a quien casi no reconocía, y oyó una voz de mujer, tomada por la rabia, que le gritaba: «¡Eres un cabrón, argentino de mierda. Un hijo de la gran puta!».