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Estaré en bcn este finde y me apetece verte. T.» Ése había sido el mensaje que había leído Leire en cuanto salió de casa de los Castells. El mensaje al que había respondido, sin dudarlo, casi sin pensar, llevada por las ganas de verlo. Algo de lo que ahora, tras una larga conversación con su mejor amiga, se arrepentía con todas sus fuerzas; algo que, unido al bochorno estival y a los terribles maullidos de una gata en celo que paseaba por los tejados cercanos, no la dejaba dormir.
María era una belleza morena, de padre barcelonés y madre italiana, que causaba estragos en la población masculina. A su metro ochenta de curvas perfectas, se unía un rostro sonriente, un enorme sentido del humor y una boca de camionero.
– ¡Y una mierda! -le soltó en pleno restaurante en cuanto Leire le expresó sus dudas sobre si debía explicarle o no a Tomás, «T» en los mensajes, que en su último encuentro le había dejado un regalo en forma de embrión-. A ver, ¿el embarazo te ha afectado al cerebro o algo así? Deben de ser las hormonas infantiles que la atontan a una.
– No seas bruta. -Leire apartó el tiramisú, del que había dado cuenta después de un abundante plato de spaghetti carbonara-. ¿Te vas a terminar el mousse de limón?
– ¡No! Y tú tampoco deberías… Eres como una piraña.
– Pero le acercó la copa-. Escucha, hablo en serio. ¿Qué ganas con decírselo?
Leire detuvo la cucharilla en el aire antes de atacar.
– No es lo que gano o dejo de ganar. Es su padre. Creo que tiene derecho a saber que hay un niño con sus genes dando vueltas por el mundo.
– A ver, ¿dónde está ese niño ahora? ¿Quién lo llevará en el vientre durante nueve meses? ¿Quién lo parirá gritando como una loca? ¡El sólo soltó cuatro bichitos y se largó de viaje, joder! Y si este fin de semana no se hubiera quedado sin plan, no habrías sabido nada más de él.
Leire sonrió.
– Tú di lo que quieras, pero me ha escrito un mensaje.
– Un momento, ¿qué quieres decir con eso? No, no te pongas roja y contéstame.
– Nada. -Se metió una cucharada de mousse en la boca. Estaba delicioso-. Dejémoslo ya. Tal vez tengas razón. Cuando lo vea, decidiré.
– Cuando lo vea, decidiré -repitió María en tono de burla-. Eo, la Tierra llamando a Leire Castro. Houston, tenemos un problema. ¿Se puede saber dónde está Leire «no más de una cita» Castro? Si eres tú la que siempre me dice que el amor es un invento perverso de Hollywood para someter a las mujeres del mundo.
– Vale. Dame un respiro, por favor. -Leire resopló-. Es la primera vez en mi vida que estoy embarazada. Disculpa si no sé cómo actuar.
María la miró con cariño.
– Oye, una cosa más, y cambiamos de tema. Yo también quiero contarte cosas. -Se paró antes de preguntarlo-. ¿Estás segura de que quieres tenerlo?
– Sí. -Vaciló-. No. Bueno… Estoy segura de que está ahí -dijo señalándose la barriga- y de que va a nacer dentro de siete meses. -Se acabó el mousse y relamió la cucharilla-. Bueno, ¿y tú qué? ¿Qué ha pasado con Santi?
– ¡Nos vamos de vacaciones! -exclamó María, radiante.
– Pero ¿él no se iba con una ONG? ¿A construir un consultorio en África?
– Sí. Y me ha pedido que le acompañe.
Leire apenas pudo sofocar una carcajada. La visión de María construyendo cualquier cosa, no digamos ya un consultorio en una aldea africana, le parecía más marciana aún que la de ella misma preparando una canastilla de bebé.
– Yo iré sólo unos días.
– ¿Cuántos?
– Doce -mintió-. Bueno, quizá más, aún no lo sé. Pero será genial; haremos algo útil, los dos. Mira, estoy harta de chicos que sólo hablan de fútbol, de sus jefes o del daño que les hizo su última novia; de metrosexuales que te roban las cremas y de separados que pretenden que les entretengas a los niños el fin de semana que les tocan. Santi es diferente.
– Ya. -Los gustos de ambas en relación con los hombres eran una fuente inagotable de desacuerdos, pero una parte fundamental de su amistad. Jamás les había gustado el mismo tipo de chico. A Leire, Santi le parecía un pedante aburrido al que le hacía falta un buen chorro de desodorante. Y María, estaba segura, habría pensado que Tomás era un chulo que se creía George Clooney por llevar un traje con camisa blanca y tener unos dientes perfectos. Levantó el vaso de agua y dijo en voz alta-: ¡Brindemos por el turismo sexual solidario!
María la imitó con su copa de vino tinto.
– ¡Por el turismo sexual solidario! ¡Y por los bichitos que dejan huella!
– ¡Bruja!
La sábana estaba ya arrugada de tanto dar vueltas. Leire cerró los ojos e intentó relajarse en la oscuridad. Una oscuridad cálida, porque no corría ni la más leve brisa; la ventana abierta sólo servía para que el cuarto quedara inundado por los maullidos de la dichosa gata. Llevaba apenas unos meses en ese apartamento y durante las primeras semanas se había despertado sobresaltada por esos gemidos que sonaban igual que el llanto de un bebé; había salido a la pequeña terraza en busca de la fuente de aquel sollozo lastimero sin poder averiguar de dónde procedía, hasta que por fin una noche se cruzó con los ojos de aquella gata insomne, inmóvil como una estatua, que la observaban impasibles al compás de su aullido felino. Ahora ya se había acostumbrado, aunque en el fondo seguía molestándole ese grito animal, ese instinto puro que pedía sexo sin el menor pudor. En ese momento pensó que cerrar la ventana sólo amortiguaría los gemidos y, por otro lado, aumentaría el calor.
Encendió un cigarrillo, aunque ese día ya había consumido los cinco que le tocaban, y salió a la diminuta terraza, apenas un cuadrado con dos maceteros colgados de la baranda y una mesita redonda de madera. Buscó a la gata con la mirada; allí estaba, ahora súbitamente callada, contemplándola como un pequeño buda con bigotes. Las primeras caladas la tranquilizaron un poco, una paz falsa, lo sabía, pero paz al fin y al cabo. Como si quisiera recordarle su existencia, el animal maulló de nuevo desde el tejado de enfrente y Leire la miró con más cariño que antes. El cigarrillo se había consumido y lo tiró al suelo, reprendiéndose por ello pero sin ganas de ir a buscar el cenicero. La gata la observó e inclinó la cabeza, con gesto de franca reprobación. «¿Tienes hambre?», le preguntó Leire en voz baja, y por primera vez en el tiempo que llevaba viviendo allí se le ocurrió la posibilidad de ponerle un poco de leche en un cuenco. Lo hizo y se metió en casa, segura de que el animal no se acercaría si la veía fuera. Permaneció unos minutos apostada en la puerta, con la luz del interior encendida, a la espera de que la gata venciera su miedo y saltara a la terraza, pero no advirtió el menor movimiento. Se sintió agotada de repente y decidió volver a acostarse; eran las cuatro y veinte, y con un poco de suerte aún podría dormir al menos dos horas y media. Ya acostada, alargó la mano y cogió el móvil. Dos nuevos mensajes de Tomás. «Llego mañana Sants, AVE 17.00. Me muero de ganas de verte. T.» «Ah, tengo q proponerte algo. Besos.»
Apoyó la cabeza en la almohada, ya fría, y cerró los ojos, decidida a dormir. En ese momento dulce que precede a la pérdida de conciencia pensó en la sonrisa de Tomás, en su Predictor, en el turismo sexual solidario y en el cuenco de leche de la terraza, hasta que de repente un detalle disonante, una nota fuera de lugar, la desveló de nuevo. Se sentó en la cama súbitamente alerta e intentó recordar. Sí, estaba segura. Visualizó la buhardilla desde donde había caído al vacío el joven Marc Castells, la ventana, el alféizar, el cuerpo en el suelo. Y comprendió que algo no encajaba, que la secuencia de acontecimientos no podía ser tal y como la habían reconstruido. Había algo fuera de lugar en esa escena, algo tan simple como un cenicero en el sitio equivocado.