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El desayuno era uno de los momentos preferidos de Ruth.
Lo tomaba en la cocina, sentada en un taburete alto, y le dedicaba el tiempo necesario. Le gustaba el ritual de prepararse el zumo de naranja y las tostadas, la combinación del aroma del café con el del pan caliente. Era un placer que nunca había conseguido compartir con ninguna de sus parejas; Héctor apenas era capaz de probar bocado por las mañanas y, al parecer, lo mismo le sucedía a Carol. Es más, dado que solían mirarla entre sorprendidos e incrédulos ante la dedicación que ella ponía a cada detalle, disfrutaba mucho más cuando lo hacía sola. Alguna vez se había planteado si ese placer matutino y solitario no sería un augurio de lo que le esperaba en el futuro; cada vez con más frecuencia se veía a sí misma como una persona tendente a la independencia, algo curioso para alguien que, en realidad, nunca había estado sin compañía. Sus padres, su marido, su hijo, y ahora Carol… Frunció el ceño al pensar que no conseguía ponerle otro nombre que no fuera el propio: «amante» sonaba vulgar, «novia» era algo que aún no conseguía decir, y «compañera» le parecía falso, un eufemismo ñoño para disimular la verdad. Mientras untaba de mantequilla la tostada con un cuidado exquisito y extendía sobre ella una fina capa de mermelada de melocotón, hecha por ella misma, se preguntó qué era Carol en realidad. Era la misma pregunta que le había formulado la propia interesada la noche anterior, después de la pelea con Héctor, y a la que al parecer Ruth no había podido dar una respuesta satisfactoria, ya que la cena para dos había quedado intacta y Carol, su amante, su novia, su compañera o lo que fuera, se había marchado a su piso envuelta en un silencio hosco sin que ella hiciera el menor esfuerzo por evitarlo. Sabía que habría bastado una palabra para detenerla, un simple apretón de manos para disipar su ataque de impaciencia o de celos, pero simplemente le habían faltado ganas de hacerlo. Y aunque luego habían hablado por teléfono durante casi una hora, cincuenta y tres largos minutos para ser exactos, que Carol había invertido en disculparse por su brusca partida y en reiterarle su comprensión y su amor incondicional, la sensación de fatiga no había menguado en lo más mínimo. Al revés, toda la escena había despertado en ella unas ganas locas de desaparecer, de irse durante un fin de semana, ese fin de semana sin esperar más, a algún lugar donde poder estar tranquila; sin presiones, disculpas, ni promesas de amor. «Menuda noche», se dijo Ruth. Ella había llegado de buen humor, dispuesta a disfrutar de una agradable velada con Carol, y se la había encontrado histérica, dando voces por teléfono, insultando como una energúmena a su ex marido. Le había pedido explicaciones con la mirada y había logrado por fin que colgara el teléfono y le contara a qué venía aquella escena surrealista. Carol se limitó a decir: «Míralo tú misma. Eso estaba dentro de la caja de alfajores que el cabrón de tu ex te dio ayer». Y, tras esas palabras, había apretado un botón del mando a distancia. La pantalla se había llenado con unas imágenes de Carol y ella tomadas varios días atrás: ambas en una playa nudista de Sant Pol, desnudas, al caer la tarde. Ruth recordaba bien ese día, pero verlo ahí, ver sus besos convertidos en una grabación barata y tosca, le generó una profunda sensación de repugnancia. Los cuerpos de ambas acariciándose en aquella playa solitaria despertaron en ella una súbita sensación de pudor. A partir de ahí, todo había ido de mal en peor. Ella había intentado razonar con Carol, decirle que Héctor estaba en Argentina cuando se rodaron esas imágenes; y que, aunque hubiera estado aquí, él jamás habría cometido un acto tan… obsceno. Carol había cedido por fin, aunque seguía arguyendo que existían detectives privados a quienes se les encargaban esas cosas y preguntando cómo había llegado esa mierda de DVD a la caja de alfajores que le había regalado Héctor, preguntando por qué defendía más a su ex marido que a ella, haciendo por fin la pregunta clave: «¿Qué diablos soy yo en tu vida?». Preguntas que no tenían respuesta y que habían sumido a Ruth en un vértigo agotador. Sólo quería tirar esa película a la basura y olvidarse de todo ello. Pero antes pensó que debía llamar a Héctor para hablar con él, una breve conversación para tranquilizarlo, lo que desde luego Carol no comprendió en absoluto. Cuando colgó, ella ya se había ido, y de repente, Ruth se había sentido aliviada de estar, por fin, totalmente sola.
Seguía dándole vueltas a esa misma idea, aunque era absolutamente consciente de que a Carol no iba a gustarle, y no sin razón: habían planeado hacer cosas ese fin de semana, aprovechando que Guillermo no regresaba hasta el domingo por la noche. Según Carol, necesitaban pasar más tiempo juntas. Despertar, comer, cenar y dormir juntas, como una pareja de verdad. Ruth se había quedado mirándola sin saber cómo explicarse; no podía decirle que esa retahíla de actividades en común, enunciadas en un tono más imperativo que cariñoso, le habían sonado más a condena que a otra cosa. Debía tener paciencia con Carol, se dijo, mientras atacaba la segunda tostada. Era joven, vehemente, y tendía a ser exigente cuando quería demostrar su cariño. Esa actitud, esa franqueza extrema que en principio había conseguido derribar las defensas de Ruth cuando ambas se conocieron el año anterior, se revelaba extenuante en el día a día. Carol tenía los ojos más negros que Ruth había visto en su vida y un cuerpo perfecto, fuerte sin dejar de ser femenino, esculpido a base de horas de Pilates y estrictas dietas. Era, sin duda, una mujer hermosa; no simplemente guapa, sino bella. Y por otro lado, su inseguridad, el miedo ante la posibilidad de que Ruth renegara de esa nueva sexualidad descubierta a los treinta y siete años, le daba un aire frágil que, combinado con sus rasgos extremos, resultaba irresistible. Nada era plácido con Carol, reflexionó Ruth; estallaba y se arrepentía, pasaba de los celos fríos a una pasión desbordante, se reía a carcajadas o lloraba como una niña pequeña frente a cualquier película triste. Un encanto, sí, pero un encanto que podía ser abrumador.
Al segundo café había tomado ya una decisión. Llamaría a sus padres y, si ellos no iban, pasaría el fin de semana en el apartamento de Sitges. No solía ir en verano porque el gentío la agobiaba, pero necesitaba un refugio cercano y conocido, y eso era mejor que nada. De repente la perspectiva de pasar tres días sola, haciendo lo que le diera la gana, se le antojó maravillosa y a pesar de que era temprano llamó a su madre para saber si el apartamento estaba libre, cruzando los dedos para que la respuesta fuera afirmativa. Lo fue, así que sin perder un instante envió un mensaje a Carol comunicándole sus planes, un texto breve y escueto que no admitía réplica. Dudó un segundo, sin embargo, antes de hacer lo mismo con Héctor; no tenía por qué informarle de sus idas y venidas, pero la noche anterior lo había notado preocupado. Su tono de voz denotaba inquietud, y Héctor, que tenía muchos defectos, no era un hombre que se turbara fácilmente. Jugueteó con el móvil hasta que por fin decidió hablar con él.
– ¿Hola? -respondió él, casi antes de que el teléfono diera la señal de sonar-. ¿Todo bien?
– Sí, sí -se apresuró a aclarar-. Oye, anoche me dejaste preocupada. Tienes que contarme qué está pasando.
Suspiro largo.
– La verdad es que no tengo ni idea. -Héctor le contó con un poco más de calma lo mismo que le había dicho la noche anterior: esa velada amenaza que parecía cernirse sobre él, y, quizá, sobre su familia-. No creo que ocurra nada, tal vez sólo pretendan ponerme nervioso, crear problemas, pero por si acaso… estate alerta, ¿de acuerdo? Si ves algo raro, o sospechoso, avísame enseguida.
– Claro. De hecho llamaba para decirte que me voy a Sitges este fin de semana. A casa de mis padres. De paso aprovecharé para pasar por Calafell y recoger a Guillermo el domingo por la noche.
– ¿Vas sola? -Lo preguntó más por seguridad que por otra cosa, pero al instante se arrepintió, y el tono áspero de Ruth le confirmó que había sido una intervención inoportuna.
– Eso no es asunto tuyo.
– Perdona. No… no quería meterme en tu vida.
– Ya. -Ruth se mordió la lengua para no ser desagradable-. Pues ha sonado a eso. Adiós, Héctor, hablamos el lunes.
– Sí, pásalo bien. Y, Ruth… -Se notaba que él no sabía cómo decirlo-. Lo dicho, si ves algo raro, me llamas al momento, ¿vale?
– Adiós, Héctor. -Ruth colgó enseguida, y comprobó que tenía dos llamadas perdidas de Carol. Lo último que le apetecía era discutir, de manera que optó por no verlas y empezó a preparar las cuatro cosas que quería llevarse.
Héctor tampoco perdió el tiempo. Había dormido muy poco y mal, como de costumbre, pero esa mañana la falta de sueño se tradujo en hiperactividad. Independientemente de lo que acababa de decirle a Ruth, estaba preocupado. Sobre todo porque, aunque presentía la amenaza, no sabía por dónde vendría ni qué estaba pasando realmente. Algo le decía que no era sólo él quien corría ese peligro indeterminado; que la venganza, si es que de eso se trataba, se extendería a quienes le rodeaban. Cuando la noche anterior consiguió, por fin, comunicarse con su hijo, soltó un suspiro de alivio. Guillermo estaba encantado en casa de su amigo, y por un momento Héctor estuvo tentado de decirle que se quedara allí unos días más si eso era posible, aunque no lo hizo, tenía demasiadas ganas de verlo. Entre los acontecimientos previos a su partida a Buenos Aires y el viaje en sí, hacía un mes desde la última vez. Y le echaba de menos, más de lo que habría creído nunca. En cierto modo, la relación con su hijo había ido estrechándose a medida que éste crecía. Héctor no podía presumir de haber sido un padre modelo; el exceso de horas de trabajo, por un lado, y 1a. incapacidad real para emocionarse con los juegos infantiles, por otro, le habían convertido en un padre cariñoso pero vagamente ausente. Sin embargo, en los últimos tiempos se había sorprendido con la madurez con que Guillermo aceptaba los cambios en su vida. Era un chico más bien introvertido, aunque no insociable, que había heredado de su madre la habilidad para el dibujo y de su padre un aire irónico que le hacía parecer mayor. Héctor se había descubierto pensando que no sólo quería a su hijo, de eso no tenía la menor duda, sino que además el chico le caía bien, y entre ambos había empezado a establecerse una relación que, si no era de amistad -eso le parecía absurdo-, sí tenía visos de camaradería. La separación, el tener que pasar solos algunos fines de semana completos, había contribuido a mejorar la relación entre padre e hijo en lugar de entorpecerla.
Pero la noche anterior Héctor no se había limitado a confirmar que su familia estuviera sana y salva, sino que había hecho otra llamada, a un número que aún conservaba en su agenda de cuando llevaba el caso de las chicas nigerianas. Había concertado una cita con Alvaro Santacruz, doctor en teología especializado en religiones africanas que daba clases en la facultad de historia. Su nombre había surgido como experto en la materia durante sus anteriores pesquisas, pero no había llegado a hablar con él. Ahora sentía la imperiosa necesidad de recabar la ayuda de alguien que arrojara un poco de luz al asunto, alguien que pudiera añadir cierto rigor a sus sospechas. El doctor Santacruz los esperaba, a él y a Martina Andreu, a las diez y media en su despacho de la facultad, y hacia allí se dirigió. Había quedado con Andreu un poco antes para que le pusiera al día de las novedades, si es que había alguna.
Seguían existiendo más interrogantes que otra cosa. Una ojerosa subinspectora Andreu, que tampoco parecía haber dormido especialmente bien aquella noche, le informó de ello mientras desayunaban en una cafetería cercana a la facultad.
– Definitivamente, hay algo raro en ese doctor Ornar -dijo Andreu-. Bueno, más bien lo poco que hay resulta bastante raro. Veamos, nuestro apreciado doctor llegó a España hace ocho años y se instaló en Barcelona hace cinco. Antes estuvo por el sur, aunque no está muy claro qué hacía. Lo que sí se sabe es que llegó aquí con efectivo suficiente para comprar ese piso y empezar con sus historias. Y, o bien guardaba el dinero en un cajón de casa, o bien los negocios en los que andaba metido no daban para mucho. Sus movimientos bancarios son escasos y no vivía con muchos lujos, como ya viste. Siempre queda la posibilidad de que mandara el dinero fuera, pero de momento no tenemos nada. Según las apariencias, el doctor Omar, cuyo verdadero nombre es Ibraim Okoronkwo, por cierto, vivía modestamente de sus consultas. Si no fuera por lo que dijo esa chica, y conste que pudo confundirse, no tendríamos nada que le relacionara con la red de trata de mujeres, ni con ningún otro delito aparte de vender agua sagrada para curar la gastritis y ahuyentar los malos espíritus.
Héctor asintió.
– ¿Y qué hay de la desaparición?
– Nada. El último que le vio fue ese abogado suyo, Damián Fernández. La sangre en la pared y en el suelo apunta a un secuestro, o algo peor. Y la dichosa cabeza de cerdo parece un mensaje, pero ¿dirigido a quién? ¿A nosotros? ¿A Omar?
Héctor se levantó para pagar y Andreu se unió a él en la barra. Cruzaron la calle y juntos buscaron el despacho del doctor Santacruz.
La facultad de historia era un edificio feo, y los amplios pasillos, semivacíos en el mes de julio, tampoco ayudaban. Los doctores en teología tenían algo intimidatorio para un ateo convencido como Héctor, pero el doctor Santacruz era un hombre con poco aspecto de místico, más cerca de los sesenta que de los cincuenta, y unía a sus conocimientos una amplia base de investigación. Sus libros sobre cultura y religión africanas eran clásicos que se estudiaban en las facultades de antropología de toda Europa. A pesar de su edad, Santacruz parecía conservarse en plena forma, a lo que contribuía un corpachón de casi metro noventa y unas espaldas de pelotari vasco. Era lo más opuesto a un teólogo que Héctor pudiera imaginar, y eso le hizo sentirse más cómodo.
Santacruz escuchó con atención y absoluta seriedad lo que habían ido a exponerle. Héctor se remontó a la operación contra el tráfico de mujeres y la muerte de Kira y pasó luego a relatarle los últimos acontecimientos, aunque censuró tanto la paliza que había propinado a Omar como esos misteriosos DVD que habían aparecido la última noche y de los que ni siquiera Andreu sabía una palabra. Le habló de la desaparición de Omar, de la cabeza de cerdo y del expediente con su nombre. Cuando hubo terminado, su interlocutor permaneció un momento callado, pensativo, como si algo de lo que había oído no terminara de convencerle. Negó con la cabeza ligeramente antes de hablar.
– Lo siento. -Se removió en su silla, incómodo-. Todo esto que me cuentan me sorprende mucho. Y me preocupa, para serles sincero.
– ¿Por algo en especial? -preguntó Andreu.
– Sí. Por varias cosas. Veamos, la parte de las prostitutas no es ninguna novedad. El vudú, en su peor acepción, se ha usado como herramienta de control. Esos ritos de los que han oído hablar son absolutamente reales y, para quienes creen en ellos, de una gran eficacia. Esas chicas están convencidas de que sus vidas y las de sus familias están amenazadas, y de hecho en cierto modo lo están. Podría relatarles varios casos que he presenciado durante mis estudios en África y en ciertas partes de Caribe del sur. El condenado pasa unos días sumido en el terror más profundo, y es ese terror el que le ocasiona la muerte.
– ¿Y bien? -preguntó Héctor, algo impaciente.
– El terror absoluto es una emoción difícil de explicar, inspector. No obedece a la lógica, ni puede curarse con razonamientos. Es más, como seguramente sucedió en este caso, la víctima escogió una forma de morir expeditiva, para aliviar el pánico y de paso salvar a su familia. No duden que esa pobre chica se inmoló, por así decirlo, convencida de que era la única salida. Y, aunque les parezca absurdo, para ella lo era.
– Eso lo entiendo. Al menos, creo entenderlo -puntualizó Héctor-, pero ¿qué es lo que le sorprende?
– Todo lo que ha sucedido después. La desaparición de ese individuo, ese grotesco episodio de la cabeza de cerdo, sus fotos en un expediente… Esto no tiene nada que ver con el vudú en su forma más pura. Más bien parece un decorado. Una puesta en escena dedicada a alguien. -Hizo una pausa y observó a ambos detenidamente-. Intuyo que hay algo que no desean contarme, pero si quieren que les ayude, deben responderme a una pregunta. ¿Ese hombre tiene alguna deuda pendiente con alguno de ustedes?
Hubo un instante de duda antes de que Salgado respondiera:
– Puede ser. No -se corrigió-, la tiene.
El doctor Santacruz podría haber sonreído, de pura satisfacción, pero su semblante pasó a expresar una inquietud clara y franca.
– Es lo que me temía. Miren, tienen que entender algo. Por poderosa que sea su magia, como a veces la llaman, ésta resulta del todo inocua para quienes no creen en ella. ¿Me equivoco al pensar que es usted más bien escéptico, inspector? ¿No sólo en este tema, sino en todos los relacionados con las ciencias ocultas? No, ya lo suponía. Pero sí teme por su familia, por la seguridad de los suyos…
– ¿Acaso están en peligro?
– No me atrevo a decir tanto, ni deseo alarmarle. Es sólo que… ¿cómo lo diría? Buscan que usted sienta miedo, desasosegarle. Sacarle de su enfoque racional, occidental, y atraerlo al suyo, más atávico, sujeto a elementos sobrenaturales. Y, por lo tanto, están usando una parafernalia que cualquiera pueda comprender. -Se volvió hacia Andreu-. Su compañero me ha dicho que usted registró la consulta de ese Omar. ¿Encontró algo que apoye esto que digo?
Martina bajó la mirada, obviamente intranquila.
– Ya se lo ha dicho. Hallamos unas fotos de Héctor y de su familia.
– ¿Nada más?
– Sí. Disculpa, Héctor, no te lo dije porque me pareció ridículo: habían quemado algo en un rincón del despacho. Y las cenizas estaban metidas en un sobre, junto con uno de esos muñecos grotescos hecho a base de soga. Todo estaba dentro de la carpeta con tus fotos y las de Ruth y de Guillermo. Lo saqué antes de que llegaras.
El doctor Santacruz intervino antes de que Héctor pudiera decir nada.
– Me extrañaba que no lo hubieran encontrado, simplemente porque es el rito más conocido del vudú, uno del que todos hemos oído hablar. -Miró a Salgado y dijo con franqueza-: Quieren asustarle, inspector. Si no hay miedo, su poder es nulo. Pero le diré algo más: por lo que veo, parecen decididos a generarle ese miedo, a asustarle con cosas que usted sí puede temer. La seguridad de su familia, la inviolabilidad de su hogar. Incluso la de sus amigos íntimos. Si entra en su juego, si empieza a creer que sus amenazas pueden traducirse en peligros reales, entonces estará en sus manos. Como esa chica.