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En cuanto llegaron a comisaría, Héctor advirtió que Leire tenía algo que decirle, pero antes de que tuviera tiempo de acercarse a ella, Savall lo llamó a su despacho. Por su cara, la reunión a puerta cerrada no presagiaba nada bueno, y Héctor hizo acopio de paciencia para aguantar el sermón, que intuía relacionado con el tema del doctor Omar. Sin embargo, comprendió que el tema no iba por ahí al ver que había otra persona sentada frente a la mesa del comisario: una mujer de cabellos claros, de unos cincuenta años, que se volvió hacia él y le dirigió una mirada intensa. Héctor no se sorprendió cuando Savall hizo las presentaciones; estaba seguro de que tenía que tratarse de Joana Vidal. Ella le saludó con un movimiento leve de cabeza y siguió sentada. Tensa.
– Héctor, estaba informando a la señora Vidal de tus averiguaciones. -El tono de Savall era suave, conciliador y con un deje de advertencia-. Pero creo que es mejor que se lo cuentes tú mismo.
Héctor tardó unos segundos en tomar la palabra. Sabía lo que le estaba pidiendo el comisario: un relato neutro y amable, al tiempo que persuasivo, que convenciera a aquella mujer de que su hijo se había caído por la ventana. El mismo discurso que emplearía un profesor ante un alumno que ha suspendido con un cuatro coma nueve: puede ir con la cabeza bien alta ya que ha sido un suspenso más que digno… vuelva en septiembre y seguro que aprueba. En el caso de Joana Vidal: mejor váyase y no vuelva más. Pero a la vez algo le decía que esa mujer, que permanecía con las piernas cruzadas y agarraba con fuerza los brazos de la silla, guardaba un as en la manga. Una bomba que soltaría cuando lo creyera oportuno y que los pillaría a todos desprevenidos y sin saber qué decir.
– Por supuesto -dijo por fin, y se calló de nuevo para medir sus palabras-. Pero antes quizá la señora Vidal tenga algo que contarnos también.
La rápida mirada de la mujer le indicó que había dado en el clavo. Savall enarcó las cejas.
– ¿Es así, Joana? -preguntó.
– No estoy segura. Tal vez. Pero antes quiero oír lo que el inspector Salgado tenga que decirme.
– Muy bien. -«Ahora sí», pensó Héctor al notar que la mujer que tenía sentada al lado se relajaba un poco. Movió su silla para verle la cara y le habló directamente, como si el comisario no estuviera en la sala-. Por lo que sabemos, la noche de la verbena de San Juan, su hijo y dos amigos suyos, Aleix Rovira y Gina Martí, hicieron una pequeña fiesta en la buhardilla de Marc. Los relatos de los chicos coinciden en líneas generales: la reunión parecía desarrollarse con normalidad, hasta que, por alguna razón, Marc se puso de mal humor, apagó la música y discutió con Aleix cuando éste le recriminó que había vuelto muy cambiado de Dublín. Aleix se marchó a su casa, pero Gina, que estaba bastante borracha, se quedó a dormir en la habitación de Marc. El enfado de éste la afectaba también a ella, ya que en cuanto Aleix se fue, él la mandó a la cama diciéndole que estaba bebida, lo que molestó bastante a la chica. Luego se acostó y se durmió enseguida. Por su parte, Marc se quedó solo en la buhardilla e hizo lo que tenía por costumbre: fumarse un último cigarrillo sentado en el alféizar de la ventana.
Se detuvo ahí aunque el rostro de esa mujer sólo indicaba concentración. Ni pesar, ni dolor. Había algo nórdico en las facciones de Joana Vidal, una frialdad aparente que podía o no ser una máscara. Lo era, pensó Héctor, aunque se trataba de una máscara que llevaba mucho tiempo ahí y empezaba ya a fundirse con los rasgos originales. Sólo sus ojos, de un color castaño oscuro corriente, parecían contradecirla; ocultaban un brillo que, en las condiciones adecuadas, podía ser peligroso. Sin poder evitarlo, comparó mentalmente a Joana con la segunda esposa de Enríe Castells, y se dijo que había un parecido superficial, una palidez común a ambas mujeres, sin embargo ahí se acababan las similitudes: en los ojos de Gloria había duda, inseguridad, incluso obediencia; en los de Joana asomaba la rebelión, el desafío. No cabía duda de que Castells no había querido correr el mismo riesgo dos veces y había escogido una mujer más suave, más dócil. Más manejable. Se dijo que la mujer merecía saber la verdad y prosiguió en el mismo tono, haciendo caso omiso de la expresión de impaciencia que se apoderaba del semblante del comisario.
– Pero los chicos mienten, al menos en parte. No estoy diciendo que tuvieran nada que ver con lo que pasó luego -aclaró-. Sólo que hay una parte de la historia que han… suavizado, por así decirlo.
Pasó a referirles lo que había descubierto Castro al ver las fotos del Facebook de Gina Martí, así como el hallazgo de la camiseta que llevaba puesta Marc durante la fiesta: limpia aunque con unas manchas que bien podían ser de sangre.
– Así que el paso siguiente es interrogar a fondo a Aleix Rovira -lo dijo sin mirar a Savall-, porque la supuesta discusión que nos han contado podría haber sido algo más violenta de lo que sugiere el relato. Y hablar con el hermano de Aleix para que confirme de nuevo que el chico llegó a la casa y no volvió a salir. Sinceramente, creo que es lo más probable; tal vez sólo sucedió eso, una pelea entre amigos, nada muy serio pero lo bastante para que Marc se manchara de sangre la camiseta y se cambiara de ropa. Una pelea que quizá hizo que el portátil de Marc cayera el suelo y se rompiera…
Se quedó pensativo. ¿Por qué Gina no les había dicho nada del portátil roto? Incluso si se había tratado de una simple discusión, como ella decía, resultaba menos sospechoso contar algo que averiguarían de todos modos. Se obligó a frenar; sus pensamientos avanzaban demasiado deprisa y debía continuar.
– Eso no cambia lo que sucedió después -dijo, pero su voz no sonó demasiado convincente-. Sólo que nos faltan piezas para completar la imagen. De momento hemos traído el portátil y el móvil de Marc Castells, a ver qué podemos sacar. Y deberíamos interrogar otra vez a Aleix Rovira. -En ese momento sí miró al comisario. Le complació ver que asentía, aunque de mala gana-. Y ahora, ¿hay algo que quiera decirnos, señora Vidal?
Joana descruzó las piernas y buscó en su bolso hasta sacar unos papeles doblados. Los mantuvo en la mano mientras hablaba, como si no quisiera deshacerse de ellos.
– Hace unos meses, Marc se puso en contacto conmigo por e-mail. -Le costaba contarlo. Carraspeó y echó la cabeza hacia atrás; tenía el cuello largo y blanco-. Como ya deben saber, no nos habíamos visto desde que me fui, hace dieciocho años. Así que fue toda una sorpresa cuando recibí su primer correo.
– ¿Cómo obtuvo tu dirección? -preguntó el comisario.
– Se la dio Félix, el hermano de Enric. Te parecerá raro, pero hemos mantenido el contacto durante todo este tiempo. Con mi ex cuñado, quiero decir. ¿Le conoce? -preguntó, dirigiéndose a Héctor.
– Sí, le vi ayer. En casa de su ex. Parecía querer mucho a su sobrino.
Ella asintió.
– Bueno, Enric es un hombre ocupado. -Negó con la cabeza-. No, no tengo derecho a criticarlo. Estoy segura de que hizo cuanto pudo… pero Félix no tiene otra familia que la de su hermano y se ha preocupado siempre mucho por Marc. Da igual, el caso es que recibí un correo, a principios de año. De… mi hijo. -Era la primera vez que lo decía, y no le había resultado fácil-. Me quedé muy sorprendida. Está claro que algo así podía ocurrir en cualquier momento, pero la verdad es que no lo esperaba. Nunca lo esperas.
Se hizo un silencio, que Savall y Héctor no se atrevieron a romper. Lo hizo ella.
– Al principio no supe qué contestarle, pero él insistió. Me mandó dos o tres correos más y ya no pude negarme, así que empezamos a escribirnos. Ya sé que suena raro, no voy a negarlo. Una madre y su hijo que prácticamente no se han visto nunca comunicándose por correo electrónico. -Esbozó una sonrisa amarga, como si estuviera retándoles a que hicieran el menor comentario. Ninguno de los dos abrió la boca. Ella prosiguió-: Yo temía las preguntas, los reproches incluso, pero no los hubo; Marc se limitaba a contarme cosas de su vida en Dublín, de sus planes. Era como si nos acabáramos de conocer, como si yo no fuera su madre. La correspondencia siguió durante unos tres meses, hasta que… -Calló unos instantes y desvió la mirada-. Hasta que sugirió que podía venir a verme a París.
Bajo la vista a los papeles que tenía en la mano.
– La idea me aterró -dijo simplemente-. No sé por qué. Le dije que tenía que pensarlo.
– ¿Y él se enfadó? -preguntó Héctor.
Ella se encogió de hombros.
– Supongo que fue un jarro de agua fría. A partir de ahí sus correos fueron haciéndose menos frecuentes hasta que casi dejó de escribir. Pero hacia el final de su estancia en Irlanda me mandó este correo.
Desdobló los papeles, escogió uno y se lo dio a Savall. Este lo leyó y luego pasó la hoja a Héctor. El texto decía así:
Hola, sé que llevo mucho tiempo sin dar señales de vida, y no voy a insistir en lo de vernos, al menos de momento. De hecho, debo volver a Barcelona para arreglar un asunto pendiente. Aún no sé cómo hacerlo, pero sí sé que debo intentarlo. Cuando todo eso haya pasado, me gustaría que nos viéramos. En París o en Barcelona, donde prefieras. Un beso, Marc.
Héctor levantó la cabeza del papel y Joana contestó a su pregunta antes de que llegara a formularla.
– No, no tengo ni idea de a qué asunto se refería. En ese momento pensé que debía de tratarse de un tema de estudios, enfocar su carrera o algo por el estilo. La verdad es que no le di importancia hasta ayer por la tarde. Me puse a leer todos los correos, uno tras otro, como si fueran una conversación de verdad. Este es el último que recibí de él.
Las miradas del comisario Savall y Héctor se encontraron. Poco había que decir. Ese mensaje podía referirse a todo, y a nada.
– Ya, ya sé que esto parece un poco exagerado, pero, no sé… quizá sea otra cosa, quizá tenga algo que ver con su muerte. -Movió las manos, un gesto más de impaciencia que de desconsuelo, y se puso de pie-. Bueno, supongo que ha sido una estupidez por mi parte.
– Joana. -Savall se incorporó también y rodeó la mesa para acercarse a ella-. Nada es una estupidez en una investigación. Te dije que llegaríamos hasta el fondo de este asunto y así será. Pero tienes que entender, que aceptar, que quizá lo más evidente es lo que sucedió de verdad. Los accidentes son difíciles de asumir, y sin embargo ocurren.
Joana asentía, aunque Héctor tenía la sensación de que no era eso lo que la preocupaba. O al menos no sólo eso. Tenía que haber sido una mujer muy guapa, y aún lo era en cierto modo, pensó él. Elegante y con estilo, aunque su rostro dejaba entrever ya el paso de los años sin que ella hiciera nada por disimularlo. Ni maquillaje, ni operaciones. Joana Vidal aceptaba la madurez de manera natural y el resultado denotaba una dignidad de la que carecían otros rostros de su edad. La observó aprovechando que ella parecía absorta en lo que le decía el comisario.
– Te mantendremos informada. Personalmente. El inspector Salgado o yo mismo, te lo prometo. Intenta descansar.
Savall se ofreció a acompañarla hasta la puerta, pero ella se negó, con el mismo mohín de impaciencia que Héctor había apreciado unos minutos antes. No debía de ser una mujer fácil, de eso también estaba seguro, y mientras la veía alejarse le vino a la cabeza la imagen de Meryl Streep. La figura de Leire Castro, que se había acercado en cuanto salió Joana Vidal, le devolvió a la realidad.
– ¿Tiene un momento, inspector?
– Sí, pero, si te soy sincero, necesito un cigarrillo. ¿Fumas? -le preguntó por primera vez.
– Más de lo que debería y menos de lo que me apetece.
El sonrió.
– Pues ahora lo harás por orden de tu superior.
Sin saber por qué, Leire le siguió el juego.
– Peores cosas me han pedido.
El levantó las manos, en gesto de falsa inocencia.
– No puedo creerte… Vamos a contaminar el aire a la calle y me lo cuentas.
Lograron encontrar un rincón a la sombra, aunque en Barcelona en verano suponía un falso refugio. El sol de mediodía caía a plomo sobre la ciudad y la humedad aumentaba la temperatura hasta límites africanos.
– Esa era la madre de Marc, ¿verdad? -preguntó ella.
– Sí. -El aspiró profundamente y fue soltando el humo despacio-. Dime, ¿hay algo en el portátil, o en el móvil?
Ella asintió.
– Estamos investigando los números, aunque la mayoría de llamadas y mensajes de los días previos a su muerte son a Gina Martí y Aleix Rovira. Y a una tal Iris, aunque en su caso son básicamente por WhatsApp. -El mostró su desconcierto y ella le explicó de qué se trataba-. Es gratuito, y por el prefijo sabemos que esa chica estaba en Irlanda. En Dublín, supongo. Practicaban poco inglés, la chica debe de ser española, y por lo que he leído, Marc estaba bastante colado por ella. He transcrito todos los mensajes a ver si hay algo, pero a primera vista parecen normales: te echo de menos, me gustaría que estuvieras aquí… Creo que planeaban verse porque hay alguna referencia a «pronto acabará todo esto». -Ella sonrió-. Todo con abreviaturas muy poco románticas, la verdad. En cuanto al portátil, están intentando repararlo pero me han dicho que está bastante cascado. Como si lo hubieran roto a propósito.
– Ya. -El tema del ordenador le preocupaba. Iba a comentar sus dudas en voz alta, pero Leire no le dejó.
– Hay otra cosa, inspector. Me di cuenta anoche, en casa. -Los ojos le brillaban, y Héctor se fijó por primera vez en que eran de color verde oscuro-. Con este calor no había forma de dormir, así que salí a la terraza a fumar un cigarrillo. Se me olvidó el cenicero y acabé apagándolo en el suelo, pensando que ya lo recogería luego. No es muy higiénico, lo reconozco. Luego, mientras estaba en la cama, se me ocurrió. ¿Qué haría usted si fuera a fumar un cigarrillo sentado a la ventana?
El meditó un segundo.
– Bueno, o bien tiraría la ceniza al aire o me llevaría un cenicero y lo tendría cerca, al lado o incluso en la mano.
– Exacto. Y por lo que me dijo la asistenta, Gloria Vergés es una obsesa de la limpieza. No soporta el humo, ni las colillas. Supongo que por eso el chico fumaba en la ventana. -Hizo una pausa breve antes de continuar-: La colilla no estaba en el suelo, al menos no por la mañana, cuando procesamos la escena. Sí, pudo tirarla lejos, pero de algún modo no me imagino a Marc ensuciando el jardín. Lo más lógico era que se llevara el cenicero a la ventana para ahorrarse la bronca. Pero no estaba allí. Estaba dentro, lo recuerdo perfectamente, en la estantería que hay al lado de la ventana. Creo que incluso aparece en alguna de las fotos que tomamos.
El cerebro de Héctor funcionaba a toda máquina a pesar del calor.
– Lo que significa que Marc apagó el cigarrillo y volvió a entrar.
– Eso pensé. He estado dándole vueltas y no es nada definitivo. Pudo perfectamente fumar, entrar y luego volver a la ventana. Pero según nos han dicho no era algo que solía hacer. Quiero decir que la idea que nos han vendido es que Marc se sentaba en la ventana a fumar. Punto. No a meditar, ni a pasar el rato.
– Existe otra opción -rebatió él-. Que alguien retirara el cenicero de la ventana.
– Sí, también lo he pensado. Pero la asistenta tuvo que ocuparse de Gina Martí, que tuvo un ataque de nervios al despertar; no subió a la buhardilla antes de que llegáramos. El señor Castells llegó con su hermano, el cura, al mismo tiempo que nosotros; su mujer y su hija bajaron después; la señora Castells no quiso que la niña viera el cadáver, como es lógico, así que se quedó en el chalet de Collbató hasta la tarde.
– ¿Estás segura de que Gina no volvió a entrar en la buhardilla por la mañana?
– Según su declaración, no. Los gritos de la asistenta la despertaron y bajó corriendo a la puerta. Al ver a Marc muerto tuvo un ataque de nervios y la mujer tuvo que hacerle una tila, que no se bebió. Nosotros llegamos enseguida. Y tampoco la imagino quitando el cenicero de la ventana y colocándolo en su sitio.
– A ver… -Héctor entrecerró los ojos-. Imaginemos la escena: Marc ha estado con sus colegas y la noche ha acabado mal. Se han peleado. Lo bastante para que se le haya manchado la camiseta de sangre. Aleix se ha ido y él ha mandado a Gina a la cama. Son casi las tres de la madrugada y hace calor. Se cambia la camiseta sucia y antes de irse a la cama hace lo de siempre: fumarse un cigarrillo sentado en la ventana. Asumamos que se llevó el cenicero, estoy seguro de que lo hacía de manera habitual. Así que fuma tranquilamente, apaga el cigarrillo y vuelve a entrar en la buhardilla; deja el cenicero…
– ¿Lo ve? -insistió Castro-. No encaja con la idea de que estuviera mareado y se cayera accidentalmente. Es más, si estaba mareado debió de notarlo, y en ese caso, ¿para qué volver a salir?
Héctor pensó en el temor que había leído en los ojos de Joana Vidal hacía sólo un momento, en las palabras de Enric Castells que negaban con una vehemencia excesiva la posibilidad de que su hijo se hubiera lanzado al vacío por voluntad propia. ¿Podía haber sido un suicidio? ¿Un arrebato de desesperación por algo que había sucedido esa noche quizá? ¿O había entrado alguien, habían discutido y había acabado empujándolo por la ventana? Tenía que ser alguien medianamente fuerte, lo que descartaba a Gina. ¿Aleix? ¿Se habían peleado y el resultado de esa pelea había sido el ordenador roto? Leire parecía seguir su razonamiento ya que sus ojos despedían chispas.
– He hecho algo más -dijo ella-. Esta mañana he llamado a la facultad de informática, donde estudia Aleix Rovira. Me ha costado un poco, pero al final me lo han dicho: no ha aprobado una sola asignatura, de hecho prácticamente no ha asistido a clase desde Semana Santa.
– ¿No era una especie de niño prodigio?
– Pues al parecer perdió los superpoderes al entrar en la universidad.
– Investiga sus llamadas. Quiero saberlo todo sobre Rovira: a quién llama, por dónde se mueve; como suele decirse, a qué dedica el tiempo libre… que debe de ser bastante si no asiste a clase. Me da la impresión que esos dos niñatos están jugando con nosotros. Lo citaré en comisaría para el lunes, así que habrá que apurarse. ¿Algún problema?
Leire negó con la cabeza, aunque su expresión no demostraba la misma seguridad. De hecho, esa tarde debía recoger a Tomás en la estación de Sants, y en teoría libraba ese fin de semana. Iba a decirlo en voz alta cuando pensó que tener algo que hacer tal vez no le fuera mal.
– Ningún problema, inspector.
– Muy bien. Otra cosa, Marc escribió a su madre comentándole que tenía algo que resolver acá. No creo que tenga ninguna importancia, pero…
– Pero en este caso vamos a ciegas, ¿no cree?
– Muy a ciegas. -Recordó lo que le había dicho Savall y añadió, sin poder evitar un tonillo irónico-: Y no olvides que todo esto es «extraoficial». Ya hablo yo con el comisario. Quiero recoger todos los datos posibles sobre Aleix Rovira antes del lunes. Ocúpate de él, yo me encargaré de interrogar a Óscar Vaquero.
Ella pareció desconcertada.
– El gordito a quien le gastaron la broma. Ya, ya sé que hace un par de años de eso, pero los rencores a veces no se apagan con el tiempo sino al revés. -Una sonrisa cínica asomó a su semblante-. Te lo aseguro.