172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Capítulo 17

El aire acondicionado de esa triste habitación hacía un ruido infernal. Con las cortinas corridas -rígidos trozos de tela de un color verde musgo- para ocultar el sol de justicia que caía sobre la ciudad a esas horas, el runrún del aparato recordaba al rugido entrecortado de una bestia del inframundo. Podría haber sido un motel de carretera, uno de esos establecimientos que, pese a su sordidez, poseen un halo romántico o cuando menos sensual. Habitaciones que huelen a sábanas sudorosas y a cuerpos entregados, a sexo furtivo pero inevitable, a deseos nunca saciados del todo, a colonia barata y a ducha rápida.

En realidad, no se trataba de un motel sino de una pensión situada cerca de la plaza Universitat, discreta y hasta limpia si se la miraba con buenos ojos -o mejor, si no la miraba uno demasiado-, especializada en alquilar cuartos por horas. Dada la proximidad del «Gayxample», la zona gay por excelencia de Barcelona, la mayor parte de la clientela era homosexual, algo que en cierto modo tranquilizaba a Regina.

En lo que iba de año había acudido más o menos regularmente a esa pensión sin nunca cruzarse con una cara conocida. Lo peor era el momento de entrar y salir, pero hasta entonces había tenido suerte. Seguramente porque en el fondo le importaba un pimiento. No era que ella y Salvador tuvieran explícitamente una relación abierta, pero a su marido tenía que resultarle más o menos obvio que si no hacía el amor con ella, otra persona debía ocupar su lugar en la cama al menos de vez en cuando. Si era sincera consigo misma, Regina debía admitir que cuando se casó con Salvador, dieciséis años mayor que ella, no lo hizo porque el hombre fuera una fiera sexual, aunque los primeros años no había tenido la menor queja al respecto. No, Regina no era una mujer especialmente apasionada, pero sí orgullosa. Llevaba veintiún años casada, y durante la primera mitad de ese tiempo había sido tremendamente feliz. Salvador la adoraba, con una devoción que parecía inquebrantable, eterna. Y ella florecía bajo sus halagos, ante esas miradas que la acariciaban como una malla ceñida, realzando sus curvas sin apretar demasiado.

Lo único que no calculó cuando decidió casarse con ese caballero, atractivo en un sentido poco convencional, alto y canoso ya en la foto de boda, fue que los gustos de ese intelectual reconocido no cambiarían con los años. Si a los cuarenta y cuatro Salvador se fijaba en las chicas de veintitantos, a los sesenta y cuatro, convertido por azares del destino en un autor popular, su interés seguía centrándose en los mismos cuerpos jóvenes, las mismas caras insultantemente tersas. Las que sólo necesitan agua y jabón para estar brillantes. Y esas jovencitas, aún más tontas que Regina hace años, lo encontraban distinguido, encantador, inteligente. Incluso romántico. Leían emocionadas sus novelas de amor, cuentos de hadas urbanos con títulos como El dulce sabor de las primeras citas o Con vistas a la tristeza que él empezó a escribir cuando sus sesudos libros con pretensiones experimentales aburrieron incluso a los críticos más repelentes, y asistían a sus conferencias en las que palabras como «deseo», «piel», «sabor» y «melancolía» se repetían hasta la saciedad.

Había sido un golpe duro darse cuenta de que aquella admiración constante se apagaba poco a poco. O, mejor dicho, se desplazaba sutilmente en otras direcciones. A los treinta y ocho años, Regina dejó de ser la bola blanca de la partida de billar, el centro de las atenciones de su marido, y a los cuarenta y cinco se convirtió definitivamente en la bola negra, esa que sólo se toca al final de la partida y cuando no queda más remedio. Ahora, al borde de los cincuenta, después de varios retoques faciales que no habían recibido más que una fugaz mirada de reconocimiento por parte de Salvador, había decidido cambiar de juego. Un buen día la lógica se había impuesto al amor propio; se había percatado de que estaba luchando contra un enemigo tan brutal como implacable, al que podía contener pero no ganar.

Fue su resolución del Fin de Año anterior: levantar su autoestima a cualquier precio. Y, al observar lo que la rodeaba, descubrió que esas miradas que ya no le dirigía su marido podían llegar, sorprendentemente, desde ángulos insospechados. En cierto sentido, pensó, la infidelidad restauraba el orden y equilibraba su matrimonio. Y aunque al principio no buscaba realmente sexo, sino más bien recuperar un ego maltrecho que no respondía a los tratamientos antiarrugas ni a las incisiones del bisturí, fue una verdadera sorpresa el alud de sensaciones que le proporcionaron aquellos brazos fuertes y musculosos, aquellas nalgas duras y suaves como piedras romas, aquellos besos torpes y aquella lengua inquieta que llegaba a los rincones más recónditos de su sexo. Ese amante de nueva generación capaz de follarla hasta el agotamiento sin perder la sonrisa, de morderla en el cuello como un cachorro juguetón, incluso de abofetearla cuando el placer era tan intenso que los ojos se le cerraban sin quererlo. Como ella, como todos, él deseaba ser visto y admirado, pero al contrario que otros, la gran opinión que tenía de sí mismo se quedaba en la calle; en la cama se volvía generoso e incansable, exigente y cariñoso. A días, un auténtico cabrón; a días, un chaval asustadizo que pide caricias. Ella no habría sabido decir qué prefería; sí sabía que, semana a semana, había ido enganchándose a aquellos juegos a puerta cerrada, y que la perspectiva de estar un mes sin verle, desterrada en la Costa Brava con aquel marido sexagenario que ahora le resultaba repulsivo -la imagen de Salvador en traje de baño se había convertido en una pesadilla de la que no podía librarse-, y una hija en plena tramontana emocional, era francamente desagradable. A Dios gracias, no estaba enamorada de alguien que podía ser su hijo; de hecho hacía tiempo que dudaba de la existencia de ese amor con mayúsculas del que su marido no se cansaba de escribir para deleite de mujeres que deseaban vivir en esos libros. Era, simplemente, el aliciente indispensable de unas semanas que, sin él, perdían su eje. Aunque a veces, sola en su cuarto, disfrutaba tanto al recordar aquellos encuentros que creía poder pasar sin ellos… Todo llegaría, estaba segura, pero mientras tanto almacenaría en su memoria detalles morbosos a los que su cuerpo respondía sin vacilación.

– ¿En qué piensas? -le susurró Aleix al oído.

– Creía que dormías -dijo ella, y le besó en la frente. Se incorporó un poco para que él la rodeara con su brazo. Sus manos se entrelazaron. La fuerza que irradiaban esos dedos fuertes le daba vida.

– Sólo un poco. Pero la culpa es tuya -usaba un ronroneo obsceno-, me dejas agotado.

Ella se rió, satisfecha, y la otra mano de él se coló por debajo de las sábanas y le rozó los muslos.

– Basta -protestó ella, y se apartó un poco-. Tenemos que irnos.

– No. -La aprisionó con todo su cuerpo-. Quiero quedarme aquí.

– Eh… Vamos, levanta. Holgazán… Hace demasiado calor para tenerte encima. -Ella usaba un tono de falsa severidad; él, como un crío rebelde, la estrechaba entre sus brazos con más fuerza. Por fin, Regina consiguió desasirse, se sentó en el borde de la cama y encendió la cruda luz de la mesita de noche.

Aleix abrió brazos y piernas en cruz, ocupando prácticamente todo el espacio. Ella no pudo evitar que la belleza de ese cuerpo desnudo volviera a sorprenderla. Era una sensación agridulce, una mezcla de admiración y de vergüenza. Sin levantarse, estiró el brazo para coger el sujetador y la blusa, tirados en una silla cercana.

– Puedes quedarte en la cama si quieres -dijo mientras se vestía, de espaldas a él.

– No te vayas aún. Tengo que hablar contigo.

Algo en su tono de voz la alarmó de repente y se volvió, con la blusa a medio abotonar.

– ¿Tiene que ser ahora? -Terminó de abrocharse la blusa y cogió el reloj de pulsera de la mesita-. Es tardísimo.

Él se incorporó hasta ponerse de rodillas sobre las sábanas y la besó en el cuello.

– Quita… Si ayer no me hubieras dejado plantada, habríamos tenido más tiempo. Salvador llega dentro de una hora y tengo que ir al aeropuerto a recogerle.

– Lo hice por Gina, ya te lo he dicho… Y en parte es culpa tuya: nada de mensajes al móvil, ningún contacto fuera de aquí. No pude avisarte.

Ella asintió con un gesto rápido, impaciente.

– Así tiene que ser. Bueno, aprovecha mientras me visto. ¿Qué tienes que decirme? -Se levantó de la cama y empezó a ponerse las bragas y luego la falda. No tenía ni tiempo para pasar por casa a ducharse. Iría directamente a recoger al Viejo.

– Estoy en un lío. Un mal lío.

Silencio.

– Necesito dinero.

– ¿Dinero? -Regina no supo qué decir. Enrojeció y terminó de vestirse.

El notó que la había ofendido; saltó de la cama, aún desnudo y fue hacia ella. Regina desvió la mirada.

– Eh, eh… Mírame -le dijo él. Ella lo hizo, y entonces, al verle la cara, comprendió que el tema iba realmente en serio-. No te lo pediría si no fuera imprescindible. Pero he metido la pata y lo necesito. De verdad.

– Tienes padres, Aleix. Seguro que te ayudan.

– No seas absurda. No puedo recurrir a ellos.

Regina suspiró.

– ¿Qué pasa? ¿Has dejado embarazada a alguna universitaria o algo así?

Él cambió de expresión, le cogió la mano.

– ¡Suelta! -No lo hizo. La asió con más firmeza y la atrajo hacia él.

– No es ninguna broma, Regina. Si no consigo tres mil euros antes del martes…

No lo dejó terminar, lo interrumpió con una carcajada seca, irónica.

– ¿Tres mil euros? ¡Estás loco!

Aleix le apretó la mano con más fuerza pero luego la soltó. Se quedaron frente a frente, midiéndose con la mirada.

– Te los devolveré.

– Oye, ni hablar. No se trata de que me los devuelvas o no. ¿Te crees que puedo sacar tres mil euros de la cuenta sin que Salvador se entere? ¿Y qué le digo? ¿Que el polvo me ha salido un poco caro esta vez?

Estaba ofendida; era lo que él temía, hacerla sentir como alguien que tiene que pagar a cambio de sexo. Intentó explicarse:

– Escucha, no te los pido como amante. Te los pido como amiga. Te los pido porque si no los devuelvo, esos tíos me van a matar.

– Pero ¿de qué estás hablando? -Empezaba a ser tarde. Quería terminar con esa conversación y largarse de allí-. ¿Qué tíos?

Él bajó la cabeza. No podía contárselo todo.

– No te estaría diciendo esto si no fuera importante.

Regina no quería darle más opciones; se sentó en la silla para calzarse las sandalias blancas, pero el silencio, sólo interrumpido por el rugido del aparato de aire, le pesó demasiado.

– Aleix, voy a hablarte en serio. Si de verdad estás en un lío, tienes que recurrir a tus padres. No puedo resolver tus problemas. ¿Lo entiendes?

– No te pongas en plan protectora conmigo. No cuando acabo de follarte dos veces.

Ella esbozó una media sonrisa.

– Vamos a dejarlo, Aleix. No tengo ganas de pelearme contigo.

Era su última baza: la jugó a la desesperada, con un atisbo de remordimiento. Se dejó caer sobre la cama y clavó la mirada en ella.

– Yo tampoco quiero discutir. -Intentó que su voz sonara fría, súbitamente despreocupada-. Pero creo que al final me vas a ayudar. Aunque sólo sea por tu hija.

– No te atrevas a meter a Gina en esto.

– Tranquila, no pienso contarle que me tiro a su madre un día por semana. Eso te lo dejaré a ti. -Bajó la voz; ya había empezado, detenerse ya no era una opción-. Lo que haré será contarle a ese inspector argentino que vi cómo la inocente y asustada Gina empujaba a Marc por la ventana.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– La verdad, pura y dura. ¿Por qué crees que Gina está así? ¿Por qué crees que ayer fui a tu casa? Para no dejarla sola con la poli porque tu niña está acojonada por lo que hizo.

– Te lo estás inventando. -Le temblaba la voz. Por su cabeza pasaron entonces imágenes fragmentadas de los últimos días. Intentó disiparlas antes de seguir hablando. Aquello era un farol, tenía que ser un puto farol de aquel niñato cabrón. Fue indignándose por momentos.

Aleix siguió hablando:

– Se moría de celos desde que Marc nos contó que había conocido a una chica en Dublín. Y la noche de San Juan ya no pudo aguantar más: se había puesto aquel vestido para ligar con él, pero él seguía pasando.

Regina se levantó y fue hacia Aleix. Tenía que controlar la voz, controlarse para no perder los estribos y cruzarle la cara.

Controlarse para que no le quedara ninguna duda de que ella iba en serio.

– Tú te fuiste… eso declaraste a la policía, y eso dijo Gina también.

El sonrió: Regina dudaba. Sembrar la duda en ella era cuanto necesitaba en ese momento.

– Claro. Es lo que se hace por una amiga, ¿no? A pesar de que Marc también era mi amigo. Está en tus manos, Regina. Es simple: favor por favor. Tú me ayudas, yo os ayudo a ti y a Gina.

Justo entonces sonó el móvil de Aleix, que él había dejado sobre la mesita de noche. Extendió el brazo para ver quién era y frunció el ceño. Contestó bajo la mirada fija de Regina.

– ¿Edu? ¿Pasa algo? -Su hermano lo llamaba pocas veces, por no decir nunca.

Mientras él escuchaba lo que Edu tenía que decirle, Regina recogió su bolso despacio. La conversación apenas duró un minuto. Aleix se despidió con un «gracias» y colgó.

La miró sonriente. Seguía desnudo, consciente del atractivo de su cuerpo. Ella supo que iba a decirle algo más, lo notaba en su cara de satisfacción, en esa sonrisa que expresaba más arrogancia que otra clase de alegría.

– Qué casualidad. Al parecer la poli quiere verme. El lunes por la tarde. El tiempo justo para que tú y yo resolvamos este asunto… entre nosotros.

Por un momento Regina vaciló. Una máscara fría le cubrió las facciones. Parte de ella, la parte que correspondía a la mujer defraudada, deseaba cruzarle la cara a ese niñato chulo, pero finalmente su lado maternal se impuso. Lo primero era hablar con Gina. Decidió que el bofetón podía esperar.

– Ya te llamaré -le dijo antes de dar media vuelta.

– ¿Qué?

Regina sonrió para sus adentros.

– Eso. Que ya te diré algo. -Se volvió hacia él intentando que su expresión fuera lo más despectiva posible-. Ah, y si de verdad necesitas ese dinero, sigue buscándolo. Yo en tu lugar no confiaría demasiado en que te lo dé.

Él le sostuvo la mirada. «Puta», dibujaron sus labios.

Aleix buscó desesperadamente una frase que zanjara ese pulso a su favor, pero no la encontró, así que se limitó a sonreírle de nuevo.

– Tú sabrás lo que haces. Tienes hasta el lunes por la mañana para salvar a tu niña de este lío. Piénsatelo.

Ella esperó unos segundos antes de abrir la puerta y huir.