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Martina Andreu miró el reloj. Su turno acababa en menos de media hora y tenía el tiempo justo para ir al gimnasio antes de recoger a los niños. Necesitaba unos buenos estiramientos, la espalda la estaba matando esos días y sabía que en parte era debido a la falta de ejercicio. Intentaba organizarse, pero a veces simplemente no podía con todo. Trabajo, marido, casa, dos hijos pequeños rebosantes de actividades extraescolares…
Guardó los papeles del caso del doctor Ornar en la carpeta con un suspiro de frustración. Si había algo que la sacaba de quicio eran los casos que no avanzaban en ninguna dirección. Empezaba a pensar que ese tipo se había largado con su macabra música a otra parte. No era una idea descabellada en absoluto; si la red de tráfico de mujeres era su principal fuente de ingresos, ahora tenía que buscar otro modo de ganarse la vida. La sangre en la pared y el numerito de la cabeza de cerdo podían ser sólo una cortina de humo, una forma de desaparecer por la puerta grande, por así decirlo. Aunque, por otro lado, el tipo no era ningún chaval. En Barcelona tenía sus contactos y aquella consulta repugnante. Quizá no ganara lo bastante para hacerse millonario, pero desde luego más de lo que sacaría en otro sitio donde tuviera que empezar de cero.
La personalidad de ese individuo era un misterio. La gente del barrio había aportado escasa información. Ella misma había ido puerta por puerta durante toda la mañana, intentando averiguar algo, y lo único que había sacado en claro era que el nombre del doctor inspiraba al menos desconfianza; en algunos casos, un temor reconocido. Una de las mujeres con las que había hablado, una joven colombiana que vivía en la misma escalera, había dicho sin censurarse: «Es un tipo raro… Yo me santiguaba cuando me cruzaba con él. Ahí dentro hacía cosas malas». La había presionado un poco y sólo había obtenido un vago «dicen que saca a los diablos del cuerpo, pero si me pregunta a mí le diré que el diablo es él en persona». Y a partir de ahí se había callado como una tumba.
No era algo tan extraño, pensó Martina; por sorprendente que pareciera, en ciudades como Barcelona se realizaban regularmente unos cuantos exorcismos, y dado que ahora los sacerdotes de la ciudad condal no entraban en esos temas, los creyentes en esas cosas tenían que buscar exorcistas alternativos. Estaba segura de que el doctor Ornar podía ser uno de ellos. El registro de su consulta había aportado pocos pero significativos indicios: multitud de cruces y crucifijos, libros sobre satanismo, santería y otras historias parecidas, escritos en francés y español. Sus movimientos bancarios eran ridículos, había comprado el piso al contado años atrás; no tenía amigos, y si tenía algún cliente, éste no iría a declarar a comisaría.
Martina notó un escalofrío al pensar en que esas cosas podían seguir sucediendo en una ciudad como Barcelona. Fachadas modernistas y tiendas modernas, hordas de turistas que saqueaban la ciudad cámara en mano… y por debajo de todo eso, protegidos por el anonimato, individuos como el doctor Ornar: sin raíces, sin familia, dedicándose a ritos aberrantes sin que nadie se enterara. «Basta ya», se dijo. Seguiría el lunes. Dejó el expediente cerrado encima de la mesa y se levantaba ya cuando sonó el teléfono. «Mierda», pensó, las llamadas en el último minuto siempre acarreaban problemas.
– ¿Sí?
Una voz de mujer, temblorosa por los nervios y con un marcado acento sudamericano, balbuceó al otro lado:
– ¿Es usted la que lleva el caso del doctor?
– Así es. ¿Me da su nombre, por favor?
– No, no… Llámeme Rosa. Tengo algo que decirle, si quiere nos vemos.
– ¿Cómo ha conseguido mi número?
– Me lo dio una vecina a la que interrogaron.
Martina miró el reloj. El gimnasio se desdibujó en el horizonte.
– ¿Y quiere que nos veamos justo ahora?
– Sí, enseguidita. Antes de que vuelva mi marido…
«Espero que sea algo que merezca la pena», pensó Martina, resignada.
– ¿Dónde podemos vernos?
– Vaya al Parque de la Ciudadela. Estaré detrás de la cascada. ¿Sabe dónde le digo?
– Sí -respondió Martina. Llevar a los niños al zoo de vez en cuando tenía sus ventajas.
– La espero allí, dentro de media hora. Sea puntual, no tengo mucho tiempo…
La subinspectora iba a añadir algo, pero la llamada se cortó antes de que pudiera hacerlo. Cogió su bolso y salió de comisaría. Con un poco de suerte, al menos llegaría a recoger a los niños.
La tarde también estaba siendo fructífera para Leire Castro. Ante sí tenía un desglose de la actividad telefónica de Aleix Rovira en los últimos dos meses, y era de lo más interesante, ni que fuera por el altísimo número de llamadas. Con la lista sobre la mesa fue señalando los números que más se repetían, lo cual, dada la intensidad de comunicaciones de ese teléfono, no era tarea fácil. Las más curiosas eran las que se realizaban el fin de semana; durante todo el día, y gran parte de la noche, el móvil de Aleix recibía llamadas breves, de apenas unos segundos. Había otros números que se repetían con relativa frecuencia. Leire los anotó, dispuesta a averiguar a quién pertenecían. Uno de ellos había efectuado varias llamadas, diez para ser exactos, la noche del 23 de junio. Aleix no contestó a ninguna, pero sí se puso en contacto con ese número al día siguiente. Una conversación de cuatro minutos. Fue la única llamada que se molestó en devolver, después de haber dejado varias sin contestar. Contó los números: seis números distintos habían efectuado varias llamadas, y Aleix había atendido a las dos primeras. Ninguna más.
Intentó ordenar esos datos dispersos, mientras repasaba mentalmente la historia que Gina y el propio Aleix habían contado en declaraciones previas. Una historia que no era del todo verdad. ¿Por qué se habían peleado él y Marc Castells? Una pelea lo bastante fuerte para que la camiseta de Marc se hubiera manchado de sangre. ¿A quién pertenecía el número que había llamado insistentemente esa noche, y al que Aleix sí se había tomado la molestia de responder al día siguiente? Eso, al menos, sería fácil de averiguar. En efecto, tras unas rápidas comprobaciones, obtuvo el nombre de ese usuario: Rubén Ramos García. Suspiró. El nombre no le decía nada. Introdujo luego otro de los números que más aparecía en la lista. Ese nombre sí le dijo, y mucho. Regina Ballester. La madre de Gina Martí… Desde luego iban a tener cosas que preguntar a Aleix el lunes.
Miró el reloj. Sí, aún tenía tiempo. Introdujo el nombre de Rubén Ramos García en el ordenador. Instantes después, gracias a la magia de la informática, aparecía en la pantalla la foto de un joven moreno. Leire leyó la información totalmente desconcertada. ¿Qué diablos hacía un joven de buena familia, como diría el comisario, relacionándose con ese chaval que, a todas luces, no pertenecía a su círculo social? Rubén Ramos García, veinticuatro años, fichado en enero del año anterior y otra vez en noviembre por posesión de cocaína. Sospechas de tráfico de estupefacientes que no se habían demostrado. Otra nota: interrogado en relación con una agresión skinhead a unos inmigrantes que acabaron retirando la denuncia.
Leire hizo un informe rápido de todo ello y lo dejó sobre la mesa, tal y como había acordado con el inspector. Luego, sin querer detenerse a pensar en nada, cogió el casco y fue a por la moto.
Martina Andreu cruzaba la verja del Pare de la Ciutadella a las cinco y veinte en punto. Unas oscuras nubes empezaban a asomar desde el mar y un viento, cálido pero potente, agitaba las ramas de los árboles. En los parterres, algo secos por la falta de lluvia, grupos de jóvenes tocaban la guitarra o simplemente disfrutaban de una cerveza. Verano en la ciudad. Avanzó con paso rápido por el suelo de tierra hasta dar con la cascada y el sonido del agua le proporcionó una pasajera sensación de frescor. La rodeó, dirigiéndose a un rincón del parque situado detrás, donde había un par de bancos dispersos. Recorrió el espacio con la mirada hasta localizar a una mujer de baja estatura, de cabello muy moreno, que de espaldas a ella estaba jugando con una niña pequeña. La mujer se volvió justo cuando ella se acercaba y asintió débilmente con la cabeza.
– ¿Rosa?
– Sí. -Estaba nerviosa; sus oscuras ojeras transmitían un cansancio era fruto de toda una vida-. Amor, mamá va a hablar con esta señora de un trabajo. Juega tú sólita acá un momento, ¿de acuerdo?
La niña miró a la recién llegada con seriedad. Había heredado las ojeras de su madre, aunque a cambio tenía unos bonitos ojos negros.
– Estamos en ese banco -añadió Rosa, y señaló el más cercano-. No te alejes, amor.
Martina fue hacia el banco y Rosa la siguió; ambas se sentaron. El viento arreciaba, augurando una noche de lluvia. «Ya era hora», pensó la subinspectora.
– Va a llover -dijo Rosa, que no apartaba la mirada de su hija, ni dejaba de retorcerse las manos: dedos recios y cortos, endurecidos a fuerza de limpiar casas ajenas.
– ¿Cuántos años tiene?
– Seis.
Martina sonrió.
– Uno menos que los míos. Son gemelos -aclaró.
Rosa le sonrió, algo menos nerviosa, aunque sus manos seguían tensas. «Complicidad entre madres», pensó la subinspectora.
– ¿Qué tenía que decirme, Rosa? -No quería demostrar impaciencia, pero el tiempo se le echaba encima. Al ver que la mujer no respondía, insistió-: ¿Algo sobre el doctor Ornar?
– No sé si he hecho bien, señora. No quiero meterme en líos. -Bajó la cabeza, y llevó la mano a una medalla que llevaba colgada al cuello.
– Tranquila, Rosa. Usted ha creído que debía llamarme, así que debe de tratarse de algo importante. Puede confiar en mí.
La mujer miró a su alrededor y suspiró:
– Es…
– ¿Sí?
– Yo… -Por fin tomó fuerzas y se decidió a hablar-: Prométame que no vendrá a buscarme, ni tendré que declarar en la comisaría.
Martina odiaba hacer promesas que no sabía si podría cumplir, pero esa clase de mentiras formaban parte de su trabajo.
– Se lo prometo.
– Bien… yo conocía al doctor. El curó a mi niña. -La voz empezó a temblarle-. Yo… yo sé que ustedes no creen en estas cosas. Pero yo lo veía, día tras día. La niña estaba cada vez peor.
– ¿Qué tenía?
Rosa la miró de reojo y sujetó con firmeza la medalla.
– Por la Virgen se lo digo, señora. Mi niña estaba embrujada. Mi marido no quería ni oír hablar de eso. Incluso me levantó la mano cuando se lo dije… pero yo lo sabía.
Martina sintió frío de repente, como si esa mujer que tenía al lado lo llevara consigo.
– ¿Y la llevó a la consulta del doctor Omar?
– Sí. Una amiga me lo recomendó, y no vivimos lejos. Así que la llevé y él me la curó, señora. Puso sus manos santas sobre su pecho y ahuyentó al maligno.
Se santiguó al decirlo. Martina no pudo evitar que su tono fuera gélido cuando preguntó:
– ¿Me ha hecho venir para contarme esto?
– ¡No! No, quería que supiera que el doctor era un buen hombre. Un santo, señora. Pero hay algo más. Yo no tenía dinero para pagarle todo de una vez así que tuve que volver… Creo que le vi el día en que desapareció.
La subinspectora se puso alerta.
– ¿A qué hora?
– Por la tarde, señora, sobre las ocho. Fui a pagarle, y cuando salía de su consulta le vi.
– ¿A quién vio?
– A un hombre que esperaba en la puerta de la calle, fumando, como si no se decidiera a entrar.
– ¿Cómo era? -Martina sacó su bloc de notas, definitivamente alerta.
– No hace falta que se lo describa -La mujer casi rompió a llorar-. Usted… usted lo conoce. Al día siguiente volví a verlo, con usted, comiendo en un restaurante cercano.
– ¿Se refiere al inspector Salgado?
– No sé cómo se llama. Comía con usted, como si fueran amigos.
– ¿Está segura?
– No la habría llamado si no lo estuviera, señora. Pero prométame que nadie vendrá a casa. Si mi marido se entera de que llevé a la niña a ese doctor…
– Tranquila -susurró Martina-. No diga nada de esto a nadie. Pero tengo que poder localizarla, déjeme un número de móvil, algo…
– ¡No! Vengo aquí todas las tardes, con la niña. Si necesita algo ya sabe dónde encontrarme.
– Muy bien. -Martina la miró con seriedad-. Se lo repito, Rosa: no diga ni una palabra de todo esto.
– Se lo juro por la Virgen, señora. -Rosa besó la medalla antes de levantarse del banco-. Ahora tengo que irme.
La niña, que había permanecido ajena a la conversación, se volvió al oír que su madre iba hacia ella. Seguía sin sonreír.
Martina Andreu las vio alejarse. También ella debía irse pero sus piernas se negaban a moverse del banco. Los caballos dorados de la cuadriga que coronaba la fuente parecían encabritarse ante un viento que seguía azotando los árboles, y a lo lejos se oyó el eco de un trueno. «Una tormenta de verano», se dijo. «Todo esto no será más que una puta tormenta de verano.»