172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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Capítulo 19

El AVE procedente de Madrid llegó a la hora prevista, desafiando años de retraso en el servicio de ferrocarriles del país. A esas horas de la tarde, en un viernes de verano, el vestíbulo de la estación se hallaba repleto de gente que pretendía cambiar el sofoco de la ciudad por el gentío de las playas, aunque eso implicara un trayecto en un tren abarrotado. Sentada en uno de los bancos en el gran vestíbulo de la estación, Leire observaba el trasiego de personas: excursionistas con mochila que hablaban a gritos, madres con inmensas bolsas al hombro arrastrando a niños pequeños que se empeñaban en meter torpemente el billete por la ranura, inmigrantes agotados tras una jornada de trabajo que casi seguro había empezado al amanecer, turistas que estudiaban el panel de salidas como si fueran las tablas de la ley sin prestar atención a sus billeteras.

La atenta mirada de Leire descubrió a un par de chicas jóvenes que deambulaban por el recinto sin decidirse a tomar tren alguno. «Carteristas», se dijo al sorprender una mirada de complicidad entre ellas: una plaga más veraniega que los mosquitos y, desde luego, más difícil de combatir. Hurtos de poca monta, condenas inexistentes, turistas amargados y cacos triunfantes; ése era el único resultado en el mejor de los casos. Estaba observando a una de ellas, que entraba en los lavabos detrás de una señora de mediana edad, evidentemente extranjera, cuando notó que alguien se sentaba a su lado.

– ¿Ripiando a la gente? -preguntó el recién llegado en tono irónico-. Te recuerdo que ahora no estás de servicio.

Se volvió hacia él. Las mismas gafas de sol con cristales de espejo, la misma barba de dos días, nunca más; los mismos dientes blanquísimos, las mismas manos. El mismo individuo con quien había coincidido en la sala de espera de un gabinete de fisioterapeutas y que, tras observarla como un lobo por encima del periódico, le había dicho: «Los masajes sacan mi parte más tierna. ¿Nos encontramos abajo en una hora aproximadamente?». Y ella había asentido, divertida, creyendo que era broma.

– El crimen nunca descansa -repuso Leire.

– El crimen quizá no, pero tú deberías -bromeó él. Se puso de pie-. Mis pulmones necesitan nicotina. Y yo, una cerveza. ¿Has venido en moto?

– Sí.

Él le dio un beso rápido. Como ella, no era muy amigo de las caricias en público, pero le dejó un buen sabor de boca, ganas de más.

– ¿Por qué no nos acercamos hasta la playa? Llevo una semana ahogándome de calor en Madrid. Quiero ver el mar contigo.

El chiringuito de la playa anunciaba la llegada del viernes noche con música de discoteca, y los clientes, con el cuerpo brillante de bronceador, se dejaban seducir por ese ritmo entre suave y machacón y la oferta de mojitos que una preciosa joven latinoamericana preparaba en una barra anexa. Con las rodillas dobladas y los pies apoyados en la silla de enfrente, Tomás encendió su tercer cigarrillo y pidió la segunda cerveza. Había apurado la primera casi de un trago y contemplaba la playa, ya medio vacía, y ese tranquilo mar de ciudad, casi sin olas, de un azul desvaído.

– No sabes las ganas que tenía de esto… -dijo él, relajando los hombros y exhalando el humo despacio, como si con él expulsara algo de dentro que lo agotaba. Se había quitado la americana y desabrochado los primeros botones de la camisa.

Leire le sonrió.

– Puedes darte un chapuzón si quieres. No son aguas puras y cristalinas, pero no están mal.

– No llevo el bañador -dijo él. Bostezó-. Además, ahora quiero fumar y beber. ¿Tú sólo quieres una Coca-Cola?

– Sí. -Intentó que el humo no le diera en la cara. ¿Cómo podía darle náuseas el humo ajeno y no el propio?

– Bueno, ¿y qué me cuentas? ¿Algún caso interesante?

– Alguno que otro. Pero no hablemos de trabajo, por favor. He tenido una semana horrible.

– Tienes razón. Aunque al menos lo tuyo es interesante. Las auditorías en tiempos de crisis son deprimentes. -La atrajo hacia él y le rodeó los hombros con el brazo-. Hacía tiempo que no nos veíamos.

Ella no contestó y él siguió hablando.

– He pensado en llamarte varias veces, pero no quería agobiarte. Durante una semana todo fue bastante intenso.

Intenso. Sí, ésa era la palabra. Una de ellas. Sólo estar a su lado, notar ese brazo fuerte, disparaba todos los resortes de su cuerpo. Era algo extraño. Pura química sexual, como si ambos estuvieran hechos para complacerse.

– Pero el otro día ya no pude más. -Ella no preguntó por qué-. Supe que tenía que verte. Al menos este fin de semana.

Leire seguía con la vista puesta en el mar, en unas nubes que avanzaban a toda velocidad por el horizonte. No quería verlas.

– Va a llover -dijo.

– ¿No te gusta estar en la playa bajo la lluvia?

– Prefiero estar en la cama. Contigo.

Apenas esperaron a entrar en su casa. La proximidad en la moto mezclada con el tenso ambiente de tormenta fue subiendo la temperatura de ambos, y él empezó a meterle mano ya en la escalera, sin el menor pudor. Ella no se resistió lo más mínimo. Se besaron con avidez en el umbral hasta que ella se soltó y le arrastró hacia dentro de la mano. No la soltó en ningún momento, ni siquiera cuando él buscó sus bragas con los dedos mientras le rozaba los labios con la lengua sin llegar a besarla del todo, dejándola con ganas de más. Las manos, entrelazadas contra la puerta, fueron descendiendo a medida que ella se excitaba. Cuando llegaron a la altura de sus caderas, él la besó de verdad, con fuerza, y retiró los dedos juguetones. Entonces la cogió en brazos y la llevó hasta la cama.

Tomás no era de los que se dormía después de hacer el amor, algo que a ella francamente le daba igual. De hecho, ese día, lo habría preferido. Por suerte, tampoco era de los que hablaba; tendido a su lado, mantenía el contacto, disfrutaba del silencio. Fuera, una intensa lluvia azotaba las calles. Ella se dejó mecer por el rumor, por el roce, mientras pensaba que ése era el momento. Que quizá él no tuviera derecho alguno, como le había repetido María la noche anterior, pero que ella, en conciencia, debía contárselo. No pretendía pedirle nada, ni exigirle ninguna responsabilidad. Sólo decir la verdad.

– Leire -susurró él-. Quiero contarte algo.

– Yo también. -El no pudo ver su sonrisa, a oscuras-. Empieza tú.

El volvió la cara hacia ella.

– He hecho una locura.

– ¿Tú?

– No te enfades, ¿vale? Prométemelo.

– Prometido. Y lo mismo digo yo.

– He alquilado un barco. Para el mes que viene. Quiero irme unos días a las islas, a Ibiza, o Menorca. Y me gustaría que vinieras conmigo.

Por un momento no le creyó. La perspectiva de viajar con él, los dos solos; de noches enteras follando sin parar en un camarote, de playas de aguas azules y cenas románticas en cubierta, la dejó sin palabras. Pensó en María, cargando cubos de agua para construir el consultorio en la aldea africana, y se echó a reír.

– ¿De qué te ríes?

Ella no podía parar.

– De nada… -balbuceó, sin poder evitar otra carcajada.

– ¿Acaso crees que no sé manejar un barco?

– No es eso… de verdad…

El empezó a hacerle cosquillas.

– ¡Te ríes de mí! ¿Te estás riendo de mí? ¡Serás…!

– Para, para… ¡Para, por favor! ¡Basta!

La última orden surtió efecto porque él se detuvo, aunque dijo, en tono amenazante:

– Dime que vendrás… o te mato a cosquillas.

Leire suspiró. Ya. No podía demorarlo más. La lluvia parecía haberse calmado. Una tormenta se alejaba, pensó ella. Tomó aire y empezó:

– Tomás, hay…

Un teléfono interrumpió la frase.

– Es el tuyo -dijo él.

Leire saltó de la cama, aliviada por ese respiro momentáneo. Tardó unos segundos en dar con el móvil porque no sabía ni dónde había dejado la chaqueta. La encontró en el suelo del comedor, junto a la puerta, y consiguió responder antes de que colgaran. La llamada fue breve, apenas unos segundos, los suficientes para comunicar la terrible noticia.

– ¿Pasa algo? -preguntó él. Estaba de rodillas, desnudo, en medio de la cama.

– Tengo que irme -respondió ella-. Lo siento.

Recogió su ropa a toda prisa y corrió hacia el baño, aún abrumada por lo que acababa de oír.

– Volveré en cuanto pueda -le dijo antes de irse-. Y hablamos, ¿vale?