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Ya había empezado a llover cuando Héctor llegó a comisaría. Iba con la esperanza de encontrar aún a Martina Andreu, pero su despacho estaba vacío. Saludó a un par de conocidos sintiéndose muy incómodo, como si ése ya no fuera su lugar y, sin poder evitarlo, miró de reojo la puerta de su propio despacho. Aunque técnicamente había estado de vacaciones, todo el mundo sabía lo sucedido. Llevaba muchos años en comisarías, y éstas eran como cualquier lugar de trabajo: un hervidero de rumores y comentarios. Sobre todo si afectaban a alguien que hasta entonces se había distinguido por un historial intachable. Con paso resuelto, se dirigió hacia la mesa de Leire Castro y enseguida vio el informe, colocado sobre el teclado del ordenador dentro de una carpeta. Apoyado en la mesa, revisó el informe de las llamadas de Aleix Rovira. Ese chico estaba resultando una fuente inagotable de sorpresas, pensó al ver los nombres de Rubén Ramos y de Regina Ballester en el informe adjunto. Y, sin embargo, el primer nombre era más una confirmación que una verdadera sorpresa, se dijo, al recordar la conversación que acababa de mantener con Óscar Vaquero.
Había quedado con él a las puertas de un gimnasio en el centro de la ciudad, y mientras le esperaba pensó que el chico debía de haberse tomado en serio lo de perder peso. No obstante, cuando se le acercó un joven no muy alto pero ancho de espaldas, con unos brazos musculosos que amenazaban con romper las mangas de la camiseta y en absoluto obeso, tuvo que mirarle dos veces para reconocer en él la descripción que le habían hecho de Óscar Vaquero. Claro está, habían transcurrido dos años desde aquel vídeo que había terminado con la expulsión de Marc Castells y el cambio de colegio de Óscar. Y, a juzgar por los resultados, este último había aprovechado el tiempo. Luego, ya sentados en una terraza en plena calle a pesar de las nubes que empezaban a cubrir el cielo, pudo constatar que el cambio en Óscar no había sido sólo físico. Héctor pidió un café solo y Óscar, tras pensarlo un poco, optó por la Coca-Cola zero.
– ¿Te enteraste de lo que le sucedió a Marc Castells? -preguntó Héctor.
– Sí. -Se encogió de hombros levemente-. Una pena.
– Bueno, no creo que tú le tuvieras mucho cariño -insinuó el inspector.
El chico sonrió.
– Ni a él, ni a la mayoría de la gente de ese colegio… Pero eso no significa que me alegre de que se mueran. -Algo en su tono de voz desmentía en parte la frase-. Esto no es América; aquí los marginados no entran en el colegio con una escopeta y se lían a tiros con toda la clase.
– ¿Por falta de armas o de ganas de hacerlo? -preguntó el inspector, manteniendo el tono ligero.
– No creo que deba tener esta conversación sobre ansias homicidas con un policía…
– Los policías también fuimos alumnos un día. Pero, hablando en serio -dijo, cambiando de tono y sacando un cigarrillo del paquete-, está claro que todo ese asunto del vídeo tuvo que hacerte daño.
– Eso sí que le hace daño -repuso el chico, y señaló el tabaco-. La verdad es que no me gusta mucho hablar de eso… Es como otra época. Otro Óscar. Pero sí, claro, me jodió bastante. -Desvió la mirada, como si de repente le interesaran mucho las maniobras que una furgoneta hacía en la esquina apuesta para intentar meterse en un hueco que a todas luces era demasiado estrecho para ella-. Era el gordito maricón. -Esbozó una sonrisa amarga-. Ahora soy un gay cachas. Intento olvidarme de esa época, pero a veces vuelve.
Héctor asintió.
– Vuelve cuando menos te lo esperas, ¿verdad?
– ¿Cómo lo sabe?
– Ya te dije que todos hemos sido chicos alguna vez.
– Tengo fotos guardadas, de esa época, para no olvidarme. Pero dígame, ¿qué es lo que quiere?
– Sólo intento hacerme una idea de cómo era Marc Castells. Cuando muere alguien, todo el mundo habla bien de él -dijo, y se sorprendió al pensar que en este caso el refrán no era cierto.
– Ya… ¿Y ha venido a buscar a alguien que lo odiara? Pero ¿por qué? ¿No fue un accidente?
– Estamos cerrando el caso, y no podemos descartar otras posibilidades.
Óscar asintió.
– Ya. Bueno, pues me temo que se ha equivocado de persona. Yo no odiaba a Marc. Ni entonces ni ahora. Era uno de los pocos con quienes hablaba.
– ¿Y no te extrañó que colgara ese vídeo?
– Inspector, no diga tonterías. Marc nunca habría hecho eso. No lo hizo, en realidad. Todo el mundo lo sabía. Por eso lo expulsaron sólo una semana.
– Entonces, ¿cargó con la culpa de otro?
– Claro. A cambio de ayuda académica. Marc no era muy listo, ¿sabe? Y Aleix lo tenía cogido por los huevos. Hacía todos sus exámenes.
– A ver, ¿estás diciéndome que quien grabó el vídeo y lo colgó en internet fue Aleix Rovira y que Marc cargó con las culpas por él?
– Sí. Por eso me fui. Ese colegio daba asco. Aleix era el número uno, el chico listo, un intocable. Marc también, pero menos.
– Entiendo -dijo el inspector.
– Pero en el fondo ese imbécil de Aleix me hizo un favor.
Y creo que me va bastante mejor que a él, por lo que he oído.
– ¿Qué has oído?
– Digamos que a Aleix le ha dado por el wild side. Y es lo bastante idiota para creerse un chico duro. Ya me entiende, inspector Salgado.
– No. ¿Duro en qué sentido?
– Mire, todo el mundo sabe que si uno quiere algo para el fin de semana, algo para pasarlo bien, sólo hay que llamar a Aleix.
– ¿Me estás diciendo que es un camello?
– Era camello amateur pero creo que últimamente se lo está tomando más en serio. Traficar y consumir. O eso dicen.
Y que va con mala gente también.
Así que ahora, al ver el nombre de otro chaval de edad parecida y con antecedentes de posesión de cocaína, Héctor comprendió que Óscar no le había mentido. Ignoraba si eso tenía algo que ver con la muerte de Marc, pero lo que estaba claro era que Aleix Rovira tendría que explicarle muchas cosas sobre peleas, sobre drogas, sobre culpas endosadas a otros… Tenía ganas de apretarle las tuercas a ese niñato, pensó. Y ahora había con que hacerlo.
– ¿Inspector?
La voz le sobresaltó. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no había oído llegar a nadie.
– Señora Vidal. ¿Me buscaba?
– Sí. Pero llámeme Joana, por favor. Señora Vidal me hace pensar en mi madre.
Llevaba la misma ropa que antes y parecía cansada.
– ¿Quiere sentarse? Ella vaciló.
– Preferiría… ¿Le importa si vamos a tomar algo? -No, claro que no. Puedo ofrecerle un café si quiere. -Estaba pensando en un gin-tonic, inspector, no en un café.
El miró el reloj y sonrió.
– Héctor. Y tienes razón. A partir de las siete el café produce insomnio.
Llovía a cántaros cuando salieron, así que se metieron en el primer bar que encontraron, uno de esos bares de menú que por las tardes sólo sobrevivían gracias a parroquianos que no se movían de la barra, donde discutían de fútbol y consumían una cerveza tras otra. Las mesas estaban libres, así que, a pesar de la mirada reprobadora del camarero, Héctor condujo a Joana hasta la más alejada de la barra, donde podrían hablar con tranquilidad. El camarero la limpió con desgana, más atento a la discusión que se mantenía en la barra sobre los nuevos fichajes del Barça que de los clientes. Sin embargo, se apresuró a llevarles dos gin-tonic bien cargados, más para que le dejaran en paz en su tertulia que por generosidad.
– ¿Fumas? -dijo Héctor.
Ella negó con la cabeza.
– Lo dejé hace años. En París no se podía fumar en ningún sitio.
– Bueno, aquí durará poco. Pero de momento resistimos. ¿Te molesta?
– En absoluto. De hecho me gusta.
De repente ambos se sintieron incómodos, como un par de desconocidos que acaban de ligar en un bar cutre y se preguntan qué diablos están haciendo. Héctor carraspeó y bebió un sorbo del gin-tonic. No pudo evitar una mueca de disgusto.
– Esto está terrible.
– No nos matará -repuso ella. Y dio un sorbo valiente y largo.
– ¿Para qué has venido a comisaría? Hay algo que no nos has contado antes, ¿verdad?
– Noté que te dabas cuenta.
– Mira… -Se sintió incómodo por el tuteo, pero prosiguió-. Te voy a ser totalmente sincero, aunque te parezca brusco: éste puede ser uno de esos casos que no se resuelva nunca. No he tenido muchos así en mi carrera, pero en todos ellos la duda siempre ha quedado en el aire. ¿Cayó? ¿Saltó voluntariamente? ¿Le empujaron? Sin testigos, con pocos indicios que apunten a que se ha cometido un delito, acaban siendo clasificados como «muerte accidental» por falta de otras pruebas. Y la duda siempre sigue ahí.
– Lo sé. Eso es precisamente lo que quiero evitar. Tengo que saber la verdad. Ya sé que te parecerá contradictorio, y como mi ex se empeña en recordarme cada vez que me ve, es un interés que llega tarde. Pero no voy a retirarme sin saber qué pasó.
– Tal vez fuera un accidente. Debes contar con eso.
– Cuando podáis asegurarme que fue un accidente, os creeré. De verdad.
Ambos bebieron a la vez. El hielo se deshacía, y tanto el gin-tonic como la conversación fluían mejor. Joana tomó aire y se decidió a confiar en ese inspector de aspecto melancólico y ojos amables.
– El otro día recibí otro correo electrónico. -Buscó en el bolso y sacó el papel impreso-. Léelo.
From: [email protected]
Asunto:
Hola… Disculpe que le escriba, pero no sabía a quién acudir.
Me he enterado de lo que ha pasado y creo que deberíamos vernos. Es importante que no le diga nada a nadie hasta que usted y yo hablemos en persona. Por favor, hágalo por Marc, sé que habían empezado a escribirse y espero poder confiar en usted.
Volaré hasta Barcelona desde Dublín el próximo domingo por la mañana. Me gustaría ir a verla enseguida y contarle algunas cosas sobre Marc… y sobre mí.
Muchas gracias,
Siempreiris
Héctor levantó la cabeza de la hoja de papel. -No lo entiendo. -Los cabos de ese caso parecían multiplicarse, apuntar hacia direcciones distintas, ninguna definitiva. Si media hora antes estaba bastante seguro de que la pelea entre Aleix y Marc estaba relacionada con asuntos de drogas, ahora aparecía ese nombre de nuevo, Iris. Había una tal Iris en el móvil de Marc-. Siempreiris. Es una extraña forma de firmar un correo, ¿no crees? Como si ése no fuera su nombre. Como si fuera una especie de homenaje.
Joana cogió el gin-tonic, le temblaba un poco la mano. Se lo acercó a los labios, pero no llegó a beber. La tertulia de la barra estaba alcanzando cotas de discusión apasionada.
– Estuve a punto de decírselo a mi ex marido ayer. De preguntarle si sabía algo de esa Iris, si el nombre le resultaba familiar. Se mostró tan cruel, que pensé que era mejor no hacerlo. Además, esa chica me pedía que no se lo contara a nadie, como si corriera peligro, como si escondiera algo… -Has hecho bien en decírmelo -le aseguró Héctor. -Eso espero. -Joana sonrió-. Apenas puedo reconocer a Enric. ¿Quieres saber una cosa? Cuando éramos novios pensé que estaría con él toda la vida. -¿Eso no lo pensamos todos?
– Supongo que sí. Pero todo cambió tanto cuando nos casamos…
– ¿Por eso te fuiste?
– Por eso, y porque la idea de ser madre me aterraba.
Joana apuró el gin-tonic y volvió a dejarlo en la mesa.
– Suena fatal, ¿verdad?
– El miedo es humano. Sólo los estúpidos son inmunes a él.
Ella se rió.
– Buen intento, inspector Salgado. -Miró hacia la puerta-. ¿Te importa si vamos a dar una vuelta? Creo que ya ha dejado de llover. Necesito que me dé el aire.
La lluvia había dado una capa de brillo a una ciudad que se preparaba para el fin de semana. Corría una brisa leve, nada especial, pero entre eso y las calles mojadas se respiraba un frescor que era de agradecer tras esos días de intenso bochorno. Héctor y Joana empezaron a callejear sin rumbo, caminaron hacia plaza Espanya y una vez allí oyeron una animada música étnica que procedía de la zona del palacio de Montjuïc, donde al parecer se celebraba una de esas fiestas de verano. Quizá se sentían a gusto el uno con el otro, quizá ninguno de los dos tenía muchas ganas de volver a una casa vacía; lo cierto es que ambos, de común y tácito acuerdo, encaminaron sus pasos hacia la música. Anochecía, y el escenario iluminado los atrajo. En el camino, puestos de empanadas, tacos y mojitos hechos a granel ofrecían sus productos entre banderas de colores y charcos de agua. Los responsables de los puestos intentaban poner buena cara al mal tiempo, pero era obvio que la lluvia había aguado parte de la fiesta.
– ¿Puedo preguntarte si estás casado? -dijo ella, mientras un grupo de salsa llenaba el escenario de sensuales bailes tropicales.
– Lo estuve.
– ¿Otra víctima del desamor?
– ¿Y quién no?
Ella se rió. Hacía tiempo que no estaba tan a gusto con alguien. El se detuvo frente a uno de los puestos y pidió un par de mojitos.
– No deberías, inspector. No se debe invitar a una mujer soltera a más de una copa.
– Chis, baja la voz. -Al ir a pagar sacó el móvil del bolsillo y vio que había tres llamadas perdidas que habían pasado desapercibidas con los acordes caribeños-. Disculpa un momento -dijo, y se apartó unos pasos-. ¿Qué? Perdona, estoy en la calle y hay mucho ruido. Por eso no oí el móvil. ¿Qué? ¿Cuándo? ¿En su casa? Voy para allá.
Joana dirigió la mirada hacia el escenario, con los dos mojitos en la mano. Al fondo, las fuentes de Montjuïc lanzaban sus chorros de colores, y la calle empezaba a llenarse de gente que, como ellos, había decidido unirse a la fiesta después de la lluvia. El mojito estaba aguado. Dio un largo sorbo y le tendió el otro vaso a Héctor, con un gesto casi de coquetería, pero su sonrisa se esfumó al ver la expresión de su rostro.