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La casa de los Martí parecía invadida por una tropa de soldados cautos, que hablaban en voz baja y realizaban las tareas pertinentes con cara de circunstancias. En la sala, un severo Lluís Savall daba órdenes escuetas a sus hombres mirando de reojo a Salvador Martí y a su mujer, que, pese a estar sentados uno al lado del otro en el oscuro sofá, daban la impresión de hallarse a kilómetros de distancia. El tenía la mirada clavada en la puerta; ella permanecía tensa, envarada por una fuerza interior, y sus ojos secos y enrojecidos delataban una mezcla de incredulidad y dolor. En esa estancia cerrada el horror estaba sólo en sus mentes, en unas imágenes que difícilmente conseguirían borrar de su memoria. En el cuarto de baño, sin embargo, la tragedia estallaba en todo su macabro esplendor: brochazos dispersos en las paredes esmaltadas de la bañera, una cuchilla de afeitar en la repisa, el agua teñida de rojo y el cuerpo inerte de Gina, medio sumergido con el semblante tranquilo de una niña dormida.
Frente a la puerta, Héctor escuchaba con atención lo que le decía una seria agente Castro mientras un compañero de la policía científica terminaba de recoger las muestras de la tragedia. No fue un relato largo, no hacía falta. Regina Ballester había ido a buscar a su marido al aeropuerto sobre las siete, pero el avión llegó con retraso. Durante la espera, de más de una hora, llamó a su hija varias veces, pero ésta no se puso al teléfono. El vuelo de Salvador Martí aterrizó por fin, y ambos llegaron a casa sobre las nueve y cuarto, después de sortear un fuerte atasco provocado por la lluvia y la salida del fin de semana. Regina había subido inmediatamente al cuarto de su hija y al no verla allí pensó que quizá había salido, pero cuando pasaba por delante del baño se fijó en que la puerta estaba entreabierta y la luz encendida. Sus gritos al ver a Gina en la bañera, sumergida en un mar de sangre, alertaron a su marido. Fue él quien llamó al teléfono de emergencias, aunque sabía que ya nada podía hacer la ciencia médica por revivir a su única hija. La conclusión aparente, a falta de otras pruebas, era que Gina Martí se había cortado las venas en la bañera.
– ¿Ha dejado alguna nota?
Leire asintió con la cabeza.
– En el ordenador, apenas dos líneas. Dice algo así como: no puedo más, tengo que hacerlo… los remordimientos no me dejan en paz.
– ¿Remordimientos? -Héctor imaginó a Gina, medio borracha, despechada, observando a Marc sentado en el alféizar de la ventana. Caminando hacia él, poseída por el rencor, empujándolo antes de que él se volviera hacia ella y le hiciera flaquear en su decisión. Eso tenía sentido. Lo que no conseguía creer era que esa misma chica hubiera bajado luego a acostarse en la cama del chico al que amaba y al que acababa de matar y se hubiera quedado allí, dormida o no, como si nada hubiera ocurrido. No creía que Gina Martí hubiera sido capaz de actuar con esa frialdad.
– Inspector Salgado, me habían dicho que estaba de vacaciones. -La forense, una mujer menuda y vivaracha, célebre por su eficacia y su lengua viperina, se dirigió hacia ellos e interrumpió sus pensamientos.
– La echaba de menos, Celia.
– Pues para echarme tanto de menos llega tarde. Le estábamos esperando por si quería verlo. -Miró hacia el interior con la inexpresividad de quien lleva años examinando cadáveres: viejos, jóvenes, sanos y enfermos-. ¿He oído que hay una nota de suicidio?
– Sí.
– Pues entonces tengo poco que añadir. -Pero su tono, su ceño fruncido, indicaban otra cosa.
Héctor entró en el baño y contempló el cuerpo sin vida de la pobre Gina. Recordó de repente su estallido en el sofá, cuando anunció a voz en grito que ella y Marc se querían ante la mirada condescendiente de su madre. Había detectado en ese momento un destello de triunfo en su voz; Marc no estaba ya para contradecirla, ella podía aferrarse a ese amor, fuera real o no. Con el tiempo, ante personas ajenas a todo ese asunto, incluso habría cambiado su relato; habría desterrado de él el rechazo de Marc en su última noche, lo habría transformado en el joven enamorado que le daba un beso, le decía cariñosamente «espérame despierta, no tardaré», y luego se precipitaba al vacío en un accidente nunca explicado.
– La agente Castro me ha dicho que la interrogaron ayer. ¿Les pareció una chica decidida? ¿Segura de sí misma?
¿Decidida? Héctor dudó sólo un instante. La voz de Leire fue más tajante:
– No. En absoluto.
– Pues en ese caso tenía buen pulso. Miren. -Celia Ruiz se dirigió a la bañera y, sin pensárselo dos veces, sacó la mano derecha del agua-. Un único corte, profundo y firme. El otro es igual. Los suicidas adolescentes suelen hacerse varios cortes hasta atreverse con el definitivo. Ella no; tenía claro lo que quería y no le tembló la mano. Ninguna de las dos.
– ¿Podemos retirar ya el cadáver? -preguntó un agente.
– Por mí sí. ¿Inspector Salgado?
El asintió y se apartó de la bañera para dejar pasar a los otros.
– Gracias, Celia.
– De nada. -Héctor y Leire ya salían por la puerta cuando Celia añadió-: Tendrán el informe completo el lunes, ¿de acuerdo?
– A sus órdenes. -Héctor le sonrió-. Vamos a su habitación. Quiero ver esa nota.
Leire acompañó al inspector. La caja con los peluches estaba en el mismo rincón donde la agente la había visto la tarde anterior. Sobre la mesa, al lado del ordenador, había un vaso con restos de zumo.
– Ahora les digo a los chicos que se lo lleven al laboratorio, por si encuentran algo. -Con las manos protegidas por unos guantes, Leire movió el ratón y la pantalla del ordenador volvió a la vida. Había un texto breve, escrito con letras grandes: «No puedo más, tengo ke hacerlo… los remordimientos no me dejan en paz»-. Hay algo más.
Leire minimizó el texto y maximizó otra página. Lo primero que vio Héctor fue la foto borrosa de una niña y, justo debajo otra, en blanco y negro, que mostraba a una joven de cabellos rubios agitados por el viento. Leire fue subiendo con el cursor hasta llegar al inicio de la página. Un encabezamiento simple, típico de los formatos de blog, anunciaba: Cosas mías (sobre todo porque no creo que le interesen a nadie!). Al lado, una pequeña foto revelaba que ése era el blog de Marc Castells. Pero lo que más llamó la atención a Héctor Salgado fue la entrada del blog que estaba leyendo Gina antes de morir, fechada el 20 de junio. La última que había escrito Marc antes de morir. Era muy breve, apenas unas cuantas líneas: «Todo está preparado. Se acerca la hora de la verdad. Si el fin justifica los medios, la justicia avala lo que vamos a hacer. Por Iris».
– El nombre me resultaba familiar de la lista de llamadas de Marc, y el texto es de lo más extraño.
Héctor pensó en el mensaje de Joana. Siempreiris…
– Nos lo llevamos. -Antes de cerrar, vio que el blog de Marc no tenía muchos seguidores; de hecho, sólo dos: gina m. y Siempreiris-. Hay que hablar con los Martí. Luego nos ocuparemos de esto.
Mientras bajaban, puso al corriente a Leire de su conversación con Joana Vidal.
– La tal Iris que firmaba el mensaje le pedía que no la mencionara a nadie hasta que pudieran verse en persona. Creo que será mejor que sigamos sus instrucciones, por el momento. Espero que el domingo nos cuente algo importante.
Leire asintió.
– Inspector, ¿qué piensa de todo esto?
Héctor permaneció unos instantes con la mirada perdida.
– Pienso que está muriendo demasiada gente joven. -Volvió la cabeza hacia la habitación de la que acababan de salir-. Y pienso que hay muchas cosas que no sabemos.
– Si le digo la verdad, Gina Martí no me pareció del tipo suicida. Estaba triste, sí, pero al mismo tiempo tuve la impresión de que estaba… disfrutando con su papel. Como si la muerte de Marc la hubiera elevado a la categoría de protagonista.
– Las protagonistas también mueren a veces -repuso él-. Y tal vez el problema de Gina no fuera la depresión, sino el sentimiento de culpabilidad.
Leire negó con la cabeza.
– No acabo de verla empujándolo por la espalda sólo porque él no la correspondía. Eran amigos desde niños… Cualquiera ha podido teclear esa nota.
– Las amistades pueden retorcerse a veces de manera insospechada.
– ¿Cree que lo mató por amor? -preguntó ella con un deje de ironía.
En ese momento, un sollozo histérico seguido de un rumor de pasos se elevó hacia ellos. Regina, que no había pronunciado ni una sola palabra en toda la noche, rompió en un llanto sonoro e incontrolable cuando los agentes sacaron a Gina de la bañera, colocada sobre una camilla y completamente cubierta por una sábana blanca.
Savall los esperaba al final de la escalera, junto a la puerta que daba a la sala. Resultaba obvio que tenía unas ganas enormes de marcharse.
– Salgado, ¿te ocupas de esto? No creo que podáis hablar con los Martí esta noche.
Hasta ellos llegó la voz tensa y ronca de Regina: -No quiero un calmante. ¡No quiero calmarme! Quiero ir con Gina. ¿Adónde se la llevan? -Regina se zafó de los brazos de su marido y caminó hacia la puerta. La vieron ir, casi corriendo, en pos de los agentes. Pero al llegar a la puerta se detuvo, como si una barrera invisible le impidiera cruzarla. Se le doblaron las rodillas y habría caído al suelo de no haber sido por Héctor, que estaba a su espalda.
Su marido se le acercó con el paso vacilante de un anciano y miró a los agentes con ojos que revelaban una hostilidad arraigada. Por una vez, a Salvador Martí le fallaron las palabras y sólo exigió:
– ¿Pueden dejarnos en paz por hoy? Mi esposa necesita descansar.
Parecía mentira que la calle estuviera tan tranquila, tan ajena al drama que se desarrollaba a sólo unos metros. Si los fines de semana de verano el barrio ya se quedaba vacío, en ése, tras los días de calor infernal, se había provocado un éxodo casi absoluto. Ni siquiera la lluvia de la tarde había conseguido disuadir a nadie. Un señor de mediana edad paseaba un perro de raza indefinida por el centro de Via Augusta; tiendas cerradas, cafeterías a oscuras, huecos para aparcar en ambos lados de la calle. Un panorama de sosiego que sólo quedaba truncado por las luces azules de los coches de policía que se alejaban sin hacer ruido, destellos silenciosos que se llevaban consigo los últimos restos de la tragedia.
Héctor y Leire pasearon hasta la Diagonal casi sin proponérselo. Inconscientemente buscaban luz, tráfico, sensación de vida. Ella sabía que Tomás la esperaba pero no se sentía con ánimos de hablar con él. Héctor retrasaba el momento de llamar a Joana para contarle lo sucedido porque no sabía muy bien qué decirle y necesitaba aclarar sus ideas. Tampoco le apetecía en absoluto volver a su piso; tenía la sensación de que en ese espacio, antaño acogedor, podían aguardarle ahora sorpresas atroces. La visión de sí mismo golpeando sin piedad a aquel bastardo no era fácil de olvidar, ni amable de recordar.
– Vi lo que me dejaste sobre las llamadas de Aleix Rovira -dijo él. Y pasó a contarle su charla con Óscar Vaquero: las sospechas de que Aleix podía estar pasando cocaína guardaban relación con las llamadas a aquel camello de poca monta, el tal Rubén. Más curiosas resultaban las llamadas a Regina Ballester, pensó Héctor. Prosiguió sin darle tiempo a decir nada, hablando consigo mismo a la vez que para ella-: Creo que empiezo a hacerme una idea de lo que sucedió esa noche. Era la verbena, un buen día para los negocios de Aleix. Gina nos dijo que llegó más tarde, así que ya debía de haber vendido algo, pero seguro que tenía más. Fue recibiendo llamadas, y si asumimos que se dedicaba a eso, tenían que ser de posibles clientes. Pero no contestó a ninguna. Y si lo que dice su hermano es cierto, volvió a su casa tan pronto como se fue de la de Marc. Si hubo una pelea, y la sangre en la camiseta de Marc lo deja bastante claro, es posible que la coca fuera el motivo de la discusión. O, como mínimo, formara parte de ella.
Leire seguía su razonamiento.
– ¿Quiere decir que ellos se pelearon y Marc se deshizo de la cocaína? Eso explicaría por qué Aleix no contestó a las llamadas de sus clientes. Pero ¿por qué se pelearían? Gina nos habló de una discusión; dijo que Marc había vuelto cambiado de Irlanda, que no era el mismo… Pero tuvo que existir una razón más importante, algo que motivara que Marc se enfrentara a Aleix y se vengara de él deshaciéndose de la cocaína.
– Aleix los había dominado a ambos. Y Marc se rebeló.
– ¿Está sugiriendo que Aleix pudo volver a casa de Marc y ajustar cuentas con él? ¿Y luego matar a Gina, fingiendo un suicidio, para que ella no le delatara?
– Sugiero que no deberíamos llegar a ninguna conclusión hasta interrogar a ese chico como Dios manda. También sugiero que le tendamos una pequeña trampa a su amigo Rubén. Quiero tenerlos a ambos cogidos por los huevos. -Hizo una pausa y prosiguió-: Y luego tenemos a Iris. En el mensaje de Joana, en el móvil de Marc, y ahora en su blog. Es como un fantasma.
– Un fantasma que aparecerá pasado mañana. -Leire suspiró. Estaba agotada. Notó que sus músculos empezaban a relajarse tras la tensión acumulada en casa de los Martí.
– Sí. Es tarde, y mañana nos espera un día duro. -La miró con afecto-. Deberías descansar.
Tenía razón, pensó ella, aunque intuía que le iba a costar conciliar el sueño esa noche. Sin saber muy bien por qué, empezaba a sentirse a gusto con ese tipo tranquilo, algo taciturno pero a la vez sólido. Sus ojos castaños insinuaban un poso de tristeza, sí, pero no de amargura. De sana melancolía, si es que eso significaba algo.
– Sí. Tengo que ir a por la moto.
– Claro. Nos vemos mañana -dijo él. Se alejó unos pasos, pero de repente se volvió para llamarla, como si hubiera recordado algo importante-. Leire, antes me preguntaste si creía que Gina había matado a Marc por amor. Nunca se mató a nadie por amor, eso es una falacia de los tangos. Sólo se mata por codicia, despecho o envidia, créeme. El amor no tiene nada que ver con eso.