172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

Capítulo 22

Héctor entró en su despacho como si fuera un intruso. No había tenido ánimos de volver a su casa y había decidido ir a comisaría, a leer el blog de Marc Castells. Intentó sacudirse de encima la sensación de estar haciendo algo que no debía, pero no lo logró del todo. Puso en marcha su ordenador, recordó su contraseña -kubrick7-, y tecleó la dirección del blog de Marc Castells en el navegador, mientras pensaba en la falta de pudor que delataban esos diarios del siglo veintiuno. Los antiguos, los de papel, eran algo privado, algo que sólo leía el interesado y en los que, por tanto, podía volcar todos sus secretos. Ahora la vida privada se exhibía en la red, lo cual, estaba seguro, imponía cierta censura a la hora de escribir. Si uno no podía ser absolutamente sincero, ¿para qué molestarse en escribirlo? ¿Eran una llamada de atención al mundo? ¡Eh, escuchad, mi vida está llena de cosas interesantes! Haced el favor de leerlas…

Quizá lo que pasaba era que se estaba haciendo viejo, pensó. Hoy en día la gente ligaba en internet; algunos, como Martina Andreu, incluso se casaban con personas que habían conocido en ese espacio difuso que era el cibermundo, personas que a veces vivían en otras ciudades y con las que tal vez jamás se habrían cruzado si no se hubieran sentado una tarde delante del ordenador. «Definitivamente, estás pasado de moda, Salgado», concluyó mientras se abría la página. Cosas mías (sobre todo porque no creo que le interesen a nadie más!). Era un buen nombre, aunque resultaba irónico que las cosas de Marc le interesaran a alguien después de que él hubiera muerto.

Por lo que pudo ver, Marc había empezado en el mundo del blog cuando se fue a Dublín, probablemente como forma de comunicarse con la que era su mejor amiga, que comentaba profusamente casi todas sus entradas. Incluía fotos de su cuarto en una residencia de estudiantes dublinesa, del campus, de calles mojadas por la lluvia, de puertas de colores en adustos edificios georgianos, de parques inmensos, de jarras de cerveza, de colegas que sostenían las jarras. Marc no dedicaba mucho tiempo a escribir; la mayoría de sus textos eran breves y comentaban aspectos tan apasionantes como el tiempo -siempre lluvioso-, las clases -siempre aburridas- y las fiestas -siempre rebosantes de alcohol-. A medida de que él mismo se iba aburriendo de sus comentarios, éstos se hacían menos frecuentes.

Héctor fue descendiendo por la pantalla hasta que encontró una foto que le llamó la atención; mostraba a una joven rubia, de cabellos agitados por el viento, a los pies de un acantilado. Sin quererlo, pensó en La mujer del teniente francés, que paseaba su pena por otros acantilados azotados por las olas. El pie de foto rezaba: «Excursión a Moher, 12 de febrero». Gina no había escrito comentario alguno. La siguiente entrada estaba fechada siete días después, y era con diferencia la más larga de todo el blog. El encabezamiento tenía por título «En recuerdo de Iris».

Hace mucho tiempo que no pienso en Iris ni en el verano en que murió. Supongo que he tratado de olvidarlo todo, de la misma forma que superé las pesadillas y los terrores de la infancia. Y ahora, cuando quiero recordarla, a mi mente sólo acude el último día, como si esas imágenes hubieran borrado todas las anteriores. Cierro los ojos y me traslado a aquella casa grande y vieja, al dormitorio de camas desiertas que esperan la llegada del siguiente grupo de niños. Tengo seis años, estoy de campamento y no puedo dormir porque tengo miedo. No, miento. Aquella madrugada me porté como un valiente: desobedecí las reglas y me enfrenté a la oscuridad sólo por ver a Iris. Pero la encontré ahogada, flotando en la piscina, rodeada por un cortejo de muñecas muertas.

Héctor no pudo evitar un estremecimiento y su mirada buscó la foto en blanco y negro de aquella niña rubia. Sentado en ese despacho vacío que se le hacía extraño, en una comisaría a media luz, se olvidó de todo y se sumergió en el relato de Marc. En la historia de Iris.

Recuerdo que el suelo estaba frío. Lo noté al bajar descalzo de la cama y caminar deprisa hacia la puerta. Había esperado a que amaneciera porque no me atrevía a salir de noche del inmenso cuarto desierto, pero llevaba ya un buen rato despierto y no podía retrasarlo más. Me tomé unos segundos para cerrar la puerta con cuidado para no hacer ruido. Tenía que aprovechar ese momento, mientras todos dormían, para lograr mi propósito.

Sabía que no había tiempo que perder, así que fui a buen paso; sin embargo, antes de atravesar el largo pasillo me detuve y tomé aire antes de atreverme a cruzarlo. Las persianas de la planta baja dejaban entrever una débil línea de luz, pero el pasillo de arriba seguía a oscuras. ¡Cómo odiaba esa parte del caserón! De hecho, odiaba la casa entera. Sobre todo en días como ése, en que estaba casi deshabitada hasta que llegara el siguiente grupo de niños con los que tendría que compartir diez días. Por suerte ya era el último: luego podría volver a la ciudad, a ese cuarto conocido para mí solo, a los muebles nuevos que no crujían de noche y a las paredes blancas, paredes que protegían en lugar de asustar.

Solté el aire sin darme cuenta y tuve que inspirar de nuevo. Era algo que me había enseñado Iris: «Tomas aire y lo expulsas mientras corres, así apagas el miedo». Pero a mí no me servía de mucho; quizá porque en mis pulmones no cabía suficiente aire, aunque no se lo había dicho a ella porque me daba vergüenza.

Intenté avanzar pegado a la barandilla de madera, colocada a lo largo del pasillo para que nadie pudiera caerse abajo, y mantener la mirada fija hacia delante para no ver a ese pajarraco tieso que, desde la mesita apoyada en la pared, parecía vigilar mis pasos. De día no era tan horrible, a veces llegaba a olvidarme de él, pero en la penumbra ese búho de ojos de cristal resultaba aterrador. Debí de agarrarme con más fuerza a la baranda porque ésta crujió y la solté enseguida: no quería hacer ruido. Avancé en línea recta siguiendo el extraño dibujo de las baldosas frías, y recuerdo perfectamente la sensación de pisar algo rugoso cuando apoyaba el pie en alguna que estaba rota. Ya faltaba poco: el cuarto de Iris era el último, al final del pasillo.

Tenía que verla antes de que se levantaran los demás porque si no, no me dejarían hacerlo. Iris estaba castigada, y aunque en el fondo incluso yo creía que era un castigo merecido, no quería que pasara otro día sin hablar con ella. Casi no había tenido tiempo de hacerlo la tarde anterior, cuando la encontró uno de los monitores después de que ella se escapara y estuviera una noche entera en el bosque. Sólo pensar en esa posibilidad, en aquel bosque poblado de sombras y de búhos inmóviles, me ponía la carne de gallina. Pero al mismo tiempo me moría de ganas de que Iris me contara lo que había visto allí. Ella quizá se hubiera portado mal, pero era valiente y eso era algo que yo no podía dejar de admirar. Claro que precisamente por eso estaba castigada; me lo había dicho su hermana, y su madre. Para que no volviera a escaparse. A darles un susto como ése.

Por fin llegué a la puerta y aunque me habían enseñado que siempre debía llamar antes de entrar, me dije que no hacía falta: ella estaría durmiendo y, además, lo principal era no hacer ruido. Iris compartía la habitación con su hermana en lugar de hacerlo con los demás niños porque ellas no estaban de campamento: eran las hijas de la cocinera. Y esa noche su hermana dormía con su madre. Yo se lo había oído al tío Félix. Iris debía pasar dos días encerrada en su cuarto, sola, para aprender la lección. Al abrir vi que las ventanas de la habitación estaban completamente cerradas; eran raras, distintas a las de mi casa en Barcelona. Tenían un cristal y luego una tabla de madera que no dejaba pasar ni un poco de luz.

«Iris», susurré, caminando a tientas. «Iris, despierta.» Como no encontraba el interruptor, me acerqué a la cama y la palpé a ciegas, desde los pies. De repente mis manos rozaron algo blando y lanoso. Me aparté de un salto y al hacerlo choqué con la mesita, que se tambaleó un poco. Entonces me acordé de que encima de esa mesita había una lámpara pequeña, que Iris solía tener encendida hasta altas horas de la noche para leer. Leía demasiado, decía su madre. La amenazaba con quitarle los libros si no se terminaba la cena. La lamparita estaba ahí; fui siguiendo el cable con la mano hasta dar con la pera que encendía la bombilla. No era una luz muy fuerte, pero lo bastante para ver que el cuarto estaba casi vacío: no estaban las muñecas de los estantes, ni Iris en la cama, claro. Sólo el osito de peluche, el mismo que Iris me había prestado durante las primeras noches para que no tuviera miedo, pero que le devolví cuando uno de los niños se rió de mí. Estaba ahí, sobre la almohada, destripado: tenía la barriga abierta, como si lo hubieran operado, y de ella asomaba un relleno verde.

Tomé aire de nuevo y me agaché para comprobar si había alguien debajo de la cama; sólo había polvo. Y de repente también yo me enfadé con Iris, como todos. ¿Por qué hacía esas cosas? Escaparse, desobedecer. Ese verano su madre la regañaba a todas horas: porque no comía, porque contestaba mal, porque no estudiaba, porque no paraba de incordiar a su hermana Inés. Si había vuelto a escaparse mientras estaba castigada, el tío Félix iba a enfadarse mucho. Recuerdo que por un momento pensé en ir a contárselo, pero me dije que eso no estaría bien: éramos amigos, Iris y yo, y a pesar de que ella era mayor nunca le había importado jugar conmigo.

Me fijé entonces en la ventana y pensé que quizá había bajado al patio a primera hora, igual que había salido yo, mientras todos dormían. Me costó un poco, pero conseguí mover el cierre metálico que sujetaba la madera. Ya era de día. Ante mis ojos se alzaba el bosque, filas de árboles muy altos que se elevaban por las laderas de la montaña. De día no me daba miedo, era hasta bonito, con distintos tonos de verde. No vi a nadie en el patio y ya iba a cerrar la ventana de nuevo cuando se me ocurrió mirar en dirección a la piscina. Sólo alcanzaba a distinguir un trozo, así que me asomé un poco más para tener una visión más amplia.

Recuerdo como si fuera ahora mismo la alegría que sentí al verla: esas alegrías infantiles, intensas, que surgen ante cosas tan simples como un helado o la visita a un parque de atracciones. Iris estaba allí, en el agua. ¡No se había escapado, sólo había bajado a nadar! Me contuve para no gritar y me conformé con saludarla con la mano para llamar su atención, aunque me di cuenta de que era una tontería porque tal y como estaba no podía verme. Tendría que esperar a que llegara al borde opuesto de la piscina, la zona donde el agua cubría menos, donde se bañaban los pequeños y los que no se atrevían a meterse en la parte más honda.

Y ahora, años después, al pensar en todo eso, al revivir cada detalle de aquella madrugada, me invade la misma extrañeza fría que entonces. Porque apenas unos segundos después caí en la cuenta de que Iris no avanzaba, de que estaba quieta sobre el agua, como si hiciera el muerto pero al revés. Sé que de repente ya me dio igual que me oyeran y bajé corriendo a la piscina, pero no me atreví a meterme en el agua. Incluso con seis años supe que Iris se había ahogado. Y entonces vi las muñecas: flotaban, bocabajo, como pequeñas Iris muertas.

La imagen era tan potente, tan inquietante, que Héctor minimizó la pantalla en un gesto automático. Buscó el paquete de cigarrillos y encendió uno, contraviniendo todas las normas. Dio una profunda calada y exhaló el aire despacio. A medida que se iba calmando, bendita nicotina, su cerebro empezó a colocar esa nueva pieza en un puzzle que se estaba volviendo cada vez más macabro. Y supo, con la seguridad que dan los años en el oficio, que hasta que no supiera exactamente cómo había muerto Iris no lograría entender qué le había pasado a Marc en la ventana, ni a Gina en la bañera. «Demasiados muertos», se dijo de nuevo. «Demasiados accidentes. Demasiados jóvenes que habían perdido la vida.»

El teléfono interrumpió su razonamiento y él miró la pantalla, entre molesto y aliviado.

– ¿Joana? -contestó.

– ¿Es muy tarde? Disculpa…

– No. Estaba trabajando.

– Me ha llamado Félix. -Hizo una pausa-. Me ha dicho lo de esa chica.

– ¿Sí?

– ¿Es verdad? ¿Esa cría ha dejado una nota diciendo que mató a Marc? -Había un deje de incredulidad y esperanza en su voz.

Héctor tardó unos segundos en responder, y habló con suma cautela:

– Eso parece. Aunque yo no estaría muy seguro. Hay… hay muchos interrogantes aún.

Silencio. Como si Joana estuviera digiriendo esa respuesta vaga, como si estuviera pensando qué añadir a continuación.

– No quiero estar sola esta noche -dijo por fin.

El miró la pantalla; pensó en su piso hostil, en la ausencia de Ruth, en el rostro maduro y bello de Joana. ¿Por qué no? Dos solitarios que se hacían compañía en una noche de verano. No podía haber nada de malo en ello.

– Yo tampoco -repuso él-. Voy para allá.