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En el fondo de su conciencia Héctor sabe que está soñando, pero destierra esa idea y se sumerge en ese paisaje de vivos colores, ese dibujo infantil que quiere representar un bosque: manchurrones verdes y casi redondos, rayajos azules salpicados de simpáticos algodones blancos, un sol amarillo que sonríe a medias. Un escenario naif diseñado por Tim Burton y pintado con plastidecor. Sin embargo, en cuanto pisa las piedras marrones que forman el sendero, todo el espacio cambia, como si su presencia humana transformara el entorno de repente. Las manchas verdes devienen árboles de altas ramas, poblados de hojas; las nubes se convierten en hilos tenues y el sol calienta de verdad. Oye el crujido de sus pisadas sobre la grava y avanza con decisión, como si supiera hacia dónde va. Se sorprende al levantar la vista y comprobar que los pájaros siguen siendo de mentira: dos líneas curvas unidas por el centro suspendidas en el aire. Esa es la prueba que necesita para afianzarse en su idea de que se trata de un sueño y seguir adelante, como si se hubiera convertido de repente en el protagonista de una película de animación. Es entonces cuando empieza a soplar el viento, al principio es un rumor sordo que crece poco a poco, hasta formar un vendaval grisáceo que barre a esos falsos pájaros y sacude sin la menor clemencia las ramas de los árboles. Apenas puede seguir, cada paso es una lucha contra ese torbellino inesperado que ha oscurecido el cuadro, las hojas salen disparadas de los árboles y conforman una manta verde que oculta la luz. Debe seguir, no puede detenerse, y de repente sabe por qué, tiene que encontrar a Guillermo antes de que ese huracán lo arrastre para siempre. Maldita sea… Le dijo que no se alejara, que no se internara en el bosque solo, pero, como de costumbre, su hijo no le hizo caso. Esa mezcla de preocupación y de enfado le hace tomar fuerzas y seguir adelante a pesar del torbellino imprevisto y de un camino que ahora se eleva en forma de cuesta empinada. Se sorprende a sí mismo pensando en que tendrá que castigarlo. Nunca le ha puesto la mano encima, pero esta vez ha ido demasiado lejos. Grita su nombre, aunque sabe que con ese torbellino de hojas los gritos son inútiles. Asciende con dificultad, de rodillas cuando la intensidad del vendaval le impide seguir en pie. Sabe, por alguna razón, que sólo tiene que llegar a la cumbre de ese camino escarpado y todo será distinto. Por fin logra volver a incorporarse y, tras un tambaleo momentáneo, consigue arrancar y seguir subiendo. El viento ha dejado de ser su enemigo y se ha convertido en su aliado, le empuja hacia arriba y sus pies apenas rozan el suelo. Atisba el final del camino y se prepara mentalmente para lo que pueda haber más allá. Desea ver a su hijo sano y salvo, pero al mismo tiempo no quiere que el alivio sofoque por completo su enfado, como sucede siempre. No, esta vez no. Un último empujón lo precipita hacia el otro lado del camino y hace acopio de todas sus fuerzas para permanecer de pie. En cuanto rebasa la cumbre, el viento amaina y la escena cambia. Luce el sol. Y ¡sí! Tenía razón. Allí está. La figura de Guillermo, parado en un prado, de espaldas a él, inocentemente ajeno a todo lo que su padre ha sufrido para encontrarlo. No puede evitar un suspiro al constatar que su hijo está bien. Se toma unos segundos de descanso. Advierte, sin la menor sorpresa, que la ira que le había llevado hasta allí empieza a evaporarse, parece salir con cada exhalación, disiparse en el aire. Y entonces aprieta la mandíbula y tensa los hombros. Cierra los puños. Se concentra en su enfado para avivarlo. Camina con paso rápido y firme, aplastando las suaves briznas de hierba, y va acercándose al niño que sigue inmóvil, distraído. Esta vez le va a dar una buena lección, aunque le cueste. Es lo que debe hacer, lo que su padre habría hecho en su lugar. Le agarra por el hombro con fuerza y Guillermo se vuelve. Para su sorpresa ve que su cara está empapada en lágrimas. El niño señala en silencio hacia delante. Y entonces Héctor ve lo mismo que su hijo, la piscina de aguas azules y una niña de cabellos rubios que flota entre muñecas muertas. «Es Iris, papá», susurra su hijo. Y entonces, mientras ellos se acercan despacio al borde de aquella piscina excavada en la llanura, las muñecas se dan la vuelta, despacio. Los miran con los ojos muy abiertos y sus labios de plástico murmuran: «Siempreiris, Siempreiris».
Despierta sobresaltado.
La imagen era tan real que debe hacer un esfuerzo para borrarla de su mente. Para volver al presente y recordar que su hijo no es ya un niño y que jamás conoció a Iris. Para estar seguro de que las muñecas no hablan. Le cuesta respirar. Todavía es de noche, piensa con fastidio, porque sabe que ya no se dormirá más. Aunque quizá sea mejor, quizá no dormir no sea tan malo después de todo. Permanece tumbado boca arriba, intentando sosegarse, tratando de dar sentido a ese sueño extraño y perturbador. Al contrario que muchas otras pesadillas, que se difuminan cuando uno abre los ojos, ésta se empeña en seguir aferrada a su mente. Revive la ira, la firme decisión de darle una cachetada a ese niño desobediente y agradece no haberlo hecho ni siquiera en sueños, aunque sabe que de no haber sido por la terrible visión de la piscina eso es exactamente lo que habría sucedido. Basta. No es justo atormentarse por lo que uno sueña. Está seguro de que su psicólogo estaría de acuerdo con él en eso. Es entonces, al pensar en el chaval y su rostro de genio despistado, cuando oye un rumor que parece música. Son las cuatro de la madrugada, ¿quién pone música a esas horas? Aguza el oído; no es música propiamente dicha, sino un sonsonete, un coro de voces. Sin poder evitarlo, vuelven a su cabeza las muñecas, pero sabe que eso era un sueño. Esto es real, las voces balbucean algo que no logra entender, a pesar de que va creciendo en intensidad. Diría que es una oración, una invocación ritmada en una lengua que desconoce y que parece salir de las paredes de su cuarto. Desconcertado, se incorpora. Otro ruido se ha unido al coro, una especie de silbido que no tiene nada que ver con el resto. Al poner los pies desnudos en el suelo su mirada se posa en la maleta, medio abierta, que sigue abandonada junto a la pared. Sí. No cabe duda, el silbido procede de allí. Por un instante piensa en la valija perdida, en el cierre roto, y abre unos ojos como platos cuando distingue una sombra sibilante que sale lentamente de ella. Es una serpiente, repugnante, resbaladiza, que se arrastra por el suelo en dirección hacia él. El silbido se agudiza, el coro eleva el tono. Y él contempla aterrado cómo aquel ser reptante se acerca inexorablemente, la cabeza erguida y la fina lengua lamiendo el aire, mientras las voces murmuran algo que por fin puede entender. Dicen su nombre, una y otra vez, Héctor, Héctor, Héctor, Héctor…
– ¡Héctor! -La voz de Joana puso fin a todo-. ¿Estás bien? Me has asustado.
Por un instante no supo dónde estaba. No reconoció las paredes, ni las sábanas, ni la luz encendida en un ángulo que no le era familiar. Sólo notaba el sudor frío que le empapaba el cuerpo.
– Joder -susurró por fin.
– Has tenido una pesadilla.
«Dos», pensó él. «A lo grande…»
– Lo siento -balbuceó.
– No pasa nada. -Le acarició la frente-. ¡Estás helado!
– Disculpa. -Se pasó las manos por la cara-. ¿Qué hora es?
– Las ocho. Temprano para un sábado.
– ¿Te desperté?
– No. -Ella le sonrió-. Creo que he perdido la costumbre de dormir acompañada. Llevaba un rato ya dando vueltas. ¿Con qué diablos soñabas?
No le apetecía hablar de ello. En realidad, no le apetecía hablar.
– ¿Te importa que me dé una ducha?
Ella negó con la cabeza.
– Seré buena y prepararé café.
Héctor se obligó a sonreír.
Habían hecho el amor con una dulzura impropia de dos desconocidos. Lentamente, más llevados por la necesidad de contacto, del roce de la piel, que por una pasión desatada. Y ahora, mientras desayunaban juntos, Héctor se percató de que el sexo había estrechado unos lazos de algo que se parecía bastante a la camaradería. Ya no eran unos niños, tenían en su haber suficientes desengaños e ilusiones, y aceptaban los momentos agradables sin proyectar sobre ellos esperanzas o deseos. No hubo la menor sensualidad en ese desayuno compartido; la luz del día los había devuelto a su lugar, sin presiones. En parte lo agradecía y en parte la idea le entristeció un poco. Quizá fuera eso a lo máximo que podía aspirar ya: encuentros agradables, cordiales, que dejaban buen sabor de boca. Reconfortantes como ese café caliente.
– ¿La camisa es de tu talla? -dijo Joana-. Philippe la dejó aquí.
El comentario no era del todo casual, pensó Héctor. Sonrió.
– Te la devolveré -le dijo, con un guiño significativo-. Ahora debo irme. Tengo que ver a los padres de Gina Martí.
Ella asintió.
– Esto no ha terminado, ¿verdad?
Héctor la miró con aprecio. Ojalá pudiera decirle que sí. Que el caso estaba cerrado. Pero la imagen de Iris en la piscina, potenciada por el sueño, le indicaba absolutamente lo contrario.
– Creo que hay algo que deberías leer.