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Esa mañana, con más fuerza que nunca, Aleix deseó que el tiempo pudiera volver atrás. La muerte de Gina había sido un mazazo inesperado, un golpe más duro que todos los que había encajado en los últimos días, y, acostado en su cama, sin ánimos para levantarse, dejó que su mente rodara hacia un pasado reciente pero que ahora parecía casi remoto. Gina viva, insegura, fácil de convencer, y a la vez cariñosa, frágil. Todo esto era culpa de Marc, pensó con rencor, aunque en el fondo sabía que no era del todo cierto. Marc, su más fiel seguidor, ese que incluso había aceptado cargar con las culpas de algo que no había hecho sólo porque él se lo pidió, había vuelto de Dublín cambiado. Ya no era un crío al que podía manipular a su antojo. Tenía ideas propias, ideas que se estaban convirtiendo en una obsesión, ideas que podían meterlos a todos en un buen lío. El fin justifica los medios, ése era su lema. Y, como había aprendido al lado de un buen maestro, había urdido un plan que rozaba el absurdo, pero que por eso mismo podía tener consecuencias imprevisibles.
Por suerte, él había logrado frustrarlo antes de que las cosas fueran demasiado lejos, antes de que una cosa llevara a otra y la verdad saliera a la luz. Gina le había ayudado a ello sin saber sus auténticos motivos; se había mostrado reticente, pero al final había claudicado. Gina… Decían que había dejado una nota. La imaginó sola, escribiendo en el ordenador como una niña pequeña, abrumada por haber traicionado a Marc. Agobiada por lo que él le había hecho hacer.
Aquellos estallidos que resonaban como truenos le habían acompañado durante toda la tarde. La víspera de San Juan, Barcelona se convertía en una ciudad explosiva. Petardos traicioneros acechaban en cada esquina mientras todos se preparaban para la fiesta nocturna que marcaba el luminoso inicio del verano: fuegos artificiales, hogueras y cava que amenizaban la noche más corta del año. Al llegar a casa de Marc, lo primero que llamó su atención fue lo guapa que estaba Gina y sintió una punzada de celos al pensar que no era por él por quien se había vestido y maquillado así. En cualquier caso, se la veía intranquila, incómoda con aquellos zapatos de tacón, con aquella falda negra y el corpiño ajustado. En realidad, el atuendo desentonaba con el de ellos dos: simples camisetas con téjanos desgastados y zapatillas de deporte. Gina jugaba a las princesas con dos pijos desaliñados, pensó Aleix. Marc estaba nervioso, pero eso no era raro; llevaba semanas así, intentando aparentar una decisión que no tenía. Por Iris. Maldita Iris.
El había llegado pidiendo a voces una cerveza, tratando de dar a la reunión un aire de fiesta. Se había preparado un par de rayas antes de ir porque intuía que le harían falta, y en ese momento se sentía eufórico, lleno de energía, insaciable. La cena, unas pizzas que Marc y Gina habían condimentado y metido en el horno, estaba ya lista, y durante un rato, mientras vaciaban los vasos más deprisa que los platos, aquello pareció una fiesta como las de antes. Cuando Marc bajó a la cocina a por más cervezas, Aleix subió el volumen de la música y bailó con Gina. Joder, esa noche la niña estaba para comérsela. Y la coca, dijeran lo que dijeran, era un afrodisíaco fantástico. Si no que se lo preguntaran a la madre de su amiga, pensó, reprimiéndose para no meterle mano. Mientras bailaba con ella casi se olvidó de Marc; era lo bueno que tenía la coca: eliminaba los problemas, los difuminaba. Hacía que te concentraras sólo en lo importante: los muslos de Gina, su cuello. Lo mordisqueó en broma, como liaría un vampiro seductor de esos que a ella le gustaban tanto, pero Gina le apartó un poco. Claro, ahora eso se lo reservaba a Marc. Pobre boba. ¿Acaso no veía que su querido Marc estaba colgado por otra? Estuvo a punto de recordárselo, pero se contuvo; necesitaba a Gina como aliada esa noche y no pensaba decir nada que la pusiera en su contra.
– ¿Has hecho lo que te dije? -le susurró él al oído.
– Sí. Pero, no sé…
El se llevó un dedo a los labios.
– Eso ya está decidido, Gi.
Gina suspiró.
– Vale.
– Escucha, todo esto es una locura. -Se lo había repetido mil veces la tarde anterior, y tener que volver a hacerlo le sacaba de quicio. Hizo acopio de paciencia, como un padre moderno ante una niña terca-. Una locura que podría tener consecuencias tremendas, sobre todo para ti y para Marc. ¿Te imaginas qué podría pensar la gente si se averiguara la verdad? ¿Cómo ibas a explicarles lo que hay en ese USB?
Ella asintió. En realidad estaba bastante segura de que Aleix tenía razón. Ahora sólo faltaba convencer a Marc.
– Y además, ¿para qué? ¿Vamos a meternos en un lío para echarle una mano a esa chica de Dublín? Joder, en cuanto se le pase el cuelgue incluso Marc nos lo agradecerá. -Hizo una pausa-. Te lo agradecerá. Estoy seguro.
– ¿Qué es lo que os voy a agradecer?
Aleix se dio cuenta entonces de que había ido levantando la voz. Bueno, daba igual. Tenían que decírselo, y cuanto antes, mejor.
El rumor habitual de la casa por las mañanas no se alteraba en absoluto los sábados. Su padre desayunaba a las ocho y media, y su hermano seguía sus costumbres ahora que había vuelto a casa durante el verano. Alguien llamó a la puerta de su habitación.
– ¿Sí?
– Aleix. -Era Eduard. Abrió y asomó la cabeza-. Deberías levantarte. Tenemos que ir a casa de los Martí.
Tuvo la tentación de cubrirse la cara con la sábana, de esconderse de todo.
– Yo no voy No puedo.
– Pero papá…
– ¡Joder, Edu! ¡No voy! ¿Está claro?
Su hermano lo miró fijamente y asintió con la cabeza.
– De acuerdo. Le diré a papá que ya irás luego.
Aleix se dio la vuelta en la cama y clavó la vista en la pared. Papá, papá. Joder, sus hermanos tendrían cuarenta años y seguirían tomando la palabra de su padre como si fuera el Evangelio. Eduard se quedó unos segundos en el umbral, pero, al ver que la figura de la cama seguía inmóvil, ajustó la puerta sin hacer ruido y se fue. Mejor. No quería ver a Edu, ni a sus padres, ni desde luego a Regina. Prefería mirar aquella pared blanca como una pantalla en la que su mente podía proyectar otras imágenes.
– ¿Qué es lo os voy a agradecer? -repitió Marc, y esa vez con un atisbo de sospecha en la voz.
Gina bajó la cabeza. Un estruendo procedente del exterior los sobresaltó a los tres. Ella soltó un grito.
– ¡Estoy harta de petardos! -Fue hacia la mesa de la buhardilla y se sirvió otro vodka con naranja. Era el tercero de la noche. Con el vaso de plástico en la mano observó a sus amigos, que frente a frente parecían dos pistoleros a punto de disparar.
– Marc -dijo Aleix por fin-, Gina y yo hemos estado hablando.
– ¿De qué?
– Ya lo sabes. -Aleix se calló, y luego se encaminó hacia la mesa para reunirse con Gina. Llegó y se situó a su lado-. No vamos a seguir con esto.
– ¿Qué?
– Piénsalo, Marc -prosiguió Aleix-. Es demasiado arriesgado. Puedes meterte en un lío, puedes hundirnos a todos. Y ni siquiera estás seguro de que vaya a funcionar.
– Funcionó otras veces. -Era el sonsonete de Marc, el estribillo de su canción de los últimos días.
– ¡Joder, tío, esto no es el colegio! Aquí no estamos hablando de gastarle una bromita a una profesora tonta. ¿Es que no lo ves?
Marc no se movía del sitio. Entre él y los otros, la ventana abierta mostraba un pedazo de cielo que, de vez en cuando, se iluminaba con vivos colores de fuego.
– No, no lo veo.
Aleix suspiró.
– Eso lo dices ahora. En unos días nos lo agradecerás.
– ¿ Ah, sí? Creía que eras tú quien tenía algo que agradecerme. ¡Me debes una! Y lo sabes.
– Te estoy haciendo un favor, tío. Te niegas a verlo, pero es así.
Por un instante Marc pareció dudar. Bajó la cabeza, como si se le acabaran los argumentos, como si estuviera cansado de discutir. Gina había permanecido callada durante toda la conversación, y escogió ese momento para dar un paso hacia Marc.
– Aleix tiene razón. No merece la pena…
– ¡Vete a la mierda! -La respuesta la sobresaltó tanto como el petardo-. No entiendo por qué os preocupáis tanto. No tenéis que hacer nada más. Dame el USB y yo me encargo de todo.
Ella se volvió hacia Aleix. Sin saber qué decir, apuró la bebida con tanta avidez que casi se atragantó.
– No hay USB, Marc. Se acabó -dijo él.
Marc miró a Gina, incrédulo. Pero al ver que ella bajaba la cabeza, que no negaba, estalló:
– ¡Eres un hijo de puta! Un auténtico hijo de puta. ¡Lo tenía todo preparado! -Y, en voz más baja, prosiguió-: ¿No os dais cuenta de lo importante que es para mí? ¡Se supone que somos amigos!
– Y lo somos, Marc. Por eso lo hacemos -reiteró Aleix.
– Vaya, ¡qué gran favor! Yo también podría hacerte uno. -La voz de Marc sonaba distinta, agria, como si le saliera del estómago-. Librarte de esa mierda que te está volviendo un imbécil. ¿O te crees que no nos hemos dado cuenta?
Aleix tardó unos segundos en comprender a qué se refería. Los suficientes para que Marc le tomara la delantera y se abalanzara sobre su mochila.
– ¿ Qué coño haces?
– Lo hago por ti, Aleix. Es un favor. -Había sacado las bolsitas, minuciosamente preparadas con las dosis que solía vender, y con una sonrisa triunfal corrió hacia la puerta.
Aleix saltó tras él, pero el otro le empujó y bajó la escalera hacia su dormitorio. Gina, atónita, vio cómo Aleix le seguía, le agarraba del cuello de la camiseta en mitad de la escalera y le obligaba a dar media vuelta. Ella gritó cuando sonó el primer golpe: un revés que le dio a Marc en plena boca. Los dos amigos se quedaron quietos. Marc notó que le sangraba el labio, se pasó la mano por la herida y se la secó en la pechera de la camiseta.
– Tío, lo siento. No quería pegarte… Eh, vamos, dejemos esto.
El rodillazo directo a los testículos le dejó sin aire. Aleix se dobló y apretó los ojos mientras un millar de fuegos artificiales en miniatura le estallaban en la cabeza. Cuando los abrió, Marc había desaparecido. Sólo oyó el ruido de la cisterna del cuarto de baño. Un chorro de agua insolente, definitivo.
«Cabrón», pensó, pero cuando fue a decirlo en voz alta, el dolor de la entrepierna se le hizo insoportable y tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo.
Oyó la puerta de la calle y supuso que sus padres y su hermano habían salido ya. Saber que tenía la casa sólo para él le proporcionó una sensación de alivio momentáneo, que fue esfumándose poco a poco cuando se percató de que, de aquella reunión de tres amigos que acabaron peleados, dos estaban muertos. Muertos. Aleix no había dedicado tiempo a pensar en la muerte. No tenía por qué hacerlo. A veces recordaba los largos meses de su enfermedad; intentaba evocar si, mientras estaba en la cama del hospital sometido a las torturas de los hombres de blanco, había tenido miedo de morir, y la respuesta era no. Fue después, con el paso de los años, cuando fue realmente consciente de que otros, afectados por la misma enfermedad, no habían logrado sobrevivir. Y al constatarlo se había sentido poderoso, como si la vida ya le hubiera puesto a prueba y él con su fuerza hubiera logrado vencer. Los débiles morían; él, no. El había demostrado que tenía valor. Edu no había parado de decírselo: eres muy valiente, aguanta un poco más, ya está, ya se acaba.
Se levantó de la cama, sin ganas de ducharse. Tenía el cuarto hecho un desastre: ropa por todas partes, zapatillas de deporte desperdigadas por el suelo. Sin querer pensó en el cuarto de Gina, las hileras de peluches en los estantes que ella se había resistido a quitar y que formaban parte del encanto de un espacio que aún conservaba cierto rastro de inocencia. Joder, Gina…
Una luz cié alarma se le encendió en el cerebro. ¿Qué bermudas llevaba puestas el último día que la vio? Rebuscó en los tres pares que tenía tirados de cualquier manera sobre una silla. Suspiró aliviado. Sí, el puto USB estaba ahí. Conectó el USB al ordenador por pura rutina, no porque le apeteciera ver lo que contenía. Eso seguro. De hecho, quería hacer en persona lo que le había pedido a Gina que no hiciera simplemente porque no se fiaba de ella en todo lo que guardaba relación con Marc: borrarlo, que aquellas imágenes desaparecieran para siempre sin dejar rastro.
Cuando la pantalla empezó a mostrar su contenido se quedó estupefacto, y esa irritación tan propia de él en su trato con los demás, la decepción que le embargaba al constatar, una y otra vez, que estaba rodeado de inútiles, se apoderó de su mente. Se reprendió a sí mismo por enojarse con Gina ahora que la pobre ya no estaba, pero… Joder, había que ser tonta para equivocarse de dispositivo y pasarle sus apuntes de historia del arte. El fastidio dio paso a otra alarma, ésta más intensa. «Maldita sea.» El USB seguía en la habitación de Gina, al alcance de sus padres, de la policía; del sudaca ese adusto y de la agente que tenía un buen polvo. Tardó cinco minutos en vestirse y salir corriendo a por la bici. Bueno, pensó con malicia, al final su padre estaría contento.