172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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Capítulo 25

Parado ante la puerta señorial de reja negra que daba paso a la escalera de los Martí, Héctor consultó el reloj. Tenía quince minutos antes de encontrarse con Castro, a la que había llamado al salir de casa de Joana, y se dijo que otro café no le sentaría mal antes de enfrentarse a lo que le esperaba arriba. Al parecer, no era el único que opinaba eso, pues, sólo entrar en la cafetería, vio de reojo que Félix Castells estaba al final de la barra, con el periódico abierto, absorto en su lectura. Era alguien con quien quería hablar a solas, así que no lo dudó un momento. Fue hacia él y le saludó, utilizando el tratamiento eclesiástico casi sin pensarlo.

– Llámeme Félix, por favor -dijo él, afable-. Ya nadie nos llama «padre» hoy en día.

– ¿Le importa que vayamos a sentarnos a esa mesa? -Héctor señaló una que estaba al fondo, relativamente apartada.

– Por supuesto que no. De hecho, estaba esperando a mi hermano y a Gloria. Dada la situación, hemos pensado que era mejor llegar los tres juntos, y quedarnos sólo lo imprescindible.

«Muy considerado», pensó Héctor. Los Castells, en bloque, dando el pésame a Salvador y a Regina por la muerte de una hija que, quizá, hubiera matado a su hijo y sobrino. Desde luego, si había algo que debía agradecer a todos los implicados en el caso era que, hasta entonces, se habían comportado con la mayor delicadeza. Incluso el exabrupto de Salvador Martí, la noche anterior, había sonado más fatigado que insultante.

Ya sentados, ante sus tazas de café -Félix había pedido otro para acompañar al inspector-, Héctor se apresuró a sacar el tema antes de que llegaran los demás.

– ¿Le dice algo el nombre de Iris?

– ¿Iris?

«Dilación», pensó Salgado. Mirada baja, cucharilla removiendo el azúcar: más dilación. Suspiro.

– Supongo que se refiere a Iris Alonso.

– Me refiero a la Iris que se ahogó en una piscina hace años durante unos campamentos.

Félix asintió. Se tomó el café. Apartó la taza y apoyó ambas manos sobre la mesa bajo la mirada escrutadora de Héctor.

– Hacía tiempo que no oía ese nombre, inspector.

«Hace mucho tiempo que no pienso en Iris», recordó Héctor.

– ¿Qué quiere saber? Y -vaciló- ¿por qué?

– Se lo diré enseguida. Primero cuénteme qué pasó.

– ¿Qué pasó? Ojalá lo supiera, inspector. -Se estaba recuperando, su voz cobraba firmeza-. Como usted ha dicho, Iris Alonso se ahogó en la piscina de la casa que alquilábamos todos los veranos para los campamentos.

– ¿Era una de las niñas a su cargo? -Ya sabía la respuesta, pero tenía que sacar más información; quería llegar a Marc, al niño de seis años que contemplaba esa macabra imagen.

– No. Su madre era la cocinera, viuda. Durante algo más de un mes se instalaban en la casa, con nosotros.

– ¿Nosotros?

– Los monitores, los niños, yo mismo. Los chavales iban llegando en grupos y estaban diez días.

– Pero ¿Marc se quedaba todo el verano?

– Sí. Mi hermano ha trabajado mucho siempre. Los veranos eran un problema, así que me lo llevaba conmigo, sí. -Levantó ambas manos de la mesa en gesto de leve impaciencia-. Sigo sin entender…

– Se lo explicaré todo al final, se lo prometo. Prosiga, por favor.

Héctor se dijo que estaba ante un hombre más acostumbrado a escuchar que a expresarse. Sostuvo la mirada del sacerdote sin parpadear.

– ¿Cómo murió exactamente Iris Alonso? -insistió.

– Se ahogó en la piscina.

– Ya. ¿Estaba sola? ¿Tuvo un corte de digestión? ¿Se golpeó la cabeza con el borde?

Hubo una pausa. Quizá Félix Castells estaba decidido a no dejarse atosigar; quizá simplemente ordenaba sus recuerdos.

– Hace muchos años de eso, inspector. No…

– ¿Se le ahogaron muchas niñas mientras estaban a su cargo?

– ¡No! ¡Claro que no!

– Entonces permítame que le diga que no comprendo cómo ha podido olvidarse de ella.

La respuesta le salió del alma, si es que las almas existen.

– No la he olvidado, inspector. Se lo prometo. Durante meses no pude pensar en otra cosa. Fui yo quien la saqué de la piscina. Intenté hacerle el boca a boca, reanimarla, todo… Pero ya era tarde.

– ¿Qué pasó? -Cambió de tono, quizá apaciguado por la cara de dolor que veía delante.

– Iris era una niña extraña. -Miraba hacia otro lado, más allá de Héctor, más allá de la cafetería, de la calle, de la ciudad-. O tal vez estaba en una fase especialmente difícil. No lo sé. Ya he perdido la capacidad de comprender a la juventud.

El sacerdote esbozó una sonrisa triste y siguió hablando sin que Héctor tuviera que apremiarle.

– Tenía doce años, si no recuerdo mal. Plena preadolescencia. Aquel verano su madre no sabía qué hacer con ella. Los años anteriores había sido una niña feliz, integrada; se divertía con los demás críos. Incluso cuidaba de Marc. Pero aquel verano todo eran broncas, malas caras. Y luego estaban las horas de las comidas. -Suspiró-. Al final tuve que hablar con su madre en privado y pedirle que aflojara un poco.

– ¿Iris no comía?

– Según su madre, no, y la verdad era que estaba en los huesos. -Recordó su frágil cuerpecillo mojado y se estremeció-. Dos días antes de su muerte desapareció. ¡Dios! Fue terrible. La buscamos por todas partes, recorrimos el bosque durante una noche entera. La gente del pueblo nos ayudó. Créame, movilicé a todo el mundo para encontrarla sana y salva. Por fin dimos con ella, en una cueva del bosque a la que solíamos ir de excursión.

– ¿Estaba bien?

– Perfectamente. Nos miró con la mayor frialdad y nos dijo que no quería volver. Debo reconocer que en aquel momento me enfadé. Me enfadé mucho. La llevamos a casa. Por el camino, en lugar de mostrarse más dócil, de comprender el susto que nos había dado, siguió indiferente. Insolente. Y yo ya estaba harto, inspector; le dije que se metiera en su cuarto y que no saliera, que estaba castigada. La habría encerrado en él si hubiera existido una llave. Quizá piense que exagero, pero le aseguro que durante aquellas horas de búsqueda recé sin parar para que no le hubiera pasado nada grave. -Hizo una pausa-. Ella incluso se negó a disculparse ante su madre… La pobre mujer estaba deshecha.

– ¿Nadie entró a verla?

– Su madre intentó hablar con ella. Pero acabaron discutiendo de nuevo. Eso fue la tarde anterior a su muerte.

El relato de aquel hombre coincidía en los puntos esenciales con el del blog de Marc. Pero faltaba el final, y Héctor esperó que el sacerdote pudiera aportar algo de luz.

– ¿Qué pasó?

Félix Castells bajó la vista. Algo que podía ser duda, o culpabilidad, o ambas cosas, se apoderó de su semblante durante un momento. Fue una expresión fugaz pero había estado ahí. Héctor no tenía la menor duda de eso.

– Nadie sabe qué pasó exactamente, inspector. -Volvía a mirarlo a los ojos, en un esfuerzo de destilar sinceridad-. A la mañana siguiente, muy temprano, me despertaron los gritos de un niño. Tardé un poco en dilucidar que se trataba de Marc y salí corriendo de mi cuarto. Marc seguía dando voces, desde la piscina. -Hizo una pausa y tragó saliva-. La vi en cuanto llegué. Salté al agua e intenté reanimarla, pero ya era tarde.

– ¿Había alguien más en la piscina?

– No. Sólo mi sobrino y yo. Le dije que se marchara, pero no me hizo caso. Quería ahorrarle la impresión de ver el cuerpo de la cría tendido junto a él, así que me quedé en el agua, con Iris en mis brazos. Todavía recuerdo su carita de niño asustado…

– Y las muñecas.

– ¿Cómo lo sabe? -El sacerdote se acarició la barbilla. Su turbación parecía real-. Era… siniestro. Había media docena de ellas en el agua.

«Pequeñas Iris muertas», recordó Héctor. Esperó unos segundos antes de proseguir.

– ¿Quién las puso ahí?

– Iris, supongo… -Había hecho un gran esfuerzo por contenerlas, pero las lágrimas asomaron a sus ojos cansados-. Aquella niña no estaba bien, inspector. Yo no supe verlo, a pesar de lo que decía su madre. Me di cuenta demasiado tarde de que estaba perturbada… hondamente perturbada.

– ¿Me está diciendo que esa niña de doce años se suicidó?

– ¡No! -La negativa salió más por boca del sacerdote que del hombre-. Tuvo que ser un accidente. Ya le he dicho que Iris estaba muy débil. Supusimos que había bajado a la piscina de noche, con las muñecas, y que en algún momento se había mareado y caído al agua.

– ¿Supusimos? ¿Quién más había en la casa?

– Faltaban tres días para que llegara el siguiente grupo de niños, así que estábamos solos: Marc, la cocinera y sus hijas, Iris e Inés, y yo. Los monitores debían presentarse esa tarde; algunos eran fijos durante todos los campamentos, pero otros iban cambiando a lo largo del verano. Sin embargo, incluso los fijos habían vuelto a la ciudad a pasar esos días. No se puede tener a los jóvenes en el campo demasiado tiempo, inspector. Se aburren.

Héctor intuía que el cura no había terminado. Que había algo más que necesitaba contarle ahora que había bajado la guardia. No tuvo que esperar mucho.

– Inspector, la madre de Iris era una buena mujer, que ya había perdido a un marido. Pensar que su hija se había matado voluntariamente habría acabado con ella.

– Dígame la verdad, padre -dijo Salgado con intención-. Olvídese de su hábito, de sus votos y de la madre de esa niña y lo que pueda o no pueda soportar.

Castells tomó aire y entrecerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, habló con decisión, en voz muy baja y casi sin detenerse.

– La tarde anterior, mientras la regañaba por haberse escapado, Iris me miró muy seria y me dijo: «Yo no os pedí que vinierais a buscarme». Y cuando insistí en que habíamos sufrido mucho por ella, en que lo que había hecho estaba realmente mal, me sonrió y, en tono desdeñoso, replicó: «No os imagináis lo mala que puedo llegar a ser».

Desde donde estaba sentado, Héctor vio que Leire Castro asomaba 1a. cabeza por la puerta de la cafetería.

– ¿Hay algo más que desee decirme, padre?

– No. Sólo me gustaría saber a qué viene ahora todo esto. Desenterrar viejas tragedias no puede ayudar a nadie.

– ¿Sabía que su sobrino Marc escribía un blog?

– No. Ni siquiera sé exactamente qué es eso, inspector.

– Una especie de diario. En él hablaba de Iris, del día que la encontró.

– Ya. Creía que lo había olvidado. Pasado el verano, nunca volvió a mencionarlo.

– Pues lo recordó mientras estaba en Dublín. Y escribió sobre ello.

Leire seguía en la puerta de la cafetería. Héctor iba a despedirse ya cuando Félix añadió algo más:

– Inspector… Si tiene alguna duda más, puede consultarla con el comisario Savall.

– ¿Con Savall?

– En aquella época era inspector y estaba destinado en Lleida. Fue él quien se ocupó de todo.

Si la noticia sorprendió a Salgado, éste hizo cuanto pudo por disimularlo.

– Así lo haré. Ahora debo irme. Gracias por todo.

Félix Castells asintió.

– Mi hermano debe de estar a punto de llegar.

– Nos veremos arriba entonces. Hasta ahora.

Cuando caminaba hacia Leire, vio que ésta tenía la vista fija en el padre Castells. Lo miraba con recelo, con dureza, sin la menor compasión. Y Héctor comprendió que también ella había leído el blog de Marc y que, fuera justo o no, por la mente de la agente Castro cruzaban los mismos pensamientos oscuros que habían asaltado la suya.