172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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Capítulo 28

Héctor y Leire habían salido ya del piso de los Martí y se enfrentaban ahora al intenso calor de mediodía que castigaba el centro de Barcelona. Era un día sin sombras: diáfano y sofocante. Uno de esos días en que la ciudad brillaba sin matices, como un escenario en technicolor habitado casi únicamente por turistas con bermudas y gorras, armados con cámaras digitales y planos de papel. Mientras bajaban lentamente por Rambla Catalunya, Héctor pensaba en los últimos momentos en el piso de Via Augusta: los Rovira, Aleix incluido, se habían ido antes, y los Castells tardaron poco en hacer lo mismo. Resultaba obvio que nadie se sentía a gusto. Salvador Martí era el único que no parecía enterarse de las sospechas que se expresaban con cada pésame, con cada «lo siento», de la aprensión con que Enríe Castells le daba la mano, de las miradas de soslayo de Gloria y la señora Rovira. Regina, por su parte, se había negado a salir de su cuarto y a recibir a nadie en él, a pesar de que las otras dos mujeres habían llamado a su puerta.

Las terrazas del paseo invitaban a sentarse, aunque en el fondo ambos sabían que el aire acondicionado era, a aquellas horas, la única forma de huir del calor. La calle, sin embargo, les concedía cierto anonimato a la hora de comentar los últimos detalles del caso. Ya acomodados en una de esas mesas, y con dos cafés con hielo delante, Héctor puso al corriente a Leire de sus conversaciones con Félix Castells y Regina Ballester, aunque se calló por prudencia que el nombre del comisario Savall había salido a relucir. Ella, por su parte, relató a Salgado su charla con Aleix Rovira, y su impresión, renovada, de que ese chico, como antes hiciera Gina, les ocultaba algo importante.

– ¿Te das cuenta de que todos los hilos de este caso acaban en dos nombres? -preguntó Héctor cuando ella hubo terminado-. Como si nos moviéramos en un eje de coordenadas: por un lado, Aleix, amigo de todos, amante de Regina, manipulador nato; por otro, esa Iris… aunque esté muerta.

Leire asintió. Su cerebro funcionaba a toda máquina a pesar del calor.

– Hay algo curioso. Marc recordó todo eso mientras estaba en Dublín. ¿Por qué? ¿Y quién envió ese correo a Joana Vidal?

Héctor empezaba a tener una vaga sospecha con relación a esas preguntas.

– Iris Alonso tenía una hermana menor. Inés, creo que se llama. -Soltó un bufido que sonaba bastante a exasperación-. Mañana saldremos de dudas. Hoy debemos concentrarnos en el otro eje.

– Aleix. -Leire se tomó unos segundos antes de seguir hablando-. Hay algo claro: si Regina estaba con él ayer por la tarde, según le ha dicho ella misma hace un rato, Aleix no pudo ir a casa de Gina.

El inspector asintió.

– ¿Sabes una cosa? Lo peor de todo esto es que no logro imaginarme a nadie de este caso como un asesino. Son todos demasiado educados, demasiado correctos, están demasiado preocupados por las apariencias. Si alguno de ellos mató a Marc y después a Gina, tuvo que hacerlo por un motivo muy poderoso. Un odio muy profundo o un miedo cerval, descontrolado.

– Lo que nos vuelve a llevar a Iris… Si simplemente se ahogó en la piscina, si su muerte fue un accidente, nada de esto tiene sentido. -Leire recordó la cara del padre Castells en la cafetería-. Pero de eso sólo tenemos la palabra del sacerdote.

Héctor la miró a los ojos.

– Sé lo que estás pensando, pero creo que no deberíamos precipitarnos.

– ¿Ha leído el resto del blog, inspector? En sus últimas entradas Marc no para de hablar de justicia, de que el fin justifica los medios, de que falta poco para que la verdad salga a la luz.

– Y en su último e-mail a su madre le comentó que debía ocuparse de un asunto importante en Barcelona. Algo que tenía que resolver. Algo seguramente relacionado con la muerte de Iris.

– Cuando hablaba de ejes de coordenadas, creo que se le olvidó uno, inspector. Precisamente el que lo cruza por la mitad. El único nombre que aparece en ambos casos. -Leire adoptó un tono duro, exento de la menor simpatía-. El padre Félix Castells.

No cabía duda de que tenía razón, pensó Héctor. Y su impresión de que el sacerdote ocultaba algo regresó a su mente con más fuerza.

– Si se trata de eso, el asunto puede tomar un cariz muy feo.

– Piénselo. Todos esos detalles sobre Iris, la anorexia, el súbito cambio de carácter, se corresponden totalmente con el perfil de una víctima de abusos sexuales. Marc era sólo un niño ese verano, pero tal vez en Dublín empezó a recordar, por la razón que fuera, y llegó a la misma conclusión que nosotros ahora.

Héctor terminó el razonamiento.

– Y volvió a Barcelona dispuesto a desentrañar la verdad. Pero ¿cómo? ¿Acusó a su tío abiertamente?

– Quizá lo hizo. Quizá fue a verle. Quizá el padre Castells se asustó y decidió acabar con su sobrino.

La argumentación contenía una lógica aplastante. Pero la lógica, como de costumbre, dejaba a un lado los sentimientos.

– No olvidemos que se querían -repuso Salgado-. Marc había vivido con un padre distante, y créeme si te digo que sé lo que es eso, y luego se encontró metido en una familia postiza que le relegaba a un segundo plano. Su tío había sido una especie de «madre suplente». Habría tenido que estar muy seguro de lo que sospechaba para atreverse a traicionarle. Y, por otro lado, ese hombre quería a su sobrino como a un hijo. De eso estoy seguro. Había cuidado de él, lo había criado… No se puede matar a un hijo, haga lo que haga.

– ¿Ni siquiera para salvarse a uno mismo?

– Ni siquiera para eso.

Por unos instantes permanecieron inmersos en sus pensamientos. Héctor supo que debía desembarazarse de la agente Castro y hablar con Savall. La mente de Leire, sin embargo, viajaba en ese momento lejos del caso. Padre distante, amor entre hijos y sus progenitores… Todo eso empezaba a afectarle demasiado y sintió la súbita necesidad de ver a Tomás.

– Tengo que ocuparme de un par de asuntos personales ahora -dijo Héctor, y ella suspiró aliviada.

– Perfecto. Yo también -musitó, casi para sí misma.

– Hay algo que me gustaría que hicieras esta tarde. -Y, bajando un poco la voz, Héctor le explicó su plan.

La subinspectora Andreu no estaba disfrutando lo más mínimo de ese luminoso sábado de verano. De hecho, ya se había levantado de mal humor después de pasar media noche en vela dándole vueltas a su encuentro con aquella mujer asustadiza en el Pare de la Ciutadella. Pero las dudas no se habían disipado, y al despertar la habían atacado con mayor vigor aún. Al final discutió con su marido, algo que detestaba y que no solía sucederle, y, a pesar de las malas caras, decidió que tenía que resolver esos interrogantes cuanto antes. Aunque apreciaba a Héctor Salgado más que a ningún otro compañero, o quizá precisamente por eso, necesitaba llegar al fondo del asunto.

Tenía un único cabo del que tirar antes de enfrentarse a su amigo y preguntarle directamente si había visto a Ornar la tarde de su desaparición, tal y como afirmaba la tal Rosa. Era un tiro al aire, pero merecía la pena probarlo. La dichosa cabeza de cerdo había sido servida por una carnicería cercana que solía suministrar delicias parecidas al macabro doctor. Tal vez en este caso la hubiera pedido él mismo, como siempre. O tal vez no… Y cuando empujaba la puerta del establecimiento, situado no muy lejos de la consulta del doctor, deseó con todas sus fuerzas que en esa ocasión hubiera sido el propio Omar quien efectuó el repugnante encargo.

La tienda estaba vacía, y a Martina no le extrañó demasiado. Sábado al mediodía, demasiado calor para ir de compras, y un género que su madre habría calificado de segunda clase sin la menor vacilación. Al otro lado del mostrador, un tipo grueso, provisto de un delantal que ya nunca volvería a ser blanco, la miró con una sonrisa en los labios. Un gesto de bienvenida que se esfumó en cuanto ella le comunicó que el motivo de su visita no era precisamente abastecer su nevera de chuletas.

– Ya vinieron a verme por eso -repuso el tendero, de mal humor-. ¿Qué quiere que le diga? Si me piden una cabeza de cerdo, yo se la vendo. Lo que hagan luego con ella no es asunto mío.

– Claro que sí. Pero tampoco le pedirán muchas, ¿no? Quiero decir que no suele tenerlas en la tienda, a la venta…

– La cabeza entera no, por supuesto. Aunque ya sabe que del cerdo se aprovecha todo -puntualizó el hombre, orgulloso.

– ¿El doctor se las encargaba en persona? ¿O por teléfono?

– Al principio venía en persona. Luego por teléfono. -En ese momento, un chaval de unos quince años, la viva imagen del tendero a escala reducida, salió del almacén-. Mi hijo le llevaba los pedidos a su casa, ¿verdad, Jordi? Somos una tienda pequeña, señora, hay que cuidar a la clientela.

«Y limpiar los cristales», pensó Martina.

– ¿Quién atendió la llamada esta vez? ¿Usted o su hijo?

– Yo -dijo el chaval.

– ¿Te acuerdas de cuando llamó?

– Dos o tres días antes, no lo sé. -El chico no tenía aspecto de ser un genio, y, desde luego, no parecía muy interesado por la conversación. Sin embargo, pareció recordar algo de repente-. Aunque esa vez no llamó él.

– ¿No? -La subinspectora trató de disimular el nerviosismo en la voz-. ¿Quién fue?

El chico se encogió de hombros. Tenía la boca medio abierta. Martina sintió la tentación de zarandearlo hasta borrarle esa expresión atontada de la cara. Sin embargo, le sonrió y volvió a preguntar:

– ¿Era su ayudante? -Ignoraba si Ornar tenía un ayudante, pero fue lo único que se le ocurrió.

– Ni idea. -Jordi hizo un leve esfuerzo por recordar, que se tradujo en una boca dos milímetros más abierta.

– ¿Qué te dijo? Es importante, ¿sabes?

– Pues eso.

Martina se mordió los labios, pero algo en su gesto debió de inspirar al carnicero júnior a seguir hablando.

– Era un hombre. Dijo que llamaba de parte del doctor Ornar, que le lleváramos una cabeza de cerdo a su casa el martes por la tarde, a última hora.

– ¿Y eso hiciste?

– Claro. La llevé yo mismo.

– ¿Viste a Omar?

El chico negó con la cabeza.

– No, ese mismo tipo me dijo que el doctor estaba ocupado. Que tenía visita.

– ¿Cómo sabes que era el mismo?

Jordi pareció sorprendido por la pregunta.

– ¿Quién iba a ser? -Vio que la respuesta no satisfacía a esa señora tan exigente y recordó otro detalle-. Además, tenían el mismo acento.

– ¿Qué acento?

– Sudamericano. Bueno, no exactamente.

Martina Andreu tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no sacarle una respuesta clara a golpes.

– Piénsalo bien -insistió con voz suave. Intentó encontrar algún referente que aquel chaval pudiera entender-. ¿Hablaba como Ronaldinho? ¿O más bien como Messi?

Eso aclaró totalmente los recuerdos del aprendiz de carnicero. Sonrió como un niño feliz.

– ¡Eso! Como Messi. -Habría gritado «Visca el Barça!» si la mirada de la subinspectora Andreu no le hubiera conminado, sin lugar a dudas, a cerrar la boca.