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Un sorprendido Lluís Savall abrió la puerta de su domicilio, un cómodo piso de la calle Ausiás March, cerca de la Estado del Nord. Recibir a inspectores en su domicilio, en sábado y a la hora de comer, no era precisamente el plan predilecto del comisario, pero el tono de voz de Héctor le había despertado algo más que curiosidad. Por otro lado, sus hijas no estaban en casa, para variar, y su mujer se había ido a la playa con una amiga y no volvería hasta la tarde. El comisario, pues, disponía del piso para él solo y había dedicado parte de la mañana a avanzar en su puzzle de cinco mil piezas, de las que le faltaba colocar aún más de mil. Era su pasatiempo favorito, tan inocuo como relajante, y tanto su mujer como sus hijas lo fomentaban regalándole un puzzle tras otro, cuanto más complicados mejor. Ése, por cierto, acabaría formando la imagen de la Sagrada Familia, pero de momento estaba tan inacabado como el templo original.
– ¿Quieres tomar algo? ¿Una cerveza? -preguntó Savall.
– No, gracias. Lluís, lamento molestarte hoy, de verdad.
– Bueno, no es que tuviera gran cosa que hacer -repuso el comisario, pensando en su rompecabezas con un poco de añoranza-. Pero siéntate, no te quedes de pie. Voy a buscar una cerveza para mí. ¿Seguro que no quieres una?
– Seguro.
Héctor se sentó en una de las butacas mientras pensaba en cómo enfocar el asunto. Savall volvió enseguida, con dos latas y sendos vasos. Frente a él, tras aceptar por fin la dichosa cerveza, Salgado se dijo que nadie que ostentara un puesto de autoridad debería vestir nunca de pantalón corto.
– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó el comisario-. ¿Algo nuevo en el caso de esa chica?
– ¿De Gina Martí? -Héctor negó con la cabeza-. Pocas novedades. Al menos hasta que nos llegue el informe forense.
– Ya. ¿Y bien?
– Quería hablar contigo hoy, fuera de comisaría. -Héctor se enfadó consigo mismo por dar más rodeos y decidió coger el toro por los cuernos-. ¿Por qué no me dijiste que conocías ya a los Castells?
La pregunta sonó a acusación. Y Savall cambió de humor al instante.
– Te dije que había sido amigo de su madre.
– Sí. Pero no mencionaste que habías llevado otro caso relacionado con ellos. -Se preguntó si haría falta decir el nombre o si el comisario sabría ya a qué se estaba refiriendo. Por si acaso, continuó-: Hace años una niña se ahogó durante unos campamentos. El director, o como se llame el cargo, era Félix Castells.
Savall podría haber fingido: aparentar que lo había olvidado, que no había asociado ambos nombres, dos muertes separadas por trece años. Y tal vez Héctor le habría creído. Pero sus ojos le traicionaron, revelando lo que ambos sabían: el caso de Iris Alonso, la niña ahogada entre muñecas, era de los que persistían en la memoria a lo largo de los años.
– No recuerdo el nombre de esa niña…
– Iris.
– Sí. Era un nombre poco común entonces. -El comisario dejó el vaso en la mesita de centro-. ¿Tienes un cigarrillo?
– Claro. Creía que no fumabas.
– Sólo de vez en cuando.
Héctor le pasó un cigarrillo y le ofreció fuego, encendió otro para él y esperó. El humo de ambos formó una nubecilla blanca.
– Luego tendré que abrir la ventana -dijo Savall-. O Elena me echará la bronca de siempre.
– ¿Qué recuerdas de ese caso? -insistió Salgado.
– Poca cosa, Héctor. Poca cosa. -En sus ojos se apreciaba que, aunque no fueran muchos, los recuerdos no eran nada agradables-. ¿A qué viene esto ahora? ¿Tiene algo que ver con lo que le sucedió al hijo de Joana?
– No lo sé. Quizá tú puedas decírmelo.
– Le recuerdo. A Marc. Era sólo un crío y estaba muy impresionado. Conmocionado.
– La encontró él, ¿verdad?
Savall asintió, sin preguntar cómo lo sabía.
– Eso me dijeron. -Meneó la cabeza-. Los niños no deberían ver cosas así.
– No. Ni tampoco deberían morir ahogados.
El comisario miró a Héctor de reojo, y su semblante, que unos segundos antes denotaba incomodidad, aprensión incluso, manifestó entonces una dura impaciencia.
– No me gusta ese tono. ¿Por qué no preguntas lo que quieres saber?
«Porque no sé muy bien qué preguntar», pensó Héctor.
– Lluís, hace años que nos conocemos. No eres sólo mi jefe, te has portado conmigo como un amigo. Pero ahora mismo tengo que saber si hubo algo raro en el caso de esa niña. Algo que ahora, trece años después, pueda suponer una amenaza para alguien.
– No sé si te entiendo.
Héctor apagó el cigarrillo.
– Sí me entiendes. -Tomó aire antes de seguir-. Sabes perfectamente de qué te hablo. Hay detalles que tuvieron que salir a la luz en esa investigación: Iris no comía, se había escapado de esa casa dos días antes, mostraba una conducta insolente y había cambiado mucho en el último año. Su madre no podía dominarla. ¿Todo eso no te hizo pensar en algo?
– Estás hablando de hace muchos años, Héctor.
– Los abusos a menores no son cosa de ahora, Lluís. Han existido siempre. Y se han tapado durante muchos años.
– Espero que no estés insinuando lo que creo.
– No insinúo nada. Me limito a preguntar.
– No había ninguna prueba de eso.
– ¿Ah, no? ¿Su conducta no te pareció prueba suficiente? ¿O acaso os fiasteis de lo que os dijo el padre Castells? Un sacerdote de buena familia, ¿por qué dudar de alguien así?
– ¡Basta! No te tolero que me hables así.
– Te lo diré de otro modo, entonces. ¿La muerte de Iris Alonso fue un accidente?
– Lo creas o no, sí. -Savall le miró a los ojos, intentando imprimir toda su autoridad a esa afirmación.
Héctor no tenía más remedio que aceptarla, pero no estaba dispuesto a rendirse fácilmente.
– ¿Y las muñecas? ¿Qué hacían esas muñecas flotando en el agua?
– ¡He dicho que basta! -Hubo una pausa, tan cargada de amenazas como de interrogantes-. Si quieres revisar el caso, encontrarás el expediente. No hay nada que ocultar.
– Me gustaría creerte.
Savall le observó con severidad.
– No tengo por qué darte ninguna explicación. Esa niña se ahogó en la piscina. Fue un accidente. Es algo terrible, pero sucede todos los veranos.
– ¿De verdad no tienes nada más que añadir?
Savall negó con la cabeza y Héctor se levantó de la butaca. Iba a despedirse, pero el comisario tomó la palabra de nuevo.
– Héctor. Has dicho que somos amigos. Como tal, ¿puedo pedirte que aceptes mi palabra sobre este asunto? Podría exigirte que dejes este caso, pero prefiero confiar en tu amistad. Yo he demostrado mi aprecio hacia ti. Quizá es la hora de que hagas lo mismo.
– ¿Me estás pidiendo un favor? Si es así, dilo claro. Dilo y entonces sabré a qué atenerme.
Savall tenía la vista clavada en el suelo.
– La justicia es un espejo de dos caras. -Alzó la cara despacio y siguió hablando-: Por un lado refleja a los muertos y por el otro a los vivos. ¿Cuál de los dos grupos te parece más importante?
Héctor meneó la cabeza. De pie, frente a su superior, contempló a aquel hombre que le había echado una mano en los momentos difíciles e intentó buscar en su interior el agradecimiento que le debía, la confianza que siempre le había inspirado.
– La justicia es un concepto difuso, Lluís, en eso estamos de acuerdo. Por eso prefiero hablar de verdad. Verdad hay una sola, para los vivos y para los muertos. Y eso es lo único que vine a buscar, pero veo que no lo voy conseguir.
Parado ante el ascensor, Héctor se dio cuenta de que salía de esa casa con mal sabor de boca y se planteó seriamente volver a llamar a la puerta, entrar y empezar aquella conversación de nuevo. Estaba ya con una mano en el timbre de la puerta cuando sonó el móvil y sus prioridades cambiaron de inmediato. Era Martina Andreu y llamaba para informarle de que su casera, Carmen, había sufrido una agresión en su domicilio. El ascensor se había ido, pero él ya no lo esperó; bajó corriendo y tomó un taxi hacia el Hospital del Mar.