172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 34

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Capítulo 31

La flamante sala de espera del Hospital del Mar estaba tan llena como cabía esperar un sábado del mes de julio, y Héctor tardó unos instantes en localizar a la subinspectora Andreu. De hecho, fue ella quien le vio primero y se dirigió a él. Apoyó una mano en su hombro y Héctor se volvió, sobresaltado.

– ¡Martina! ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. Parece que alguien entró en su casa y la atacó. Está grave, Héctor. La han llevado a la UCI. No ha recobrado el conocimiento.

– Mierda. -La expresión de su rostro era tan intensa que la subinspectora temió que fuera a perder el control-. Héctor… salgamos un momento. Ahora mismo no hacemos nada aquí y… Tengo que hablar contigo.

Pensó que él se negaría, que exigiría hablar con el doctor, pero lo que hizo fue hacerle la inevitable pregunta que ella había esperado.

– ¿Por qué la encontraste tú?

La subinspectora lo miró fijamente, intentando ver en aquel semblante alterado una señal que le permitiera decidir, saber. No la encontró, de manera que se limitó a responder en voz baja:

– De eso quería hablarte. Vamos fuera.

El sol arrancaba destellos de los retrovisores de los coches. Eran las tres y inedia de la tarde y el termómetro marcaba treinta grados centígrados. Sudoroso, Héctor encendió un cigarrillo y fumó con avidez, pero tenía el estómago revuelto y la nicotina le sabía a rayos. Tiró el resto del pitillo al suelo y lo pisoteó.

– Tranquilízate un poco, Héctor. Por favor.

Él echó la cabeza hacia atrás y respiró hondo.

– ¿Cómo la encontraste?

– Espera un momento. Hay un par de cosas que debes saber. Tengo novedades en el caso de Ornar. -Esperaba ver alguna reacción en la cara de su compañero, pero lo único que asomó a ella fue interés, ganas de saber-. Héctor, te lo pregunté el miércoles mientras comíamos, pero ahora seamos claros. ¿Viste a Ornar el martes?

– ¿A qué viene esto?

– ¡Contesta, joder! ¿Crees que insistiría si no fuera importante?

La miró con una mezcla de frustración y rabia.

– Te lo digo por última vez. No vi a Ornar el martes. No volví a verlo después de aquel día. ¿Está claro?

– ¿Y qué hiciste el martes por la tarde?

– Nada. Volví a casa.

– ¿No hablaste ni con tu ex ni con tu hijo?

Héctor desvió la mirada.

– ¿Qué coño hiciste?

– Me senté a esperar que alguien se acordara de llamarme. Era mi cumpleaños.

Martina no pudo reprimir una carcajada.

– ¡Joder, Héctor! El tipo duro del mes, el que va repartiendo hostias a los sospechosos, y luego se sienta a llorar en casa porque nadie se acuerda de él…

Él sonrió, a su pesar.

– Los años, que le vuelven a uno sensible.

– Lo peor es que te creo, pero una testigo te vio delante de su casa el martes por la tarde, sobre las ocho y media.

– ¿Qué estás diciendo? -casi gritó él.

– Héctor, me limito a informarte de lo que he averiguado. Ni siquiera tendría por qué hacerlo, así que haz el favor de no levantarme la voz. -Pasó a contarle el testimonio de Rosa, sin omitir un solo detalle, así como los datos obtenidos en la carnicería ese mediodía-. Por eso fui a tu casa. La puerta de la escalera estaba abierta y subí; cuando pasaba por delante del primer piso me fijé en que esa puerta tampoco estaba cerrada y me pareció raro. La empujé y… me encontré con esa pobre mujer en el suelo, inconsciente.

Salgado oyó el relato de su compañera sin interrumpirla ni una sola vez. Mientras la escuchaba, su cerebro intentaba encajar en él las otras piezas: las inquietantes grabaciones de él golpeando a Ornar y de Ruth en la playa. No lo consiguió, pero pensó que Andreu se merecía saberlo. No quería ocultarle nada más, así que se lo contó en cuanto ella hubo terminado. Luego ambos se quedaron callados, meditando, cada uno absorto en sus propias dudas y temores. Héctor reaccionó antes y sacó el móvil. Nervioso, buscó el número de su hijo en la agenda y pulsó la tecla de llamada. Por suerte, Guillermo contestó enseguida esta vez. Salgado habló con él durante un par de minutos, tratando de aparentar normalidad. Luego, sin pensárselo, llamó a Ruth. Una fría voz que anunciaba que el número estaba apagado o fuera de cobertura fue la única respuesta.

Mientras tanto, Martina Andreu le observaba atentamente. Él lo notó, pero se dijo que estaba en su derecho. Había motivos para sus sospechas, y de repente cayó en la cuenta de que, ironías del destino, tendría que esgrimir ante ella el mismo argumento que una hora antes había oído en boca de Savall. Apelar a su amistad, a la confianza, a los años de servicio juntos.

– ¿Ruth no contesta?-preguntó ella cuando él guardó el móvil.

– No. Está fuera. En el apartamento de sus padres, en Sitges. Luego la volveré a llamar. Lo del DVD no le hizo ninguna gracia, como puedes comprender -Se volvió hacia la subinspectora Andreu-. Tengo miedo, Martina. Siento que todo mi entorno está amenazado: yo, mi casa, mi familia… Y ahora esto de Carmen. No puede ser una casualidad. Alguien está destruyendo toda mi vida.

– ¿No te estarás tomando en serio las maldiciones del doctor Ornar?

Él ahogó una risa amarga.

– Ahora mismo podría aceptar cualquier cosa. -Recordó lo que le había dicho el catedrático de la facultad de historia-. Pero supongo que debo esforzarme por no caer en eso. Voy a ver si hay noticias de Carmen. No tienes por qué quedarte.

Ella miró el reloj. Las cuatro y diez.

– ¿Seguro que no te importa?

– Claro que no. Martina, ¿me crees? Sé que todo eso parece muy raro, y que ahora mismo lo único que puedo pedirte es confianza ciega. Pero para mí es importante. Yo no fui a ver a Omar, ni encargué una cabeza de cerdo, ni tengo la menor pista de su paradero. Te lo prometo.

Tardó un poco en contestar, quizá más de lo que él esperaba y menos de lo que ella hubiera necesitado para dar una respuesta absolutamente sincera.

– Te creo. Pero estás metido en un buen lío, Salgado. Eso también te lo digo. Y no sé si alguien podrá ayudarte a salir de él esta vez.

– Gracias. -Héctor relajó los hombros y miró hacia la puerta del hospital-. Voy a entrar.

– Mantenme al corriente de las novedades.

– Lo mismo digo.

Martina Andreu permaneció quieta un momento, viendo cómo Héctor desaparecía por la entrada del hospital. Luego, despacio, fue hacia la parada de taxis, subió en el primero de la fila y dio al conductor la dirección del inspector Salgado.

Sentado en una silla de plástico situada en un pasillo cercano a la UCI, Héctor contemplaba las idas y venidas del personal y los visitantes. Al principio se fijaba en ellos, pero a medida que iba pasando el tiempo entrecerró los ojos y se concentró en sus pasos: rápidos, lentos, firmes o angustiados. Y poco a poco hasta eso desapareció de su mente consciente, inmersa en los recuerdos de todo lo que había sucedido en los últimos cinco días. El vuelo, la maleta perdida, la entrevista con Savall y la visita a la consulta de Omar se mezclaban con las declaraciones de los implicados en el caso de Marc Castells, con la visión de la pobre Gina desangrada en la bañera y con la imagen macabra de la niña ahogada en la piscina en una película tan surrealista como impactante.

No hizo el menor intento de ordenar las secuencias; dejó que fluyeran en su mente, libremente, que lucharan unas con otras por imponerse durante unos segundos en la pantalla de su memoria.

Poco a poco, al igual que el ruido que le rodeaba, esos fotogramas fueron difuminándose. La algarabía se calmó, y su cerebro pasó a centrarse en una única foto fija, borrosa y de mala calidad, protagonizada por él, por un violento y brutal Héctor Salgado golpeando con rabia a un tipo indefenso. Una voz en off se añadió a la imagen, la del psicólogo, el chaval que en el fondo le recordaba a su hijo. «Piense en otros momentos en que se dejó llevar por la ira.» Algo que se había negado a hacer, no sólo esos días sino desde siempre. Pero entonces, mientras aguardaba a que el médico le diera alguna noticia sobre Carmen, esa mujer que le había tratado casi como a un hijo, pudo derribar las barreras y pensar en el otro momento de su vida en que la ira le poseyó; ese otro día en que todo se volvió negro y del que sólo quedó un sabor agrio como la bilis. Su último recuerdo de la primera parte de su vida, el final violento de una etapa. Diecinueve años soportando palizas rutinarias a manos de un padre modelo, aparentemente todo un señor, un hijo de puta con todas las letras que no dudaba jamás a la hora de imponer disciplina. Por qué era normalmente él y no su hermano el blanco de sus iras era algo que el joven Héctor se había preguntado muchas veces en esos diecinueve años. Lo cual no quería decir que el otro se librara, ni mucho menos; pero a medida que iba creciendo, Héctor notaba una mayor crueldad en las que le tocaban a él. Quizá porque ya entonces su padre sabía que él le odiaba con todas sus fuerzas. Lo que nunca sospechó, ni siquiera en los momentos más amargos de su infancia, era que existía otra víctima de esos golpes, alguien que los recibía a puerta cerrada, en la intimidad de una alcoba convenientemente situada en el extremo opuesto de un largo pasillo. Cómo su madre había logrado ocultar los moretones durante todos esos años podía explicarse sólo en el contexto de un hogar donde los secretos eran norma y donde lo mejor era hablar poco y callar mucho.

Él lo descubrió por casualidad, una tarde de viernes que regresó más temprano del entrenamiento de hockey porque se había torcido un tobillo. Creía que no habría nadie en casa, ya que su hermano también tenía entrenamiento ese día, y su madre le había comentado que ella y su padre irían a visitar a una de sus tías, mayor y enferma. Por eso él llegó al piso que suponía vacío dispuesto a disfrutar de esa soledad que ansían todos los adolescentes. No hizo ruido, era una de las normas de su padre, y eso le permitió oír, con absoluta claridad, los rítmicos golpes seguidos de gritos ahogados. Y entonces algo estalló en su cerebro. Todo desapareció de su vista y ante él sólo vio una puerta, que empujó con decisión, y la cara de su padre, que pasó de la sorpresa al pánico cuando su hijo menor, sin un segundo de vacilación, le estampó el stick en el pecho y siguió, golpeándole la espalda, una y otra vez, hasta que los gritos de su madre le hicieron volver en sí. Al día siguiente, aún convaleciente de la paliza, su padre lo arregló todo para que ese hijo descastado siguiera con sus estudios en Barcelona, ciudad en la que tenía parientes. Héctor comprendió que era la mejor solución: empezar de nuevo, no mirar atrás. Lo único que lamentaba era abandonar a su madre, pero ella le convenció de que no corría peligro alguno, de que lo que había sucedido ese día no era en absoluto habitual. El se marchó y se esforzó por olvidar. Pero esa tarde, sentado en una silla de plástico, a medida que aquel recuerdo se dibujaba claramente en su memoria, la angustia se desvaneció y quedó reemplazada por una sensación de paz extraña, agridulce pero verdadera, que no había sentido desde entonces. Y se dijo, con la mayor tranquilidad, que si la injusticia y la impotencia eran las únicas causas que habían disparado su ira, tanto en su juventud como hacía unos meses, las consecuencias de ella le importaban un bledo. Dijera el mundo lo que dijera.

No supo el tiempo que había pasado, pero notó una mano que le sacudía el hombro. Al abrir los ojos vio a una figura vestida de blanco que le decía, con un semblante que parecía diseñado para dar malas noticias, que Carmen Reyes González estaba fuera de peligro, aunque seguiría en observación durante al menos veinticuatro horas más, y que, desde luego, tardaría en recuperarse del todo. Añadió, con una voz rutinaria que a Héctor le sonó a maliciosa advertencia, que aunque no parecía haber lesiones graves más allá de la contusión, tampoco no podían descartarse complicaciones en las próximas horas dada la edad de la paciente. Podía entrar a verla, sí, pero sólo un momento. Y antes de dejarle pasar, ese médico con cara de enterrador comentó, en un tono de admiración bastante poco profesional, que no dejaba de asombrarle lo mucho que se aferraban a la vida las viejas generaciones. «Están hechas de otra pasta», dijo, meneando la cabeza como si, en vista de lo que hay en el mundo, eso le resultara incomprensible.