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Leire miró el reloj y no pudo evitar un gesto de fastidio.
¿Por qué todos los tíos desaparecían cuando se les necesitaba? «Empiezo a hablar como María», pensó. Pero lo cierto era que, a pesar de la retirada escasamente digna de Tomás, en ese momento él no era el blanco de sus críticas. El inspector le había dicho que la llamaría a media tarde para concretar detalles. Pues bien, aunque «media tarde» era un término impreciso, ella creía que al menos podría haberse molestado en dar señales de vida. Se resistía a llamarlo; al fin y al cabo Salgado era su superior, y lo que menos le convenía a una siempre era indisponerse con ningún jefe.
En cualquier caso ella había hecho los deberes esa tarde, se dijo, satisfecha. Si iba por orden, había recogido la mesa y tirado las croquetas a la basura; había llorado durante un rato, algo que atribuía a ese estado de atontamiento sensiblero y no a otra cosa, y luego, tras darse una ducha y vestirse de manera informal, tal y como había quedado con el inspector, había ido a comisaría a cumplir con la primera parte de su encargo. La tarea número uno se resolvió en un santiamén: una tal Inés Alonso Valls volaba al día siguiente de Dublín a Barcelona en un vuelo que llegaba a las 9.25 de la mañana, hora local. Había introducido sus datos sin hallar en ellos nada que pareciera importante. La chica tenía veintiún años, llevaba un par estudiando en Irlanda y era hija de Matías Alonso e Isabel Valls.
Su padre había fallecido dieciocho años antes, cuando Inés era muy pequeña, pero su madre aún vivía. Leire había anotado la dirección, tal y como le había dicho Salgado. En cuanto a la tarea número dos… Leire miró el reloj de nuevo, como si sus ojos pudieran acelerarlo. Tenía ganas de hacer esa llamada, pero era pronto. En comisaría había poco movimiento aquel sábado, así que no tenía nada con que distraerse y eso le dejaba tiempo libre para pensar. Inevitablemente su mente regresó a Tomás y a la conversación mantenida con él esa tarde, pero también, y por vez primera, reparó en que él no era el único a quien debería comunicarle la noticia: estaban sus padres, por supuesto, y si todo iba bien, más pronto o más tarde, también sus jefes. «Después del verano», se dijo. Antes tenía que hacerse a la idea ella y no le apetecía escuchar reproches ni consejos. Además, había oído miles de veces que era mejor esperar a que pasaran los tres primeros meses para anunciarlo. Y por primera vez en esas últimas semanas empezó a pensar en ese ser, que hasta el momento sólo le había provocado náuseas matutinas, como en alguien que menos de un año después yacería a su lado en la cama del hospital. Se vio sola con un bebé llorando y la imagen, aunque fugaz, le resultó más aterradora que reconfortante. No quería seguir dándole vueltas a eso, así que, en vistas de que el inspector seguía sin llamar, descolgó el teléfono fijo y marcó el número de su amiga María. En ese momento Santi y los poblachos de África le parecían un tema de conversación apasionante.
Por uno de esos azares de la vida, Leire no era la única que esa tarde pensaba en África. Y no sólo porque el calor que asediaba Barcelona ese día fuera más propio de ese continente que de la moderada Europa, aunque fuera del sur.
El taxi había dejado a Martina Andreu en la puerta del bloque de pisos donde vivía Héctor Salgado cuando el sol aún castigaba de firme. Un par de agentes la aguardaban en la puerta del primero, ansiosos por marcharse; allí no había nada más que hacer y se alegraron de poder irse. Cuando salían, uno de ellos comentó que la escalera olía fatal, y ella se limitó a asentir. Lo había notado antes también, aunque quizá algo menos, pero no tenía ganas de retenerlos, ni ellos de quedarse. La subinspectora quería quedarse sola, sin testigos de uniforme, para explorar por su cuenta. Algo le decía que la agresión de Carmen no había sido un incidente casual. Héctor tenía razón: estaban pasando demasiadas cosas a su alrededor y ninguna buena. Por otro lado, seguía teniendo muy presentes las declaraciones de los testigos, de Rosa y del carnicero. Héctor podía pedirle confianza ciega y ella se la concedía, como amiga. Pero su parte de policía le exigía pruebas. Pruebas tangibles que contrarrestaran el efecto de esos testimonios, de los que honestamente tampoco tenía razón alguna para dudar.
Ya a solas, cerró la puerta del piso de Carmen y echó un vistazo rápido. La había encontrado en el corto pasillo que separaba el recibidor de la cocina. El ataque se había efectuado de cara, así que cabía dentro de la lógica que la pobre mujer hubiera abierto la puerta a un desconocido y que éste la hubiera agredido después de entrar. Pero ¿para qué? No habían registrado la casa, no parecía faltar nada; no había cajones por el suelo ni armarios abiertos. ¿Tal vez el tipo se había asustado después del asalto y había optado por largarse? No. No, esa explicación no le gustaba nada. La habían golpeado dos veces con un objeto metálico. No había ni rastro del arma en el piso. Joder, no había ni rastro de nada en ese piso, maldijo la subinspectora. Dirigió la mirada hacia el armario que ocultaba el contador de la luz. O mucho se equivocaba o ahí estaban las llaves del piso de Héctor Salgado. Otra persona habría tenido una pizca de remordimientos, pero ella no. Era lo que tenía que hacer.
Con la llave en la mano, subió la escalera. El mal olor se hizo más intenso durante un instante y luego volvió a remitir. Martina tenía prisa por registrar el piso del inspector antes de que a él se le ocurriera volver. Los escrúpulos la asaltaron cuando el azar la premió a la primera y la llave escogida giró en la cerradura, pero los desechó sin tirarlos del todo, como la basura para reciclar. Sin embargo, una vez dentro, se planteó qué hacía allí y qué esperaba encontrar. Las persianas estaban bajadas y encendió la luz. Recorrió con la mirada el piso. Nada parecía estar fuera de lugar. Fue a la cocina y abrió la nevera, donde sólo vio unas cuantas cervezas y una jarra de algo que parecía gazpacho. No se imaginaba a Héctor haciéndolo, la verdad, además parecía casero. De la cocina volvió al comedor y desde ahí se encaminó al dormitorio. La cama sin hacer, la maleta abierta en un rincón… El típico aspecto del cuarto de un soltero. O de un separado.
Ya se iba, se sentía una intrusa hipócrita, pero al volver a cruzar el comedor, distinguió un brillo en el televisor. Héctor se lo había dejado encendido. Pero no, no era la tele. Lo que se movía era el salvapantallas del reproductor de DVD. Si Salgado no le hubiera mencionado las grabaciones, nunca se le habría ocurrido darle al botón de reproducción.
Cuando las primeras imágenes llenaron la pantalla la embargó una repugnancia instintiva, visceral, y una sospecha que ya no había vuelta atrás. A su pesar, tuvo que ver la grabación dos veces para procesarla del todo. Por suerte no era muy larga, sólo duraba unos minutos, pero en ellos podía apreciarse claramente el rostro magullado de un anciano negro, que sangraba profusamente, a punto de hundirse en la inconsciencia. Sus labios resecos apenas podían emitir un gemido leve y sus ojos no conseguían enfocar a quien por fuerza tenía que estar grabando su agonía. En la borrosa pantalla, el doctor Ornar intentó abrir los ojos por última vez, pero el esfuerzo fue ya demasiado para su maltrecho cuerpo. Martina Andreu oyó con claridad su último suspiro y presenció cómo la muerte se apoderaba de su rostro. La grabación acababa ahí, dando paso a una oscura niebla gris. Y entonces, con la frialdad que dan los años de servicio, la subinspectora supo cuál era el siguiente paso. Las piezas sueltas empezaron a ordenarse formando un conjunto desagradable pero lógico. Las declaraciones de los testigos, la desaparición de Ornar, esa película horrenda… y sí, el hedor que flotaba en la escalera, se organizaron mágicamente para mostrarle el camino a seguir.
Dar el siguiente paso, sin embargo, no le resultaba sencillo. Había que avisar a la central, pero antes quería estar segura. Le costó una eternidad abandonar la casa de Héctor. Descendió hasta el segundo, caminando con la rigidez de una autómata. El llavero de Carmen contenía todas las llaves y tuvo que probar un par antes de dar con la buena. Con sólo empujar la puerta el hedor le golpeó en la cara. Avanzó a tientas, ya que el piso no tenía conectada la luz. Siguió los indicios de su olfato hasta llegar a una habitación pequeña en la que creyó distinguir una diminuta ventana. Cuando subió la persiana, la luz invadió el espacio. Aunque sabía lo que había ido a buscar, la visión del cadáver de Ornar la hizo dar un salto atrás. Y corrió, corrió hacia la puerta principal, la cruzó y la cerró tras de sí. Se apoyó en ella, de espaldas y con los ojos apretados, atrancándola como si alguien la estuviera persiguiendo. Como si el alma de ese cuerpo muerto fuera capaz de abandonar su envoltorio carnal e ir en su busca para poseerla. Tuvieron que pasar unos segundos, minutos tal vez, antes de que se tranquilizara, antes de que se convenciera de que lo que había allí dentro ya no podía hacerle ningún daño. Por fin consiguió abrir los ojos y reprimió un grito de sorpresa y de miedo al ver, ante ella, con el semblante muy serio, a ese amigo al que ahora temía con todas sus fuerzas.
No hay nada más insoportable que esperar una llamada sin nada que hacer. La agente Castro tenía diversas y varias virtudes, pero la paciencia no era una de ellas. Así que, tras cuarenta minutos de charla con María en los que no dejó de mirar de reojo el móvil, decidió, a regañadientes, ser ella quien tomara la iniciativa y se pusiera en contacto con el inspector Salgado. Sólo la atendió el buzón de voz que le ofrecía, como todos, la posibilidad de dejar un mensaje después de la señal. Dudó un momento antes de hacerlo, pero finalmente optó por cubrirse las espaldas e informar de sus planes.
– Inspector, aquí Castro. He estado esperando su llamada y son más de las siete. Con su permiso, sigo adelante con el tema de Rubén Ramos. Si tiene algo que decirme, llámeme.
No tenía muy claro si eso era lo que preferiría Salgado, pero ese día Leire Castro no se sentía muy propensa a tener en cuenta las opiniones de sus congéneres de sexo masculino. Por eso, y aunque sabía que corría cierto riesgo, buscó en sus notas el número de Rubén y lo marcó. Le respondió una voz joven con un «¿diga?» inseguro. Ella apostó por un tono similar, ligeramente nervioso, mientras explicaba a su interlocutor que Aleix le había pasado su número, que esa noche era su cumpleaños y quería celebrarlo a lo grande con su novio. Sí, uno bastaría, aseguró ella, intentando parecer la chica tonta de familia bien que podía ser dienta de Aleix. Fijaron hora y lugar para el encuentro sin mencionar nada más, y ella se despidió con un rápido «hasta luego»
Cuando colgó, Leire se preguntó si lo que acababa de hacer no la pondría en un aprieto delante del inspector, y, por si acaso, volvió a llamarlo. Harta de la sempiterna voz en off, colgó sin dejar mensaje alguno.