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Martina no se apartó ni un milímetro de la puerta. Observó a Salgado fijamente, intentando penetrar en la mente de su compañero a través de sus ojos. No lo consiguió, pero la mirada de Héctor logró, al menos, fundir el pánico que la había embargado unos minutos antes.
– No te acerques, Héctor -le advirtió, en un tono firme y neutro-. Esto es el escenario de un crimen. No puedes entrar aquí.
El dio un paso atrás en el descansillo, obediente. El hedor procedente del interior del piso se derramaba ya por el rellano sin la menor discreción.
– ¿Qué has encontrado ahí dentro?
– ¿No lo sabes?
– No.
– Ornar está ahí, Héctor. Muerto. Lo han matado a golpes.
Héctor Salgado había aprendido a mantener la calma en situaciones de tensión, a controlar las emociones para que éstas no afloraran a su rostro. Ambos permanecieron unos segundos cara a cara, como dos duelistas expectantes, mientras ella se esforzaba por dilucidar lo que debía hacer a continuación. Tenía ante sí a un sospechoso de asesinato: alguien que había sido visto con la víctima la tarde de su desaparición, alguien que tenía una cuenta pendiente con ese muerto que yacía dentro, alguien en cuya casa había pruebas que lo relacionaban con el caso. Y, sobre todo, alguien que vivía en el piso superior del lugar donde acababa de hallar el cadáver. Supo que sólo tenía una opción. Que, si estuviera en su lugar, el inspector Salgado haría exactamente lo mismo.
– Héctor, tengo que detenerte por el asesinato del doctor Ornar. No me lo pongas más difícil, por favor.
Héctor extendió las manos juntas hacia ella.
– ¿Vas a esposarme?
– Espero que no haga falta.
– ¿Sirve de algo que te diga que no tuve nada que ver?
– En este momento, no.
– Ya. -Bajó la cabeza, como quien acepta lo inevitable, y el gesto hizo que la subinspectora diera un paso hacia él.
– Estoy segura de que todo se aclarará, pero ahora mismo es mejor que me acompañes. Por tu propio bien.
Él asintió despacio; luego levantó la vista, y la subinspectora se extrañó al ver una sonrisa en sus labios.
– ¿Sabés una cosa? Lo único que me importa en este momento es que Carmen se va a poner bien. ¡Esa vieja es más dura que vos y que yo juntos!
– La aprecias mucho, ¿verdad?
Héctor no respondió. No hacía falta. Y ese semblante tranquilo, que expresaba más agradecimiento que temor, hizo que las dos Martinas que luchaban dentro de la subinspectora establecieran de repente algo parecido a una tregua, un pacto de no agresión.
– Héctor, yo soy la única que ha visto el cadáver -Acalló el inicio de una protesta-. ¡Escucha y calla por una vez en tu vida! No se puede hacer nada por Ornar, así que da lo mismo que lo encuentre hoy que mañana.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Que puedo tomarme unas horas para investigar este caso sin presiones de ningún tipo. Ni siquiera tuyas.
El seguía sin entenderla del todo.
– Dame las llaves de tu casa y márchate. Desaparece durante unas horas, hasta que te llame. Y prométeme dos cosas: la primera es que no te acercarás bajo ningún concepto ni aquí ni al piso de Ornar.
– ¿Y la segunda?
– La segunda es que te presentarás en comisaría en cuanto yo te lo diga. Sin preguntas.
Muy despacio, él sacó las llaves del bolsillo y se las entregó a la subinspectora. Ella las agarró con fuerza.
– Ahora lárgate.
– ¿Estás segura de esto? -preguntó Héctor.
– No. Pero estoy segura de que en cuanto comunique el hallazgo del cadáver toda la investigación se centrará en ti, inspector Salgado. Y ni yo ni nadie podrá evitarlo.
El empezó a bajar, pero se volvió en mitad del tramo de escalera.
– Martina… Gracias.
– Espero no tener que arrepentirme.
Héctor salió a la calle y empezó a andar hacia la rambla. Caminó despacio, sin fijarse en la gente, llevado por la inercia. Un buen rato después, sentado ante la centelleante Torre Agbar, ese monolito azul y rojo que parecía sacado de una calle de Tokio, cayó en la cuenta de que no tenía adónde ir. Se sintió como un «turista accidental», un remedo porteño de Bill Murray que ni siquiera tenía la excusa de estar lost in translation. No, él estaba solo en la ciudad donde había vivido más de veinte años. Sacó el móvil, un gesto tan instintivo como ineficaz: ¿de qué coño servía si no se tenía a nadie a quien llamar? «Para dejarte más jodido aún», pensó, sonriendo con amargura. Estaba comprobando las llamadas perdidas cuando el aparato volvió a sonar, frenando por un instante esa melancolía incipiente. No era Scarlett Johansson, por supuesto, sino una satisfecha y emocionada Leire Castro.
Leire había aparcado en batería, en una zona de carga y descarga, diez minutos antes de la hora fijada para el encuentro con Rubén. Era uno de los coches no oficiales, por supuesto, de los que usaban los mossos para desplazamientos en los que no quería llamar la atención. Nerviosa, esperaba ver aparecer al chico de la foto y, una vez más, se repitió que habría estado mucho más tranquila si alguien, Salgado por ejemplo, hubiera estado por ahí cerca como habían previsto, listo para intervenir si las cosas se ponían feas. Soltó el aire despacio; tampoco era para tanto. Sólo iba a detener a un camellito de poca monta, a asegurarse su colaboración para apretarle las tuercas al niñato Rovira. Y eso podía hacerlo sola, joder.
Lo vio llegar, a pie, con las manos en los bolsillos y el aire escurridizo de un delincuente de poca monta. Se tranquilizó un poco. Leire se consideraba buena juzgando las caras y la de ese chaval, que apenas tendría veinte años, no le pareció especialmente peligrosa. No quería tener que usar su arma, ni siquiera para amenazarlo. El se plantó en la esquina de Diputació con Balmes y echó un vistazo rápido a su alrededor. Ella le hizo destellos con los faros, como si estuviera esperándole. Rubén se acercó al coche, y obedeciendo al gesto de la conductora, que le instaba a subir, abrió la portezuela y se sentó en el asiento del copiloto.
– No estaba segura de que fueras tú -murmuró ella en tono de disculpa.
– Ya. ¿Tienes la pasta?
Ella asintió, y mientras fingía buscar en el bolso accionó los cierres de seguridad del coche. El chaval dio un respingo, que se convirtió en un suspiro de fastidio cuando Leire le mostró la placa.
– Joder. La he cagado.
– Un poquito sólo. Nada grave. -Hizo una pausa breve y puso el coche en marcha sin apartar la mirada de su nuevo acompañante-. Tranquilo, chico. Y ponte el cinturón. Vamos a dar una vuelta y a charlar un rato.
Él obedeció, de mala gana y rezongó algo entre dientes.
– ¿Algo que decir?
– Decía que charlar es cosa de dos…
Ella soltó una carcajada breve.
– Pues entonces yo hablo y tú escuchas. Y si al final crees que te conviene contarme algo, lo haces.
– ¿Y si no?
Ella puso la marcha atrás y movió el vehículo.
– Si no, volveré a empezar el monólogo, a ver si te convenzo. Las tías somos muy pesadas, ya lo sabes. Nos gusta oírnos.
Rubén asintió y desvió la mirada hacia la ventanilla con indiferencia. Ella se había incorporado ya a la calzada, bastante vacía de coches ese sábado del mes de julio.
– Quiero hablarte de un colega tuyo, bastante pijo por cierto. Sabes a quién me refiero, ¿no?
Como no hubo reacción alguna por parte de su acompañante, Leire siguió con su monólogo sin detenerse, segura de que el otro la escuchaba con atención aunque fingiera lo contrario. Cuando mencionó la palabra «asesinato», él estuvo tentado de volverse hacia ella, pero resistió el impulso. Sin embargo, en cuanto sacó a colación el dinero de la familia de Aleix, sus contactos y los buenos abogados que podían contratar para sacar a su hijo pródigo de ese atolladero -dinero, contactos y abogados que él, un pobre pringado de barrio, sólo podía imaginar- el instinto de supervivencia se impuso a cualquier otro, y Rubén contó lo que sabía y había creído ver la noche de San Juan.
Después de haberle hecho prometer que aparecería el lunes por comisaría a la hora que ella le dijera, Leire lo dejó marchar. Estaba segura de que el chico cumpliría el trato. Entonces, por tercera vez ese día, cogió el móvil y llamó al inspector Salgado.