172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 37

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Capítulo 34

Cuando el viejo reloj del piso de su abuela dio las nueve con el brío de un cuarteto de cámara, Joana se percató de que llevaba horas delante del ordenador, inmersa en los textos y fotos de Marc. Los había releído una y otra vez, había observado las fotos, lo había visto vivo, borracho, sonriente, haciendo el ganso, serio o simplemente pillado por sorpresa en una mueca absurda. Era un extraño para ella, y sin embargo, en algún gesto espontáneo, veía claramente al Enric joven, el que pasaba de todo y sólo vivía para la fiesta, el que renegaba de los ideales de esfuerzo y trabajo de su familia. El que la había conquistado. Y comprendió con una mezcla de alivio y decepción que ese chico de las fotos quizá había echado de menos la figura de una madre cuando era niño, pero nunca a ella. No a Joana, con sus defectos, sus virtudes y sus manías. En esas fotos, ese chico era feliz. Inconscientemente feliz. Feliz como sólo se puede ser cuando uno tiene diecinueve años, está lejos de su casa y el futuro aparece ante sus ojos como una sucesión interminable de momentos apasionantes. Quizá ella tenía parte de culpa en todo lo que le había sucedido, incluso también en la maldita cadena de circunstancias que acabó lanzándole por la ventana, pero no más que Enric, no más que Félix, no más que esos amigos a quienes no conocía, no más que esa Iris. Todos habían jugado su papel, más o menos honroso, más o menos digno. Pensar que ella, al fin y al cabo una desconocida, podía otorgarse un papel destacado en la muerte de Marc era una muestra de arrogancia.

Anochecía, y tuvo que encender la pequeña lámpara de mesa, que parpadeó un par de veces y luego se extinguió del todo. Con un gesto de fastidio, se levantó para encender la del techo. Era una luz mortecina que creaba un ambiente amarillento, triste. De repente se vio a sí misma parada en ese piso heredado y solitario, sumergiéndose en un pasado que ella misma había dejado atrás. Había renunciado a mucho entonces, pero en esos años había conseguido crearse una vida nueva. Quizá no la que había soñado, sólo una en la que podía moverse sin sentirse atrapada. Y ahora, desde hacía semanas, había vuelto a caer en una especie de prisión autoimpuesta, ridícula, propia de una mujer gris y vencida. Despacio, pero sin vacilar, empezó a hacer las maletas. No pensaba irse hasta ver a esa Iris y escuchar lo que tenía que contarle; luego haría lo que tenía que hacer. Volver a París, retomar su presente, quizá más imperfecto aún que antes, pero por lo menos suyo. Se lo había ganado a pulso.

Mientras doblaba la ropa, se preguntó si Enric estaría leyendo ese mismo blog. Ella le había llamado por la mañana para decírselo, pero él no se había puesto al teléfono. Había dejado el mensaje en el buzón de voz.

Enric se sobresaltó al oír el chasquido de la puerta del despacho.

– ¿Te he asustado?

– No. -En ese momento no le apetecía en absoluto hablar con Gloria, pero se obligó a preguntar-: ¿Natalia ya está acostada?

– Sí… -Ella se acercó a la mesa-. Te ha estado esperando un rato, pero al final se ha dormido.

Enric notó el matiz de queja en su voz, tan típico de su mujer, que nunca protestaba de forma directa. El solía fingir que no lo captaba, pero esa noche, después de dos horas ante la pantalla viendo fotos de su hijo muerto, las palabras salieron de su boca sin que hiciera nada por detenerlas.

– Lo siento. Esta noche no estoy de humor para cuentos. ¿Puedes entenderlo?

Gloria desvió la mirada. No contestó. Era típico de ella: no discutir nunca, mirarlo con esa especie de condescendencia plácida.

– Lo entiendes, ¿verdad? -insistió él.

– Sólo venía a preguntarte si quieres cenar algo.

– ¿Cenar? -La cuestión le pareció tan trivial, tan absurdamente doméstica, que casi se echó a reír-. No. Tranquila. No tengo hambre.

– En ese caso te dejo. Buenas noches.

Gloria fue hacia la puerta sin hacer ruido. Enric pensaba a veces que estaba casado con un fantasma, alguien capaz de moverse sin rozar el suelo. De hecho ya creía que su mujer se había marchado cuando su voz, serena, siempre un tono más bajo de la media normal, llegó hasta él:

– Desgraciadamente, Marc está muerto, Enric. No puedes hacer nada por él. Pero Natalia está viva. Y te necesita.

No aguardó a que él respondiera. Cerró la puerta con suavidad y lo dejó sumido en la impotencia, en un mar de preguntas inquietantes que le sugería ese blog del que hasta esa tarde no había tenido noticia alguna. Pero la breve y meditada aparición de Gloria tenía la virtud de añadir otra piedra a su saco. Una culpa más. Porque si había alguien que le conociera en este mundo, alguien que pudiera leer su mente con la más absoluta claridad, esa persona era Gloria. Y exactamente igual que si él se lo dijera con palabras, su mujer sabía que por esa niña a la cual ella adoraba él no podía sentir otra cosa que afecto. Por mucho que él intentara disimularlo, por mucho que ella intentara no darse cuenta de ello, por mucho que Natalia lo llamara «papi» y le echara los brazos al cuello. Él sólo había tenido un hijo, y ese hijo había muerto, casi con toda seguridad a manos de la que había sido su mejor amiga.

Unos segundos después, con el puño cerrado y la mandíbula tensa, descolgó el teléfono y llamó a su hermano. Nadie contestó.

Félix contempló el teléfono. Sonaba con exigencia, tan insistente y desconsiderado como la persona que le llamaba. Esa noche, él, que siempre había hecho acopio de paciencia ante el egoísmo de Enric, no tenía la menor intención de descolgar. Sabía lo que quería preguntarle. ¿Quién era esa Iris? ¿A qué venía ese relato macabro? Enric no se acordaba de nada, por supuesto. Otro padre se acordaría, pero Enric no. A lo sumo, y vagamente, quizá recordara que aquel verano los campamentos acabaron antes debido a un accidente. Aunque, en honor a la verdad, él tampoco le había dado muchos detalles. En cambio, sí había observado de cerca a su sobrino, pero Marc no había sufrido pesadillas; de hecho, en cuanto volvió a casa, a su rutina habitual, pareció olvidarse de Iris. Sí. Todos habían fingido olvidarse de Iris. Era lo mejor.

«Era lo mejor», se repitió, casi en voz alta, convencido de que, dadas las circunstancias, hizo lo que debía. La pobre niña estaba fuera de toda ayuda, en manos del Señor; pero el resto, los que aún vivían, eran responsabilidad suya. Él debía decidir y lo había hecho. Eso llevaba diciéndose todo el día; pero en cuanto sus ojos habían visto la foto borrosa de Iris en el blog de su sobrino, esa seguridad en sí mismo se rompía en mil pedazos. Porque sabía que esa pretensión, la de haber hecho lo correcto aquel verano, tal vez se alzaba sobre los cenagosos cimientos de la mentira. La carita de Iris se lo recordaba.

Esa noche, frente a la imagen de aquella niña rubia, Félix bajó la vista y pidió perdón. Por sus pecados, por su arrogancia, por sus prejuicios. Mientras rezaba, recordó las palabras de Joana días atrás, cuando le dijo que las culpas no se expiaban, sino que se cargaban. Quizá tenía razón. Y quizá había llegado el momento de dar un paso atrás, dejar que la justicia siguiera su curso con todas las consecuencias. «Basta de jugar a ser Dios», se dijo. Que cada uno cargue con sus culpas. Que la verdad salga a la luz. «Y que el Señor perdone mis actos y mis omisiones, y conceda a los muertos el descanso eterno.»

«RIP», rezaba la nota que apareció esa tarde en el sillín de su bici, clavada al cuerpo inerte de un gatito. Aleix había tenido que vencer toda su repugnancia para sacarlo de ahí, y horas después tenía la sensación de que sus dedos conservaban el tacto y el olor del bicho muerto. El tiempo se acababa y sus problemas, su problema, estaba cada vez más lejos de resolverse. No había que ser un genio para deducir quién había mandado ese mensaje, ni su significado. Faltaban poco más de cuarenta y ocho horas para el martes. Había llamado a Rubén varias veces sin obtener respuesta. Eso en sí mismo ya era otro mensaje, pensó. Las ratas abandonaban el barco. Se quedaba solo ante la amenaza.

Encerrado en su habitación, Aleix repasó todas las posibilidades. Afortunadamente, su cerebro seguía funcionando en los momentos de mayor estrés, aunque una rayita le hubiera ayudado a despejar sus dudas. Por fin, mientras contemplaba cómo el cielo se oscurecía, al otro lado de la ventana de su cuarto, comprendió que no había otra opción. Aunque le costara el mayor esfuerzo de su vida, aunque se le revolviera el estómago al pensarlo, sólo había una persona a la que recurrir. Edu le dejaría el dinero. Por las buenas o por las malas. No quiso darle más vueltas; salió de su habitación y se encaminó con paso rápido, febril, hacia el cuarto de su hermano mayor.