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En cuanto Héctor se hubo marchado, la subinspectora Andreu volvió a entrar en el piso donde yacía el maltrecho cadáver de Ornar. Ya estaba mentalmente preparada para lo que iba a encontrar, así que esa vez observó la escena con la debida frialdad. Si en vida ese hombre había hecho algún daño, era obvio que lo había pagado con una muerte lenta, se dijo al arrodillarse junto al cuerpo. Abandonado como un perro. No era una experta en ciencia forense, pero sabía lo suficiente para ver que el viejo doctor había muerto entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes. La fuerte contusión que se apreciaba en su nuca, sin embargo, era anterior. Sí, al doctor le habían propinado un golpe casi mortal días atrás, el día de su desaparición, y lo habían dejado allí, atado, amordazado y agonizante. «En una muestra de sadismo», pensó al recordar el disco hallado en el reproductor de DVD, «su asesino había grabado para la posteridad el momento exacto de su muerte.»
Se incorporó despacio. Por mucho que quisiera eludirlas, todas las pruebas apuntaban a Héctor. Una testigo lo había visto con la víctima la tarde de su desaparición; un hombre con acento argentino había encargado por teléfono, y luego pagado, la cabeza de cerdo. La llamada podría haber sido hecha desde cualquier lugar. No había conseguido una descripción muy fiable por parte del chico de la carnicería. Aparte del acento, los datos aportados por el muchacho habían sido más bien vagos. Vagos, sí, pero en absoluto contradictorios con el aspecto físico de Héctor Salgado. Y luego estaba el cadáver, ahí, justamente debajo del piso de Héctor. Y los discos grabados, en su casa. Martina cerró los ojos y pudo visualizar parte de esa secuencia de hechos, aunque no todos. Desde luego, le costaba imaginar a Héctor grabando la muerte de nadie, en un acto de voyeurismo malsano, y mucho menos agrediendo a esa pobre mujer vecina suya. Pero ¿y si la agresión de Carmen era una simple coincidencia? ¿Algo que había sucedido ese día y que no guardaba relación alguna con el caso de O mar?
«Basta», se ordenó. Allí no había nada más que ver. Dejó la habitación como la había encontrado y luego hizo lo propio con las llaves de Carmen. Un malestar extraño la asaltó justo cuando acababa de hacerlo, la sensación indefinible de que estaba pasando algo por alto. O quizá fuera el temor a que alguien descubriera lo que llevaba entre manos: esas horas de margen que había concedido a un posible asesino… Se la estaba jugando por él, pensó. Y sin la menor garantía de que pudiera ganar esa partida.
Descartó la idea de volver al piso de Omar y decidió ir a comisaría, encerrarse en su despacho con todo el material y buscar algún cabo suelo, un hilo del que tirar. Miró el reloj. Le esperaba una noche larga y quizá inútil, pero no estaba dispuesta a tirar la toalla. Aún no.
Sin embargo, dos horas después, con una contractura en el cuello y los ojos enrojecidos, la sensación de derrota fue apoderándose de ella. Había releído todos los informes, tanto los anteriores a la desaparición del doctor, cuando se le investigaba por su conexión con la red de proxenetas, como los más recientes. Había confeccionado un esquema detallado con las declaraciones de los testigos: la del abogado, que afirmaba haberle visto el lunes por la noche, la del carnicero y, sobre todo, la de Rosa, que situaba al doctor en su despacho el martes por la tarde. Se había formulado todas las preguntas y, aunque no había conseguido responderlas en su totalidad, todas dirigían sus pensamientos hacia un único nombre: Héctor Salgado.
Repasó por última vez las preguntas que quedaban sin respuesta. Algunas eran circunstanciales, del estilo de: ¿cómo había trasladado Héctor el cuerpo de Ornar hasta el piso vacío de Poblenou? Podía haberle pedido el coche a un amigo, se dijo. O a su ex mujer. Es más, pensó, incluso podría haber cogido uno de los vehículos de la policía. No era sencillo, pero podía hacerse. Pregunta descartada. Otro punto más en contra del inspector.
Estaba agotada. Le dolía la espalda, la cabeza, el estómago. Le dolía hasta el mal humor. Pero ese mismo cansancio extremo la obligaba a seguir en un esfuerzo casi masoquista. Cerró los ojos durante un momento, inspiró profundamente y volvió a la carga, desde el principio. Otra pregunta flotaba en el aire desde el registro de la casa y las cuentas del doctor. Si asumía -y ella no tenía por qué dudarlo- que aquel medicucho había colaborado con la red de tráfico de mujeres, ¿dónde estaba el dinero que sacaba de ello? No en el banco, lógicamente, pero tampoco en su casa. La cuestión seguía sin respuesta, pero en ningún caso exculpaba a Héctor. Su motivo, si era culpable, no habría sido nunca el robo, sino la venganza. Un distorsionado sentido de la justicia. El mismo que le había llevado a golpearle.
«Se acabó», dijo en voz alta. Ya no podía más. Ella no daba más de sí. Quizá lo mejor fuera denunciar el hallazgo del cadáver con todas sus consecuencias y que Héctor se sometiera a la investigación pertinente. Ella había hecho cuanto había podido… Se tomó unos minutos antes de hacer esa llamada que pondría en marcha todo el proceso, mientras pensaba ya en cómo cubrir su actuación, a todas luces poco profesional. Apartó los papeles de Ornar, y, mientras meditaba sobre su propia situación, abrió los expedientes de las mujeres maltratadas que se habían inscrito en el curso de autodefensa que ella volvería a impartir en otoño. Si es que no la ponían a hacer controles de alcoholemia cuando se destapara todo el pastel, pensó. Fue pasando hojas, mirando fotos. Lamentablemente no podían aceptarlas a todas, aunque ella se esforzaba por admitir al máximo número de las preinscritas. Luego siempre fallaban algunas, ya fuera porque no se veían capaces o porque se habían resignado a seguir aguantando a esos cabrones. «Pobres mujeres», pensó una vez más. Quienes no trataban con ellas no tenían ni idea del terror al que vivían sometidas. Las había de todas las edades, de diversas condiciones sociales, de nacionalidades distintas, pero todas tenían en común el miedo, la vergüenza, la desconfianza… Se detuvo ante la foto de una mujer que reconoció al instante. Era Rosa, no cabía duda. María del Rosario Álvarez, según la ficha. No le extrañó demasiado encontrarla allí: había hablado de un marido al que temía. Recordó sus palabras en el parque, su petición desesperada de seguir en el anonimato. Rosa debía de haber perdonado a su marido, ya que la denuncia por malos tratos era de febrero de ese año. Pero entonces otro nombre llamó la atención de la subinspectora. Un nombre que la dejó helada y nerviosa a la vez. El abogado que había representado a Rosa era Damián Fernández, el mismo que defendió los intereses de Ornar.
Tuvo que hacer un esfuerzo para calmarse, para pensar en esa inesperada conexión con una serenidad que hacía horas que la había abandonado. Volvió al expediente de Ornar, pero esa vez lo estudió desde una perspectiva radicalmente distinta. ¿Quién había visto a Omar el martes? Rosa. ¿Quién había identificado a Héctor de manera fehaciente? Rosa. Sólo ella, porque un acento argentino, la aportación del carnicero, era fácil de imitar. No existía prueba alguna aparte de la palabra de esa mujer de que Omar estuviera sano y salvo el martes por la tarde. Si descontaba ese testimonio, ¿qué quedaba? La declaración de Damián Fernández que afirmaba haberse reunido con Omar el lunes. Y eso era probablemente cierto. Ese lunes, el abogado había ido a ver a su cliente, pero no para exponerle el trato ofrecido por Savall, sino para golpearlo. ¡Sí, golpearlo y robarle el dinero que seguramente tenía guardado en algún rincón de esa puta casa! Y luego… luego había llevado tranquilamente el cuerpo malherido, en plena noche, hasta el piso vacío, aprovechando que Héctor no regresaba hasta el día siguiente. La extraña sensación que ella había tenido al dejar las llaves en casa de Carmen, ese juego con todas las llaves del edificio que la mujer apenas debía de usar, regresó a ella con fuerza. No sabía cómo las habría conseguido Damián Fernández, pero estaba segura de que lo había hecho. Unas llaves que había duplicado y utilizado a su antojo, entrando en casa de Héctor cuando él no estaba, y en el piso vacío para controlar el cuerpo de Omar y grabar su muerte. Incluso la agresión sufrida por Carmen encajaba ahora. Debía de haberle sorprendido en algún momento, probablemente cuando dejaba las últimas pruebas en casa de Salgado, y él no había tenido más remedio que abrirle la cabeza y bajarla al primero. Y, entre tanto, su cómplice, Rosa, la había llamado a ella y había representado su papel a la perfección, situando a Héctor en la escena.
Emocionada, con la adrenalina fustigándole el cuerpo, Martina Andreu supo que no tenía aún todas las respuestas, pero sí tenía muchas preguntas que hacerle a Rosa y a Damián Fernández. Y no pensaba esperar hasta el día siguiente para empezar a formularlas.
Héctor escuchaba, entre atónito y abrumado, el relato que a las cuatro de la mañana le hacía una subinspectora que parecía poseída por una energía inagotable.
– ¡Los tenemos, Héctor! Quizá nos habría costado más si no los hubiéramos pillado juntos, en la cama, en casa de él. Fernández se mostraba más duro de roer, pero ella se vino abajo enseguida. Lo contó todo, aunque obviamente niega saber nada del asesinato. Y cuando le plantamos delante la confesión de Rosa, él ya no pudo seguir poniendo cara de inocente.
– ¿El móvil fue el robo? -Después de pensar en maldiciones y ritos ocultos, la explicación casi le defraudaba.
– Bueno, un robo bastante sustancioso para dos desgraciados como Fernández y Rosa. Hemos encontrado más de cien mil euros en casa del abogado, que sin duda sustrajo del despacho de Omar.
– ¿Cómo mierda se hizo con las llaves de mi casa?
– El no abrió la boca, pero Rosa nos lo contó cuando la presioné un poco. Alardeó delante de ella diciendo que se había hecho pasar por instalador de aire acondicionado. La pobre Carmen le mostró la casa, charló largo y tendido con él, y él aprovechó un descuido para llevarse esas llaves. Concertó una segunda visita para el día siguiente y devolvió las originales.
Ella bajó la voz.
– Te espió durante todo el tiempo, Héctor. Aprovechó tus movimientos para entrar en tu casa y dejar los discos grabados.
– ¿También hizo eso?
Andreu frunció el ceño.
– Es extraño. El tuyo pegándole a Omar se grabó con la cámara de su consulta y pensaban presentarlo como prueba contra ti, así que se le ocurrió utilizarlo para reforzar el otro, el que mostraba la muerte del doctor. En cuanto al de tu ex… No sé qué pensar. Fernández afirma que lo encontró entre las grabaciones de Omar. -Andreu hizo una pausa-. Añadió que el doctor había estado preparando algo en los días anteriores a su muerte, uno de sus ritos.
– ¿Contra mí?
– Ya da igual, Héctor. Está muerto. Olvídate de eso. Piensa sólo en que hay suficientes pruebas para acusarlos a ambos. Y para exculparte a ti…
Se produjo un silencio breve, cargado de complicidad, de agradecimiento. De amistad.
– No sé cómo darte las gracias. En serio. -Era cierto.
Ella se llevó la mano a la frente, la larga noche se cobraba su precio.
– Tranquilo, ya pensaré en algo. Ya es tarde… o pronto. -Añadió, con una sonrisa-. ¿Qué haces? ¿Te vas a casa?
El meneó la cabeza.
– Supongo que tendré que volver mañana. Pero, por esta noche, prefiero dormir en mi despacho, créeme. No será la primera vez.