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Apagó el despertador al primer timbrazo. Las ocho de la mañana. Aunque llevaba horas despierto, una súbita pesadez se apoderó de sus miembros y tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse de la cama e ir a la ducha. El chorro de agua fresca disipó el embotamiento y se llevó consigo una parte de los efectos del desajuste horario. Había llegado la tarde anterior, tras un interminable vuelo Buenos Aires-Barcelona que se prolongó aún más en la oficina de reclamación de equipaje del aeropuerto. La empleada, que en una vida anterior seguro que había sido una de esas sádicas institutrices británicas, consumió sus últimas dosis de paciencia mirándolo como si la maleta fuese un ente con decisión propia y hubiese optado por cambiar a ese dueño por otro menos malcarado.
Se secó con vigor y notó con fastidio que el sudor se le insinuaba ya en la frente: así era el verano en Barcelona. Húmedo y pegajoso como un helado deshecho. Con la toalla enrollada a la cintura, se miró al espejo. Debería afeitarse. A la mierda. Volvió a la habitación y rebuscó en el armario medio vacío un calzoncillo que ponerse. Por suerte, la ropa de la maleta extraviada era la de invierno, así que no tuvo problemas para encontrar una camisa de manga corta y un pantalón. Descalzo, se sentó en la cama. Respiró hondo. El largo viaje se cobraba su precio; tuvo la tentación de volver a acostarse, cerrar los ojos y olvidarse de la cita que tenía a las diez en punto, aunque en su interior sabía que era incapaz de hacerlo. Héctor Salgado nunca faltaba a una cita. «Ni que fuera con mi verdugo», se dijo, y esbozó una sonrisa irónica. Su mano derecha buscó el móvil en la mesita de noche. Le quedaba poca batería y recordó que el cargador estaba en la dichosa maleta. El día anterior se había sentido demasiado agotado para hablar con nadie, aunque en el fondo quizá esperaba que fueran los otros los que se acordaran de él. Buscó en la agenda el número de Ruth y permaneció unos segundos mirando la pantalla antes de presionar la tecla verde. Siempre la llamaba al móvil, seguramente en un esfuerzo por ignorar que ella tenía otro número fijo. Otra casa. Otra pareja. Su voz, algo ronca, de recién levantada, le susurró al oído:
– Héctor…
– ¿Te desperté?
– No… Bueno, un poco. -El oyó al fondo una risa apagada-. Pero tenía que levantarme igualmente. ¿Cuándo has llegado?
– Disculpa. Llegué ayer por la tarde, pero esos boludos me perdieron la valija y me tuvieron medio día en el aeropuerto. Tengo el celular a punto de apagarse. Sólo quería que supieran que llegué bien.
De repente se sintió absurdo. Como un crío que habla de más.
– ¿Qué tal el viaje?
– Tranquilo -mintió-. Escúchame, ¿Guillermo está dormido?
Ruth se rió.
– Siempre que vuelves de Buenos Aires te cambia el acento. Guillermo no está, ¿no te lo dije? Ha ido a pasar unos días en la playa, a casa de un amigo -respondió ella-. Pero seguro que a estas horas está durmiendo -añadió enseguida.
– Ya. -Una pausa; en los últimos tiempos sus conversaciones se atascaban continuamente-. ¿Y cómo anda?
– Él bien, pero yo te juro que si la preadolescencia dura mucho, te lo reenvío con los portes pagados. -Ruth sonreía.
Él recordaba la forma de su sonrisa y aquel súbito brillo en sus ojos. El tono de ella cambió-: ¿Héctor? Oye, ¿sabes algo de lo tuyo?
– Tengo que ver a Savall a las diez.
– Vale, dime algo luego.
Otra pausa.
– ¿Comemos juntos? -Héctor había bajado la voz. Ella tardó un poco más de lo necesario en contestar.
– He quedado ya, lo siento. -Por un momento él pensó que la batería se había agotado por completo, aunque finalmente la voz prosiguió-: Pero hablamos más tarde. Podríamos tomar un café…
Entonces sí. Antes de que pudiera responder, el teléfono se convirtió en un trozo de metal muerto. Lo miró con odio. Luego sus ojos fueron hacia sus pies desnudos. Y, de un salto, como si la breve charla le hubiera dado el impulso necesario, se levantó y se encaminó de nuevo hacia aquel armario acusador lleno de perchas vacías.
Héctor vivía en un edificio de tres plantas, en el tercer piso. Nada especial, uno de los tantos inmuebles típicos del barrio de Poblenou, situado cerca de la estación de metro y a un par de manzanas de esa otra rambla que no aparecía en las guías turísticas. Lo único destacable de su piso era el alquiler, que no había subido cuando la zona tomó ínfulas de lugar privilegiado cerca de la playa, y una azotea que, a efectos prácticos, se había convertido en su terraza privada porque el segundo piso estaba vacío y en el primero vivía la casera, una mujer de casi setenta años que no tenía el menor interés en subir tres tramos de escalera. Él y Ruth habían acondicionado la vieja azotea, cubriendo una parte y colocando varias plantas, ahora agonizantes, y una mesa con sillas para cenar en las noches de verano. Casi no había vuelto a subir desde que Ruth se marchó.
La puerta del primer piso se abrió justo cuando pasaba por delante y Carmen, la dueña del edificio, salió a recibirle.
– Héctor. -Sonreía. Como siempre, él se dijo que si llegaba a viejo quería ser como esa buena señora. O mejor aún: tener a una como ella a su lado. Se paró y le dio un beso en la mejilla, con cierta torpeza. Los gestos de cariño nunca habían sido su fuerte-. Ayer oí ruido arriba, pero pensé que estarías cansado. ¿Quieres un café? Acabo de hacerlo.
– ¿Ya me está consintiendo?
– Tonterías -repuso ella con decisión-. Los hombres tienen que salir de casa bien desayunados. Ven a la cocina.
Héctor la siguió, obediente. La casa olía a café recién hecho.
– Extrañaba su café, Carmen.
Ella le observó con el ceño fruncido mientras le servía una generosa taza y añadía luego unas gotas de leche y una cucharadita de azúcar.
– Bien desayunados… y bien afeitados -añadió la mujer con intención.
– No sea dura conmigo, Carmen, que recién llegué -suplicó él.
– Y tú no te hagas la víctima. ¿Cómo estás? -Lo miró con cariño-. ¿Qué tal ha ido por tu tierra? Ah, y fúmate un cigarrillo, que sé que lo estás deseando.
– Es usted la mejor, Carmen. -Sacó el paquete de tabaco y encendió uno-. No comprendo cómo no la ha cazado algún abuelito ricachón.
– ¡Será porque los abuelitos no me gustan! Cuando cumplí los sesenta y cinco, miré a mi alrededor y me dije: Carmen, ja n'hi ha prou, cierra el chiringuito. Dedícate a ver películas en casa… Por cierto, ahí tienes las que me prestaste. Las he visto todas -afirmó con orgullo.
La colección de películas de Héctor habría hecho palidecer de envidia a más de un aficionado al cine: desde los clásicos de Hollywood, los preferidos de Carmen, hasta las últimas novedades. Todas colocadas en una estantería que iba de pared a pared, sin orden aparente; uno de sus mayores placeres en las noches de insomnio era sacar un par al azar y tumbarse en el sofá a verlas.
– Maravillosas -prosiguió Carmen. Era una fan declarada de Grace Kelly, a quien, según le decían, se parecía cuando era joven-. Pero no intentes despistarme. ¿Cómo estás?
Él exhaló el humo despacio y apuró el café. La mirada de la mujer no daba tregua: aquellos ojos azules tenían que haber sido verdaderos asesinos de hombres. Carmen no era de esas ancianas que disfrutan evocando el pasado, pero gracias a Ruth, Héctor sabía que habían existido al menos dos maridos, «olvidables, pobrecitos», en palabras de la propia Carmen, y un amante, «un sinvergüenza de esos que no se olvidan». Pero a la postre había sido este último quien le había asegurado la vejez legándole aquel edificio de tres plantas, en el que viviría mejor aún si no estuviera reservando uno de los pisos para un hijo que se había ido años atrás y no había vuelto nunca.
Héctor se sirvió un poco más de café antes de contestar:
– A usted no puedo engañarla, Carmen. -Intentó sonreír, pero el semblante fatigado y los ojos tristes frustraban el esfuerzo-. Todo es una mierda, con perdón. Hace mucho ya que todo se parece bastante a una mierda.
Expediente 1231-R.
H. Salgado.
Pendiente de resolución.
Tres líneas cortas anotadas en rotulador negro en un Post-it amarillo pegado a una carpeta del mismo color. Para no verlas, el comisario jefe Savall abrió la carpeta y repasó su contenido. Como si no lo supiera ya de memoria. Declaraciones. Atestado. Informes médicos. Brutalidad policial. Fotografías de las heridas de aquel cabronazo. Fotografías de aquella desgraciada chiquilla nigeriana. Fotografías del piso del Raval donde tenían hacinadas a las chicas. Incluso varios recortes de prensa, algunos -pocos, a Dios gracias- con bastante mala idea que narraban su particular versión de los hechos haciendo énfasis en conceptos como injusticia, racismo y abuso de poder. Cerró la carpeta de un manotazo y miró la hora en el reloj de la mesa del despacho. Las 9.10. Cincuenta minutos. Estaba echando la silla hacia atrás para estirar las piernas cuando alguien llamó a la puerta y la abrió casi al mismo tiempo.
– ¿Ha llegado? -quiso saber.
La mujer que entraba en el despacho negó con la cabeza sin preguntarle a quién se refería y, muy despacio, apoyó ambas manos en el respaldo de la silla que había frente a la mesa. Lo miró a los ojos y le soltó:
– ¿Qué piensas decirle? -La pregunta sonó como una acusación, una ráfaga de tiros en tres palabras.
Savall se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
– Lo que hay. ¿Qué quieres que le diga?
– Ya. Genial.
– Martina… -Intentó ser brusco, pero la apreciaba demasiado para enfadarse con ella de verdad. Bajó la voz-. Tengo las manos atadas, joder.
Ella no cedió. Retiró un poco la silla, se sentó y volvió a acercarla a la mesa.
– ¿Qué más necesitan? Ese tío ha salido ya del hospital. Está en su casa, tan fresco, reorganizando su negocio…
– ¡No me jodas, Martina! -El sudor invadió su frente y por una vez perdió los estribos. Se había propuesto no hacerlo cuando se levantó aquella mañana. Pero era humano. Abrió la carpeta amarilla y sacó las fotos; fue colocándolas en la mesa como naipes descubiertos que anunciaban un póquer de ases-. Mandíbula rota. Dos costillas fracturadas. Contusiones en el cráneo y en el abdomen. Una cara como un puto cromo. Todo porque a Héctor se le fue la cabeza y se plantó en casa de ese mierda. Y aún tuvo suerte, porque no hubo lesiones internas. Le metió una paliza de tres pares de cojones.
Ella sabía todo eso. Sabía también que de haberse encontrado en la silla de enfrente habría dicho exactamente lo mismo. Pero si había algo que definía a la subinspectora Martina Andreu era la lealtad inquebrantable hacia los suyos: su familia, sus compañeros de trabajo, sus amigos. Para ella el mundo se dividía en dos bandos bien diferenciados, los suyos y los demás, y Héctor Salgado se hallaba sin lugar a dudas en el primer grupo. Así que, en voz alta y deliberadamente desdeñosa, una voz que irritaba a su jefe más que la visión de esas fotografías, contraatacó:
– ¿Por qué no sacas las otras? Las de la chica. ¿Por qué no vemos lo que le hizo ese maldito brujo negro a esa pobre cría?
Savall suspiró.
– Cuidado con lo de negro. -Martina puso un gesto de impaciencia-. Sólo nos falta eso. Y lo de la chica no justifica la agresión. Tú lo sabes, yo lo sé, Héctor lo sabe. Y lo que es peor, el abogado de ese cabrón, también. -Bajó la voz; llevaba años trabajando con Andreu y confiaba en ella más que en ningún otro de sus subordinados-. Anteayer estuvo aquí.
Martina enarcó una ceja.
– Sí, el abogado de… como se llame. Le dejé las cosas muy claras: o retira la denuncia contra Salgado, o su cliente tendrá a un mosso siguiéndole hasta cuando vaya al puto retrete.
– ¿Y? -preguntó, mirando a su jefe con renovado respeto.
– Dijo que tenía que consultarlo. Le di tanta caña como pude. Off the record. Quedamos en que me llamaría esta mañana, antes de las diez.
– ¿Y si accede? ¿Qué le prometiste a cambio?
Savall no tuvo tiempo de responder. El teléfono de su mesa sonó como una alarma. Pidió silencio a la subinspectora con un gesto y descolgó.
– ¿Sí? -Por un momento su rostro se mantuvo expectante, pero enseguida su expresión se transformó en simple fastidio-. No. ¡No! Ahora estoy ocupado. La llamaré luego. -Más que colgarlo, soltó el teléfono y añadió, dirigiéndose a la subinspectora-: Joana Vidal.
Ella soltó un bufido lento.
– ¿Otra vez?
El comisario se encogió de hombros.
– No hay nada nuevo en lo suyo, ¿no?
– Nada. ¿Has visto el informe? Está claro como el agua. El chico se distrajo y se cayó por la ventana. Pura mala suerte.
Savall asintió con la cabeza.
– Buen informe, por cierto. Muy completo. Es de la nueva, ¿verdad?
– Sí. Se lo hice repetir, pero al final quedó bien. -Martina sonrió-. La chica parece lista.
Viniendo de Andreu, cualquier elogio debía tomarse en serio.
– Su currículo es impecable -dijo el comisario-. La primera de su promoción, referencias inmejorables de sus superiores, cursos en el extranjero… Incluso Roca, que no tiene piedad con los nuevos, redactó un informe elogioso. Si no recuerdo mal, menciona un talento natural para la investigación.
Cuando Martina se disponía a añadir uno de sus comentarios sarcásticamente feministas sobre el talento y el cociente intelectual medio de los hombres y las mujeres del cuerpo, el teléfono sonó de nuevo.
En ese momento, en el office de la comisaría, la joven investigadora Leire Castro utilizaba ese talento natural para satisfacer uno de los rasgos más acusados de su carácter: la curiosidad. Había propuesto tomar un café a uno de los agentes que llevaba semanas sonriéndole discreta pero amablemente. El tipo parecía buena gente, se dijo, y darle alas la hacía sentirse algo culpable. Pero desde su llegada a la comisaría central de los Mossos d'Esquadra de plaza Espanya, el enigma Héctor Salgado había estado desafiando su sed de saber, y hoy, cuando esperaba verlo aparecer en cualquier momento, no había podido aguantar más.
Así que, tras un breve preámbulo de charla cortés, ya con un café solo en las manos, reprimiendo las ganas de fumar y esbozando su mejor sonrisa, Leire fue al grano. No podía pasarse media hora cotilleando en el office.
– ¿Cómo es? Me refiero al inspector Salgado.
– ¿No lo conoces? Ah, claro, llegaste justo cuando empezó sus vacaciones.
Ella asintió.
– No sé qué decirte -prosiguió él-. Un tipo normal, o eso parecía. -Sonrió-. Con los argentinos nunca se sabe.
Leire hizo cuanto pudo por disimular su decepción. Odiaba las generalidades, y ese individuo de sonrisa amable acababa de perder automáticamente varios puntos. El debió de notarlo porque se esforzó por ampliar su explicación.
– Un par de días antes de que pasara todo te habría dicho que era un hombre tranquilo. Nunca una palabra más alta que otra. Eficaz. Terco pero paciente. Un buen poli, vamos… Estilo concienzudo, a lo sabueso. Pero de repente, chas, se le nubla la mente y se pone hecho una fiera. Nos dejó a todos boquiabiertos, si te soy sincero. Bastante mala prensa tenemos ya para que un inspector pierda los papeles de ese modo.
En eso igual tenía razón, se dijo Leire. Aprovechó la pausa de su compañero para insistir:
– ¿Qué pasó? Leí algo en la prensa, pero…
– Pasó que se le fue la olla. Ni más ni menos. -A ese respecto el joven parecía tener una opinión firme y sin vacilaciones-. Nadie lo dice en voz alta porque es el inspector y todo eso, y el comisario lo aprecia mucho, pero es la verdad. Dejó al tío ese medio muerto de una paliza. Dicen que presentó su dimisión, pero que el comisario se la rompió en dos. Eso sí, lo mandó un mes de vacaciones, hasta que se calmaran las aguas. Y conste que la prensa no se ha cebado en el tema. Podría haber sido mucho peor.
Leire dio otro sorbo al café. Le sabía raro. Se moría por un cigarrillo, pero había decidido no fumar el primero hasta después de comer, para lo cual faltaban al menos cuatro horas. Respiró hondo, a ver si llenando de aire los pulmones se le iban las ansias de nicotina. El truco funcionó a medias. Su compañero tiró el vaso de plástico al cubo de reciclaje.
– Negaré todo lo que te he dicho si hace falta -dijo él, sonriéndole-. Ya sabes: todos para uno y uno para todos, como los mosqueteros. Pero hay cosas que no están bien. Ahora debo irme: el deber me llama.
– Claro -asintió ella, distraída-. Hasta luego.
Se quedó unos instantes más en el office, recordando lo que había leído sobre el tema del inspector Salgado. En marzo, apenas cuatro meses atrás, Héctor Salgado había coordinado una operación contra el tráfico de mujeres. Su equipo llevaba al menos un año detrás de una mafia que se dedicaba a traer jovencitas africanas, principalmente nigerianas, con las que llenar varios prostíbulos del Vallès y el Garraf. Cuanto más jóvenes mejor, claro. Las del Este y las de Sudamérica habían pasado ya de moda: demasiado listas y demasiado exigentes. Los clientes pedían jovencitas negras y asustadas con las que satisfacer sus más bajos instintos, y los traficantes se veían más capaces de controlar a esas crías analfabetas, desorientadas, sacadas de una pobreza extrema con la vaga promesa de un futuro que no podía ser peor que su presente actual. Pero lo era. A veces Leire se preguntaba cómo podían estar tan ciegas. ¿Acaso habían visto regresar a alguna de sus predecesoras convertida en una mujer rica, capaz de sacar a su familia de la miseria? No; era una huida hacia delante, una vía desesperada a la que muchas se veían empujadas por sus propios padres y maridos y ante la que no se les daba opción. Un viaje, seguramente teñido de una mezcla de ilusión y desconfianza, que terminaba en un cuarto nauseabundo donde las muchachas comprendían que la ilusión era algo que ellas no se podían permitir. Ya no se trataba de aspirar a una vida mejor, sino de sobrevivir. Y los cerdos que las manejaban, una red de criminales y antiguas prostitutas que habían ascendido en el escalafón, utilizaban todos los medios a su alcance para que comprendieran por qué estaban allí y cuáles eran sus nuevas y repugnantes obligaciones.
Notó una vibración en el bolsillo del pantalón y sacó su móvil personal. Una luz roja parpadeaba anunciando un mensaje. Al ver el nombre del remitente una sonrisa le cruzó la cara. Javier. Un metro ochenta, ojos oscuros, la cantidad de vello justa en el torso bronceado y un puma tatuado en diagonal justo debajo de los abdominales. Y para colmo, simpático, se dijo Leire mientras abría aquel sobrecito blanco. «Hey, acabo de despertarme y ya te has ido. Por ke desapareces siempre sin decir nada? Nos vemos esta noche otra vez y mañana me haces el desayuno? Te hecho de menos. Un beso.»
Leire permaneció unos instantes mirando el móvil. Vaya con Javier. El chico era un encanto, sin duda, aunque no fuera precisamente un lince en ortografía. Ni muy madrugador, pensó al mirar el reloj. Además, algo en aquel mensaje había disparado en ella una alarma que conocía bien y que había aprendido a respetar, un flash centelleante que saltaba ante los miembros del sexo masculino que, tras un par de noches de buen sexo, empezaban a pedir explicaciones y a insinuar que les apetecían cosas como que les llevaran el Cola-Cao a la cama. Por suerte no eran muchos. La mayoría aceptaban su juego sin problemas, el sano intercambio sexual sin más complicaciones ni preguntas que ella planteaba abiertamente. Pero siempre había alguno, como Javier, que no lo comprendía del todo. Era una lástima, se dijo Leire mientras tecleaba a toda prisa un mensaje de respuesta, que precisamente él perteneciera a ese reducido grupo de hombres: «Esta noche no puedo. Ya te llamaré. Por cierto, el verbo echar lo primero que echa es la hache, recuérdalo. Hasta pronto!». Releyó el mensaje y, en un arranque de compasión, borró la segunda parte antes de enviarlo. Era una crueldad innecesaria, se reprendió. El sobrecito cerrado voló por el espacio y ella deseó que Javier supiera leer entre líneas, pero por si acaso puso el móvil en modo silencio antes de apurar el café. El último trago, medio frío ya, le revolvió el estómago. Unas gotas de sudor le empararon la frente. Respiró hondo, por segunda vez, mientras pensaba que ya no podía retrasarlo más. Esas náuseas matutinas debían de tener una explicación. «Hoy mismo pasas por la farmacia», se ordenó con firmeza, aunque en el fondo sabía perfectamente que no hacía falta. Que la respuesta a sus preguntas estaba en el fin de semana glorioso de un mes atrás.
Fue recuperándose despacio; unos minutos después se sintió con fuerzas para volver a su mesa. Se sentaba frente a su ordenador, dispuesta a concentrarse en el trabajo, justo cuando se cerraba la puerta del despacho del comisario Savall.
El tercer hombre que había en el despacho quizá pensara ganarse la vida como abogado, pero si había que juzgarle por su fluidez y capacidad de expresión, el futuro que le esperaba era más bien sombrío. A su favor había que decir que no se hallaba en una posición muy cómoda, y que ni el comisario ni Héctor Salgado se lo estaban poniendo demasiado fácil.
Por cuarta vez en diez minutos, Damián Fernández se enjugó el sudor con el mismo pañuelo de papel arrugado antes de contestar a una pregunta.
– Ya se lo he dicho. Anteayer por la noche, sobre las nueve, vi al doctor Ornar.
– ¿Y le comunicó la propuesta que yo le había hecho?
Héctor no sabía de qué propuesta hablaba Savall, pero podía imaginársela. Lanzó una mirada de aprecio hacia su jefe aunque en el fondo de sus ojos seguía brillando la rabia. Cualquier trato de favor con aquel cabrón, incluso a cambio de salvarle el cuello, le perforaba el estómago.
Fernández asintió. Se aflojó el nudo de la corbata como si le ahogara.
– Al pie de la letra. -Carraspeó-. Le dije… le dije que no tenía por qué aceptarla. Que tenían muy poco en su contra de todos modos. -Debió de notar la ira que afloraba en el rostro del comisario, porque se justificó enseguida-: Es la verdad. Muerta esa chica ya nada le relaciona con el tema del tráfico de mujeres… Ni siquiera podrían acusarle de mala praxis porque tampoco es médico. Si lo encerraran por eso tendrían que encerrar a todos los echadores de cartas, curanderas y santones de Barcelona… No les iban a caber en la cárcel. Sin embargo -se apresuró a decir-, le recalqué que la policía puede ser muy insistente, y que como ya estaba recuperado de la agresión -y al pronunciar esa palabra dirigió una mirada rápida y nerviosa hacia el inspector Salgado, que no se inmutó-, quizá lo mejor era olvidarse del asunto…
El comisario inspiró profundamente.
– ¿Y lo convenció?
– Creí que sí… Bueno -rectificó-, la verdad es que sólo dijo que lo pensaría. Y que me llamaría al día siguiente para darme una respuesta.
– Pero no lo hizo.
– No. Llamé a su consulta ayer, varias veces, pero no contestó nadie. Eso no me extrañó. El doctor no suele atender llamadas mientras trabaja.
– ¿Así que esta mañana decidió ir a verle a primera hora?
– Sí. Había quedado con usted, y bueno… -vaciló-, tampoco es que tenga muchas cosas que hacer estos días.
«Ni en los siguientes», pensaron al unísono Savall y Salgado pero no dijeron nada.
– Y ha ido. Sobre las nueve.
Fernández asintió. Tragó saliva. «Palidez» era una palabra demasiado poética para describir el color de su cara.
– ¿Tiene un poco de agua?
El comisario suspiró.
– Aquí dentro, no. Ya estamos acabando. Prosiga, señor Fernández, por favor.
– Aún no eran las nueve. El autobús ha pasado enseguida y…
– ¡Vaya al grano, por favor!
– Sí. Sí. Lo que le decía es que, aunque era un poco pronto, he subido igualmente y cuando iba a llamar a la puerta, he visto que estaba entreabierta. -Se paró-. Bueno, he pensado que podía entrar, que al fin y al cabo quizá le había pasado algo. -Tragó saliva de nuevo; el pañuelo de papel se le deshizo entre las manos cuando intentó volver a usarlo-. Olía… olía raro. A podrido. Le llamé mientras iba hacia su despacho, al final del pasillo… Esa puerta también estaba entreabierta y… la empujé. ¡Dios!
El resto ya se lo había contado al principio, con el rostro desencajado, antes de que llegara Héctor. La cabeza de cerdo encima de la mesa. Sangre por todas partes. Y ni rastro del doctor.
– Lo que nos faltaba -masculló el comisario en cuanto el nervioso abogado hubo salido del despacho-. Volveremos a tener a la prensa mordiéndonos como buitres.
Héctor pensó que los buitres difícilmente mordían pero se calló el comentario. De todos modos, no habría tenido tiempo de hacerlo porque Savall descolgó inmediatamente el teléfono y marcó una extensión. Medio minuto después, la subinspectora Andreu entraba en el despacho.
Martina ignoraba lo que sucedía, pero por la cara de su jefe intuyó que nada bueno, así que, tras guiñarle un ojo a Héctor a modo de saludo, se dispuso a escuchar. Si la noticia que le dio Savall le sorprendió tanto como a ellos, lo disimuló bien. Escuchó atentamente, hizo un par de preguntas coherentes y salió a cumplir las órdenes. Héctor la siguió con la mirada. Casi dio un respingo al oír su nombre.
– Héctor. Escúchame bien porque lo diré una sola vez. Me he jugado el cuello por ti. Te he defendido delante de la prensa y de los de arriba. He tirado de todos los hilos que tenía a mi alcance para enterrar este asunto. Y estaba a punto de lograr que ese tipo retirara la denuncia. Pero si te acercas a ese piso, si intervienes en esta investigación aunque sea sólo durante un minuto, no podré hacer nada. ¿Está claro?
Héctor cruzó una pierna encima de la otra. Su cara denotaba una intensa concentración.
– Es mi cabeza la que está en la guillotina -dijo por fin-. ¿No crees que tengo derecho a decidir por qué me la cortan?
– Lo perdiste, Héctor. El mismo día en que te liaste a hostias con ese desgraciado se te acabaron los derechos. Metiste la pata, y lo sabes. Ahora te tragas las consecuencias.
Lo bueno era que Héctor lo sabía, pero en ese momento le daba igual. Ni siquiera conseguía arrepentirse: los golpes que había propinado a aquel individuo le parecían justos y merecidos. Era como si el serio inspector Salgado hubiera retrocedido en el tiempo hasta su juventud en un barrio porteño, cuando las desavenencias se arreglaban liándose a puñetazos a la salida del colegio. Cuando volvías a casa con el labio partido pero asegurabas que te estamparon la pelota en la cara jugando al fútbol. Un conato de rebelión seguía pinchándole en el pecho: algo absurdo, hinchapelotas, definitivamente inmaduro para un poli de cuarenta y tres años recién cumplidos.
– ¿Y de la chica no se acuerda nadie? -preguntó Héctor con amargura. Una pobre defensa, pero era la única que tenía.
– A ver si te entra en la cabeza, Salgado. -Savall elevó el tono de voz, a su pesar-. No teníamos nada que hacer con eso. No hubo, que sepamos, el menor contacto entre ese tal doctor Omar y la chica en cuestión después de que se desmantelara el piso donde las tenían confinadas. Ni siquiera podemos demostrar que lo hubiera antes sin la palabra de la chica. Ella estaba en el centro de menores. De algún modo se las apañó para hacerse… eso.
Héctor asintió.
– Conozco los hechos, jefe.
Pero los hechos no conseguían describir el horror. El rostro de una niña que, aun estando muerta, reflejaba un intenso pánico. Kira no había cumplido aún los quince años, no hablaba ni una sola palabra de español ni de ningún idioma más o menos conocido, y sin embargo había logrado hacerse oír. Era menuda, muy delgada, y en su rostro terso de muñeca resaltaban unos ojos brillantes, de un color entre ámbar y castaño que él no había visto nunca. Como las demás, Kira había participado en una ceremonia antes de irse de su país en busca de un futuro mejor. Las llamaban ritos ju-ju, y en ellos, tras beber el agua que había sido utilizada para lavar a un muerto, las jóvenes entregaban vello púbico o sangre menstrual, que se colocaba frente a un altar. De este modo se comprometían a no denunciar a quienes traficaban, pagar las supuestas deudas contraídas por su viaje y, en general, obedecer sin discusión. El castigo para quien no cumpliera esas promesas era una muerte horrible, para ella o para los parientes que había dejado atrás. Kira la había sufrido en sus propias carnes: nadie habría dicho que un cuerpo tan frágil pudiera contener tanta sangre.
Héctor intentó alejar la imagen de su mente, la misma visión que en su momento le hizo perder la cabeza e ir en busca del doctor Ornar con la intención de partirle todos los huesos del cuerpo. El nombre de este individuo había salido a relucir durante la investigación: en teoría su única función era atender la salud de las chicas. Pero el miedo que ellas dejaban traslucir al oír su nombre indicaba que las ocupaciones del doctor iban más allá de la atención puramente médica. Ni una sola se había atrevido a hablar de él: el individuo no se la jugaba y las chicas eran llevadas a su consulta individualmente o por parejas. De lo máximo que podía acusársele era de no hacer preguntas, y ésa era una acusación muy débil para un curandero que tenía una cochambrosa consulta y atendía a inmigrantes sin papeles.
Pero Héctor no se había conformado con eso, y había escogido a la más joven, la más asustada, para presionarla con la ayuda de una intérprete. Lo único que había logrado era que Kira dijera, en voz muy baja, que el doctor la había examinado para averiguar si aún era virgen y de paso le había recordado que debía hacer lo que esos señores le decían. Nada más. Al día siguiente, su mano de niña empuñaba unas tijeras y convertía su cuerpo en un manantial de sangre. En los dieciocho años que Héctor llevaba en la policía nunca había visto nada parecido, y eso que había tenido delante a yonquis que ya no tenían un trozo de piel sana por donde inyectarse, a víctimas de todo tipo de violencia. Pero nada como eso. Del cuerpo mutilado de Kira emanaba una sensación perversa y macabra que no podía describirse ni explicarse con palabras. Algo que pertenecía al territorio de las pesadillas.
– Otra cosa. -Savall proseguía, como si el punto anterior hubiera quedado ya acordado sin discusión-. Antes de reincorporarte tendrás que pasar por varias sesiones con un psicólogo del cuerpo. Es inevitable. Tu primera cita es mañana a las once. Así que haz lo posible por parecer cuerdo. Empezando por afeitarte.
Héctor no protestó; de hecho, ya lo sabía. De repente, y a pesar de los buenos propósitos que había hecho durante el largo vuelo de regreso, todo volvió a importarle un carajo. Todo menos la cabeza de cerdo ensangrentada.
– ¿Puedo irme?
– Un momento. No quiero declaraciones a la prensa, ni la más mínima. Por lo que a ti respecta, todo esto está pendiente de resolución y no tienes nada que decir. ¿Me he explicado bien?
Al ver que Héctor asentía, Savall lanzó un suspiro y sonrió. Salgado se levantó, listo para despedirse, pero el comisario no parecía dispuesto a dejarlo marchar aún.
– ¿Qué tal por Buenos Aires?
– Bueno… es como el Perito Moreno, de vez en cuando parece que se va a caer a cachos pero el bloque se mantiene firme.
– Es una ciudad fantástica. ¡Y has engordado!
– Demasiados asados, cada domingo tuve uno en casa de un amigo distinto. Es difícil resistirse.
El teléfono de la mesa de Savall sonó otra vez, y Héctor quiso aprovechar el momento para salir de ese despacho de una vez.
– Espera, no te vayas. ¿Sí?… ¡Joder!… Dile que enseguida la llamo… ¡Pues se lo vuelves a decir! -Savall colgó con ira.
– ¿Problemas? -preguntó Héctor.
– ¿Qué sería la vida sin ellos? -Savall se quedó en silencio durante unos segundos. Solía pasarle cuando una idea le asaltaba de repente y necesitaba un tiempo para traducirla en palabras-. Escucha -dijo muy despacio-, creo que hay algo que podrías hacer por mí. Extraoficialmente.
– ¿Quieres que le pegue una paliza a alguien? Se me da bien.
– ¿Qué? -Savall seguía absorto en sus cavilaciones, que, como las pompas de jabón, estallaron en un instante-. Siéntate. -Tomó aire mientras asentía con la cabeza y sonreía satisfecho, como convenciéndose a sí mismo de su idea brillante-. La que llamaba era Joana Vidal.
– Lo siento, pero no sé de quién me hablas.
– Ya, estabas fuera cuando pasó todo. Fue la noche de San Juan. -Savall apartó un par de carpetas de la mesa hasta dar con la que buscaba-. Marc Castells Vidal, diecinueve años. Celebró una pequeña verbena en su casa, sólo un par de amigos y él. En algún momento de la noche, el chico se cayó por la ventana de su cuarto. Murió en el acto.
– ¿Complejo de Superman después de un par de rayas?
– No había drogas en la sangre. Alcohol sí, pero no en grandes cantidades. Al parecer tenía la costumbre de fumarse un cigarro sentado en la ventana. Tal vez perdió el equilibrio y se cayó; tal vez saltó… Era un chico raro.
– Todos son raros a los diecinueve.
– Pero no se caen por las ventanas -replicó Savall-. El tema es que Marc Castells era el hijo de Enric Castells. Ese nombre sí te suena, ¿verdad?
Héctor meditó unos segundos antes de contestar.
– Vagamente… ¿Negocios, política?
– Ambas cosas. Dirigía una empresa de más de cien empleados. Luego invirtió en el sector inmobiliario y fue de los pocos que supo apearse del carro antes de que estallara la burbuja. Y últimamente su nombre se ha pronunciado insistentemente como el de posible número dos de algún partido. Hay bastante movimiento en las listas para las próximas elecciones autonómicas, y se comenta que hacen falta caras nuevas. De momento no hay nada confirmado, pero está claro que a un par de partidos de derechas les gustaría tenerlo en sus filas.
– Los empresarios de éxito siempre venden.
– Y más en tiempos de crisis. Bueno, el caso es que el chico se cayó, o saltó, por la ventana. Punto. No tenemos nada más.
– ¿Pero?
– Pero su madre no lo acepta. Es la que acaba de llamar. -Savall miró a Héctor con esa actitud de amigo que tan bien se le daba de vez en cuando-. Es la ex mujer de Castells… Una historia algo turbia. Joana abandonó a su marido y al niño cuando éste tenía uno o dos años. Sólo volvió a verlo en el tanatorio.
– Menuda mierda.
– Sí. Yo la conocía. A Joana, quiero decir. Antes de que se marchara. Éramos amigos.
– Ah, ya. La vieja guardia barcelonesa. ¿Compañeros del Polo? Siempre se me olvida lo mucho que os apoyáis.
Savall hizo un gesto despectivo con la mano.
– Como en todas partes. Mira, como te decía, oficialmente no tenemos nada. No puedo poner a nadie a investigar, tampoco voy tan sobrado de inspectores como para tenerlos ocupados en algo que seguramente no irá a ninguna parte. Pero…
– Pero yo estoy libre.
– Exactamente. Sólo échale un vistazo al caso: habla con los padres, con los chicos que estuvieron en la fiesta. Dale a Joana una conclusión definitiva. -Savall bajó la vista-. Tú también tienes un hijo. Ella sólo pide que alguien le dedique más tiempo a la muerte del chico. Por favor.
Héctor no sabía si su jefe le estaba pidiendo un favor, o había adivinado lo que tenía intención de hacer y le ponía remedio antes de que sucediera.
Savall le pasó el informe con una sonrisa que dolía ver.
– Nos sentaremos con Andreu mañana. Ella abrió el caso, con la nueva.
– ¿Tenemos chica nueva?
– Sí, la mandé con Andreu. Está un poco verde pero en teoría es muy lista. La primera en todos los test, una carrera meteórica. Ya sabes cómo empuja la juventud.
Héctor cogió la carpeta y se levantó.
– Estoy encantado de volver a tenerte con nosotros. -Llegaba el momento solemne. Los registros de Savall eran múltiples. En estos momentos su rostro le recordaba al de Robert Duvall. Paternal, duro, condescendiente y con un punto escurridizo-. Quiero que me tengas al corriente de cómo te va con el comecocos ese. -Faltaba un «pórtate bien», un «espero que no me hagas arrepentirme».
Se estrecharon la mano.
– Y recuerda -Savall apretó levemente la mano de su subordinado-. Lo del caso Castells es extraoficial.
Héctor se soltó, pero el eco de la frase se quedó rebotando en su cerebro, como uno de esos moscardones que se empeñan en darse de testarazos contra un cristal.