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Cerdos -dijo Leire mientras conducía hacia la casa de los Rovira-. Son todos unos cerdos. Estoy segura de que la amistad con los Rovira contaba más que lo que le había pasado a la hija de la cocinera. Un muchacho cristiano de buena familia que ha cometido un error…
Héctor la miró y no pudo negarlo.
– Algo hubo de eso, estoy seguro. Y también de orgullo herido o de miedo. ¿Cómo justificar que todo eso ha estado pasando delante de tus narices sin que lo veas? Con Iris muerta, lo más práctico era zanjar el asunto.
Leire aceleró.
– Tengo ganas de pillar a ese hijo de puta.
Lo pillaron en casa. Los señores Rovira no estaban, así que fue un sorprendido Aleix quien les abrió la puerta creyendo que era a él a quien iban a buscar.
– Creí que era mañana…
Héctor lo agarró de la solapa.
– Vamos a hablar un ratito tú y yo luego. Pero, antes, queremos charlar con tu hermanito. ¿Está en su cuarto?
– Arriba. Pero no tiene derecho a…
Le cruzó la cara de un bofetón. La marca roja se extendió por la mejilla del chico.
– ¡Eh, eso es brutalidad policial! -protestó, recabando con la mirada la ayuda de Leire.
– ¿El qué? -preguntó ella-. ¿Lo dices por eso que te ha salido en la cara? Te habrá picado un mosquito. En verano hay muchos. Incluso en este barrio.
El tumulto había sacado a Edu de su habitación. Héctor había soltado ya a Aleix y concentraba toda su atención en su hermano. Se esforzó por olvidar lo que Inés les había leído hacía apenas media hora, por sofocar esa rabia sobrehumana que amenazaba con nublarle la vista otra vez. Permaneció durante un par de segundos tenso, con los puños apretados. Su rostro debía de dar miedo, porque Eduard retrocedió.
– Sabes a lo que venimos, ¿verdad? -preguntó Leire, colocándose entre el inspector y Eduard Rovira-. Vamos a ir todos a comisaría, y allí podremos hablar más tranquilos.
Leire observó a Aleix, quien, sentado al otro lado de la mesa de interrogatorios, no se atrevía a levantar la mirada. La mancha roja casi había desaparecido de su cara, pero aún se notaba un rastro leve.
– Tenemos que hablar de Edu, Aleix. -Su tono era frío, imparcial-. Tú sabes que tu hermano está enfermo.
Se encogió de hombros.
– Vamos. ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Abusó de ti también?
– ¡No! A él no…
– No le gustan los niños. ¡Es un detalle! Al menos prefiere las niñas. ¿Cuándo te enteraste?
– No voy a decir nada.
– Sí. Sí que me lo vas a decir. Porque puede ser que tu hermano matara a Marc y a Gina para ocultar todo esto. Y quizá Marc te importara poco, pero a Gina la querías…
– ¡Edu no ha matado a nadie! Ni siquiera sabía nada de esto hasta ayer.
Leire iba con cuidado. Cualquier desliz podía ser fatal.
– Si eso es verdad, habla conmigo, Aleix. Convénceme de ello. ¿Cuándo supiste que a Edu le gustaban las niñas?
Él la miró a los ojos; ella sabía que estaba calculando todas las posibilidades y cruzó los dedos mentalmente hasta que él respondió por fin.
– Yo no sé nada de eso.
– Sí lo sabes… Te gusta saber cosas de los demás, Aleix. Y no tienes un pelo de tonto.
Aleix le sonrió.
– Bueno, digamos que hace un par de años, un verano que vino, encontré algunas cosas en su ordenador. Se me dan bien las contraseñas. Pero no podrán demostrarlo porque no encontrarán nada en él ya. -Seguía sonriendo-. Ni un solo rastro.
«Gracias a ti, cabrón», pensó Leire. Aleix se pavoneaba, quería demostrar siempre que era el más listo. «Te voy a pillar por chulo, gilipollas.»
– Y cuando Marc volvió de Dublín decidido a encontrar al chico que había abusado de Iris, tú terminaste por atar cabos y pensar que podía ser Edu, ¿verdad? Te sonaba que había sido monitor de campamentos con Félix, y es obvio que tu familia y los Castells se llevaban bien. Marc ni siquiera se acordaba de Edu, ni te conocía cuando pasó todo eso. Y Edu lleva años fuera… En lugares donde realiza labores humanitarias. Y juega con las niñas.
Él le sostuvo la mirada con insolencia.
– Eso lo ha dicho usted, no yo.
Leire hizo una pausa. Llegaban al punto más importante de todo el asunto, el punto en que ella dejaba de saber y necesitaba preguntar, el punto en que necesitaba ser más hábil que ese niñato engreído. Se tomó unos segundos antes de formular la siguiente pregunta.
En la sala contigua, un silencioso y amedrentado Eduard se enfrentaba a la voz áspera, tensa, del inspector Salgado. Éste le había contado, punto por punto, detalle a detalle, todo lo que contenía el diario de Iris.
– Y además has tenido mala suerte -terminó-. Porque por alguna razón legal que no acabo de entender, estos casos de abusos prescriben a los quince años. Y hace sólo trece de aquel verano. ¿Has oído hablar de lo que les hacen a los pederastas en la cárcel?
Edu palideció, dio la impresión de que se encogía en el asiento. Sí, todo el mundo había oído hablar de eso.
– Pues en tu caso será peor, porque me aseguraré de que los funcionarios se lo digan a los presos de confianza. Y que de paso dejen caer que eres un niño bien que se ha librado durante años de la justicia gracias a los contactos de papá. -Se rió al ver la cara que iba poniendo ese gusano-. Si hay dos cosas que los presos odian es a los pederastas y a los niños ricos. De verdad que no me gustaría estar en tu pellejo cuando tres o cuatro te acorralen en una de las salas… mientras los vigilantes miran hacia otro lado.
Parecía a punto de desmayarse. «Bien, así me gusta», pensó Salgado.
– Claro que, si colaboras un poquito, quizá haga lo contrario. Pedir a los funcionarios que te protejan, decirles que eres un buen chico que ha cometido un par de errores.
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Qué te contó tu hermano?
Leire iba a formular la siguiente pregunta cuando un serio Héctor Salgado apareció en la sala y, avanzando despacio hacia Aleix, le dijo en voz muy baja:
– Edu ha estado explicándome un montón de cosas, chico. La perspectiva de ir a la cárcel le ha vuelto muy comunicativo.
Salgado se sentó en el borde de la mesa, muy cerca de Aleix.
– Y al final me he formado una opinión de ti. ¿Quieres saberla?
El chico se encogió de hombros.
– Contéstame cuando te hablo.
– Me la va a decir igual, ¿no? -repuso Aleix.
– Sí. Eres un tío listo. Muy listo. Al menos en el instituto. El primero de la clase, el líder del grupo. Un chico guapo con una familia rica detrás. Pero en el fondo sabes que en esa familia hay mucha mierda oculta. Los demás no te importan, pero Edu es especial. Por Edu hiciste muchas cosas…
Aleix levantó la vista.
– Edu me ayudó mucho hace años.
– Ya… Por eso no podías dejar que el plan de Marc surtiera efecto. Era un plan algo descabellado, pero podría haberle salido bien y tu querido Edu hubiera tenido que enfrentarse a unos momentos muy desagradables. ¿Por eso mataste a Marc? ¿Para que no siguiera adelante?
– ¡No! Se lo he dicho cien veces. Yo no maté a Marc. Ni yo ni Edu…
– Pues en este momento tenéis todos los números para cargar con el marrón.
Aleix observó a Salgado y luego a Leire. No halló en ellos ni un ápice de comprensión. Finalmente echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y suspiró. Cuando volvió a abrirlos, empezó a hablar despacio, casi con alivio.
– Marc se enfadó mucho con su tío cuando éste se negó a decirle quién era aquel monitor. Y entonces se le ocurrió esa idea absurda… -Hizo una pausa-. Lo saben todo ya, ¿no? Supongo que han encontrado el USB en casa de Gina.
Leire ignoraba de qué le estaba hablando, pero asintió:
– Tuve suerte. Lo cogí cuando te fuiste.
– Pues entonces ya lo ha visto. Las fotos de Natalia, listas para ser introducidas en el ordenador de su tío. En parte habría sido divertido: ver la cara del ímprobo padre Castells cuando abriera el ordenador y descubriera en él las fotos de una niña desnuda, junto con algunas más que Marc había sacado de internet. Además, Marc se curró las fotos, le hizo un montón a la niña, una noche, mientras dormía. ¿Sabían que las chinitas tienen mucho éxito entre los pedófilos?
Leire intentó que su semblante no delatara la emoción y el asco que sentía. Iba atando cabos mentalmente, intentando anticiparse y no meter la pata. Pero entonces intervino Salgado:
– Le habría sido difícil explicar esas fotos si alguien se hubiera enterado.
– Claro. Y por una vez la sotana no le protegería de los rumores. Más bien al contrario.
– Rumores corno los que esparcisteis en el instituto sobre aquella profesora -dijo Héctor, recordándolo en ese momento.
Aleix sonrió levemente.
– Sí. Menuda zorra. Encontré un perfil suyo en internet, de lo más decente, se lo juro. Robé las fotos, jugué un poco con el photoshop para acentuar ciertos encantos, añadí otro texto y luego lo mandé completo a toda su lista de correo. Y no la privada: incluí hasta al director del colegio. ¡Fue genial!
– Y lo mismo pensaba hacer Marc con la cuenta de correo del padre Castells y las fotos de Natalia -añadió Héctor.
– Más o menos. En realidad Marc quería utilizarlo como amenaza. Gracias a cuatro cosas que yo le había enseñado descifró la contraseña del correo de su tío. Su plan era simple. Por un lado, descargar el archivo con las fotos en el ordenador del padre Castells; luego, pasado el puente de San Juan, llamarlo y ponerlo contra las cuerdas: o le daba el nombre que quería saber o esas fotos vergonzosas que Félix estaría viendo horrorizado por primera vez en su ordenador se divulgarían a todos sus contactos. Sabiendo su contraseña y teniendo el USB con las fotos, Marc podía hacerlo desde casa. ¿Se imaginan las caras de Enric, de Gloria, de los compañeros del cura, de las asociaciones de padres, si de repente les llegaba un e-mail de Castells con fotos de su sobrina desnuda?
– Es perverso -apuntó Leire-. ¿Iba a hacerle eso a un hombre que lo había criado, que había sido casi un padre para él?
Aleix se encogió de hombros.
– La teoría de Marc era que Félix habría hablado. En ese momento de desesperación le habría revelado el nombre que quería saber. Y entonces él no habría tenido que cumplir la amenaza. De todas formas, tampoco se sentía muy mal por darle un susto; en el fondo, era un encubridor.
– ¿Y pensaste que podía salirse con la suya?
El chico asintió.
– El plan podía fracasar estrepitosamente y Félix podía negarse a todo, pero… Corren malos tiempos para los curas en este tema. No se habría jugado la reputación por proteger a Edu… Intenté disuadir a Marc, exponerle los riesgos. Le insistí en que eso ya no era una broma de colegio, que esto era algo más serio. Que si se descubría la verdad, él y Gina podían pasarlo muy mal. Al menos conseguí convencerlo de que retrasara todo el plan unos días. Le dije que debíamos meditarlo bien para no meter la pata y le persuadí de que lo dejara todo para después de Selectividad. Él no volvió a sacar el tema, pero por Gina me enteré de que había seguido adelante con el plan a mis espaldas.
– Y eso no podías permitirlo… Así que convenciste a Gina de que se quedara con el USB -siguió interrogándole Héctor.
– Fue fácil. Tenía unos celos enormes de la chica de Dublín y a ella sí la asusté de verdad. Además, Gina era una chica sensible. -Sonrió-. Demasiado sensible… La visión de esas fotos la horrorizaba. Marc las había pasado al USB para borrarlas de su ordenador. Gina le convenció, a instancias mías, de que era mejor que lo guardara ella en su casa hasta que él tuviera la oportunidad de acceder al ordenador de Félix.
– Y la oportunidad se presentaba durante el puente de San Juan -dijo Leire, recordando que Félix se quedaba con el resto de su familia en la casa de Collbató-. Pero Gina no le llevó el USB a la fiesta y Marc se enfadó. -Ahí avanzaba segura gracias al relato de Rubén, así que siguió hablando-: Se enfadó contigo y con ella, y acabó tirando la droga que tú tenías para vender. La droga que aún tienes que pagar, por cierto. Intentaste impedírselo y le diste un golpe. La camiseta que llevaba se manchó de sangre. Por eso se la quitó luego y se puso otra.
– Más o menos…
– Tú dices que te fuiste y tu hermano lo confirma, pero vuestra coartada mutua no es muy satisfactoria ahora, ¿no te parece?
El se inclinó sobre la mesa.
– ¡Es la verdad! Me fui a casa. Edu estaba allí. No le dije nada de todo eso. Dios, se lo conté anoche sólo porque necesito dinero para pagarles a esos tíos. Si no, no le habría dicho nunca nada. Es… mi hermano.
Leire miró a Héctor. El chico parecía decir la verdad. Salgado fingió ignorar a su compañera y se sentó en una esquina de la mesa.
– Aleix, lo que no entiendo es que un chico tan listo como tú cometiera un error tan burdo. ¿Cómo dejaste que Gina se quedara con el USB? Tú lo controlabas todo. Y sabías que no se podía confiar en ella…
– ¡No lo hice!-protestó él-. Se lo pedí el mismo día que vinieron ustedes a interrogarla. Pero se confundió y rae dio uno equivocado. ¿Saben una cosa? Sí, soy más listo que ustedes. ¿Tienen a mano la transcripción de la nota de suicidio que escribió Gina? ¿La recuerdan? ¡Gina jamás habría escrito eso! Era incapaz de dejarse un acento o de utilizar abreviaturas. Su padre, el escritor, las detesta.
Héctor observó a Aleix sin decir nada. Pero quien llamó su atención entonces fue la agente Castro, que con una voz que intentaba ser firme, preguntó:
– ¿Qué contenía el USB que te dio Gina, Aleix?
– Sus apuntes de historia del arte. ¿Qué más da eso?
Leire se apoyó en el respaldo de la silla. Oía de fondo que Héctor seguía interrogando al testigo, aunque ella ya sabía que no merecía la pena. Que Aleix no había matado a Marc, y desde luego tampoco a Gina. Era un capullo y se merecía que los camellos le partieran la cara, pero no era un asesino. Ni su hermano, el santurrón pedófilo, tampoco.
Sin decir nada, salió de la sala e hizo una llamada. No necesitaba más: sólo confirmar un dato con Regina Ballester, la madre de Gina Martí.