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Sentado en el sofá blanco de la casa de los Castells, mientras esperaba que Gloria terminara de bañar a la niña y bajara a reunirse con ellos, Héctor se dijo que en ese salón se respiraba la misma paz que había notado la última vez que estuvieron allí. Pero ahora, mientras contemplaba la elegante decoración y oía la suave música que flotaba en el ambiente, Héctor sabía que todo eso no era más que un decorado. Una falsa calma.
Él y Leire habían discutido mucho cómo enfocar la siguiente parte de ese asunto. Salgado había escuchado el razonamiento de Castro atento a todos los puntos que desembocaban a una única conclusión. Pero cuando llegó al final del proceso, cuando el nombre de la persona que había matado a Marc, y probablemente también a Gina, estuvo claro para ambos, Héctor recordó algo que él le había dicho a Joana. «Es posible que este caso no se resuelva nunca.» Porque, incluso con la verdad ante ellos, las pruebas eran mínimas. Tan mínimas que sólo podía confiar en que la tensión y el miedo acumulado fueran más fuertes que la entereza y la sangre fría. Por eso había impuesto su criterio y había ido él solo. Para lo que iba a hacer, dos personas eran multitud.
Enric Castells estaba cansado, se dijo Héctor. Unos círculos oscuros ensombrecían su expresión.
– No quiero ser descortés, inspector, pero espero que tenga una buena razón para presentarse en mi casa un domingo por la tarde. No sé si se da cuenta de que este fin de semana no ha sido precisamente fácil para nosotros… Ayer tuvimos que dar el pésame a unos buenos amigos cuya hija se ha suicidado y que tal vez matara a… -Se calló un momento-. Y desde entonces no paro de darle vueltas a todo. A todo…
Se pasó las manos por la cara y respiró hondo.
– Quiero que esto se acabe ya -dijo luego-. A ver si baja Gloria de una vez… ¿No podemos empezar sin ella?
Héctor iba a repetirle lo que ya le había dicho cuando cruzó la puerta, que necesitaba la colaboración de los dos porque habían aparecido pruebas nuevas, e inquietantes, en relación con la muerte de su hijo, pero en ese momento entró Gloria, sola.
– ¡Por fin! -exclamó Enric-. ¿Tanto se tarda en bañar a esa niña?
La hostilidad de la pregunta sorprendió al inspector. «Esa niña.» No «la niña», ni «mi hija», ni siquiera «Natalia». Esa niña.
Gloria no se molestó en responder y tomó asiento junto a su marido.
– Pues empiece de una vez, inspector. ¿Quiere decirnos a qué ha venido? -preguntó Castells.
Héctor los miró fijamente. Y entonces, ante aquella pareja que parecía vivir un estado de guerra fría, dijo:
– Tengo que contarles una historia que se remonta a hace años, al verano en que Marc tenía seis años. El verano en que murió una niña llamada Iris Alonso.
Por la expresión de la cara de Enric, Héctor dedujo que también él había leído el blog de Marc. No sabía cómo se había enterado de su existencia, pero era obvio que el nombre de Iris le era familiar. Salgado prosiguió con su relato: resumió ante ellos aquella historia de abusos y muerte, sin dar más detalles de los necesarios. Pasó luego a hablarles de Inés y de Marc en Dublín, de la decisión de éste de sacar la verdad a la luz, y llegó así al plan urdido para coaccionar a Félix, que se había negado a revelar a su sobrino el nombre que éste le pedía; narró el truco perverso para el que había utilizado a Natalia, y describió con la más absoluta crudeza unas fotos que no había visto. Al hacerlo, observó las expresiones de los Castells y vio lo que esperaba: la de él indicaba una mezcla de aprensión e interés; la de ella, asco, odio y sorpresa. Terminó hablándoles de la intervención de Aleix para que el nombre de su hermano no saliera a relucir. Fue un resumen sucinto, pero claro.
– Inspector -empezó Enric, que había escuchado a Salgado con atención-, ¿me está diciendo que mi hijo pretendía chantajear a mi hermano? No lo hubiera hecho. Estoy seguro de ello. Al final se habría arrepentido.
Héctor meneó la cabeza, con aire de duda.
– Eso no lo sabremos nunca. Marc y Gina están muertos. -Se echó la mano al bolsillo y sacó el USB que Aleix le había dado hacía una hora-. Éste es el USB que Gina se llevó de aquí, el que luego entregó a Aleix. Pero en él no hay ninguna foto. De hecho, ni siquiera es de Gina, ni de Marc. Es suyo, ¿verdad, Gloria?
Ella no contestó. Su mano derecha se tensó sobre el brazo del sofá.
– Son sus apuntes de la universidad. ¿No los había echado de menos?
Enric levantó la vista despacio, sin comprender.
– No he tenido mucho tiempo para estudiar estos días, inspector -repuso Gloria.
– En eso la creo. Ha estado bastante ocupada con otras cosas.
– ¿Qué está insinuando? -La voz de Enric había recobrado parte de su firmeza característica, la del señor que no consiente que nadie ataque a los suyos en su propia casa.
Héctor prosiguió. Hablaba en un tono sereno, casi amistoso.
– Insinúo que el destino jugó a todos una mala pasada. El USB con las fotos estuvo unos días aquí, antes de que se lo llevara Gina. Y Natalia, inocente y juguetona, hizo algo que le divertía mucho esos días. Usted misma se lo dijo a la agente Castro cuando estuvimos aquí. Natalia cogió el USB con las fotos y lo dejó al lado del ordenador de su madre, y se llevó el que usted tenía, con los apuntes de la carrera que estudia a distancia, al cuarto de Marc. Y él, que no quería volver a tener esas fotos en el ordenador, se lo dio a Gina sin darse cuenta del error. Pero usted… usted abrió el que no debía haber abierto. Y vio esas fotos de Natalia: fotos de su hija desnuda, fotos que le sugirieron todo un mundo de horrores. Sabía que Marc había confesado haber colgado aquel vídeo de un compañero de colegio en internet. No se fiaba de él, ni le quería. Al fin y al cabo, tampoco era su madre…
Gloria enrojeció. No dijo nada, trató por todos los medios de conservar la calma. Su mano se había convertido en una garra aferrada al brazo del sofá.
– ¿Viste las fotos? -preguntó Enric-. No me dijiste nada…
– No -intervino Héctor-. No le dijo nada. Decidió castigar a Marc por su cuenta, ¿verdad?
Castells se levantó como impulsado por un resorte.
– ¡No le tolero una palabra más, inspector! -Pero en sus ojos había asomado ya la duda. Se volvió despacio hacia su mujer, que seguía inmóvil, como una liebre cegada por los súbitos focos de un coche-. Esa noche no dormiste conmigo… Te acostaste con Natalia. Dijiste que la niña tenía miedo de los petardos.
Hubo un instante de tensión extrema. Gloria tardó unos segundos en contestar, los necesarios para que no le temblara la voz.
– Y así es. Dormí con Natalia. Nadie puede demostrar lo contrario.
– ¿Sabe? -intervino Héctor-. En parte la comprendo, Gloria. Tuvo que ser terrible. Ver esas fotos sin saber qué más le habrían hecho a su niña, temer lo peor. Le habría sucedido lo mismo a cualquier madre. Hay algo poderoso en el amor de una madre. Poderoso e implacable. Hasta los animales menos agresivos atacan para proteger a sus crías.
Héctor vio el titubeo en sus ojos. Pero Gloria no era una presa fácil de engañar.
– No voy a seguir hablando con usted, inspector. Si mi marido no le echa de nuestra casa, lo haré yo.
Pero Enric parecía no haber oído la última intervención de su mujer.
– Al día siguiente, tuvimos que parar a echar gasolina. Ni siquiera lo recordaba. Conducía Félix porque yo no era capaz de ponerme al volante. Pero el depósito no había quedado tan vacío cuando subimos… No había vuelto a pensar en ello… -Se encaró con su mujer y le susurró, sin poder alzar la voz-: Gloria, ¿mataste…? ¿Mataste a mi único hijo?
– ¡Tu único hijo! -La amargura explotó en un grito ronco-. ¿Y Natalia qué es? ¿Qué habrías hecho si te hubiera contado lo de las fotos? Yo te lo diré. ¡Nada! Habrían empezado las excusas, las justificaciones… La niña está bien, ha sido una broma, los adolescentes son así…
»¿Qué dijiste cuando colgó ese vídeo en internet? "Ha tenido una vida difícil, su madre lo abandonó…" -Sus palabras rezumaban rencor-. ¿Y Natalia? ¿Los años que pasó en ese orfanato? ¿Esos no cuentan? Esta hija no cuenta para ti. ¡No te ha importado nada nunca!
Gloria miró al inspector. Intentaba hacerle comprender la verdad. Justificarse de algún modo.
– Yo no podía perdonarlo, inspector. Esta vez no. ¿Quién sabe qué más le habría hecho a mi niña? -Había empezado y ya no podía detenerse-. Sí, la noche de la verbena te dije que dormiría con Natalia, pero bajé a Barcelona en el coche en cuanto oí que dormías. Me había asegurado de que te durmieras, créeme. No sabía muy bien qué pensaba hacer. Supongo que acusarlo de todo y obligarle a marcharse sin que tú te enteraras. Lo quería fuera de la vida de Natalia y de la mía. Llegué a casa justo cuando salía Aleix. Vi que se encendía la luz del cuarto de Marc y luego se apagaba. Un rato después, lo vi asomado en la ventana, crucé la calle rápidamente y subí a la buhardilla. Aún estaba allí, y en ese momento no pude evitarlo. Corrí hacia él y le empujé… Fue un impulso…
«Y devolvió el cenicero que estaba en el alféizar a su sitio, en un gesto automático», pensó Héctor, sin decir nada.
– Pero matar a Gina no fue un impulso, Gloria -dijo Héctor-. Fue un crimen a sangre fría, cometido contra una jovencita inocente…
– ¿Inocente? ¡No ha visto todas las fotos, inspector! Las hicieron juntos, los dos. Aprovecharon una noche en que ella había venido a quedarse con Natalia. Aparecía en alguna, incluso, aunque supongo que luego pensaban borrarla.
– No le hicieron ningún daño -susurró Héctor-. Pretendían, equivocadamente, cazar a un abusador de menores.
– Pero yo no lo sabía. ¡Dios, no lo sabía! Y me dije que si Marc había muerto, ella también tenía que morir. Además…
– Además, usted ni siquiera sabía que se había quedado a dormir aquí esa noche y cuando se enteró sintió pánico. Por suerte para usted, Gina estaba tan borracha que se durmió enseguida y no oyó nada. Pero cuando nos vio aquí, y se dio cuenta de que el caso seguía abierto, se asustó. Y decidió que el falso suicidio de Gina pondría punto final a todo. Fue a su casa aquella tarde, habló con ella, seguramente la drogó un poco, como a su marido la noche de San Juan. Después la llevó a la bañera y con la más absoluta crueldad le cortó las venas. Luego escribió un falso mensaje de suicidio, intentando imitar el estilo de los jóvenes al escribirlos.
– Era igual de mala que él -repuso Gloria con odio.
– No, Gloria, no eran malos. Podían ser jóvenes, estar equivocados, ser unos consentidos, pero no eran malos. Aquí la única mala persona es usted. Y su mayor castigo no va a ser la cárcel, sino separarse de su hija. Pero créame, Natalia se merece una madre mejor.
Enric Castells observaba la escena boquiabierto. No pudo decir ni una palabra cuando Héctor arrestó a su esposa, cuando le leyó sus derechos y la condujo hacia la puerta. Si el corazón pudiera moverse a voluntad, lo habría parado en ese mismo instante.