172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 44

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Capítulo 41

Héctor salió de comisaría sobre las diez y media de la noche y comprendió que, aunque no le apeteciera lo más mínimo, debía volver a su piso. Llevaba más de treinta y seis horas sin dormir; notaba los pulmones llenos de nicotina, el estómago vacío y la cabeza embotada. Necesitaba despejarse un poco, y luego una ducha larga; eliminar la tensión, recuperar fuerzas.

La ciudad parecía amortiguada esa cálida noche de domingo. Incluso los escasos coches que circulaban parecían hacerlo despacio, con pereza, como si sus conductores quisieran prolongar los últimos coletazos del día festivo. Héctor, que había empezado a andar a buen paso, fue acompasándolo poco a poco al ritmo lento que imperaba en las calles. Habría dado cualquier cosa para sosegar también su cerebro, para frenar aquel flujo de imágenes sueltas. Sabía por experiencia que era cuestión de tiempo, que los rostros que ahora parecían inolvidables irían diluyéndose por el desagüe de la memoria más pronto o más tarde. Había algunos, sin embargo, que de momento prefería no olvidar: el semblante asustado y mezquino de Eduard Rovira, por ejemplo. A pesar de las amenazas de cárcel que le había hecho él mismo, sabía que sería difícil que respondiera ante la justicia por sus actos. Pero al menos, se dijo, tendría que soportar la vergüenza de haber sido descubierto y el desprecio de quienes le rodeaban. De eso Héctor pensaba asegurarse personalmente y cuanto antes; los tipos como Edu no le merecían ni un ápice de compasión.

Respiró hondo. Tenía más cosas que hacer al día siguiente. Hablar con Joana y despedirse de ella, pasar por el hospital a ver a Carmen… Y disculparse ante el comisario Savall. Quizá su actuación en el caso de Iris años atrás no hubiera sido ejemplar, pero sus motivos no habían sido egoístas, sino todo lo contrario. En cualquier caso, él no tenía ningún derecho a erigirse en juez y parte. Eso se lo dejaba a la gente como el padre Castells. «Mañana», pensó, «mañana pondré orden en todo esto». Esa noche ya no podía hacer nada más. Había realizado una única llamada desde comisaría: a la agente Castro, para informarle de que su intuición había sido certera. Se la debía. Al fin y al cabo, de no haber sido por ella, ese caso tal vez no se habría resuelto nunca. Era buena, pensó. Muy buena. No estuvo mucho tiempo al teléfono porque advirtió que no estaba sola. De fondo oyó de repente una voz masculina que preguntaba algo. «No te molesto más, ya hablamos mañana», le dijo él al despedirse. «De acuerdo. Pero tenemos que celebrarlo, ¿eh? Y esta vez pagaré yo.» Hubo una pausa breve, uno de esos momentos en que el silencio parece querer decir algo. Pero, tras los adioses de rigor, ambos habían colgado.

Parado ante un semáforo en rojo, sacó de nuevo el móvil para ver si había algún mensaje de Ruth. Eran casi las once, quizá aún estuviera de camino. Hacía casi un mes que no veía a Guillermo y, mientras cruzaba la calle, se repitió que eso no podía volver a ocurrir. No quería ser una figura ausente como Enric Castells había sido con su hijo. Se puede delegar la responsabilidad, pero no el afecto. Ironías del destino, pensó, Enric se veía ahora de nuevo solo y con una niña a su cargo, una cría a la que ni siquiera consideraba hija suya.

Estaba ya cerca de su casa, y la aprensión ante el momento de volver a entrar en ella le asaltó de nuevo. El inmueble donde había vivido durante años se le antojaba un lugar macabro, contaminado por Ornar, por sus asesinos. «Basta», se ordenó una vez más. Ornar estaba muerto y quienes lo luln.in matado, encerrados en la cárcel. No podía pedirse un resultado mejor. Animado por esta idea, metió la llave en la puerta de la escalera y, cuando ya había traspasado el umbral, sonó el móvil. Era Guillermo.

– ¡Guille! ¡Qué bien! ¿Ya estáis aquí?

– No… Papá, escucha… ¿Sabes algo de mamá?

– No. Hablé con ella el… viernes, creo. – Parecía haber pasado un siglo en lugar de unos días-. Me dijo que iría a recogerte.

– Ya. A mí también. Quedamos que vendría sobre las nueve, nueve y media.

– ¿Y aún no ha llegado?-Miró el reloj, inquieto.

– No. Y la he llamado y no contesta. Carol tampoco sabe nada. -Hizo una pausa y siguió con una voz que no era ya la de un niño sino la de un adulto preocupado-: Papá, mamá no ha hablado con nadie desde el viernes por la mañana.

Con el móvil aún en la mano, frente a la escalera que conducía a su hogar, Héctor recordó de repente lo que había comentado Martina sobre el doctor Omar, sobre los ritos que preparaba, sobre el DVD que había recibido Ruth. «Olvídate de eso, ya está muerto, ya no importa…», le había dicho la subinspectora.

Un sudor frío le invadió la frente.