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Eran las doce y media cuando un taxi dejaba a Héctor delante del edificio de Correos. Aquella mole vetusta y sólida protegía un entramado de callejones laberínticos que habían resultado inmunes a la oleada de diseño que azotó barrios cercanos, como el Born: éstas eran calles donde la gente seguía tendiendo la ropa en los balcones y donde casi se podía robar la del vecino de enfrente; fachadas que difícilmente podían rehabilitarse porque no había espacio para andamios; bajos, antes abandonados, donde ahora proliferaban los colmados de paquistaníes, las tiendas de ropa étnica y algún bar de paredes cubiertas por azulejos. Allí, en la calle Milans, en el segundo piso de un edificio estrecho y sucio, tenía su consulta el doctor Ornar. Cuando llegó a la esquina, buscó el móvil instintivamente y luego se acordó de que lo había dejado muerto en casa aquella mañana. Mierda… Su intención había sido llamar a Andreu y preguntarle si había moros en la costa. Sonrió al pensar que frases como ésa se habían convertido en políticamente incorrectas, y avanzó despacio hacia el edificio en cuestión. Contrariamente a lo que imaginaba, la calle estaba desierta. No era extraño. La visita de los mossos había hecho que muchos de los habitantes de la zona, que seguían sin papeles, hubieran optado por quedarse en sus casas. Eso sí, había un agente en la puerta, un chico relativamente joven a quien Héctor conocía de vista, impidiendo que nadie ajeno a la escalera accediera al edificio.
– Inspector Salgado. -El agente parecía nervioso-. La subinspectora Andreu me avisó de que tal vez vendría.
Héctor preguntó con la mirada y el chico asintió.
– Suba. Y yo no le he visto. Ordenes de la subinspectora.
La escalera olía a humedad, a pobreza urbana. Se cruzó con una mujer de color que no levantó la vista del suelo. En el rellano del segundo piso había dos puertas, cada una de una madera distinta. La más oscura era la que buscaba. Estaba cerrada y tuvo que darle dos veces al timbre para que éste se decidiera a sonar. Cuando recordaba lo ocurrido aquella tarde fatídica, todo volvía a su mente en forma de ráfagas: el cuerpo destrozado de la chiquilla negra y una rabia espesa y agria, que no podía ni tragarse ni escupirse; luego, su puño cerrado, golpeando sin la menor piedad a un tipo al que había visto en la sala de interrogatorios una sola vez. Imágenes nebulosas que habría preferido no recordar.
Apostado en la esquina, Héctor espera a que se consuma el cuarto cigarrillo que ha encendido en la última media hora. Siente un dolor en el pecho y el sabor del tabaco empieza a darle asco.
Sube al segundo piso. Empuja la puerta del despacho. Al principio no lo ve. La habitación está tan oscura que instintivamente se pone en guardia. Se queda inmóvil, alerta, hasta que un ruido le indica que hay alguien sentado al otro lado de la mesa. Alguien que enciende una lámpara de pie.
– Adelante, inspector.
Reconoce la voz. Lenta, con un acento extranjero indefinible.
– Siéntese. Por favor.
Lo hace. Los separa una mesa antigua, de madera, lo mejor que debe de haber en aquel piso ruinoso, en aquella sala que huele ligeramente a cerrado.
– Le esperaba.
La sombra se mueve hacia delante y la luz de la lámpara de pie le da de lleno. Héctor se sorprende al verlo: está más envejecido de lo que recordaba del día que lo había interrogado en comisaría. Un semblante negro y delgado, casi frágil, y unos ojos de perro apaleado que ya ha aprendido que hay una ración de golpes diaria y aguarda con resignación a que llegue el momento.
– ¿Cómo lo ha hecho?
Sonríe, pero Héctor puede jurar que en el fondo hay algo de miedo. Mejor. Tiene razones para temerle.
– ¿Cómo he hecho qué?
Se aguanta las ganas de agarrarlo por el cuello y estamparle la cara contra la mesa. En su lugar, aprieta los puños y dice sencillamente:
– Kira está muerta.
Siente un escalofrío al decir su nombre. El olor dulzón empieza a darle náuseas.
– Qué lástima, ¿no? Una muchacha tan bonita… -dice el otro, como quien hablara de un regalo, de un objeto-. ¿Sabe una cosa? Sus padres le pusieron ese nombre absurdo para prepararla para una vida en Europa. O en América. La vendieron sin el menor remordimiento, convencidos de que cualquier cosa era mejor que lo que le esperaba en su aldea. Estuvieron inculcándoselo desde que nació. Lástima que no le enseñaran también a mantener la boca cerrada.
Héctor traga saliva. De repente las paredes avanzan hacia ellos, reduciendo la ya pequeña habitación al tamaño de una celda. La luz fría cae entonces sobre las manos del doctor: finas, de dedos largos como serpientes.
– ¿Cómo lo ha hecho? -repite. Y la voz le sale ronca, como si llevara horas sin hablar con nadie.
– ¿De verdad cree que he podido hacer algo? -Se ríe, y vuelve a adelantar el cuerpo para que la luz le enfoque la cara-. Me sorprende gratamente, inspector. El mundo occidental suele burlarse de nuestras viejas supersticiones. Lo que no pueden ver y tocar, no existe. Han cerrado la puerta a todo un universo y viven felices en ese lado. Sintiéndose superiores. Pobres ignorantes.
La sensación de agobio crece. Héctor no puede apartar la mirada de las manos del otro, que ahora reposan quietas sobre la mesa, relajadas. Ofensivamente lacias.
– Es usted un tipo francamente interesante, inspector. Mucho más que la mayoría de policías. De hecho nunca pensó que acabaría siendo agente de la ley. No, de eso estoy seguro.
– Déjese de pamplinas. He venido a buscar respuestas, no a escuchar sus gilipolleces.
– Respuestas, respuestas… En el fondo ya las sabe, aunque no se las cree. Me temo que en eso no puedo ayudarle.
– ¿Cómo la amenazó? -Sigue tratando de mantener la calma-. ¿Cómo diablos la asustó hasta que se hizo eso? -No puede ni describirlo.
El otro se echa hacia atrás, se oculta en la sombra. Pero su voz sigue, como salida de la nada:
– ¿Cree usted en los sueños, inspector? No, supongo que no. Es curioso cómo ustedes son capaces de creer en cosas tan abstractas como los átomos y luego rechazar desdeñosamente algo que les sucede todas las noches. Porque todos soñamos, ¿no?
Héctor se muerde el labio para no interrumpir. Está claro que ese cabrón va a contarlo a su manera; el doctor baja tanto la voz que debe esforzarse para oírle.
– Los niños son listos. Tienen pesadillas y las temen. Pero a medida que crecen se les inculca que no deben tener miedo. ¿Usted tenía pesadillas, inspector? Ah, ya veo que sí. ¿Terrores nocturnos tal vez? Veo que hace tiempo que no piensa en ellos. Aunque sigue sin dormir bien, ¿verdad? Pero, dígame una cosa, ¿cómo si no pude meterme en la cabeza de esa desgraciada y decirle lo que tenía que hacer? Coge las tijeras, acaricia tu estómago con ellas. Sube hasta esos pequeños pechos y clávalas…
Y ahí se acaban sus recuerdos. Lo siguiente es su puño ensangrentado que golpea sin parar la cara de aquel hijo de puta.
– ¿Qué coño estás haciendo aquí?
La voz seca de Martina le devolvió al presente. Desconcertado, no tuvo tiempo de responder.
– Da igual, no hace falta que contestes. Sabía que vendrías. Esto es un asco.
Héctor avanzó por el pasillo.
– No entres ahí, tendrás que verlo desde la puerta.
Era el mismo despacho, pero a la luz del día tenía aspecto de cuarto cochambroso, en absoluto fantasmal.
– He visto cerditos más simpáticos, la verdad -dijo la subinspectora a su espalda.
Lo que había sobre la mesa, dispuesto como una escultura, no era la cabeza de un cerdito, sino la de un verraco de buen tamaño. La habían metido ya en una bolsa negra, de la que sobresalía un trozo de 1a. cara, abotargada, como hervida, las orejas arrugadas y el morro carnoso de un color rosa repugnante.
– Ah, y la sangre no es del cerdo. Míralo, no sangra por ningún lado.
Era cierto. No había sangre en la mesa, pero sí en la pared y en el suelo.
– Creo que ya estamos. No pienso volver a comer jamón durante un mes. Agente -dijo Andreu dirigiéndose al hombre que estaba dentro del despacho, provisto de guantes-, recoja eso y llévelo a…
Por un momento se quedó callada, como si no supiera dónde debía llevarse una cabeza de cerdo.
– Sí, subinspectora. No se preocupe.
– Y no hemos visto al inspector Salgado, ¿verdad que no?
El hombre sonrió.
– Yo ni siquiera sé quién es.
Fueron a comer algo a un bar cercano. Un menú de once euros que incluía postre o café y servilletas de papel a juego con los mantelitos individuales. Ensalada mustia, sepia en un mar de aceite y una macedonia de frutas tristes.
– ¿Qué tal las cosas durante estas semanas? -preguntó él.
– Un asco. -La respuesta fue tajante-. Savall ha estado insoportable y ha descargado el mal rollo sobre todo el mundo.
– ¿Por mi culpa?
– Bueno, por tu culpa, por culpa del abogado del tipejo ese, por culpa del conseller, de la prensa… La verdad es que nos dejaste un buen marrón, Salgado.
– Ya -asintió él-. Me jode que hayáis tenido que cargar con esto. De verdad.
– Lo sé. -Se encogió de hombros-. No había nada que pudieras hacer. Ha sido mejor así. De todas formas, Savall se ha comportado de puta madre. Otro te habría arrojado al foso de las fieras. Que lo sepas.
Ella sabía que Héctor detestaba deber favores, pero se dijo que era justo que supiera la verdad.
– Por suerte -continuó Andreu-, por una vez a casi todo el mundo le interesaba enterrar el tema: la prensa prefería las fotos de la chica mutilada, el conseller no quería que nada empañara una operación que hasta entonces había salido perfecta y el abogado sólo quería utilizarlo para salvar a su cliente de la acusación que pendía sobre él. Si daba demasiado la lata, luego no habría forma de retirar los cargos contra ti a cambio de… Bueno, ya me entiendes, favor por favor. Sabes cómo funcionan estas cosas.
Hubo un silencio breve. Héctor percibía que su compañera no había terminado. Aguardó la pregunta con los ojos entrecerrados, como quien espera que suene el petardo que ha visto encender. Y, para no perder la costumbre, Andreu fue directa al grano.
– ¿Qué coño te pasó, Salgado? ¡Iba todo de puta madre! Teníamos a los principales, desmantelamos los burdeles de la red. Una operación a escala europea en la que nos dejamos todos la piel… Y cuando ya está todo más que atado, cuando la noticia ha aparecido en todos los periódicos, cuando el conseller babea de satisfacción, tú vas y la emprendes a tortas con el único al que no habíamos podido trincar todavía.
Héctor no contestó. Bebió un trago de agua y se encogió de hombros. Empezaba a estar harto de esa pregunta, así que cambió de tema:
– Escucha, ¿habéis encontrado algo? Ahí dentro.
Ella meneó la cabeza.
– Andreu. Por favor -insistió, bajando la voz.
– Poca cosa, la verdad. Quizá lo más raro sea una cámara de vigilancia escondida. Al parecer, al doctor Ornar le gustaba conservar grabaciones de sus visitas. Y luego está lo de la sangre. Diría que es humana. La he mandado analizar y mañana tendremos los resultados. Y lo de la cabeza de cerdo es claramente un mensaje. Lo que no sé es para quién ni qué significa. -Vertió el café en el vaso con hielo sin derramar una sola gota-. Voy a decirte algo más, pero prométeme que te mantendrás al margen.
Héctor asintió mecánicamente.
– No. Hablo en serio, Héctor. Te doy mi palabra de que te mantendré informado si me prometes no intervenir. Te diga lo que te diga, ¿está claro?
Él se llevó la mano al pecho y puso cara de solemnidad.
– Lo juro.
– El corazón está al otro lado, capullo. -Casi se rió-. Escucha, el doctor ese tenía un archivador. Estaba vacío. Bueno, casi, había una carpeta con tu nombre.
Él la miró, sorprendido.
– ¿Y qué contenía?
– Nada.
– ¿Nada? -No la creyó-. ¿Quién está mintiendo ahora?
Martina suspiró.
Había solo dos fotos. Una tuya, reciente. La otra de… Ruth con Guillermo, de hace años. Cuando él era sólo un niño. Nada más.
¡Menudo cabrón!
– Héctor, hay algo que tengo que preguntarte. -Los ojos de Andreu expresaban un leve pesar y una gran determinación-. ¿Dónde estuviste ayer?
El se echó hacia atrás, como si acabara de estallarle algo en el plato.
– Es pura rutina, Héctor… No me lo pongas más difícil -casi rogó ella.
– A ver… El avión aterrizó a las tres y pico. Me pasé un buen rato esperando que saliera mi valija y, como no llegó, tuve que ir a la oficina de reclamación de equipaje, donde estuve al menos una hora. Luego tomé un taxi y me fui a casa. Estaba roto.
Martina asintió.
– ¿No volviste a salir?
– Me quedé solo en casa, medio durmiendo. Tendrás que aceptar mi palabra sobre eso.
Ella le miró con seriedad.
– Tu palabra me basta. Y lo sabes.