172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Capítulo 4

El calor había decidido conceder una tregua esa tarde y unas nubes bajas habían tapado el sol. Por eso, y porque no podía seguir dándole más vueltas a lo que le había contado Andreu, Héctor se puso la ropa de deporte y salió a correr. El ejercicio físico era la única terapia que le funcionaba cuando su cerebro ya estaba demasiado agotado para actuar de manera eficaz. Mientras corría por el paseo marítimo, Héctor contemplaba el mar. A esas horas en la playa quedaban sólo algunos rezagados, pequeños grupos que querían exprimir el verano al máximo, y algún que otro bañista que tenía el mar casi para él solo. Las playas urbanas tenían algo distinto, se dijo él mientras intentaba ignorar la molestia que sentía en el gemelo izquierdo, no eran en absoluto paradisíacas ni relajantes, sino más bien una pasarela con música de discoteca en la que modelos aficionados lucían bronceados intensos, tetas saltarinas y abdominales de gimnasio. A veces daba la impresión de que les hacían un casting antes de dejarlos acceder a la playa. O quizá era más un tema de autoexclusión: quienes no cumplían con el estereotipo buscaban otra arena más alejada en la que exponer sus carnes blandas. Pero si al atardecer la playa estaba medio vacía, no podía decirse lo mismo del paseo: parejas con niños, chicos y chicas en bici, corredores como él que salían en cuanto se lo permitía el sol, vendedores ambulantes que regresaban cada año con la misma mercancía y que no parecían haber oído la máxima de renovarse o morir. En esa zona, la ciudad adquiría en verano un aire de teleserie californiana con el toque étnico de los manteros. Incluso había quien se esforzaba por practicar surf en un mar sin olas.

Héctor aceleró poco a poco el ritmo a medida que sus piernas iban adaptándose al ejercicio. Entre una cosa y otra llevaba casi dos meses sin hacer deporte; el invierno bonaerense no invitaba al jogging, y de hecho se había acostumbrado a correr con ese fondo marino a un lado y las dos altas torres como referencia. El mar no era de aguas turquesa, ni mucho menos, pero allí estaba: inmenso, tranquilizador, la promesa de un espacio sin fin en el que sumergir sus pensamientos, dejar que partieran con las olas. Un súbito tirón en el gemelo le hizo aflojar el paso, y lo adelantó un chaval con gorra, vestido enteramente de negro con ropa que le iba dos tallas grande, montado en un ruidoso monopatín. Esa imagen le recordó de repente el informe que le había dado Savall de aquel chico que se había caído por la ventana, y el mar pareció devolverle otras preocupaciones distintas a las que se había llevado antes. Se quedaron con él. Las fotos de Marc Castells: algunas tomadas el verano anterior, cuando llevaba el pelo más largo, y rizado, e iba montado en unos patines en línea por ese mismo paseo; las siguientes, de esa primavera, ya con el pelo rapado al uno, más serio y sin patines. Y las últimas, fotos forenses de un cuerpo que, incluso muerto, parecía en tensión. No había tenido una muerte plácida en absoluto, aunque sí instantánea, según el informe. Había caído de lado, de una altura de al menos once metros, y su nuca se había estampado contra las baldosas de piedra del suelo. Un accidente tonto. Una caída fruto del despiste que trae consigo el alcohol. Un segundo de distracción y todo se va a la mierda.

Según ese mismo informe, Marc y dos colegas suyos, un chico y una chica, amigos de la víctima desde la infancia, habían celebrado una pequeña fiesta en casa de los Castells, situada en la zona más alta, en todos los sentidos, de Barcelona, aprovechando que sus dueños -el señor Enric Castells, su segunda mujer y la hija adoptiva de ambos- habían ido al chalet que tenían en Collbató a celebrar la verbena con unos amigos y a pasar el largo puente de San Juan.

Sobre las dos y media de la madrugada, el chico, Aleix Rovira, vecino de Marc, había decidido volver a casa; la joven, una tal Gina Martí, se quedaba a dormir. Según rezaba el informe, ella declaró, prácticamente al borde de la histeria, haberse tumbado en la cama de Marc «un rato después de que Aleix se fuera». La chica no se acordaba de gran cosa y no era de extrañar: había sido, según su propia declaración, la que más había bebido. Al parecer, ella y Marc habían tenido una discusión cuando Aleix se marchó, y ella, ofendida, se metió en su cama esperando que él la siguiera enseguida. No recordaba más: debió de dormirse poco después y se despertó con los gritos de la asistenta, que a primera hora, sobre las ocho de la mañana siguiente, encontró el cuerpo de Marc en el suelo del patio. Cabía suponer que, como solía hacer muchas noches, el joven abrió la ventana de la buhardilla y se sentó en el alféizar a fumarse un cigarrillo. Vaya costumbre. Según constaba, cayó o saltó desde allí entre las tres y las cuatro de la madrugada, mientras su novia dormía la mona en el cuarto de abajo sin enterarse de nada en absoluto. Bastante patético, pero poco sospechoso. Como había dicho Savall, ningún hilo del que tirar. Sólo un detalle parecía salirse de aquel cuadro perfecto: uno de los cristales de la puerta trasera estaba roto, y eso, que cualquier otra noche habría sido indicador de algo, se había atribuido, a falta de otras pruebas, al resultado típico de una noche como la de San Juan, en la que los chavales tiran petardos y convierten la ciudad en algo parecido a un campo de batalla.

El paseo había ido quedando más vacío a medida que Héctor se alejaba de las playas más populares. Su cuerpo empezaba ya a mostrar signos de cansancio, así que dio media vuelta e inició el camino de regreso. Eran más de las ocho y media. Aceleró el ritmo en un sprint largo y doloroso.

Le faltaba el aliento cuando llegó a su casa, empapado en sudor. Alguien parecía estar clavándole un punzón en el gemelo, y cojeó los últimos metros que lo separaban de la puerta, ese viejo edificio de la calle Pujades cuya fachada pedía a gritos una rehabilitación urgente. Jadeante, se apoyó en la puerta y sacó las llaves del bolsillo del pantalón de deporte.

Oyó que alguien le llamaba y entonces la vio. Seria, con el mando del coche en la mano y caminando hacia él. Héctor sonrió sin querer, pero el dolor de la pierna convirtió la sonrisa en una mueca.

– Supuse que habías salido a correr.

La miró sin comprender.

– Diste mi teléfono a los de equipaje perdido. Ha llegado tu maleta. Intentaron localizarte, pero no respondías al móvil, así que llamaron al mío.

– Ah, lo siento. -Seguía jadeando-. Me pidieron un segundo número… tengo el celular sin batería.

– Lo imaginé. Ya, dúchate y cámbiate de ropa. Te llevo.

Él asintió y Ruth sonrió por primera vez.

– Te espero aquí -dijo antes de que él la invitara a subir.

Bajó poco después, con una bolsa de plástico que contenía una caja de alfajores y un libro de diseño gráfico que Ruth le había pedido antes de irse. Ella se lo agradeció con una sonrisa y un «ya te vale, traerme estas bombas calóricas en pleno verano cuando sabes que no puedo resistirme a ellas». Sorprendentemente no había mucho tráfico y llegaron al aeropuerto en media hora. Hablaron poco durante el trayecto y Guillermo ocupó prácticamente toda la conversación. Era siempre un terreno seguro, un tema que por fuerza tenían que abordar y que surgía entre ambos de manera natural. La separación se había producido hacía casi un año, y si de algo podían estar orgullosos era de cómo habían llevado el espinoso asunto de cara a su hijo, un chico de trece años que había tenido que acostumbrarse a una realidad distinta, y que al parecer lo había logrado sin grandes problemas. Al menos a primera vista.

Ya con el equipaje en el maletero, una maleta maltrecha y con el cierre roto que parecía haber sobrevivido a una guerra en lugar de a un viaje en avión, Ruth condujo despacio. Las luces de la ciudad brillaban al final de la autovía.

– ¿Cómo ha ido hoy con Savall? -preguntó ella por fin, volviéndose hacia él sólo un instante.

Él suspiró.

– Bueno, supongo que bien. Sigo teniendo laburo… trabajo. Al parecer no me echan, que ya es algo. El tipo retiró los cargos -mintió-. Supongo que pensó que le convenía más no ponerse a malas con las fuerzas del orden. Pero tengo que ver a un loquero. Irónico, ¿eh?, un argentino visitando a un comecocos.

Ruth asintió en silencio. Un semáforo había formado una larga retención a la entrada de la ciudad.

– ¿Por qué lo hiciste?

Le miraba sin pestañear, con esos grandes ojos castaños que siempre habían logrado atravesarle la piel. Una mirada que había conseguido desenmascarar pequeñas mentiras, y otras no tan pequeñas, en cuanto se lo había propuesto.

– Déjalo, Ruth. Se lo merecía -dijo, pero al cabo rectificó-. Sucedió. Metí la pata. Nunca presumí de ser perfecto.

– No te salgas por la tangente, Héctor. La mañana… el día que agrediste a ese hombre fue justo después de…

– Sí. ¿Se puede fumar en este coche? -preguntó él, bajando la ventanilla. Una bocanada de aire caliente se coló en el interior.

– Ya sabes que no. -Ella hizo un gesto de cansancio-. Pero fuma si quieres. Con cuidado.

Él encendió un cigarrillo y dio una calada larga.

– ¿Me das uno? -murmuró ella.

Héctor se rió.

– Joder… Toma. -Cuando se lo encendió, la llama del mechero le iluminó la cara-. Soy una mala influencia para ti -añadió él en tono ligero.

– Siempre lo fuiste. Mis padres me lo decían… Claro que ahora tampoco están encantados precisamente.

Ambos sonrieron, con la complicidad que dan los rencores comunes. Fumar les daba algo que hacer sin tener que hablar. Héctor contemplaba la ciudad a través del humo. Lanzó la colilla y se volvió hacia Ruth. Ya llegaban. Con las cosas que les quedaban por decirse habrían podido llenar un viaje mucho más largo. Ella redujo la marcha para girar y aparcó en una zona de carga y descarga.

– ¿Un último cigarro? -dijo él.

– Claro. Pero salgamos del coche.

No corría ni una gota de aire. La calle estaba vacía; se oían, sin embargo, los televisores encendidos. Era la hora de las noticias. El hombre del tiempo auguraba una nueva ola de calor para los próximos días y posibilidades de tormenta para el fin de semana.

– Te veo cansado. ¿Ya duermes mejor?

– Hago lo que puedo. Ha sido un día completito -dijo él.

– Héctor, lo siento…

– No te disculpes. No tenés por qué. -La observó, a sabiendas de que realmente estaba exhausto y de que en esas condiciones lo mejor que podía hacer era callarse. Intentó frivolizar-: Nos acostamos, nada más. El vino, los recuerdos, la costumbre. Creo que en un momento u otro lo hacen el ochenta por ciento de las ex parejas. Ya ves, en el fondo somos de lo más vulgar.

Ella no sonrió. Quizá había perdido la capacidad de hacerla reír, pensó él. Quizá ya no se reía de las mismas cosas.

– Ya, pero…

El la cortó.

– Ya pero nada. Al día siguiente le partí la cara a ese tío pero eso no tuvo nada que ver contigo. -Prosiguió en un tono más amargo que no pudo evitar-. Así que puedes calmar tu conciencia, dormir tranquila -iba a añadir algo más, pero se contuvo a tiempo-…y olvidarte de eso.

Ruth se disponía a contestar cuando le sonó el móvil. Él ni siquiera la había visto cogerlo del coche.

– Te llaman -le indicó, súbitamente agotado.

Ella se apartó unos pasos para contestar. Fue una conversación breve, que él aprovechó para abrir el maletero y sacar el equipaje. Lo arrastró hasta su casa.

– Me voy ya -dijo ella, y él asintió-. Guillermo vuelve el domingo por la noche. Me… me alegro de que todo se haya arreglado. En comisaría, quiero decir.

– ¿Acaso lo dudabas? -Le guiñó un ojo-. Gracias por llevarme. Escucha -no sabía cómo preguntárselo sin crear alarma-, ¿has notado algo raro en tu casa últimamente?

– ¿Raro como qué?

– Nada… no me hagas caso. Ha habido varios robos por tu zona. Estate alerta, ¿vale?

Las despedidas eran tan incómodas que ninguno de los dos había aprendido aún a manejarlas con soltura. Un beso en la mejilla, un gesto de adiós con la cabeza… ¿Cómo se despedía uno de la persona con quien había vivido diecisiete años, y que ahora tenía otra casa, otra pareja, otra vida? Tal vez por eso la última vez habían acabado en la cama, pensó Héctor. Porque no habían sabido cómo despedirse.

Había sido un polvo anunciado. Algo que ambos sabían que iba a suceder desde que Ruth accedió a subir al piso después de la cena, planeada para hablar de los próximos exámenes de su hijo, y Héctor descorchó una botella de vino tinto que estaba en el armario de la cocina desde antes de que ella se marchara, hacía nueve meses, tras anunciarle que había una parte de su sexualidad que quería, y debía, explorar. De todos modos, ambos fingieron que se trataba sólo de una última copa, la celebración de que eran una pareja civilizada que conseguía llevarse razonablemente bien después de una separación súbita. Sentados en el mismo sofá donde se habían abrazado tantas noches, donde Ruth había esperado a su marido despierta tantas horas y donde Héctor luchaba por dormir desde que había quedado vacía la mitad de la cama, fueron apurando una copa de vino tras otra, quizá para hallar el valor de hacer lo que deseaban o quizá para poder achacar al alcohol lo que estaban seguros que iban a hacer. Aspiraban a que algo les nublara la mente, mandara al cuerno su fingida sensatez. Da igual quién empezó, quién abrió la partida, porque el otro se unió al juego con una avidez impaciente y acelerada. Resbalaron con suavidad del sofá a la alfombra mientras se despojaban de la ropa, separando los labios el tiempo estrictamente necesario y volviendo a buscar la lengua del otro como si de ella sacaran el oxígeno. Sus cuerpos ardían y sus manos, que hallaban rincones conocidos, pedazos de piel caliente que se convertían en resortes perfectos, sólo servían para avivar el fuego. Tumbada sobre la alfombra, sujeta por las manos de Héctor, ella pensó por un instante en lo distinto que era hacer el amor con una mujer: el tacto, el olor de la piel, la cadencia de los movimientos. La complicidad. El momento de reflexión disipó los efluvios del alcohol justo unos segundos antes de que él se dejara caer sobre ella, exhausto y satisfecho. Ruth ahogó un gemido, más de dolor que de placer; desvió la mirada y vio en el suelo su blusa manchada de vino y una copa volcada. Intentó apartar a Héctor con suavidad, dándole un último beso de cortesía que ya poco tenía que ver con los anteriores mientras lo apartaba ligeramente a un lado. Héctor tardó unos segundos en moverse, ella se sintió aprisionada. El se incorporó por fin y Ruth intentó levantarse, un poco demasiado deprisa, como quien intenta huir después de un derrumbamiento. La misma urgencia que la había llevado del sofá a la alfombra la empujaba ahora hacia la puerta. No quería verle la cara, ni tenía nada que decirle. Se sintió ridícula mientras se subía las bragas. Recogió su ropa del suelo y se vistió de espaldas a él. Tuvo la sensación de que Héctor le preguntaba algo pero alejarse se había convertido en su prioridad.

Cuando la vio salir, él supo que su matrimonio estaba muerto: si hasta entonces quedaba la posibilidad de que la relación entre ambos saliera del coma, de que la escapada de Ruth con alguien de su mismo sexo fuera sólo eso, una aventura fugaz, entonces supo sin lugar a dudas que acababan de enterrarlo. Buscó a tientas un cigarrillo y fumó solo, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá, contemplando la copa volcada y la botella definitivamente vacía.

Esta vez el adiós fue más fácil. Ella dio media vuelta y subió al coche mientras él metía la llave en la cerradura de la puerta. Por el espejo del retrovisor lo vio cojear con la maleta en la mano. E inexplicablemente sintió por él algo que se parecía mucho a la ternura.