172984.fb2 El verano de los juguetes muertos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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JuevesCapítulo 6

Héctor nunca se había fiado mucho de quienes presumen de saber tratar las neuras humanas. No los consideraba unos farsantes ni unos irresponsables; simplemente creía improbable que un individuo, sujeto igualmente a emociones, prejuicios y manías, tuviera la capacidad de adentrarse en los vericuetos de las mentes ajenas. Y esa idea, arraigada en su interior desde siempre, no se resquebrajaba en lo más mínimo ahora que por primera vez en su vida acudía como paciente a la consulta de uno de ellos.

Observó al joven que tenía sentado al otro lado de la mesa, intentando controlar su escepticismo para no resultar mal educado, aunque al mismo tiempo no dejaba de parecerle curioso que ese chaval -sí, chaval-, recién salido de la facultad y vestido de manera informal, con téjanos y una camisa de cuadros verdes y blancos, tuviera en sus manos la carrera de un inspector de cuarenta y tres años que, de haber echado un mal polvo en la adolescencia, incluso podría ser su padre. La ocurrencia le hizo pensar en Guillermo y en la reacción de su hijo cuando, años atrás, el tutor del colegio señaló que no estaría de más llevarlo a un psicólogo que, palabras textuales, «le ayudara a abrirse a los demás». Ruth tampoco era una gran fan de los comecocos, pero ambos habían decidido que no perdían nada si accedían, aunque lo cierto era que sabían que Guillermo socializaba con quien le daba la gana y no se molestaba en hacerlo con quien no despertaba su interés. El y Ruth se habían reído durante semanas con el resultado. La psicóloga había pedido a su hijo que dibujara una casa, un árbol y una familia; Guille, que a los siete años atravesaba una fase de adoración por los cómics y ya demostraba la misma facilidad para las artes plásticas que su madre, se lanzó a la tarea con entusiasmo, aunque con su habitual vena selectiva: los árboles no le gustaban así que pasó de eso, y en su lugar dibujó un castillo medieval como casa, y a Batman, Catwoman y el Pingüino como familia. No quería imaginar a qué conclusiones llegó la pobre mujer al ver a la supuesta madre plasmada en un traje de cuero y con un látigo en la mano, pero ambos estaban seguros de que había guardado el dibujo para su tesis sobre la familia disfuncional moderna o algo parecido.

Había sonreído sin darse cuenta; lo notó en la mirada interrogante que le dirigió el psicólogo a través de unas gafas de montura metálica. Héctor carraspeó y decidió aparentar seriedad; estaba casi seguro, sin embargo, de que el chico que tenía delante aún leía cómics en sus ratos libres.

– Bueno, inspector, me alegro de que se sienta a gusto.

– Disculpe, de repente me acordé de algo. Una anécdota de mi hijo. -Se arrepintió al instante, seguro de que sacarlo a colación en ese momento no era lo más oportuno.

– Ajá. No tiene usted mucha fe en la psicología, ¿verdad?-No había hostilidad en la frase, sino más bien curiosidad honesta.

– No tengo una opinión formada al respecto.

– Pero desconfía de entrada. Está bien. Claro que lo mismo piensa mucha gente de la policía, ¿no cree?

Héctor tuvo que admitir que era cierto, pero matizó:

– Las cosas han cambiado mucho ahora. La policía ya no es vista como el enemigo.

– Exactamente. Ha dejado de ser ese cuerpo que inspira temor al ciudadano, al menos al honrado. Aunque en este país ha hecho falta tiempo para cambiar esa imagen.

A pesar del tono, neutro e imparcial, Héctor supo que se deslizaban por una pendiente pedregosa.

– ¿Quiere decir algo con eso? -preguntó. Ya no sonreía.

– ¿Qué cree que quiero decir?

– Vayamos al grano… -No pudo evitar cierta impaciencia, lo que solía traducirse en una vuelta al acento de su infancia-. Los dos sabemos qué hago acá y lo que vos tenés que averiguar. No mareemos la perdiz.

Silencio. Salgado conocía la técnica, aunque esta vez él se encontraba al otro lado.

– Está bien. Mire, no debí haberlo hecho. Si es eso lo que quiere oír, ya lo tiene.

– ¿Por qué no debió hacerlo?

Intentó tranquilizarse. Ese era el juego: preguntas, respuestas… Había visto suficientes películas de Woody Allen para saberlo.

– Vamos, ya lo sabe. Porque no está bien, porque la policía no hace eso, porque debí mantener la calma…

El psicólogo anotó algo.

– ¿Qué sentía en ese momento? ¿Se acuerda?

– Ira, supongo.

– ¿Es algo habitual? ¿Suele usted sentir ira?

– No. No hasta ese punto.

– ¿Recuerda algún otro momento de su vida en que perdiera el control de ese modo?

– Tal vez. -Hizo una pausa-. Cuando era más joven.

– Más joven. -Nueva anotación-. ¿Hace cuánto… cinco años, diez, veinte, más de veinte?

– Muy joven -recalcó Héctor-. Adolescente.

– ¿Se metía en peleas?

– ¿Cómo?

– Si solía pelearse, cuando era adolescente.

– No. No de forma habitual.

– Pero perdía el control alguna vez.

– Usted lo ha dicho. Alguna vez.

– ¿Cómo cuál?

– No lo recuerdo -mintió-. Ninguna en especial. Supongo que, como todos los chicos, pasé por una fase de descontrol.

Una nueva anotación. Otra pausa.

– ¿Cuándo llegó a España?

– ¿Perdón? -Por un momento estuvo a punto de contestar que había llegado hacía unos días-. Ah, se refiere a la primera vez. Con diecinueve años.

– ¿Estaba aún en esa fase de descontrol adolescente?

Héctor sonrió.

– Bueno, supongo que mi padre lo creía así.

– Ya. ¿Fue decisión de su padre, entonces?

– Más o menos. El era gallego…, español, siempre quiso volver a su tierra, pero no pudo. Así que me mandó a mí para acá.

– ¿Y cómo le sentó?

El inspector hizo un gesto de indiferencia, como si ésa no fuera la pregunta pertinente.

– Disculpe, pero se nota que es usted más joven… Mi padre decidió que yo debía seguir estudiando en España y ya está. Nadie me preguntó. -Carraspeó un poco-. Las cosas eran así entonces.

– ¿No tenía usted ninguna opinión al respecto? Al fin y al cabo se veía obligado a dejar atrás a su familia, sus amigos, su vida allí. ¿No le importó?

– Claro. Pero nunca pensé que sería permanente. Y, además, le repito que tampoco me preguntaron.

– Ajá. ¿Tiene usted hermanos, inspector?

– Sí. Uno. Más grande que yo.

– ¿Y él no vino a España a estudiar?

– No.

El silencio que siguió a la respuesta fue más denso que los anteriores. Había una pregunta abriéndose paso hacia la superficie. Héctor cruzó las piernas y desvió la mirada. El chaval parecía dudar, y, por fin, decidió cambiar de tema.

– En su informe consta que se separó de su mujer hace menos de un año. ¿Fue ella la razón por la que se quedó en España?

– Entre otras varias. Sí. -Rectificó-. Me quedé acá por Ruth. Con Ruth. Pero… -Héctor le miró, extrañado: ignoraba que esos datos constaran también en los informes. La sensación de que toda su vida, o al menos los hechos más relevantes de ella, pudiera estar consignada en un expediente al alcance de cualquiera con autoridad para examinarlo le molestó-. Disculpe. -Descruzó las piernas y echó el cuerpo hacia delante-. No quiero ser rudo, pero ¿puede decirme a qué viene esto? Mire, soy perfectamente consciente de que cometí un error y que esto pudo, puede, costarme el puesto. Si le sirve de algo, no creo que hiciera bien, ni me siento orgulloso de ello, pero… Pero no voy a discutir todos los detalles de mi vida privada, ni creo que tengan derecho a meterse en ellos.

El otro encajó el discurso sin inmutarse y se tomó un tiempo antes de añadir algo más. Cuando lo hizo, no había en su tono la menor condescendencia; habló con aplomo y sin la menor vacilación.

– Creo que debo dejar claras algunas cosas. Tal vez debería haberlo hecho al principio. Mire, inspector, no estoy aquí para juzgarle por lo que hizo, ni para decidir si debe o no seguir trabajando. Eso es asunto de sus superiores. Mi interés radica únicamente en que usted averigüe qué fue lo que provocó esa pérdida de control, aprenda a prevenirla y reaccione a tiempo en otra situación parecida. Y para eso necesito su colaboración, o la tarea resultará imposible. ¿Lo entiende?

Claro que lo entendía. Que le gustara ya era otra cosa. Pero no tuvo más remedio que asentir.

– Si usted lo dice… -Se echó hacia atrás y estiró un poco las piernas-. Respondiendo a su pregunta de antes le diré que sí. Me separé hace menos de un año. Y antes de que prosiga, no, no siento un odio irrefrenable, ni una ira desatada hacia mi mujer-añadió.

El psicólogo se permitió sonreír.

– Su ex mujer.

– Perdón. Fue el subconsciente, usted ya sabe…

– Entiendo entonces que fue una separación de mutuo acuerdo.

Fue Héctor quien se rió esta vez.

– Con todos mis respetos, eso que acaba de decir prácticamente no existe. Siempre hay alguien que deja a alguien. El acuerdo mutuo consiste en que el otro lo acepta y se calla.

– ¿Y en su caso?

– En mi caso, fue Ruth quien me dejó. ¿Esa información no consta en sus papeles?

– No. -Miró el reloj-. Nos queda poco tiempo, inspector. Pero para la siguiente sesión me gustaría que hiciera algo.

– ¿Me está poniendo tarea?

– Algo así. Quiero que piense en la ira que sintió el día de la agresión, e intente recordar otros momentos en los que experimentó una emoción parecida. De pequeño, de adolescente, de mayor.

– Muy bien. ¿Puedo irme ya?

– Nos quedan unos minutos. ¿Hay algo que quiera preguntarme, alguna duda…?

– Sí. -Le miró directamente a los ojos-. ¿No cree que hay ocasiones en que la ira es la reacción adecuada? ¿Que sentir otra cosa sería antinatural cuando se halla uno delante de un… demonio? -A él mismo le sorprendió la palabra, y su interlocutor pareció interesado en ella.

– Ahora mismo le contesto, pero deje que le haga una pregunta antes. ¿Cree usted en Dios?

– La verdad es que no. Pero sí creo en el mal. He visto a mucha gente mala. Como todos los policías, supongo. ¿Le importa contestar a mi pregunta?

El chaval meditó unos instantes.

– Eso nos llevaría a un largo debate. Pero en resumen, sí, hay veces en que la respuesta natural a un estímulo es la ira.

Igual que lo es el miedo. O la aversión. De lo que se trata es de manejar esa emoción, contenerla para no provocar un mal mayor. La furia puede ser aceptable en esta sociedad; actuar movido por ella es más discutible. Acabaríamos justificándolo todo, ¿no cree?

No había forma de rebatir ese argumento, así que Héctor se levantó, se despidió y se fue. Mientras bajaba en el ascensor, con el paquete de tabaco en la mano, se dijo que ese comecocos quizá fuera joven y leyera tebeos, pero no era en absoluto tonto. Lo que, sinceramente, en ese momento le pareció más un inconveniente que una ventaja.