173002.fb2 En la oscuridad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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Veintinueve

Sin duda, el poli que se presentó en la puerta de Helen el sábado por la mañana no había ido a hablar de los trámites de la pensión. Pero, por suerte, tampoco era un chupatintas. El hombre que se presentó como el inspector jefe Jeff Moody le entregó su identificación, y Helen reconoció el logo distintivo. El gran felino que se abalanzaba sobre un estilizado globo terráqueo se suponía que representaba una fiera determinación unida a una perspectiva internacional, pero también se había revelado que el diseño había costado 160.000 libras procedentes de las arcas públicas, y la consiguiente polémica no había sido precisamente la mejor publicidad para la recién creada SOCA, la Agencia contra la Delincuencia Organizada Grave.

Helen invitó a Moody a pasar, bromeando sobre su placa mientras lo conducía al salón y le preguntaba si quería un té. Él le dijo que un poco de agua estaría bien. Que en cuanto a la polémica del logo, los Juegos Olímpicos les habían quitado del candelero, con aquel garabato multicolor que había costado casi cuatro veces más y era todavía más impopular.

– También provoca ataques en la gente -dijo Helen.

– Bueno, nosotros tenemos fama de hacerlo…

Helen se rio mientras le traía su agua y siguió con la charleta, pero la cabeza le iba a mil todo el rato, intentando imaginar qué podía querer de ella un agente de la SOCA; luchando por impedir que su cara mostrase que tenía algo que temer.

Moody tenía unos cincuenta años, era alto y flaco, con gafas y una buena mata de pelo grisáceo. Llevaba un bonito traje y corbata y Helen supuso que la mayoría de la gente le tomaría por contable; arquitecto, siendo generosos. Él se sentó en el sofá y Helen se sentó a la mesa, negándose instintivamente a dejar que estuviese por encima de ella. Imaginó que él sabía exactamente lo que ella estaba haciendo.

Se aclaró la garganta y sacó una carpeta de su maletín.

– Ha estado ocupada, Helen. Especialmente teniendo en cuenta su situación.

La cabeza de Helen seguía pegando botes. Al menos no había dicho «estado». Ella dijo algo sobre la necesidad de hacer ejercicio.

– Muy ocupada… -Hojeó las páginas de su carpeta, levantó la vista-. Tiene una idea general de lo que hace la Agencia, ¿verdad?

Helen dijo que sabía tanto como cualquiera que no perteneciese a ella, pero que se había leído la literatura. Lo que llamaban el FBI británico, una fusión de la Brigada Nacional del Crimen, el Servicio Nacional de Inteligencia Criminal y parte de Hacienda, Aduanas e Inmigración. Llevaba un par de años en marcha y ya había quien decía que aquella supuesta alianza sagrada había resultado ser una especie de batiburrillo perverso.

– No es difícil ver por qué pueden haberse dado ciertos problemas iniciales -dijo.

Moody sonrió.

– Exacto. Los polis y el fisco no constituyen necesariamente un matrimonio perfecto. Por no hablar de los que llevan esos guantes de látex especiales -estaba haciendo todo lo posible por resultar agradable, y Helen pensó que lo estaba haciendo bastante bien.

Parecía que por fin tenía sus papeles en orden.

– Así que…

– ¿Quiere más agua?

Dijo que estaba servido.

– Debería saber que hemos estado siguiendo sus movimientos desde que comprobó los datos del vehículo de Ray Jackson.

El dócil taxista de Kevin Shepherd. Helen no sabía qué decir.

– Jackson es una persona de interés para nosotros, por razones que estoy seguro de que puede imaginar, por lo que cualquier pesquisa relacionada con él queda registrada en nuestro sistema de inmediato.

– Qué práctico -dijo Helen.

– Desde entonces, sabemos que ha mantenido encuentros de un tipo u otro con Kevin Shepherd y Frank Linnell. Bueno, ha estado haciendo toda clase de cosas, pero esas son las que consideramos más relevantes.

– ¿«Relevantes» en qué sentido exactamente?

Moody movió una mano, como si fuese a ahorrarle la molestia, como si hubiese un modo fácil y rápido de proceder.

– Sabemos por qué, Helen.

Poco más podía hacer que asentir.

– Sabemos que estaba siguiendo los pasos de Paul.

– No al principio…

– ¿Le importaría decirme cómo averiguó el nombre de Ray Jackson?

Helen se tomó unos segundos, luego le habló a Moody de los tiques de aparcamiento. Describió su visita al centro de seguimiento del CCTV y le dijo que había visto a Paul subiendo al mismo taxi en dos ocasiones distintas. Cómo eso le había intrigado. Se sentía como si estuviese confesando ser una zorra desconfiada y llena de sospechas y, cuando terminó, respiraba con dificultad.

Moody se puso de pie y le ofreció un vaso de agua. Ella negó con la cabeza y él volvió a sentarse.

– No ha tenido que ser fácil desde ese momento.

– No muy fácil, no.

– Sentimientos encontrados…

– Por decirlo suavemente.

– Mire, puedo imaginar lo que ha tenido que sentir, lo que habrá pasado, encima de… todo lo demás. Bueno, no tengo ni puñetera idea, en realidad, pero puedo suponerlo -hizo los papeles a un lado-. Siento que haya tenido que pasar.

– ¿Perdón?

– Pero ahora puede dejarlo, ¿de acuerdo?

Helen esperó. Tenía una mano abierta sobre la mesa, pero la otra estaba cerrada en un puño, a un costado.

– La Agencia recluta agentes de todos los departamentos, ¿sabe? Y en la mayoría de los casos no se hacen comunicados de prensa al respecto.

– Escuche, está empezando a confundirme…

– Puede relajarse, Helen, eso es lo que le estoy diciendo. No pasa nada. Paul estaba trabajando para nosotros…

Asomándose al final de la pasarela, Theo podía mirar desde la esquina de la urbanización al bloque de al lado y ver las idas y venidas. También.se había apostado allí el día anterior y había observado durante horas: la llegada de los coches patrulla, al menos media docena; los hombres y mujeres colocando las cintas y las tiendas y repartiéndose por las calles adyacentes; las bolsas con los cuerpos saliendo y siendo cargadas en la furgoneta del depósito de cadáveres.

Al perro lo habían sacado en una bolsa de basura negra.

En cuanto había salido del piso franco, había llamado a Easy y le había dicho que le devolviese la llamada inmediatamente. Luego había vuelto a llamar, preocupado porque Easy se tomase su tiempo después de la discusión que habían tenido, y le había contado exactamente por qué necesitaba hablar con él. Temiendo que Javine estuviese en casa, había llamado a la policía desde la calle, les había dado la dirección y luego había vuelto a su casa y se había pasado media hora en la ducha, tratando de sacarse de encima aquel hedor.

No parecía haber mucho movimiento ahora, pero Theo no era capaz de arrancarse de allí. Se preguntó cuándo recibirían la llamada el padre y la madre de Sugar Boy. Se preguntó qué era aquello que los polis se untaban bajo la nariz antes de entrar, y si podía comprarse en el Boots.

Volvió a comprobar su teléfono, aunque sabía que tenía una cobertura perfecta.

Seguía esperando a que Easy le devolviese la llamada.

– El trabajo de Paul consistía en seguir a otros agentes -dijo Moody-, en conseguir pruebas para poder inculpar a cualquier agente que pasase información a miembros de la delincuencia organizada. Individuos, bandas, lo que fuese.

– ¿Desde cuándo? -preguntó Helen. Se había trasladado al sillón y estaba examinando parte de los papeles que Moody había considerado apropiado que viese. Había fotocopias de informes, informes de vigilancia, detalles de reuniones. La mayor parte de los nombres y las ubicaciones estaban ocultos.

– Poco más de un año. Estaba yendo bastante bien.

– ¿Quién lo sabía?

– Por razones obvias, todo se hacía con mucha discreción -dijo Moody-. Con respecto a cualquiera de las personas con las que Paul trabajaba, los detalles de la operación sólo se transmitían a los niveles de inspector jefe y superiores. Martin Bescott no lo sabía, ni ninguno de los compañeros cercanos de Paul. Se trataba tanto de evitar poner en peligro a otros agentes como de no poner en riesgo la integridad de la operación.

– Y eso me incluía a mí.

Moody asintió.

– No podía decirle nada de todos modos. Daba igual a qué se dedicase usted.

Helen le devolvió el fajo de papeles y se puso en pie.

– Pero es a lo que me dedico lo que me hizo sospechar de él.

– El instinto, quizá -dijo Moody-. No tiene que culparse por eso.

Helen entró en la cocina y se apoyó en la encimera. Tras unos momentos, cogió una bayeta en el fregadero y la pasó por la superficie. Estaba repasando momentos con Paul que de repente cobraban un nuevo significado; reviviendo conversaciones en su cabeza. Podía oír a Moody barajando más papeles en el salón y aclarándose la garganta.

Volvió y se sentó de nuevo.

– ¿Entonces Paul estaba investigando a Kevin Shepherd?

– Shepherd es un objetivo sobre el que Paul estaba haciendo buenos avances antes del accidente. Lo ha visto, así que sabe el tipo de persona de la que estamos hablando.

– Es un gilipollas.

– Correcto, y es un gilipollas que sospechamos que ha realizado pagos a una serie de agentes de varias unidades.

– ¿Qué me dice de Frank Linnell?

Moody se sacó las gafas y se recostó.

– No estamos muy seguros sobre él. No es alguien en quien estemos interesados. Muchos de nuestros colegas sí, por supuesto…

– ¿Entonces, a qué estaba jugando Paul?

– ¿Qué le dijo Linnell?

– ¿No lo sabe?

Sonrió.

– La hemos estado observando, Helen, eso es todo. Nadie le ha pinchado el teléfono.

– Dijo que eran amigos.

– Tal vez sea así de sencillo, entonces -la sonrisa de Moody se agrandó-. Yo solía jugar al tenis con un falsificador bastante conocido.

Helen seguía sin estar convencida.

– También dijo algo de que no le había dado unos nombres a Paul, de que no había estado dispuesto a ayudarle.

– Indagaré sobre eso -dijo Moody-. Si se queda más tranquila.

Helen sabía que lo decía en serio, y que estaba dispuesto a hacerlo sin más motivo que ese. Le dijo que se lo agradecería, y que le gustaría hacer más investigaciones por sí misma, pero que iba a estar un poco… ocupada durante la próxima semana o así.

Moody le dio las gracias por el agua y dijo que tenía que volver al trabajo.

– Si hay alguna otra cosa que haya averiguado haciendo todo esto que crea que puede sernos de utilidad… ¿Le dijo algo Shepherd, o…?

– El ordenador -dijo Helen. Le habló del portátil que Bescott le había devuelto, que lo había escondido.

– Gracias a Dios -dijo Moody-. Le habíamos perdido la pista después de lo que le pasó a Paul.

– Operación Victoria, ¿es eso?

– ¿Pudo…?

– No pude abrir el archivo -dijo Helen.

Moody parecía bastante satisfecho.

– En realidad es el nombre de mi hija -dijo-. Es más bien aleatorio. Como bautizar huracanes.

Helen se levantó y le preguntó si quería llevarse el portátil. Él sacudió la cabeza.

– Voy a coger el Eurostar.

– Qué bien -dijo Helen.

– Una conferencia. Inspectores, jefe y superiores.

Helen hizo una mueca.

– Lo siento.

Moody cogió su chaqueta.

– Mandaré un coche a recogerlo -dijo. Se dirigió a la puerta-. Hay un montón de trabajo duro en ese chisme. El trabajo de Paul -parecía un poco avergonzado-. No quisiera dejarlo en el tren.

Theo se lanzó por el teléfono al ver quien llamaba, se fue rápidamente al dormitorio y cerró la puerta tras él.

– Has hecho lo correcto al llamarme primero -dijo Easy.

– ¿Dónde has estado, tío? -Javine estaba viendo la tele en la habitación de al lado y Theo hacía todo lo posible por no gritar, pero le estaba costando. Era un alivio que Easy le hubiese devuelto la llamada, pero le enfurecía que hubiese tardado tanto. Sentía que algo se había retorcido en su interior-. Entré allí y les encontré. A los dos, joder.

– Sé que duele, tío. Yo también lo siento.

– Yo les encontré.

– Respira hondo, Estrella.

– Wave y Sugar Boy cosidos a tiros, y el puto perro.

– Sí, eso fue a sangre fría.

– ¿Dónde has estado?

– Hay que encargarse de las cosas, T. -Theo podía oír tráfico y música de fondo. Sonaba como si Easy estuviese conduciendo-. Cuando pasa algo así, hay que hacer gestiones. Reestructuraciones o como se diga.

Theo se colocó el teléfono entre la barbilla y el hombro e intentó encender un cigarrillo. Se le cayó el mechero.

– ¿Me estás escuchando, T?

– Es lo que te dije la otra noche -Theo se agachó para coger el mechero y por fin logró meterse algo de humo en los pulmones-. Es por lo que hicimos en aquel coche, por el poli que murió.

– No voy a hablar de eso ahora.

– Ahora lo ves, ¿no? ¿Lo entiendes ahora?

– Sí, tú eres el listo, T. El primero de la clase.

Easy lo había dicho como si Theo acabase de acertar la respuesta de un concurso de televisión. Como si no importase.

– Tienes que escucharme -dijo Theo-. Sólo quedamos tú y yo, ¿me entiendes?

Durante unos segundos sólo se oyó el ruido de un motor, y la batería y el bajo que salían de la radio del coche de Easy, o de alguien más. Luego Easy dijo:

– No, eres tú el que tiene que escuchar, T. Tienes que callarte y tranquilizarte, fúmate un par de petas y deja de provocarte un puto ataque al corazón. ¿Nos entendemos?

Theo gruñó. Sabía que no tenía sentido discutir.

– Te veo esta noche.

– ¿Dónde?

– En el Dirty Sourt. Luego, ¿vale? Lo organizaremos todo.

Theo escuchó mientras la música subía de volumen, un segundo antes de que la comunicación se cortase.