173005.fb2 En Piel Ajena - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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Capítulo 26

Pocas semanas después de que concluyera la Operación Espejo, mientras andaba enredada con el papeleo y esperando a que alguien en alguna parte decidiera algo, Frank me telefoneó:

– Tengo al padre de Lexie al otro lado del teléfono -me informó-. Quiere hablar contigo.

Un clic y luego nada, salvo una lucecilla roja parpadeando en mi teléfono, una llamada en espera de ser respondida.

Yo ocupaba una mesa en la brigada de Violencia Doméstica. Era la hora de la comida de un día veraniego con un plácido cielo azul; todo el mundo había salido a tumbarse en el parque de Stephen's Green con las mangas remangadas, con la esperanza de broncearse ni que fuera un poco, pero yo evitaba a Maher, que no dejaba de acercar su silla a la mía y preguntarme con un guiño de complicidad qué se sentía al disparar a alguien, de manera que la mayoría de los días me inventaba cualquier excusa -papeleo urgente por atender- y luego comía muy tarde.

Al final había sido así de sencillo: a medio mundo de distancia, un policía muy joven llamado Ray Hawkins había acudido a trabajar una mañana y se había olvidado las llaves de su casa. Su padre se había acercado a la comisaría para llevárselas. El padre era un detective retirado y por deformación profesional había echado un vistazo al panel de anuncios que había tras el mostrador (avisos, coches robados, personas desaparecidas) mientras le entregaba las llaves y le recordaba que comprara pescado para cenar de camino casa. Y entonces había dicho: «Espera un segundo: yo he visto a esa chica en alguna parte». Tras lo cual, habían retrocedido algunos años en los expedientes de personas desaparecidas hasta que aquella cara había vuelto a aparecer, por última vez.

Su nombre era Grace Audrey Corrigan y era dos años menor que yo. Su padre se llamaba Albert. Regentaba una pequeña explotación ganadera llamada Merrigullan en algún lugar de las inmensas llanuras sin nombre de la Australia Occidental. Hacía trece años que no la veía.

Frank le había explicado que yo era la detective que más tiempo se había ocupado del caso, la que lo había resuelto. Su acento era tan marcado que tardé un rato en que se me acostumbrara el oído. Esperaba que me formulara un millón de preguntas, pero no me preguntó nada, no al principio. En su lugar, me contó cosas: todo lo que yo nunca me habría atrevido a preguntarle. Su voz, profunda y bronca, la voz de un hombre corpulento, avanzaba lentamente, con largas pausas, como si no estuviera acostumbrado a hablar, pero habló durante largo rato. Llevaba ahorrando palabras durante trece años, esperando que aquel día llegara por fin.

Gracie había sido una buena niña, aclaró, cuando era pequeña. Afilada como un cuchillo, lo bastante lista como para ir a la clase de los niños que le doblaban la edad, pero no le gustaba estudiar. Una persona hogareña, explicó Albert Corrigan; con sólo ocho años le había explicado que en cuanto cumpliera los dieciocho se casaría con un buen ganadero para poder hacerse cargo de la granja y ocuparse de él y de su madre cuando envejecieran.

– Lo tenía todo planeado -me explicó. A través de todo se percibían los resquicios de una sonrisa anciana en su voz-. Me indicó que en cuestión de unos años yo debería empezar a prestar atención en a quién contrataba, buscar a alguien con quien ella pudiera casarse. Me aclaró que le gustaban los hombres altos, con el pelo rubio, y que no le importaba que gritasen, pero le desagradaban los borrachos. Gracie siempre supo lo que quería.

Pero cuando tenía nueve años, su madre sufrió una hemorragia al dar a luz al hermanito de Grace y se desangró antes de que el doctor tuviera tiempo de llegar.

– Gracie era demasiado pequeña para asimilar algo así -continuó su padre. Supe por la caída simple y pesada de su voz que había reflexionado sobre aquello un millón de veces, que era una idea que se le había estancado en el pensamiento-. Me di cuenta en cuanto se lo dije. Su mirada: era demasiado niña para escuchar aquello. La partió en dos. De haber sido un par de años mayor, quizá lo hubiera encajado bien. Pero después de aquello cambió. No hubo ningún cambio en particular. Seguía siendo una niña estupenda, hacía sus deberes y demás, y no era respondona. Se hizo cargo de la casa… aunque el estofado que había visto cocinar a su madre tantas veces en una cocina más alta que ella no le saliera de rechupete. Sin embargo, nunca más volví a saber qué le rondaba por la cabeza.

En los huecos que dejaba en su historia, las interferencias rugían en mi oído, un largo sonido amortiguado como de caracola marina. Deseé saber más cosas sobre Australia. Imaginé la tierra roja y el sol golpeándote como un grito, plantas retorcidas lo bastante testarudas como para extraer vida de la nada, parajes de vértigo capaces de tragarte de un solo bocado.

Gracie tenía diez años la primera vez que se escapó. La encontraron al cabo de unas horas, deshidratada y gritando de rabia en la cuneta de una carretera, pero volvió a intentarlo el año siguiente, y el siguiente. Cada vez llegó un poco más lejos. Entre medio jamás mencionó aquellos episodios y ponía mirada de no saber de qué le hablaban cuando alguien intentaba abordar el tema. Su padre nunca supo qué mañana se levantaría y descubriría finalmente que se había ido. Se echaba mantas en la cama en verano y se las quitaba en invernó para aligerar lo bastante su sueño y de ese modo despertarse al oír el simple clic de una puerta.

– Lo consiguió a los dieciséis años -aclaró, y lo oí tragar saliva-. Me robó trescientas libras de debajo del colchón y un Land Rover de la granja, y desinfló las ruedas de los demás coches para ralentizarnos. Para cuando salimos en su persecución, ella ya había llegado al pueblo, había abandonado el Land Rover en la estación de servicio y se había subido en algún camión rumbo al este. Los policías me aseguraron que harían cuanto pudieran, pero si ella no quería que la encontraran… Es un país muy grande.

No tuvo noticias de ella en cuatro meses, durante los cuales soñó que la habían arrojado a algún descampado y que la habían devorado unos dingos bajo una inmensa luna roja. Entonces, el día antes de su cumpleaños recibió una postal.

– Aguarde -me dijo. Susurros y golpes, un perro ladrando en la distancia-. Escuche. Dice así: «Querido papá, feliz cumpleaños. Estoy bien. Tengo un trabajo y buenos amigos. No voy a regresar, pero quería saludarte. Te quiere, Grace.

»P.D.: No te preocupes, no soy ninguna profesional». -Soltó una carcajada, aquella respiración áspera de nuevo-. ¿No le parece gracioso? Tenía razón, ¿sabe? Me inquietaba precisamente eso: una muchacha guapa sin estudios… Pero no se habría preocupado de decírmelo de no ser verdad. Gracie no.

El matasellos era de Sidney. Albert lo había abandonado todo, había conducido hasta el aeródromo más cercano y había tomado el avión de correos rumbo al este para colgar fotocopias de mala calidad en los postes de las farolas con la frase: «¿ha visto a esta chica?». Nadie llamó. La postal del año siguiente procedía de Nueva Zelanda:

Querido papá, feliz cumpleaños. Por favor, deja de buscarme. Tuve que trasladarme porque vi un poster con mi cara. Estoy bien, así que déjalo, por favor. Te quiere, Grace.

P.D.: No vivo en Wellington; sólo he venido aquí para enviarte esto, así que no te molestes en buscarme.

Albert no tenía un pasaporte por entonces, ni siquiera conocía qué procedimiento debía seguir para sacarse uno. A Grace le faltaban unas cuantas semanas para cumplir los dieciocho años y, según le informó la policía de Wellington, con bastante sensatez, poco podían hacer ellos si una adulta en su sano juicio decidía irse de casa. Había recibido otras dos postales desde allí (en una le informaba de que tenía un perro y en otra, una guitarra) y luego, en 1996, le había enviado una desde San Francisco.

– Al final emigró a América -comentó Albert-. Quién sabe cómo lograría llegar allí. Supongo que Gracie nunca permitió que nada se interpusiera en su camino.

Le gustaba América: cogía el tranvía para ir al trabajo y su compañero de piso era un escultor que le enseñaba a hacer cerámica. Pero un año más tarde se encontraba en Carolina del Norte, sin explicación mediante. Cuatro postales desde allí, una desde Liverpool con una fotografía de los Beatles y luego tres desde Dublín.

– Tenía su cumpleaños marcado en su agenda -le comuniqué-. Sé que le habría enviado otra postal también este año.

– Sí -contestó él-. Probablemente.

En algún lugar en el fondo, algo, un pájaro, lanzó un gañido de miedo. Me imaginé a Albert sentado en una veranda de madera maltrecha, miles de kilómetros de naturaleza virgen extendiéndose a su alrededor, con sus reglas puras e inmisericordes.

Se produjo un largo silencio. Caí en la cuenta de que había deslizado la mano que tenía libre por debajo del cuello de mi jersey para tocar el anillo de compromiso de Sam. Hasta que la Operación Espejo no se cerrara oficialmente y pudiéramos revelar nuestros planes sin que Asuntos Internos padeciera un aneurisma colectivo, llevaba el anillo colgado de una fina cadena de oro que en su día perteneció a mi madre. Me caía entre los senos, justo donde antes había estado el micrófono. Incluso en los días fríos lo notaba más cálido que mi piel.

– ¿En qué se convirtió? -preguntó al fin-. ¿Cómo era?

Su voz se volvió más grave y áspera. Necesitaba saber. Pensé en May-Ruth llevando a los padres de su prometido una planta casera, en Lexie lanzándole fresas a Daniel entre carcajadas, en Lexie escondiendo la pitillera bajo las largas hierbas, y no se me ocurrió qué respuesta darle.

– Seguía siendo muy lista -dije-. Estaba cursando un curso de posgrado en Literatura inglesa. Seguía sin dejar que nada se interpusiera en su camino. Sus amigos la querían y ella los quería a ellos. Eran felices juntos.

Pese a todo lo que los cinco se habían hecho unos a otros al final, creía en mis palabras firmemente. Y sigo haciéndolo.

– Ésa es mi niña -comentó él distraídamente-. Ésa es mi niña… -Su mente estaría distraída en cosas que yo no tenía modo de saber. Al cabo de un rato respiró, como si saliera de una ensoñación, y preguntó-: La mató uno de ellos, ¿no es cierto?

Le había costado un buen rato formular aquella pregunta.

– Sí -contesté-, así es. Pero si le sirve de consuelo, fue un homicidio involuntario. No estaba planeado ni nada de eso. Tuvieron una discusión y él tenía un cuchillo en la mano por casualidad, porque estaba fregando los platos, y perdió los nervios.

– ¿Sufrió?

– No -lo reconforté-. No, señor Corrigan. El forense nos aseguró que lo único que debió de sentir antes de perder la conciencia es que le faltaba el aire y una taquicardia, como si hubiera estado corriendo.

«Fue una muerte serena», estuve a punto de añadir, pero aquellas manos…

Guardó silencio tanto rato que me pregunté si se habría cortado la línea o si se habría ido, si habría apoyado el teléfono en algún sitio y abandonado la estancia; si estaría apoyado en una verja, respirando profundamente el frío y salvaje aire vespertino. Mis compañeros empezaban a reincorporarse tras la hora de la comida: sus pasos retumbaban en las escaleras, alguien en el pasillo se quejaba de la burocracia, la risa estentórea y agresiva de Maher. «Corra -quise alentarlo-; no tenemos mucho tiempo.»

Finalmente exhaló un largo y lento suspiro.

– ¿Sabe qué es lo que más recuerdo? -me preguntó-. La noche antes de que se escapara, esa última vez, estábamos sentados en el porche después de cenar. Gracie tomaba sorbites de mi cerveza. Estaba preciosa. Se parecía más que nunca a su madre: serena, por una vez. Me sonreía. Pensé que eso significaba…, bueno, pensé que había decidido quedarse finalmente. Quizá se hubiera enamorado de alguno de los vaqueros; parecía una muchacha enamorada. Pensé: «Mira nuestra hijita, Rachel. ¿A que está guapísima? Al final nos ha salido bien».

Sus palabras hicieron que algo extraño revoloteara en mi cabeza, algo delicado como palomillas describiendo círculos. Frank no se lo había dicho: no le había explicado lo de la operación encubierta, no le había hablado de mí.

– Y así fue, señor Corrigan -corroboré-. A su propia manera, pero así fue.

– Quizá -respondió él-. Lo parece. Me gustaría… -En algún lugar, aquel pajarraco volvió a graznar, un gañido desolador de alarma que se desvaneció en la distancia-. Lo que digo es que, supongo que usted tiene razón, que ese joven no intentaba matarla. Supongo que algo así estaba predestinado a ocurrir. No estaba hecha para este mundo. Llevaba huyendo de él desde que tenía nueve años.

Maher entró en la sala de la brigada dando un portazo y me bramó algo, soltó un trozo enorme de pastel de aspecto correoso en la mesa y empezó a desenvolverlo. Yo escuché el eco estático en mi oído y pensé en esas manadas de caballos que recorren las llanuras de América y Australia, los caballos salvajes, que corren libres, defendiéndose de los dingos y los linces y sobreviviendo con lo que encuentran, dorados y enmarañados bajo un sol implacable. Alan, mi amigo de la infancia, trabajó en un rancho de Wyoming un verano, con un visado de intercambio cultural. Contempló a vaqueros adiestrar esos caballos. Me explicó que de vez en cuando había uno que no se dejaba dominar, uno salvaje hasta la médula. Esos caballos luchaban contra las bridas y las vallas hasta quedar repletos de rasguños y sangrar a chorro, hasta que sus patas y cuello quedaban reducidos a astillas; morían luchando por escapar.

Frank resultó estar en lo cierto: todos salimos airosos de la Operación Espejo, o al menos ninguno de nosotros acabó despedido ni entre rejas, que probablemente equivalga al estándar de Frank de salirse «airoso». A él le descontaron tres días de vacaciones y le anotaron una falta en el expediente, oficialmente por permitir que la investigación se descontrolara, y es que ante un lío de aquel calibre Asuntos Internos necesitaba cortar alguna cabeza y sospecho que estuvieron encantados de que fuera la de Frank. Los medios de comunicación intentaron provocar una polémica acerca de la brutalidad policial, pero nadie se mostró dispuesto a colaborar con ellos: lo máximo que obtuvieron fue una imagen de Rafe enseñándole el dedo corazón a un fotógrafo, imagen que apareció en un tabloide, junto con la pixelación de turno para proteger a los menores. Yo acudí a mis sesiones obligatorias con el loquero, que levitaba en el séptimo cielo ante la perspectiva de volverme a tener delante; le expuse un montón de síntomas traumáticos leves, dejé que se desvanecieran milagrosamente a lo largo de unas semanas con ayuda de su asesoramiento experto, me dieron el alta y lidié con la Operación Espejo a mi propia manera, en solitario.

Una vez que supimos desde dónde se habían enviado aquellas postales, resultó muy fácil seguir la pista. No tenía sentido preocuparse más: todo lo que Lexie hubiera hecho antes de llegar a nuestra jurisdicción y conseguir que la asesinaran no era asunto nuestro, pero aun así Frank se empeñó en investigarlo. Me envió el expediente, con el sello CASO CERRADO estampado y sin ninguna nota.

No consiguieron localizarla en Sidney: lo máximo que obtuvieron fue el testimonio de un surfero que creía haberla visto vendiendo helados en Manley Beach y creía recordar que su nombre era Hazel, pero su declaración era un mar de dudas y era demasiado densa como para contemplarlo como un testigo fiable. En Nueva Zelanda, en cambio, había adoptado la identidad de Naomi Ballantine, la más eficiente recepcionista de cuantas que ofrecía la empresa de trabajo temporal en su catálogo, hasta que un cliente satisfecho había empezado a presionarla para emplearla a jornada completa. En San Francisco fue una jovencita hippie llamada Alanna Goldman que trabajaba en una tienda de artículos para la playa y pasaba gran parte del tiempo fumando marihuana en torno a las fogatas; las fotografías de sus amigos la mostraban con rizos hasta la cintura ondeando por efecto de la brisa oceánica, con los pies descalzos y collares de conchas marinas y unas piernas bronceadas con unos tejanos cortos. En Liverpool fue Mags Mackenzie, una aspirante a diseñadora de sombreros que entre semana servía tragos largos en una extravagante coctelería y vendía sus sombreros en un puesto del mercado los fines de semana; la fotografía la mostraba tocada con un sombrero de ala ancha de terciopelo rojo con un bullón de seda vieja y encaje sobre una oreja y riendo. Sus compañeras de piso, una pandilla de jóvenes noctámbulas de alto octanaje que se dedicaban a la misma suerte de actividad -a saber, moda, coros en grupos de música y algo llamado «arte urbano»-, afirmaron que dos semanas antes de largarse le habían ofrecido un contrato para diseñar para una boutique muy en boga por aquel entonces. Ni siquiera se habían preocupado al despertarse y descubrir que había desaparecido. Mags se las apañaría para estar bien: siempre lo había hecho.

La carta de Chad estaba enganchada con clip a una fotografía instantánea borrosa de ambos tomada delante de un lago, en un día de un sol resplandeciente. Ella lucía una larga trenza, una camiseta que le iba enorme y una sonrisa tímida; apartaba la mirada de la cámara. Chad aparecía alto, bronceado y degarbado, inclinando su cabeza de cabello dorado y esponjoso. La tenía rodeada con el brazo y la miraba como si no diera crédito a la suerte que le había deparado el destino. «Sólo desearía que me hubieras dado la oportunidad de irme contigo -decía la carta-, sólo esa oportunidad, May. Habría ido a cualquier parte. Espero que hayas encontrado lo que querías. Me habría encantado saber qué era y por qué no era yo.»

Fotocopié las fotografías y los interrogatorios y le envié el historial de vuelta a Frank, con una escueta nota adjunta: «Gracias». La tarde del día siguiente salí pronto del trabajo y fui a ver a Abby.

Su nueva dirección aparecía en el expediente: vivía en Ranelagh, Student Central, en una casucha andrajosa con el sendero de entrada cubierto de maleza y demasiados timbres junto a la puerta. Me quedé de pie en la acera, apoyada en la cancela. Eran las cinco de la tarde, Abby no tardaría en regresar a casa (el ser humano es un animal de costumbres) y quería que me viera desde lejos y se preparara antes de llegar junto a mí.

Transcurrió aproximadamente media hora antes de que doblara la esquina vestida con su largo abrigo gris y cargada con dos bolsas del supermercado. Estaba demasiado lejos para verme la cara, pero yo conocía esa manera de andar briosa y elegante de memoria. Detecté el segundo en que me divisó, el balanceo de sorpresa hacia atrás, las bolsas casi resbalándole de las manos; la larga pausa que hizo en medio de la acera, después de registrar lo que ocurría, mientras sopesaba si era mejor dar la vuelta y dirigirse a otro sitio, a cualquier otro sitio; el ascenso de sus hombros al respirar hondo y retomar el paso, hacia mí. Recordé aquella primera mañana alrededor de la mesa de la cocina: recordé que pensé que, de habernos conocido en otras circunstancias, habríamos sido amigas.

Se detuvo en la verja y permaneció inmóvil, repasando atentamente cada detalle de mi rostro, con descaro, inmutable.

– Debería correrte a hostias -dijo al fin.

No parecía que pudiera hacerlo. Había perdido mucho peso y llevaba el cabello recogido en una coleta, que confería a su rostro una mayor delgadez. Pero había algo más. Su piel había perdido algo: la luminosidad, la elasticidad. Por primera vez vislumbré un atisbo de cómo sería de anciana: tiesa y mordaz y enjuta, con ojos cansados.

– Estarías en tu pleno derecho -contesté.

– ¿Qué quieres?

– Cinco minutos -respondí-. Hemos descubierto cosas sobre el pasado de Lexie. Pensé que te gustaría saberlas. Podría…, no sé, podría ayudarte.

Un chaval desgarbado con unos pantalones anchos y un iPod pasó junto a nosotras, se metió en la casa y cerró la puerta de un portazo.

– ¿Puedo entrar? -pregunté-. O, si lo prefieres, podemos quedarnos aquí fuera. No te robaré más de cinco minutos.

– ¿Cómo te llamabas? Nos lo dijeron, pero lo he olvidado.

– Cassie Maddox.

– Detective Cassie Maddox -especificó Abby. Transcurrido un momento se apoyó una bolsa en la cadera y buscó las llaves-. De acuerdo. Entra. Pero cuando yo te diga que te largues, te vas.

Asentí.

Era un piso de un único espacio, situado en la parte trasera de la primera planta, y era más pequeño y sobrio que el mío: una cama individual, un sillón, una chimenea tapiada, una neverita, una mesa diminuta y una silla encajadas contra la ventana; no había puerta de separación con la cocina ni con el cuarto de baño, nada en las paredes, ni adornos sobre la repisa de la chimenea. La tarde era cálida, pero la atmósfera en aquel piso era fría como el agua. Había unas tenues manchas de humedad en el techo, pero la estancia estaba limpia como una patena y tenía una gran ventana de guillotina orientada al oeste que le confería un largo resplandor melancólico. Recordé su dormitorio en Whitethorn House, aquel nido acogedor y decorado.

Abby soltó las bolsas en el suelo, sacudió su abrigo y lo colgó detrás de la puerta. Las bolsas le habían dejado marcas rojas en las muñecas, como de esposas.

– No está tan mal como piensas -dijo en un tono desafiante, pero había un matiz cansino en su voz-. Tengo un cuarto de baño propio. Está en el descansillo, pero ¿qué se le va a hacer?

– No pienso que esté mal -alegué, lo cual en cierta manera era verdad: yo había vivido en lugares peores-. Simplemente esperaba… Pensé que contarías con el dinero del seguro o algo. De la casa.

Abby frunció los labios un segundo.

– No teníamos seguro -explicó-. Siempre creímos que, si la casa se había mantenido en pie todo aquel tiempo, no corría peligro y que lo mejor era invertir el dinero en rehabilitarla. ¡Qué bobos! -Abrió lo que parecía un armario; dentro había un fregadero diminuto, un hornillo de dos fuegos y un par de armaritos-. Al final vendimos el terreno. A Ned. No nos quedó otra alternativa. Él fue quien ganó, o quizá Lexie, o vosotros, o el tipo que incendió la casa, no lo sé. Lo que sí sé es que quien salió ganando no fuimos nosotros.

– ¿Y por qué vives aquí si no te gusta? -pregunté.

Abby se encogió de hombros. Me daba la espalda mientras colocaba la compra en los armarios: judías cocidas, tomates en lata,'una bolsa de cereales de marca blanca; sus omóplatos, que de tan afilados se le notaban a través del delgado jersey gris, parecían los de una niña.

– Es el primer sitio que vi. Necesitaba un lugar donde vivir. Una vez que nos dejasteis libres, la gente de Apoyo a las Víctimas nos encontró un hostal espantoso en Summerhill; estábamos sin blanca, habíamos puesto todo lo que teníamos en metálico en el bote, como bien sabes, evidentemente, y todo eso se quemó en el incendio. La casera nos hacía salir de allí a las diez de la mañana y no nos permitía regresar hasta las diez de la noche; yo me pasaba el día en la biblioteca papando moscas y toda la noche sentada en mi habitación, sola. Apenas hablábamos entre nosotros… Salí de allí tan pronto como pude. Ahora que hemos vendido, lo lógico sería que empleara mi parte para dar la entrada para un piso, pero para eso necesito tener un trabajo que me permita pagar la hipoteca y hasta que acabe el doctorado… Todo esto se me antoja sencillamente demasiado complicado. Últimamente me cuesta mucho tomar decisiones. Si sigo esperando, el alquiler se comerá mis ahorros y la decisión se tomará por sí sola.

– ¿Sigues en el Trinity?

Tenía ganas de gritar. Mantener aquella conversación mate, extraña, tensa, cuando yo había bailado mientras ella cantaba, cuando habíamos estado sentadas en mi cama comiendo galletas de chocolate y compartiendo anécdotas sobre nuestros peores besos se me antojaba intolerable; no obstante, aquello era más de lo que yo tenía derecho a pedir y era imposible llegar hasta ella.

– He empezado. Intentaré acabar.

– ¿Y qué hay de Rafe y de Justin?

Abby cerró las puertas de los armarios de un portazo y se mesó el cabello, con aquel gesto tan suyo que yo había visto miles de veces.

– No sé qué hacer con respecto a ti -soltó de manera abrupta-. Me preguntas algo así y parte de mí quiere explicarte hasta el último detalle, mientras que la otra quiere matarte por hacernos pasar por este infierno cuando se suponía que éramos tus mejores amigos, y una tercera siente ganas de decirte que te metas en tus asuntos, maldita madera, que no te atrevas siquiera a mencionar sus nombres. No puedo… No sé cómo tratarte. No sé cómo debo mirarte. ¿Qué diantre quieres?

Estaba a dos segundos de echarme de su casa.

– Te he traído esto -dije, sin malgastar ni un segundo, y saqué un fajo de fotocopias de mi mochila-. Sabes que Lexie utilizaba una identidad falsa, ¿no es cierto?

Abby entrelazó los brazos y me observó, recelosa e impasible.

– Uno de tus amigos nos lo explicó todo. El fulano ese que se nos tiró encima desde el principio. El tipo fornido y rubio, el del acento de Galway.

– Sam O'Neill -contesté.

Por entonces yo ya llevaba el anillo en el dedo; los cotilleos, que habían englobado desde comentarios afectuosos a otros de lo más venenosos, más o menos habían acabado aplacándose; la brigada de Homicidios incluso nos entregó una desconcertante bandeja de plata a modo de regalo de compromiso, pero no había razón para que se lo explicara a Abby.

– Ése. Supongo que pretendía asustarnos lo suficiente como para que le soltáramos hasta la última gota. ¿Y bien?

– Conseguimos averiguar quién era -le expliqué, y le tendí las fotocopias.

Abby las cogió y las hojeó rápidamente con el pulgar; recordé su forma experta de barajar las cartas.

– ¿Qué es todo esto?

– Los lugares en los que vivió. Otras identidades que utilizó. Fotografías. Interrogatorios. -Seguía mirándome de aquella manera plana y definitiva como un bofetón en plena cara-. Me figuré que no estaría de más darte la oportunidad de decidir si quieres o no echarles un vistazo. Puedes quedarte las fotocopias si lo deseas.

Abby lanzó el fajo de papeles en la mesa y volvió a ocuparse de sus bolsas. Embutió la compra en aquel diminuto frigorífico: un cartón de leche, un vasito de mousse de chocolate.

– No me interesa. Ya sé todo lo que necesito saber sobre Lexie.

– Creí que te ayudaría a comprender algunas cosas. Por qué hizo lo que hizo. Quizás es mejor que no lo sepas, pero…

Se irguió de repente, la puerta de la nevera osciló con brusquedad.

– ¿Qué demonios sabes tú sobre esto? Ni siquiera conociste a Lexie. Me importa un comino si utilizaba un nombre falso y si fue una docena de personas distintas en una docena de lugares distintos. Nada de eso me importa. Yo la conocí. Viví con ella. Eso no era falso. Eres como el padre de Rafe con toda esa patraña sobre el mundo real. Aquello era el mundo real. Era mucho más real que esto -me espetó con una sacudida airada de su barbilla señalando la estancia que nos rodeaba.

– No me refiero a eso -alegué-. No creo que quisiera haceros daño, a ninguno. No tiene nada que ver con eso.

Al cabo de un momento se desinfló; se le combó la columna.

– Eso es lo que dijiste aquel día. Que tú, que ella se dejó llevar por el pánico. Por el bebé.

– Lo creía -dije- y lo sigo creyendo.

– Sí -me concedió-. Yo también. Ése es el único motivo por el que te he permitido entrar.

Metió algo con más brusquedad en las estanterías del frigorífico y cerró la puerta.

– Rafe y Justin -continué-. ¿Crees que querrían ver esto?

Abby arrugó las bolsas de plástico y las metió en otra bolsa que colgaba del respaldo de la silla.

– Rafe está en Londres -explicó-. Se fue en cuanto nos permitisteis viajar. Su padre le ha encontrado un empleo, no sé de qué exactamente, algo relacionado con las finanzas. No tiene formación alguna para desempeñarlo y probablemente lo haga de pena, pero no lo despedirán mientras su padre esté cerca.

– ¡Ostras! -exclamé, incapaz de reprimirme-. Debe de estar muy triste.

Abby se encogió de hombros y me miró con ojos insondables.

– Apenas hablamos. Lo telefoneé unas cuantas veces para gestionar algunos asuntos de la compra, pero le importa un bledo, dice que haga lo que quiera y que le envíe los papeles para firmar. Yo, no obstante, sentía la necesidad de comprobar que estaba bien. Lo llamaba por las noches y la mayoría de las veces sonaba como si estuviera en un pub o en una discoteca: música a todo volumen, gente gritando… Lo llaman «Raffy». Siempre estaba casi completamente borracho, lo cual supongo que no te sorprenderá, pero no, no parecía triste. Si eso te hace sentir mejor.

Rafe a la luz de la luna, sonriendo, mirándome de reojo; sus dedos cálidos en mi mejilla. Rafe con Lexie en algún lugar; aún me pregunto si sería en aquella hornacina.

– ¿Y qué hay de Justin?

– Regresó al norte. Intentó aguantar en el Trinity, pero no lo soportó, no sólo por las miraditas y los cotilleos, que ya eran bastante insufribles, sino… porque nada volvió a ser lo mismo. Lo oí llorar un par de veces en su cubículo. Un día intentó entrar en la biblioteca y no pudo; sufrió un ataque de ansiedad allí mismo, en la Facultad de Letras, delante de todo el mundo. Se lo tuvieron que llevar en ambulancia. No regresó. -Cogió una moneda de una pila que había sobre la nevera, la insertó en el contador eléctrico y lo accionó-. He hablado con él un par de veces. Está enseñando inglés en una escuela infantil, cubriendo la plaza de una profesora en período de baja maternal. Dice que los niños son pequeños monstruos mimados y que escriben: «Mister Mannering es marica» en la pizarra la mayoría de las mañanas, pero al menos es un lugar pacífico (está en el campo) y sus colegas de la enseñanza no se meten con él. Dudo que ni él y ni Rafe quisieran leer esas hojas. -Señaló con la cabeza en dirección a la mesa-. Y yo no voy a preguntárselo. Si quieres hablar con ellos, encárgate tú del trabajo sucio. Pero te advierto una cosa: no creo que les haga demasiada ilusión tener noticias tuyas.

– No los culpo -concedí.

Me acerqué a la mesa y alineé los documentos. Bajo la ventana, el jardín estaba descuidado y sembrado de coloridos paquetes de galletas y de botellas vacías.

Abby sentenció a mis espaldas, sin ninguna inflexión en absoluto en la voz:

– Te odiaremos hasta el fin de nuestros días.

No me di la vuelta. Me gustara o no, en aquella pequeña estancia mi rostro seguía siendo un arma, el filo de una navaja entre ella y yo; le resultaba más fácil hablarme cuando no lo veía.

– Lo sé -dije.

– Si buscas algún tipo de absolución, te equivocas de lugar.

– No lo hago -me defendí-. Esto es lo único que tengo por ofrecer, y pensé que no perdía nada con intentarlo. Os lo debo.

Al cabo de un segundo la oí suspirar.

– No es que creamos que todo esto fuera tu culpa. No somos tontos. Incluso antes de que vinieras… -Un movimiento: se agitó, se apartó el cabello, algo-, Daniel creyó hasta el final que aún podíamos reconducir la situación, que encontraríamos el modo de volver a estar bien. Yo no lo creía. Aunque Lexie hubiera sobrevivido… Creo que para cuando tus amigos aparecieron en nuestra puerta ya era demasiado tarde. Habían cambiado demasiadas cosas.

– Tú y Daniel -dije-. Rafe y Justin.

Otro latido.

– Supongo que era así de obvio. Aquella noche, la noche en que Lexie murió… no habríamos conseguido sobreponernos de otra manera. Y no debería haber sido nada tan grave. Ya habían existido líos antes, aquí y allá, entre unos y otros, y nunca nadie le dio importancia. Pero aquella noche… -La oí tragar saliva-. Antes de aquello vivíamos en cierto equilibrio, ¿entiendes? Todos sabíamos que Justin estaba enamorado de Rafe, pero la historia quedaba ahí, en un segundo plano. Yo no era consciente de que… Llámame estúpida, pero te juro que no lo era; simplemente pensaba que Daniel era el mejor amigo que jamás podría desear. Creo que podríamos haber seguido así, quizá para siempre, quizá no. Pero aquella noche fue distinta. En el preciso instante en que Daniel dijo: «Está muerta» todo cambió. Todo se volvió más claro, demasiado claro para soportarlo, como una inmensa luz que se enciende y ya nunca puedes volver a cerrar los ojos, ni siquiera un segundo. ¿Entiendes a qué me refiero?

– Sí -dije-, te entiendo.

– Después de aquello, aunque Lexie hubiera regresado realmente a casa, no sé si habríamos… -Se le apagó la voz. Di media vuelta y la descubrí observándome, más de cerca de lo que había esperado-. No hablas como ella -dijo-. Ni siquiera te mueves como ella. ¿Te pareces en algo a ella?

– Teníamos algunas cosas en común -contesté-. Pero no todo.

Abby asintió. Al cabo de un momento dijo:

– Ahora me gustaría que te marcharas.

Tenía ya la mano en el pomo en la puerta cuando de repente, casi sin querer, me preguntó:

– ¿Quieres que te cuente una curiosidad? -Oscurecía; su rostro parecía desdibujarse en la tenue luz de la habitación-. Una de las veces en que telefoneé a Rafe no estaba en ningún bar ni nada por el estilo; estaba en casa, en el balcón de su apartamento. Era tarde. Charlamos un rato. Le comenté algo sobre Lexie, que seguía echándola de menos, aunque… a pesar de todo. Rafe soltó algún sarcasmo sobre divertirse demasiado para echar de menos a alguien; pero antes de eso, antes de responder, hubo una breve pausa. De perplejidad. Como si le hubiera costado un segundo pensar de quién le hablaba. Conozco a Rafe y juro por Dios que estuvo a punto de preguntar: «¿Quién?».

En la planta superior, semiamortiguado por el techo, empezó a sonar un teléfono móvil y alguien acudió corriendo a responder.

– Estaba bastante borracho -continuó Abby-, como he dicho. Pero aun así… No puedo dejar de pensar en ello. ¿Y si acabamos olvidándonos los unos de los otros? ¿Y si de aquí a un año o dos nos hemos borrado del pensamiento, hemos desaparecido, como si nunca nos hubiéramos conocido? ¿Acabaremos cruzándonos por la calle, a menos de un metro, sin pestañear siquiera?

– Nada de pasados -dije.

– Nada de pasados. A veces -una respiración rápida- no consigo recordar sus rostros. Los de Rafe y Justin puedo soportarlo, pero el de Lexie… y el de Daniel… -La vi volver la cabeza, su perfil recortado contra la ventana: aquella nariz respingona, un mechón de cabello suelto-. Lo amaba, ¿sabes? -confesó-. Lo habría amado hasta donde él me hubiera permitido, durante el resto de mi vida.

– Lo sé -contesté.

Quise explicarle que dejarse amar también requiere talento, que hacen falta tantas agallas y tanto esfuerzo como para amar; que algunas personas, por la razón que sea, nunca aprenden el truco. Pero lo que hice fue sacar de nuevo las fotocopias de mi mochila y hojearlas (prácticamente me las tuve que colocar delante de las narices para ver bien) hasta que encontré una copia bastante mala de aquella instantánea a color: los cinco sonriendo, envueltos en la nieve que caía y el silencio, a las puertas de Whitethorn House.

– Ten -le dije, y se la tendí.

Alargó la mano, pálida en la penumbra. Se dirigió hacia la ventana, inclinó la página para aprovechar la última luz.

– Gracias -dijo al cabo de un momento-. Me la quedo. Seguía allí, mirando la fotografía, cuando cerré la puerta.

Después de aquello anhelé soñar con Lexie, sólo de vez en cuando. Se está desvaneciendo de las mentes de los demás, día a día; pronto se habrá ido para siempre y no será más que unos jacintos silvestres y un arbusto de espino en una casucha en ruinas que nadie visita. Pensé que le debía mis sueños. Pero nunca regresó. Fuera lo que fuese que quería de mí, debí de dárselo, en algún momento. Mi único sueño es con la casa, vacía, expuesta al sol, al polvo y a la hiedra; refriegas y susurros, siempre en un rincón lejano, y una de nosotras, ella o yo, en el espejo, riendo.

Ésta es mi única esperanza: que Lexie nunca se detuviera. Espero que, cuando su cuerpo no pudiera seguir corriendo, lo dejara atrás como todo lo que había intentado retenerla, que pisara a fondo el acelerador y avanzara como un incendio sin control, corriendo a toda velocidad por autopistas nocturnas agarrando el volante con ambas manos, con la cabeza echada hacia atrás y gritando al cielo como un lince, rayas blancas y luces verdes difuminándose como látigos en la oscuridad, sus neumáticos despegados unos centímetros del suelo y la libertad recorriéndole la columna vertebral. Espero que cada segundo que vivió entrara en aquella casa como un viento huracanado: cintas y brisa marina, un anillo de bodas y la madre de Chad llorando, arrugas por el sol y caballos al galope a través de la maleza roja y silvestre, el primer diente de un niño y sus omóplatos como alitas en Amsterdam, Toronto, Dubai; flores de espino revoloteando en el aire estival, el cabello de Daniel volviéndose canoso bajo los altos techos y las llamas de las velas y las dulces cadencias de Abby cantando. El tiempo es implacable, me dijo Daniel en una ocasión. Supongo que aquellos últimos minutos fueron implacables para ella. Espero que en aquella media hora reviviera su millón de vidas.