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Cullen Ruppe era un hombre moreno, de algo más de cincuenta años, recio de hombros y brazos y poseedor de las caderas estrechas y las piernas fornidas propias de un jinete experimentado. Era también (informó Nate a Quentin en voz baja) proclive a dárselas de gruñón, razón por la cual, posiblemente, parecía empeñado en amargar la vida a todo el mundo.
– Nadie iba a registrar su cuarto de arreos sin permiso de la gerencia o, en todo caso, de una orden judicial.
– No puedo conseguir una orden -le dijo Nate a Quentin en voz baja cuando se reunió con él junto a la entrada del extenso establo, dejando a Ruppe con cara de pocos amigos en la puerta del cuarto de arreos-. No, basándome en la palabra de una posible médium que, hasta donde sabemos, podría ser simplemente sonámbula.
Quentin bajó también la voz al decir:
– Yo la creo, Nate. Creo que tenemos que registrar ese cuarto de arreos.
– Sí, sé que la crees. La cuestión es ¿qué le digo a Steph… a la señorita Boyd… para convencerla?
– Dijiste que anoche, cuando hablaste con ella, estuvo muy amable.
– Sí, pero esta situación no le hace ninguna gracia. ¿Y ahora quieres que la despierte al amanecer para que nos dé autorización? Mira, ¿qué esperas encontrar ahí en realidad?
– No lo sé. Algo. Algo que nos ayude a descubrir quién mató a Missy y a Jeremy Grant… y quién sabe a cuántos más.
– Esperas mucho de un cuarto de arreos de mala muerte, Quentin. Aquí entra y sale gente durante todo el día, constantemente. ¿Qué podría haber escondido ahí dentro?
– No lo sé -repitió Quentin-. Pero creo que tenemos que averiguarlo.
Nate frunció los labios y exhaló un suspiro ligeramente impaciente. Parecía cansado, cosa nada extraña; podía haber dormido cinco o seis horas antes de que la llamada de Quentin le sacara de la cama, pero era más probable que hubiera estado trabajando en su despacho hasta mucho después de medianoche.
– Me estás poniendo en un buen aprieto -dijo por fin-. Los dos sabemos que, si queremos registrar minuciosamente esa habitación, habrá que mirar debajo de las planchas del suelo y detrás de las paredes. Y si después de todo eso no encontramos nada, los propietarios del hotel van a poner el grito en el cielo.
– Lo sé. No te lo pediría, Nate, si no estuviera convencido de que encontraremos algo que merecerá la pena.
El policía se quedó mirándole un momento en silencio; después suspiró de nuevo.
– Ah, mierda. Está bien. Iré a despertar a la señorita Boyd, a ver si se me ocurre alguna explicación razonable que darle. ¿Tienes alguna sugerencia?
Quentin estaba más o menos acostumbrado a inventar explicaciones razonables para justificar «corazonadas» o pistas extrasensoriales, puesto que los miembros de la Unidad de Crímenes Especiales se veían a menudo en esa tesitura, pero en esta ocasión estaba bloqueado. Entre la información que poseía sobre los niños muertos o desaparecidos, no había ni un solo dato que los relacionara de manera sospechosa con aquellos establos. Ni uno solo.
Y sin conexión, no había orden judicial.
– Ojalá, pero… Lo siento.
– Y supongo que la señorita Brisco no estará dispuesta a que se haga público todo ese rollo de sus facultades extrasensoriales.
– Lo dudo. Apenas está empezando a creerlo ella misma.
– Pero lo cree lo suficiente como para insistir en que hay algo escondido en ese cuarto de arreos. ¿Es que se lo dijo otro fantasma?
Al llegar Nate, Diana había vuelto ya a su cabaña, a instancias de Quentin, para vestirse, y por esa razón el policía no había hablado con ella aún. Sobre ninguno de sus… encuentros, incluido el de la tarde anterior. Razón por la cual, probablemente, Nate parecía contrariado.
Probablemente.
– Se lo dijo el fantasma de otra de las niñas desaparecidas, Nate. Rebecca Morse. Supongo que te acordarás de ella. Trabajaste en su caso.
Nate había fruncido el ceño.
– Sí. Sí, trabajé en ese caso. La niña salió a jugar al jardín una mañana y nadie reconoció haberla visto desde que salió de la terraza trasera. Nunca encontramos ni rastro de ella. Mi jefe de aquel momento llegó a la conclusión de que la había secuestrado su padre. Había habido un divorcio muy feo. Pero a él tampoco pudimos encontrarle.
– Créeme, el padre no la secuestró. O, en todo caso, Rebecca no salió de El Refugio. -Quentin miró a Ruppe y añadió-: Esperaré aquí mientras tú hablas con la señorita Boyd, si no te importa.
– ¿Sospechas de Ruppe?
– Estaba aquí hace veinticinco años. Está aquí ahora. Es lo único que sé. -Sospechaba también del hecho de que Ruppe hubiera aparecido allí en un momento en que, de no haberla seguido él, Diana se hallaba sola e indefensa. Tal vez el encargado de los establos no hubiera supuesto ninguna amenaza para ella, pero Quentin no estaba dispuesto a darlo por seguro.
A fin de cuentas, tenía que haber una razón que explicara por qué sus propias facultades le habían impulsado a seguir a Diana hasta allí. Quizá sólo necesitaba despertarla, sustraerla del tiempo gris para que no permaneciera en él demasiado tiempo. O quizás un peligro de carne y hueso amenazaba a Diana.
Quentin no lo sabía. Aún.
– Teniendo en cuenta lo poco que tenemos -dijo Nate con otro suspiro-, no puedo reprocharte que te agarres a un clavo ardiendo.
– Sé que Ruppe fue interrogado después del asesinato de Missy. Leí el informe. -Lo había memorizado.
– Entonces sabrás que, en aquel momento, la policía no encontró nada sospechoso relacionado con él.
– Lo sé. Pero, como te decía, estaba aquí entonces. Y está aquí ahora. Aunque sólo sea por eso, puede que sepa algo que no sabe que sabe.
Nate se quedó pensando un momento y por fin asintió con la cabeza.
– Sí, tal vez. Suele pasar. Pero no le interrogues, Quentin, aún no. Según dice, se despertó a la hora de siempre y al bajar de su apartamento encontró a dos huéspedes fisgoneando en el cuarto de arreos, así que tiene derecho a desconfiar y a estar enfadado. No empeoremos las cosas hasta que haya motivos para hacerlo, ¿de acuerdo?
Quentin asintió con la cabeza.
– Entendido.
– ¿Estás bien? Pareces un poco…
Quentin pensó que probablemente parecía un mucho y no un poco, y haciendo una mueca dijo:
– Tengo jaqueca. Una jaqueca de mil demonios. -Además, notaba los oídos como forrados de algodón, lo mismo que los senos nasales, y los ojos le ardían y le dolían. Definitivamente, estaba pagando el precio por toda una noche de vigilia.
– Deberías tomarte algo -dijo Nate.
– Sí, sí, lo haré. -Quentin no se molestó en explicarle que los analgésicos no servían para nada en aquellos casos. Nada servía, excepto el tiempo y el descanso.
Nate se encaminó hacia el edificio principal, y Quentin y Ruppe se miraron el uno al otro desde casi la mitad del largo pasillo del establo. Quentin sabía que, indudablemente, Ruppe tenía cosas que hacer; dirigir un establo que comprendía tres cuadras distintas y albergaba a más de treinta caballos era una tarea a tiempo completo, aunque la mayor parte del trabajo sucio lo hicieran otros. Los caballos estaban ya inquietos a la espera de su comida matinal, y hacían resonar sus cascos, resoplando suavemente. El personal de mantenimiento aparecería en cualquier momento para darles de comer y empezar a limpiar las caballerizas.
En el portafolios que colgaba junto al cuarto de arreos había anotadas tres excursiones a caballo previstas para ese día, así como media docena de clases para jinetes principiantes que, en futuras salidas, querían hacer algo más que aferrarse al caballo como si de ello dependiera su vida.
Estaba claro que Ruppe no tenía tiempo de quedarse allí la mañana entera, y mucho menos aún de enzarzarse en un rifirrafe con la policía o con Quentin. Pero era igualmente obvio que era muy celoso de su autoridad y que no estaba dispuesto a ceder terreno, a no ser que se viera obligado a ello por orden de la directora.
Quentin conocía a los de su clase. Se las había visto a menudo con personas así en sus años como agente federal. Sabía también que Nate tenía razón al decir que aquél no era momento para interrogar al encargado de los establos, por más que deseara hacerlo.
Nate probablemente diría, con mucho tacto, que a fin de cuentas no había prisa: Missy llevaba muerta veinticinco años, y eso no cambiaría por unas pocas horas más, unos días o incluso unas semanas.
Probablemente.
Pero el desasosiego que Quentin había sentido la noche anterior se había convertido bruscamente esa mañana en un presentimiento profundo y frío cuando Diana había abierto los ojos de repente para hacer una afirmación que le había sonado extrañamente familiar.
«Ya viene.»
Y había tenido que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para permitir que Diana se apartara de su vista. Para dejar que se alejara de él y volviera a recorrer los senderos bien iluminados que llevaban a su cabaña a fin de cambiarse de ropa. Porque eso era exactamente lo que Missy le había dicho veinticinco años atrás.
La última vez que la vio con vida.
Ellie Weeks comía una tostada y bebía té caliente, y añoraba el café solo que solía constituir su tentempié de por las mañanas. Pero el embarazo y el café solo no parecían hacer buenas migas, al menos en su caso, y beber té era infinitamente preferible a vomitar hasta la primera papilla. Además, la gobernanta de El Refugio, la señora Kincaid, llevaba unos días vigilándola muy de cerca, y Ellie no podía permitirse hacer nada que pareciera ni tan siquiera remotamente sospechoso.
De nuevo, al menos.
En el comedor de personal, Alison Macón acercó su silla a la de Ellie y susurró:
– ¿Te has enterado de lo de anoche?
Ellie miró un momento a la otra camarera con perplejidad; después asintió con la cabeza.
– Sí. Han encontrado unos viejos huesos en uno de los jardines.
Alison pareció visiblemente desilusionada por no ser la portadora de tan dramática noticia, pero aun así logró que su susurro sonara teatral.
– Era un chico. Un niño pequeño, según creo. Encontraron su reloj enterrado con él.
Enfrascada en sus problemas y sus preocupaciones, Ellie respondió:
– Tuvo mala suerte.
– Pero, Ellie, están diciendo que fue asesinado.
– También dicen que fue hace años -repuso Ellie.
– Pero ¿tú no tienes miedo?
– ¿Por qué iba a tenerlo?
Alison pareció pasmada, pero sólo un instante.
– Podría haber un asesino aquí, en El Refugio.
– Sí, y también puede que se fuera hace mucho tiempo. Probablemente se fue. ¿Para qué iba a quedarse aquí y dejar que lo cogieran?
Alison se estremeció visiblemente.
– Pues yo tengo miedo -dijo.
– Entonces ten cuidado. Quédate en el hotel. Si tienes que salir sola, no te alejes por los senderos.
– De verdad no tienes miedo, ¿no?
– De verdad que no. -De eso no, en cualquier caso. La existencia de un asesino sin rostro que quizá siguiera allí años después de cometer un crimen no tenía ni punto de comparación con las preocupaciones, muy reales, que atormentaban a Ellie.
Un bebé.
«No puedo criar a un bebé. Yo sola, no. Tampoco puedo abortar. ¿Qué más queda?»
– Eres tan valiente…-dijo Alison con admiración.
– Si tú lo dices. -Ellie apuró su taza con la esperanza de que le asentara el estómago revuelto y empujó su silla hacia atrás-. Queda un cuarto de hora para que empiece nuestro turno. Voy a salir a tomar un poco el aire primero. Nos vemos en el cuarto de suministros.
Alison asintió con un gesto de la cabeza, pero distraídamente, con la mirada ya fija en el otro extremo de la sala, en otra camarera que tal vez no estuviera aún al corriente del hallazgo de la víspera.
Ellie se levantó y miró con mucha intención su reloj de modo que la viera la señora Kincaid; se detuvo un momento, pensativa, y decidió que tenía tiempo. Luego salió del comedor con paso enérgico, como si fuera a algún sitio en concreto.
El comedor de personal estaba en uno de los pisos más bajos del ala sur, junto con las cocinas y otras áreas de mantenimiento. En aquella ala había también unas pocas habitaciones pequeñas, reservadas para los relativamente pocos empleados de limpieza y mantenimiento que vivían y trabajaban en El Refugio.
Ellie ocupaba una de aquellas habitaciones, al menos de momento. Pero dejaría de hacerlo en cuanto todo el mundo se enterara de lo del bebé. Cuando eso sucediera, la pondrían de patitas en la calle. La señora Kincaid era muy estricta en esas cuestiones. ¿Una camarera soltera que aparecía embarazada? No, no lo permitiría. No en El Refugio. Así que Ellie tendría suerte si le daban una semana de paga y media hora para recoger sus cosas y marcharse. Sin trabajo, ni casa. Y sin nadie a quien le importara una mierda lo que le pasara.
No se dirigió a su habitación. Salió por una de las puertas de servicio y se quedó en el pequeño porche de cemento. Más o menos detrás de la puerta había un cubo de metal lleno a medias de arena y de colillas, mudo testigo del motivo por el que los empleados solían rondar por allí.
Pero en ese momento no había nadie en el porche y, cuando Ellie miró a su alrededor recelosamente, no vio ni un alma. Buscó en el bolsillo de la falda de su uniforme y sacó su teléfono móvil. Y un trozo de papel con un número de teléfono anotado con letra temblorosa.
No era fácil conseguir aquel número. Los datos de contacto de los huéspedes (de los huéspedes especiales) se guardaban en un archivador cerrado con llave, en la mesa de la gerente. Todo el mundo lo sabía. Bueno, al menos cualquiera que fuera tan curioso como Ellie y que tuviera razones para preguntarse acerca de aquellos personajes tan importantes y misteriosos. Buenas razones.
Desde que la primera prueba de embarazo diera positivo, Ellie había pasado gran parte de su tiempo libre merodeando por la oficina de la directora. Por eso, entre otras cosas, la señora Kincaid la vigilaba tan de cerca, porque no había motivo para que ella estuviera en la zona de administración del hotel, como no fuera de paso.
Y había pasado mucho por allí. Por suerte, había encontrado su oportunidad antes de que la señora Kincaid sospechara demasiado. Y había sido un golpe de suerte que la señorita Boyd se dejara la puerta de su despacho cerrada, pero no con llave.
El cajón archivador sí que estaba cerrado con llave, pero la desesperación y el pánico habían prestado, al parecer, magia a los dedos de Ellie, porque la lima de uñas metálica con la que probó había conseguido abrirlo.
Y sin dejar marcas delatoras. Esperaba.
Malgastó otro precioso minuto preguntándose si ese milagro le auguraría un cambio de suerte; después respiró hondo y marcó cuidadosamente el número de teléfono.
Le respondió su buzón de voz, cosa con la que contaba, y dejó el mensaje que se había pasado la mitad de la noche ensayando con todo cuidado.
– Hola, soy Ellie. La de El Refugio. Siento llamarte así… Sé que prometí no ponerme en contacto contigo. Pero ha pasado algo y necesito que hablemos. No quiero causarte problemas, de veras. Pero esto tienes que saberlo. Así que, ¿podrías llamarme? Por favor.
No se molestó en recitar su número de móvil, porque sabía que el teléfono de él lo grabaría automáticamente, junto con su mensaje. Se limitó a añadir:
– Es importante. Gracias. -Y cortó la llamada.
Ya estaba. La pelota estaba en el campo de él.
Lo único que ella podía hacer ahora era esperar.
– No les culpo por no creerme -dijo Diana mientras Quentin y ella observaban a Nate McDaniel, Cullen Ruppe y Stephanie Boyd, los cuales formaban un grupo visiblemente crispado dentro del cuarto de arreos. Ruppe protestaba airadamente contra la invasión de sus dominios, Nate defendía un registro que no podía justificar legalmente ni respaldar con argumentos razonables en modo alguno, y a la gerente de El Refugio se la veía enfadada y molesta por aquella situación.
Con un suspiro, Diana añadió:
– A la luz del día, ni yo misma lo creo.
Aquello apenas sorprendió a Quentin. Por dramáticos que hubieran sido hasta entonces los encuentros de Diana con fantasmas, Quentin sabía que estaba luchando por superar una vida entera de condicionantes. Un cambio tan radical de mentalidad rara vez se efectuaba rápidamente o con facilidad.
– Pero hay una diferencia -le dijo-. Esta vez, recuerdas lo que ocurrió. ¿Verdad?
– Si es que ocurrió. Ahora todo me parece un sueño. Y puede que lo fuera. Quizá sólo estaba caminando dormida.
En lugar de discutir con ella, Quentin preguntó:
– ¿Eso te parecía? ¿Un sueño? ¿O era como si estuvieras en un lugar que ya habías visitado otras veces?
Ella guardó silencio.
– ¿Diana?
– Los sueños producen esa impresión a veces, los dos lo sabemos. Nos resultan familiares incluso cuando parecen… distintos a otros sueños.
– ¿Había sombras?
Aquello sorprendió a Diana, que levantó la mirada hacia él.
– ¿Qué?
– ¿Había sombras? -Hablaba con voz firme y le sostenía la mirada-. En este mundo, si hay luz, por poca que sea, también hay sombras. Incluso a oscuras hay sombras, zonas de una negrura más densa. Hay profundidad, dimensiones. Es una de las cualidades que asociamos con nuestro mundo. Con su sustancia, con su realidad. ¿Viste o sentiste eso anoche? ¿Había sombras?
Diana hundió más aún los dedos en los bolsillos de su impermeable ligero y se preguntó si alguna vez volvería a entrar en calor. El sol había salido y el aire empezaba a caldearse. Eso debería haber significado un cambio, pensó. Se preguntaba por qué no era así.
Y se preguntaba también cómo era posible que Quentin supiera que en el tiempo gris no había sombras. ¿Se lo había dicho ella? No lo recordaba.
Él esperaba pacientemente, y por fin ella se oyó contestar:
– No. No había sombras. Ni dimensiones. Ni oscuridad, ni luz. Sólo grisura.
– En el lugar en el que estabas a solas con Rebecca.
– Puede que fuera un sueño.
– Era real, Diana. Un lugar real, separado de éste. Aunque no quieras admitirlo, en el fondo tienes que saberlo. -Sin esperar su respuesta, añadió reflexivamente-: Está claro que has estado allí en muchas ocasiones. Me pregunto por qué te has acordado esta vez.
– Porque ya no hay fármacos en mi organismo. -Ella hizo una leve mueca y deseó no haber respondido a aquella pregunta.
Pero Quentin asentía con la cabeza.
– Es lógico.
– Nada de esto es lógico.
– Claro que sí, si se tiene en cuenta un hecho muy simple: que posees las facultades de una médium.
– Y que hay una vida más allá de la muerte. No olvides esa parte. -Diana quería que su tono sonara burlón, pero sólo le sonó crispado.
– Oh, eso es un hecho. -Quentin parecía completamente tranquilo-. He visto demasiadas cosas como para creer lo contrario.
– Ojalá lo creyera yo -murmuró ella.
Quentin deseó también que así fuera. Ello haría que todo aquello resultara al menos un poco más fácil, pensó. No se dio cuenta de que se estaba frotando la nuca hasta que sintió la mirada de Diana fija en él.
– ¿Te duele la cabeza? -preguntó ella.
Él se limitó a asentir. No estaba dispuesto a explicarle que estaba sufriendo las dolorosas consecuencias de una noche pasada vigilando su cabaña.
Diana frunció el ceño; luego dijo:
– Dame la mano derecha.
Quentin se la dio, deseando que sus sentidos no estuvieran tan embotados; casi no sintió el contacto fresco de las manos de Diana cuando ésta cogió la suya, con la palma hacia arriba. Ella comenzó a mover el pulgar justo al centro de su palma, masajeándola lentamente, en pequeños círculos.
– A uno de los doctores a los que he consultado en estos años -dijo-, se le daba muy bien esto. Decía que era una forma de acupresión, una variante personal suya. Yo antes me despertaba a veces con dolor de cabeza, hasta que él me enseñó a hacer esto.
Quentin iba a decirle que ni la acupuntura ni la acupresión habían surtido nunca el más leve efecto sobre sus jaquecas, pero el martilleo que sentía en la cabeza disminuyó de pronto, los ojos dejaron de arderle y sintió, finalmente, que sus oídos se destaponaban con un chasquido.
De pronto era tan consciente del contacto de Diana que fue como si hubiera concentrado toda su atención allí, en sus manos.
– Se supone que abre canales de energía bloqueados -añadió ella con cierta desgana-. Cosas de la New Age, supongo, pero…
– Guau -dijo él.
– ¿Mejor?
– Mucho mejor. De hecho, el dolor ha desaparecido.
– Bien. -Por un instante, ella pareció insegura; luego le soltó la mano y volvió a meter las suyas en los bolsillos de la chaqueta-. Me alegro.
A pesar de que Diana ya no le tocaba, Quentin seguía percibiendo tan vivamente su presencia que aquella sensación era casi una cosa tangible, como si ella hubiera encauzado parte de su propia energía para aliviar su dolor y el sendero de energía que mediaba entre ellos hubiera dejado una leve huella tras de sí. Quentin lo sentía tan intensamente que casi podía verlo.
¿Era también Diana una sanadora? No sería el primer caso entre personas con facultades paranormales. Bonnie, la hermana de Miranda, era al mismo tiempo una poderosa médium y una sanadora asombrosa. Y ello era lógico, si se tomaban en consideración las teorías y experiencias de la Unidad de Crímenes Especiales. Era de esperar que un cerebro equipado para captar la huella energética específica de la muerte y del más allá poseyera también cierta afinidad con la impronta energética propia de la vida… y fuera capaz, posiblemente, de canalizar esa energía para curar.
– Me estás mirando fijamente -dijo Diana.
Quentin reflexionó en silencio y por fin concluyó que decirle a Diana que quizá fuera una sanadora carecía de importancia en ese momento y podía comprometer, incluso, su incipiente aceptación de sus facultades como médium. Así que se limitó a decir:
– La próxima vez que tenga un dolor de cabeza de subirse por las paredes, sabré a quién acudir para que me cure. Gracias.
– No hay de qué.
Quentin se preguntó en qué estaba pensando ella, y al preguntárselo focalizó más aún su atención, sólo a medias de manera consciente, bloqueando todo lo que había a su alrededor para concentrarse en ella. Le resultó sorprendentemente fácil.
Aún con más intensidad que la mañana anterior, en la torre de observación, era consciente de su olor, del brillo de su cabello y de las manchas doradas de sus ojos. De su respiración. De su…
– Estás fría -dijo.
Diana le lanzó una mirada rápida, titubeó y enseguida dijo:
– Es otra cosa que tiene el tiempo gris. Que hace frío.
– Estás recordando más cosas, ¿verdad?
Ella asintió lentamente con una inclinación de cabeza.
– Es… Yo soy distinta en el tiempo gris. Me siento cómoda, incluso confiada. Cuando estoy allí, entiendo. Cuando estoy allí, no tengo dudas.
– Eres la misma persona en los dos mundos, Diana. Es sólo que, en este mundo, no se te ha permitido explorar y comprender quién estabas destinada a ser. Los fármacos te lo impedían.
– Pero ya no tomo fármacos -murmuró ella.
Quentin quería seguir hablando, pero la conversación quedó interrumpida cuando Cullen Ruppe se dirigió, enojado, hacia el otro lado del establo al tiempo que Nate y Stephanie Boyd daban media vuelta y se acercaban a ellos.
El policía estaba exultante, pero no dejaba que se le notara mucho.
La directora de El Refugio parecía simplemente resignada.
– En fin, no le ha hecho mucha gracia -les dijo-. ¿Qué apostáis a que me pide un aumento antes de que acabe el día?
Diana sacudió la cabeza.
– Lamento mucho todo esto.
– Ruppe lo superará -contestó Stephanie con un encogimiento de hombros y una súbita sonrisa-. De todos modos, prefiero que nadie tenga ninguna duda de que El Refugio cooperó plenamente con la investigación del descubrimiento de los restos de ese niño.
– Puede que esto no tenga nada que ver con eso -dijo Diana, sintiéndose incómoda-. Quiero decir que… yo creo que sí. Pero no puedo demostrarlo. Y no estoy segura de qué vamos a encontrar. Ni de sí encontraremos algo ahí dentro. Es sólo que… que creo… -Lanzó a Quentin una mirada cargada de frustración-. Di algo, maldita sea.
– Bienvenida a mi mundo -contestó él.
Stephanie los miraba con curiosidad.
– Deduzco por lo que me ha dicho Nate que esta corazonada vuestra es de tipo paranormal.
Quentin levantó una ceja y miró al policía, el cual respondió con sorna:
– Bueno, no se me ocurrió nada más que decirle. O le decía la verdad, o no había registro.
– Prefiero la verdad -dijo Quentin-. Por descabellada que les parezca a menudo a quienes la oyen.
– A mí me pareció descabellada -reconoció Stephanie-. Claro que el hallazgo del esqueleto de un niño en uno de nuestros jardines también me lo pareció. Y sé por experiencia que las cosas descabelladas suelen estar relacionadas de una manera o de otra.
– Lo mismo digo -repuso Quentin.
– Así que vamos a ver si aquí hay alguna relación. Como gerente de El Refugio, tenéis mi permiso para que el capitán McDaniel registre el cuarto de arreos, ayudado por quien le parezca necesario y oportuno. Os pido por favor que no rompáis nada que sea de propiedad privada, pero tenéis mi autorización para perforar las paredes o quitar las tablas del suelo, siempre y cuando lo hagáis con cuidado.
– Lo cual -dijo Quentin, agradecido-, es mucho más de lo que teníamos derecho a esperar. Gracias, señorita Boyd.
– Stephanie. Y no las merecen. Ahí dentro, en alguna parte, habrá una caja de herramientas que podáis usar. También tiene usted mi permiso, agente Hayes, para revisar los archivos y otros documentos almacenados en el sótano de El Refugio.
Quentin se disponía a pedirle que prescindiera de formalidades cuando Diana intervino.
– ¿Y el desván? -preguntó.
Stephanie pareció vagamente sorprendida, pero se encogió de hombros.
– Dudo que allí arriba haya nada útil. Que yo sepa, no hay más que un montón de muebles viejos, adornos pasados de moda y objetos perdidos y almacenados durante décadas. Pero adelante. Registradlo a placer. Lo único que os pido es que no salga absolutamente nada del cuarto de arreos, del sótano o del desván sin mi permiso expreso.
– De acuerdo -dijo Quentin.
– Bien. Entonces, todo arreglado, chicos. Yo tengo que subir un rato al edificio principal, pero volveré. Suponiendo, claro, que no descubráis enseguida que no hay nada de interés en el cuarto de arreos.
Nate miró su reloj y dijo:
– Tenemos un par de horas antes de que alguien tenga necesidad de usar los arreos y la equipación del cuarto, ¿verdad?
Stephanie asintió con la cabeza.
– Le he pedido a Cullen que siga con su rutina diaria, en lugar de quedarse rondando por aquí, vigilando. Yo aprovecharía el tiempo, si estuviera en vuestro lugar. -Levantó a medias una mano en un saludo informal y se marchó.
– Creo que deberíamos hacerle caso -dijo Nate-. Quentin, supongo que preferirás que hagamos el registro nosotros mismos.
– Sí. Hay tiempo de sobra para traer a tus hombres cuando encontremos algo.
– Estás muy seguro de que vamos a encontrar algo -murmuró Diana.
– Sé que lo encontraremos. -Y, de pronto, era cierto. Quentin sabía sin asomo de duda que encontrarían algo en aquel viejo establo, algo importante. Pero esta vez no fue un susurro en su cabeza lo que se lo dijo. Fue un eco del gélido presentimiento que había experimentado un rato antes.
«Ya viene.»
Ignoraba todavía qué era lo que estaba por llegar. Sólo sabía que era lo mismo que había percibido allí durante un verano de su infancia, hacía veinticinco años. Lo que Bishop había sentido cinco años atrás. Y lo que Diana había tocado, en cierto modo, apenas unas horas antes.
Algo antiguo, y oscuro, y frío. Algo malvado.
Estaba cerca. Y, por primera vez, él podía sentirlo.
Nate McDaniel había apoyado el registro porque Quentin se lo había pedido. Pero, en realidad, no esperaba encontrar nada.
Lo cual hizo aún más irónico que fuera él quien lo encontrara.
El registro preliminar de la habitación, que era espaciosa y diáfana, había sido rápido y sencillo. Y, como cabía esperar, no reveló nada. Así pues, a continuación llegó el momento de empezar a tocar las paredes de yeso y listones en busca de un espacio hueco. Nate y Quentin empezaron en el mismo punto y se movieron en direcciones opuestas, en torno a la habitación. Usaron los mangos de un par de destornilladores para hacer resonar mejor las paredes.
– ¿Creéis que cabrían unas cuantas sillas más aquí dentro? -preguntó Nate, exasperado, mientras se estiraba para salvar una silla de montar que pendía de un perchero colgado en la pared y casi tan alto como él.
– Es un cuarto de arreos -le recordó Quentin lacónicamente.
– Puede que haya una docena de caballos en este establo, y nunca he visto a ninguno llevar más de una silla a la vez. Y aquí debe de haber treinta sillas.
– Es fácil acumular arreos con los años -dijo Diana-. Sillas de distintos tamaños para caballos distintos, modas que cambian, las preferencias de los distintos jinetes… Además de arreos que se estropean o se rompen y nunca se reparan. Todos los cuartos de arreos que he visto se parecían mucho a éste.
Sorprendido, Quentin se detuvo para decir:
– No sé por qué, pero no esperaba que montaras a caballo.
– Oh, sí. -Ella no dio más explicaciones.
Él frunció ligeramente el entrecejo mientras la miraba. De pie en medio de la habitación, ella paseaba casi con indolencia la mirada de silla en silla, de las bridas a los ronzales y de éstos a las bandejas. Cualquiera que la viera habría pensado que estaba ligeramente aburrida, que prestaba escasa atención al registro que se desarrollaba a su alrededor, incluso que soñaba despierta.
Pero Quentin conocía aquella expresión. La había visto en muchas personas con facultades extrasensoriales en momentos de quietud: esa espera introspectiva, casi meditabunda. La suspensión, consciente sólo a medias, de los cinco sentidos corrientes para que los otros se dejaran oír.
Dado que Diana no había tenido entrenamiento de ningún tipo, Quentin no sabía si otra persona podría ayudarla a concentrarse o sólo serviría para distraerla. Arrojó mentalmente una moneda al aire.
– ¿Diana?
– ¿Hmm?
– ¿Qué oyes?
– Agua. Goteando.
– ¿Dónde?
– Debajo de nosotros.
Antes de que Quentin pudiera hacerle más preguntas, Nate rompió el silencio con una exclamación de indudable sorpresa.
– ¡Caramba!
Quentin se volvió y vio que el policía se las había ingeniado de algún modo para mover uno de los pesados percheros de pie, apartándolo casi medio metro, presumiblemente para llegar mejor a la pared de detrás. Pero no estaba mirando la pared. Estaba mirando el suelo.
– ¿Qué ocurre? -Quentin fue a reunirse con él.
– O yo estoy loco o estoy viendo el lateral de una trampilla.
– Bromeas.
– Echa un vistazo. -Nate se agachó apoyándose en una rodilla y con un dedo trazó la diáfana ranura que se veía en las aparentemente sólidas tablas del suelo-. Aquí. El borde estaba oculto por la base de ese perchero. Y me apuesto algo a que, si movemos ese otro perchero, veremos las bisagras.
Los dos percheros estaban colocados aparte, en un rincón de difícil acceso, cargados con varias sillas viejas y mantas de montar que olían a moho, y eso, más algunas telarañas, hacía evidente que no participaban del trasiego habitual de la habitación. Quizá llevaran años sin que nadie los tocara.
Diana se acercó a los dos hombres y observó en silencio mientras Quentin y Nate apartaban con cuidado los dos pesados percheros.
Era una trampilla. Las bisagras que habían estado escondidas por el segundo perchero eran de hierro pesado y viejo. No había asa, pero cuando Quentin introdujo un destornillador en la ranura, del otro lado de las bisagras, la puerta se levantó fácilmente.
Vieron los tres una abertura redondeada y tosca practicada en el suelo, bajo la trampilla, lo bastante grande para que cupiera por ella un hombre corpulento. Vieron la escalerilla de hierro macizo que, adosada aparentemente a la pared de granito, desaparecía en la oscuridad. Y los tres sintieron y olieron la oleada de aire gélido y húmedo que se elevó en cuanto la trampilla estuvo abierta.
– Agua -murmuró Diana-. Goteando.