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Me dejé caer aliviado en mi silla giratoria y conecté el terminal. Mientras se encendían las luces, mi mano se dirigió al bolsillo de la camisa. Ya casi había sacado un cigarrillo cuando me acordé de la norma. La política antitabaco. Bob había colaborado en su aplicación y lo cierto es que nuestro Bob se preocupaba mucho por nuestra salud. Pensé que hoy no era un buen día para violar la norma.
Escribí Beachkil en el teclado y el archivo apareció en la pantalla. Se trataba de una selección de historias, desde el primer día hasta la vista de la causa. Las ojeé rápidamente, cogiendo sólo lo fundamental. La historia que compuse fue la siguiente:
El cuatro de julio, hace seis años, una estudiante universitaria de veinte años de edad llamada Amy Wilson recibió el impacto de una bala del 38 en la garganta mientras despachaba detrás del mostrador en la tienda de ultramarinos Pocum, en Dogtown. En aquel entonces, estaba embarazada de seis meses y tanto ella como el bebé perecieron. Era una estudiante becaria de segundo año en la Universidad de Washington y estaba casada con un estudiante de derecho, Richard Wilson. Durante el verano, trabajaba en la tienda de ultramarinos para contribuir a la economía familiar.
Justo antes de que tuviera lugar el tiroteo, Dale Porterhouse, un asesor fiscal que pasaba por la zona, pidió permiso para utilizar el aseo de la tienda. Más tarde, testificó en el juicio contra Frank Beachum. Según su versión, al entrar en el aseo oyó cómo Amy Wilson le decía a Beachum que no le podía pagar los cincuenta dólares que le debía por la reparación del carburador de su vieja Impala. Momentos después, desde el baño, según prosiguió Porterhouse, oyó a Amy que chillaba diciendo «¡No, por favor! ¡Eso no!» Tras el grito, oyó un único disparo. Porterhouse se cerró la cremallera de los pantalones y salió corriendo hacia la entrada, al fondo de la tienda, justo a tiempo de ver cómo Frank Beachum se alejaba corriendo. Beachum, dijo, sostenía una pistola en la mano derecha. Porterhouse le identificó en la comisaría de policía ese mismo día.
Porterhouse explicó que se había acercado a toda prisa hasta la mujer embarazada que vacía en el suelo. Sufría convulsiones y gorgoteaba, contentó, aunque el médico forense testificó que lo más probable era que en ese momento ya estuviera muerta. Porterhouse afirma que la sangre salía a borbotones por la herida de bala de la garganta y que tenía los ojos abiertos de par en par. Según su declaración, parecía aterrorizada.
Nancy Larson, ama de casa y madre de tres niños, también testificó en el proceso. Iba de camino a un picnic, manifestó, y había aparcado su Toyota azul para comprar una botella de gaseosa en la máquina apoyada justo contra la pared de la tienda de ultramarinos. Testificó que casi atropelló a Beachum cuando éste se dirigía hacia su coche. Ella sacó la cabeza por la ventana para disculparse, pero él ni siquiera se giró y se limitó a hacer un gesto con la mano. La señora Larson no vio la pistola de Beachum, pero la policía la encontró más tarde en la curva, como si alguien la hubiera lanzado desde la ventana de un automóvil. No estaba registrada y tampoco tenía ninguna huella. Resultó imposible descubrir su procedencia.
Parecía que el caso había sido cubierto ampliamente por los medios de comunicación. A la gente del barrio le gustaba Amy. Era atractiva, educada e inteligente. Todas las historias sobre su asesinato adoptaban un tono de indignación moral. A los periodistas les encantan los escándalos morales. Creen que indignándose demuestran su moralidad, y los políticos igual. Wally Cartwright, el ayudante de la fiscal que llevó el caso, había puesto en evidencia su indignación anunciando que pediría la pena de muerte. Hizo el anuncio con su jefe, Cecilia Nussbaum, delante de los viejos juzgados donde empezó el caso Dred Scot. Cartwright y Nussbaum querían demostrar que la pena de muerte era válida para todo el mundo, blancos o negros. No hacía mucho tiempo que el Tribunal Supremo había destacado la existencia de un predominio de negros condenados a la pena capital. Los votantes de raza negra también insistían en ello. De un modo u otro, los fiscales se las agenciaron para mostrarse vilipendiados por él caso Frank Beachum y el caso Dred Scot al mismo tiempo.
Eso era todo, todo lo que necesitaba saber. Diez minutos después de encender mi ordenador, cerré el archivo Beachkil y me recliné en la silla. Pensé en Amy Wilson. Atractiva, inteligente y educada, recordé. No eran palabras muy interesantes. No evocaban realmente a la niña pequeña educada por sus padres o el tipo de mujer que se acurrucaba junto a su marido por la noche. Muerta con un disparo por cincuenta pavos. ¡No, por favor! ¡Eso no! Pensé en Michelle y en sus frágiles huesos y en el parabrisas y en cómo el electrocardiógrafo mostraría una línea plana mientras las enfermeras luchaban en vano para mantenerla con vida. Me pregunté lo que escribiríamos sobre ella. Pequeña universitaria pesada. Sonreí pensando en su forma de ser y mi mirada se fijó ociosamente en el punto contra el que había golpeado el puño la noche anterior. Bob Findley había puesto el trasunto sobre el juicio de Beachum en una caja justo por aquí, al lado del teclado del ordenador. Vagamente, estiré un dedo, cogí la caja por el extremo y me la puse sobre las rodillas. ¿Cómo pudo ser que aquella mujer, Larson, no oyera los disparos?, pensé.
– ¿Quieres un café, Ev? Vuelve a estar de moda como reconstituyente matinal.
Bridget Rossiter, la redactora de sociedad, pasó justo detrás de mí. Era un torbellino compacto de energía, con una maraña de pelo rojizo que rodeaba su cara pecosa. Los pantalones de vestir y el jersey que llevaba ponían en evidencia su figura: tenía los pechos lo suficientemente grandes como para inspirar toda una serie de comentarios en la sala de redacción. Avanzaba en dirección al vestíbulo.
– Dios te bendiga, Bridge -respondí-. Que sea grande.
– Ahora las mujeres podemos ir a buscar café en la oficina porque la mejora en las oportunidades laborales nos ha dado confianza en nosotras mismas -replicó.
– Maravilloso -observé-. Bien cargado, por favor.
El trabajo de Bridget la había vuelto loca.
Estaba a punto de empezar a mirar el trasunto sobre el juicio cuando me percaté de la hora que marcaba el reloj de la sala de redacción. «¡Cielos! -murmuré. Eran casi las 11.30 horas-. ¡Mi mujer! ¡Mi mujer!» Ella pensaba que estaba en el gimnasio. Seguro que ya se estaba preguntando dónde estaría a estas horas.
Cogí el auricular del teléfono, marqué el número de mi casa y encajé el teléfono debajo de mi oído. Con una mano atrapé la copia de la caja, apilando las hojas bruscamente por grupos sobre la mesa. El voir dire, los argumentos iniciales… Con la otra mano, sin pensar, como cuando uno habla por teléfono, saqué el paquete de cigarrillos del bolsillo y me puse uno en la boca. Empecé a buscar el encendedor cuando me acordé de Bob y cuando la línea empezó a sonar todavía tenía el cigarrillo entre los labios.
– ¿Dígame? -La voz de Barbara era suave y profunda. Siempre parecía ajetreada cuando contestaba el teléfono. Sonaba molesta, como si la hubieran interrumpido. Podía oír la voz de nuestro hijo, Davy, al fondo. Estaba cantando una canción que había aprendido en Barrio Sésamo sobre cómo todos los miembros de la familia tenían que trabajar juntos.
– Soy yo, cariño -respondí.
– ¿Steve? ¿Dónde estás?
Solté un suspiro, la típica espiración de hombre trabajador y cansado.
– Estoy en el periódico. Me han enredado.
– ¡Oh, no! ¿Cómo te encontraron? Llamaron aquí, pero yo no supe decirles dónde estabas.
¿Cómo había descubierto Bob dónde estaba?, pensé.
– Me detuve a recoger algo al volver del gimnasio -dije-. Me atraparon.
La facilidad que tenía para inventar mentiras era increíble. Ya ni tan sólo tenía que pensarlas, parecían el lenguaje natural de la conversación conyugal.
Hubo una pausa. Podía imaginármela, a ella, a mi mujer, con la mano en la cadera y la cabeza ladeada hacia el auricular. No sospechaba, simplemente estaba molesta porque había vuelto al trabajo después de haberme pasado todo el fin de semana en el periódico.
Durante la pausa, desvié la mirada hacia la copia que tenía sobrelas rodillas. Me quité el cigarrillo de los labios con un movimiento brusco y empecé a pasar las páginas, hojeándolas, buscando algo sobre la testigo del aparcamiento.
– Bien -continuó Barbara al fin-. Deja que te diga algo. Prometiste a Davy que le llevarías al zoológico.
– ¡Cielos! El zoológico. Lo olvidé -lamenté con una mueca de dolor.
– Ha estado hablando de ello toda la mañana.
No hice ningún comentario. Mi atención estaba dividida entre el amargo baño de culpabilidad que acababa de sentir y las palabras que mis ojos habían captado:
Testigo: Me iba del aparcamiento. Sólo había entrado en él para comprar un refresco en la máquina. Hay una máquina expendedora.
Tiene que ser ella, pensé.
– ¿Steve? ¿Me has oído? Te está esperando. Ha estado hablando de ello toda la mañana.
– ¿Qué? -pregunté-. Ah, sí, sí, lo sé. Cielos, lo siento de verdad.
– Además has estado trabajando todo el fin de semana. Hace días que no te ve.
– Lo sé, lo sé…
Fiscal: ¿Yen aquel momento vio al acusado, señora Larson?
Testigo: Sí, casi lo atropello cuando iba marcha atrás.
– Sí, ya sé que es tu trabajo, pero me parece una idea pésima que le dejes plantado otra vez -replicó Barbara.
– De acuerdo, de acuerdo, tienes razón.
Mis ojos seguían avanzando por la página. Automáticamente, mi mano cogió el encendedor de plástico de mi bolsillo y, sin pensar, acerqué la llama al cigarrillo mientras seguía leyendo.
Testigo: De repente se encontraba allí, justo detrás mío. Supongo que debió de salir de la tienda.
Defensa: Protesto.
Juez: Se acepta. Por favor, no suponga señora Larson. Díganos simplemente lo que sabe.
– Verás, ha habido un accidente -creo que dije-. ¿Te acuerdas de Michelle Ziegler? La conociste en Navidades.
– Oh, sí… aquella universitaria que te seguía a todas partes.
– Sí. Bueno, se estrelló con el coche contra una pared cerca de la curva del hombre muerto.
Fiscal: ¿Pudo darse cuenta de si el acusado iba corriendo en ese momento?
Testigo: Sí, sí. Iba corriendo.
Fiscal: ¿Y siguió corriendo después de que casi le atropellara? Testigo: Sí. Le llamé, pero apenas se detuvo. Ni tan sólo se giró.
– ¡Oh, no! -exclamó Barbara con un tono como si lo sintiera de verdad. Sabía que se lo tomaría así; Barbara es una mujer muy compasiva-. ¿Está herida?
– Sí, parece ser que tiene fracturas por todas partes. Los médicos no creen que salga de ésta.
– ¡Dios santo! ¡Es terrible! Pero si era una niña…
– Mmmh, sí -murmuré, leyendo la copia-. Es horrible.
Fiscal: Señora Larson, ¿pudo ver si el acusado llevaba algo en la mano?
Testigo: Sí, llevaba algo. Algo en la mano.
Fiscal: ¿Y podría decir qué era?
Testigo: No, no pude ver exactamente qué era.
– Pareces muy triste -prosiguió Barbara.
– ¿Qué? -Levanté la cabeza un momento. ¿Triste por qué? ¿De qué demonios estábamos hablando? Intentaba concentrarme en la conversación. Los disparos, pensé-. Bueno, ya sabes, me gustaba esa chica -dije-. En fin, me gusta. Era como una niña… es una niña. Era una buena chica.
– ¿Qué quieren que hagas? ¿Que cubras algún reportaje en su lugar?
Di una calada profunda al cigarrillo y entonces recordé que no habría debido encenderlo. Pero era demasiado tarde, me estaba sentando de maravilla: ese humo balsámico dentro de mí mientras se me secaba el sudor de la espalda. Exhalé agradecido. A través de la nube de humo vi a Bob sentado inmóvil en el despacho de redacción. Me estaba mirando. Permanecí clavado en mi silla y desvié la mirada.
– Sí, exacto -respondí-. Tenía una autorización para la ejecución de Osage esta noche.
Tras el comentario hubo otra pausa. Una pausa más enojada que si yo fuera el juez. ¿Cómo podía ser que no hubiera oído los disparos?, reflexioné. Estaba en el aparcamiento justo al lado de la tienda. Volví a dirigir la vista hacia la copia. Arranqué de un tirón otra hoja y la dejé sobre la mesa.
– Bueno, al fin y al cabo eso es lo que te gusta, ¿no? dijo Barbara secamente. Era una mujer muy seca también, mi esposa-. Supongo que pensarás que es demasiado divertido como para perdértelo.
– ¿Qué? -pregunté, buscando el testimonio de Larson.
– Bueno, quiero decir que podrían llamar a otra persona, Steve. Tú has estado trabajando todo el fin de semana.
– Mira, no se…
Esto no iba bien. Así me resultaba imposible concentrarme. Necesitaba tiempo para leer el trasunto con detalle.
– Oye proseguí, te diré lo que vamos a hacer. No tengo que ir a la penitenciaría hasta las cuatro y de hecho ya tengo toda la información que necesito. Podría venir y recoger a Davy ahora para llevarlo al zoológico y volver a casa sobre las tres, ¿de acuerdo?
– ¿Y qué pasa con su siesta?
– ¿Qué?
– Se supone que tiene que dormir un poco justo después de comer.
Me llevé la mano que sostenía el cigarrillo hasta la frente y me froté la cara intentando pensar. Mis ojos se habían desviado una vez más hacia el documento.
– Su siesta -repliqué.
Fiscal: Señora Larson, antes de que Frank Beachum se pusiera detrás de su coche, ¿se apercibió de algo que le pareciera poco común?
Testigo: No, de nada.
Ya está, pensé, el fiscal le hará la pregunta directamente para cargarse el argumento de la defensa.
– Se pone muy nervioso por la tarde si no echa una siestecilla -comentó Barbara.
– Sí, ya, bueno. ¿No puede tomar un poco de café o algo?
– Steve, tiene dos años, recuerda.
– Sí, sí, era una broma.
– Ah -Barbara no tenía ningún sentido del humor. Suspiró. Era la típica madre pesada y obsesionada-. De acuerdo, mira…
Fiscal: ¿No oyó ningún disparo, ningún grito?, leí.
Miré hacia arriba mientras mantenía el dedo marcando el punto. El cigarrillo, pintado ahora entre mis labios, envió una línea de humo directa hacia arriba que me obligó a entornar los ojos.
– ¿Cómo? pregunté.
– Decía que vuelvas a casa tan pronto como puedas. Se acostará más temprano esta noche y ya está.
– Bien, perfecto. Estaré ahí dentro de media hora.
– No sé por qué tenías que ir al periódico en tu día libre.
– Lo siento, ha sido un error estúpido.
– De acuerdo -dijo Barbara severamente-. Dentro de media hora estará listo.
– Magnífico. Allí estaré.
Colgué el auricular del teléfono.
Al fin pude reclinarme tranquilamente en la silla, poniendo los pies encima de la mesa. Me puse a estudiar la copia con los ojos entornados y mordisqueando el cigarrillo.
– ¡Es la hora del café! -gritó Bridget.
Entró como Pedro por su casa con una endeble bandeja de cartón llena de donuts y vasos de plástico. Depositó una taza enorme encima de la mesa justo detrás de mis zapatos.
– ¡Oh! -exclamó, ladeando la cabeza en dirección al cigarrillo-. Cada vez hay más trabajadores en la oficina que insisten en no inhalar humo de segunda mano.
– Sí, bueno, también hay cada vez más escoria a la que le importa un bledo -repliqué-. Gracias por el café, eres un encanto.
– ¿Acoso sexual? ¿Has olvidado las normas? preguntó moviendo el dedo que apuntaba hacia mí.
– Nunca se sabe.
– Odio mi trabajo, Ev.
– Lo sé, cariño.
Con una sonrisa tirante reanudó su camino llevándose la caja del desayuno.
– Pensaba que era tu día libre dijo por encima del hombro.
– Lo era. ¿No ves los pies encima de la mesa?
Eso la hizo reír. Sus mejillas pecosas se sonrojaron de repente pareció diez años más joven, pobrecilla. La mayoría de las veces, su presencia frenética y hostil esparcía tal dolor de estómago a su alrededor que nadie podía soportarla. Incluso a mí me hacía sentir mal algunas veces. Y eso era porque no sabía absolutamente nada de la naturaleza humana. Creía que yo era un sólido hombre de familia y un buen marido y padre. Como estaba soltera creía que la probidad matrimonial era la principal de las virtudes y, si alguien le hubiera dicho que Winston Churchill había echado una cana al aire, hubiese querido devolver Polonia a los nazis. Me iba a saber mal cuando se enterara de lo mío con Patricia.
Finalmente, solté una bocanada de humo y abrí un poquito el cajón del escritorio para rescatar mi cenicero secreto. Mientras aplastaba el cigarrillo con la mano que tenía libre ya estaba leyendo la copia de nuevo.
Fiscal: Señora Larson, antes de que Frank Beachum se pusiera detrás de su coche, ¿se apercibió de algo que le pareciera poco común?
Testigo: No, de nada.
Fiscal: ¿No oyó ningún disparo, ningún grito?
Testigo: No. De todos modos no habría podido oír.
Fiscal: Dice que no habría podido oír pero usted estaba justo al lado, en el aparcamiento. No cabe duda de que habría podido oír si alguien gritaba o el ruido de los disparos, ¿no cree?
Sí, pensé, claro que sí.
Testigo: No. Era un día muy caluroso. Tenía puesto el aire acondicionado y todas las ventanas estaban cerradas. Además llevaba la radio encendida. Hubiera podido oír la bocina de un coche en la calle o algo parecido, pero dudo que hubiera podido oír lo que pasaba dentro de la tienda, fuera lo que fuese.
Fiscal: Gracias, señora Larson.
Sí, pensé, muchas gracias. La silla chirrió estrepitosamente cuando puse de nuevo los pies en el suelo. Volví a dejar el trasunto en la caja y le di una palmadita satisfecha. Miré el reloj, me levanté y alcé la mano en dirección a la sala de redacción.
– Me voy a casa un rato -grité-. A las cuatro estaré en la penitenciaría.
Otro misterio incomprensible quedaba resuelto, pensé, y todavía me quedaba un montón de tiempo para llevar a Davy al zoológico.