173015.fb2 Ensayo De Una Ejecuci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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4

Antes de que Bonnie y Gail llegaran, sonó el teléfono en la galería de la muerte. Benson lo cogió.

Frank Beachum lo observaba. Estaba sentado a la mesa, tomando el almuerzo. Un bocadillo de jamón. Jamón sobre una rebanada de pan blanco con mostaza. Lo masticaba, mirando a Benson, pero no le sabía a nada.

Frente a su escritorio, fuera de la celda, Benson permanecía sentado con el auricular al oído.

– De acuerdo -asintió.

Se levantó y avanzó hacia los barrotes, acercando el auricular a Frank. EI hilo vibraba como si estuviera tendido a lo largo de la habitación.

Frank tuvo que levantarse y poner la mano a través de los barrotes para coger el teléfono. Tuvo que ladear la cabeza y pegarse a los hierros para poder escuchar.

– Tu abogado -aclaró Benson, Volviendo a su mesa.

Frank asintió secamente.

– Sí -dijo en voz baja.

Intentó fortalecer su ánimo, pero sin éxito. Sabía que, de hecho, no había esperanza alguna, pero cuando el teléfono sonaba, cuando el abogado llamaba, sentía que un nudo acelerado de terror le subía por la garganta y la lengua, y la espalda le dolía y le tiraba. Entonces sabía que se abrazaba a una esperanza.

La voz tensa, juvenil y -Frank pensó- desventurada de Hubert Tryon surgió al otro lado de la línea.

– ¿Frank?

Frank cerró los ojos y no respondió. No preguntó. No quería saber.

– Todavía no ha llegado -prosiguió Tryon-. Pero el escribano dice que tiene que llegar de un momento a otro. No quería que pensaras que me había olvidado de ti.

Frank miró el reloj de la pared. Era casi la una, pero eso no surtió efecto alguno en él. Simplemente se quedó mirando reflexivamente el reloj, sin ver nada.

– ¿Frank? -inquirió Tryon.

– Sí, sí, estoy aquí.

El dolor de la espalda empeoraba cuando se relajaba, pero se sintió aliviado al enterarse de que todavía no había respuesta a la apelación. Aún quedaban esperanzas. O, al menos, se podía sentir como si aún quedaran esperanzas.

– ¿Cómo lo llevas? -preguntó el abogado.

– Bien, bien, ya sabes -contestó Frank.

– Sí -asintió Tryon-. Bueno, mira, tengo que decírtelo, Frank. Tom me pidió que te lo dijera. Tengo que ser honesto. No hay mucho que esperar por aquí. ¿Entendido? Bueno, siempre queda alguna oportunidad, pero los del departamento ya han oído todo estoy no tiene buena pinta. Tom quería que estuvieras prevenido.

– Sí, lo sé -observó Frank tragándose el gusto amargo.

– Tom está citado con el gobernador a las cinco en punto.

– De acuerdo.

Hubo una pausa y Frank pudo percatarse de la inquietud de Tryon al otro lado del hilo.

Finalmente, Tryon explotó.

– Frank, esto no tiene buena pinta. Ni con el gobernador. Tienes que estar preparado para ello. Tienes que mentalizarte para lo peor.

– Sí -consintió Frank de nuevo. Le resultaba difícil decir mucho más. Le habría gustado poder hacerlo, pero cada palabra parecía pesar una tonelada-. Estoy preparado. Todo lo preparado que puedo estar.

Hubo otra pausa mientras el pobre Hubert se concentraba para poder continuar.

– Tom dice… Tom dice que el gobernador se encuentra en una posición difícil. Ya sabes… todo lo que piensa la gente sobre la pobre chica. Y, además… bueno… siempre ha prometido ser duro con el crimen. No hay mucho que hacer. Tú no estás… Tom dice que si le pudiera decir hasta qué punto estás arrepentido… -Tryon suspiró. Al fin lo había soltado.

Frank pronunció las palabras fatales.

– Yo no lo hice.

Lo entiendo, lo entiendo, y Tom también lo entiende -prosiguió Tryon rápidamente. Tryon, observó Frank, andaba con pies de plomo para no decir que le creía. Todos los abogarlos habían tenido cuidado con eso-. Pero el gobernador analizará la cuestión así: «Ey, ese hombre ha sido condenado, ¿no? ¿Cuál es el problema ahora?». Bueno, ya sabes. Yo sólo pretendo explicarte su posición. Nadie quiere que confieses algo que no has hecho, pero yo te explico a lo que Tom va a tener que enfrentarse.

Al día siguiente, él estaría en casa, pensó Frank. Cuando todo esto se hubiera acabado. Hubert Tryon estaría en Jefferson City, en casa con su mujer. Se llamaba Melinda, y se sentarían a la mesa de la cocina iluminada por la luz que entraba por la ventana. Hablarían de ello, de él, o de cómo Hubert se sentía al respecto. «¡Dios! -exclamaría Hubert-. Cuando se pierde uno es realmente una pena.» Y su mujer se acercaría y le tomaría la mano. Y, así, poco a poco, dejarían de hablar de él. Poco a poco olvidarían su muerte, con el tiempo, a medida que pasaran las horas. La muerte quedaría relegada en el espacio por el correo diario y las llamadas de cada día y los programas de televisión y las dudas sobre qué preparar para comer. Al oír su voz, la voz de Tryon, Frank podía percibir todo aquello, podía descubrir el mundo de Tryon, una extensión verde y luminosa, conectada con él mediante el cable en espiral del teléfono. Y podía observar la espantosa celda que le rodeaba, escueta y blanca, y cómo cada átomo de la misma encadenaba, como hombres a la rueda de un molino, a las manecillas del reloj que giraban implacables sin cesar. ¿Cuántos metros había entre un lugar y otro, entre donde estaba Tryon y donde estaba él? No demasiados. Si no hubieran paredes, la distancia sería bastante corta.

Al escuchar la voz del abogado, Frank podía sentir cuán cerca estaba aquel hombre de su vida y de su libertad. Y si hubiese creído que podía pronunciar alguna palabra, verdadera o falsa, y así cruzar la frontera del mundo tapiado de su celda mortal hasta la mesa de cocina iluminada por una ventana abierta, seguramente lo habría hecho. ¿Confesar? ¿Expresar remordimientos? ¡Por todo los santos! ¡Claro! ¿Qué diablos le importaba a él si lo que decía era verdad o mentira? ¿Qué era aquello comparado con diez minutos sentado a la mesa de la cocina con Bonnie? Viendo cómo ella servía una taza de café o cualquier otra cosa. Hablando sobre el papel de la habitación o sobre algo parecido.

Pero Frank sabía, porque le había dado muchas vueltas en la cabeza, y estaba casi convencido de que, dijera lo que dijese, el gobernador le dejaría morir de todos modos. Una vez habló sobre el tema con el abogado principal del caso, Tom Weiss, y hasta él había reconocido que el gobernador no era el tipo de persona que condonaba la pena de un asesino por el hecho de que éste pidiera perdón. Y si Frank confesaba y le mataban, ¿qué le quedaría entonces? ¿Qué les quedaría a Gail y a Bonnie? No sólo su confesión, sino también su cobardía. El intento lastimoso de salvarse a sí mismo. La incertidumbre de su hija sobre si era cierto o…

– Yo no lo hice -declaró por teléfono-. No puedo decir que siento algo que no hice.

No dijo más. El peso de las palabras le resultaba excesivo para continuar. Por otra parte, si explicaba sus razones al abogado, éste podía intentar discutir con él, persuadirle de que aceptara la oportunidad principal, la única que tenían. Eso era lo que hacían los abogados; lo hacían maquinalmente, por instinto. Y Frank no sabía si era capaz de oponerse a algún tipo de persuasión en ese momento. Así que no dijo más.

– No, por supuesto, de acuerdo respondió Tryon. Escucha, te llamaré cuando sepa algo de la apelación. Será dentro de una media hora, como ya te he comentado. Mientras tanto, si necesitas algo tienes el número de mi busca y…

Tryon continuó hablando, pero Frank ya no le escuchaba. Miraba a Benson. Benson se había levantado de nuevo y miraba la puerta de la galería de la muerte. La puerta de la galería de la muerte empezó a abrirse. Frank sostenía el auricular del teléfono con una mano y oía la voz del abogado, pero no tenía sentido; era incapaz de captar el sentido de su voz. La puerta se abrió un poco más y Gail entró en la sala, sus ojos le buscaban con ansia. A continuación, Bonnie y el reverendo Flowers cruzaron el umbral.

Frank deseó haber tenido más tiempo para prepararse para ellas, para verlas, para preparar su mente. Sin embargo, a pesar de haberlas visto ayer y anteayer, no sabía si alguna vez habría conseguido prepararse lo suficiente para aquello, para el sentimiento de aquella última vez. Gail esbozó una sonrisa emocionada al verle y se echó a correr hacia los barrotes de la celda. Bonnie la siguió con pasos inestables, mirándole a los ojos, intentando sonreír y, sin embargo, llorando ya en su fuero interno.

– De acuerdo -masculló Frank por teléfono sin saber qué decía-. De acuerdo.

Y alejó el auricular pasándolo por entre los barrotes.

– Estaré fuera si me necesitáis -indicó Flowers.

Nadie le presto atención. Se dio la vuelta y salió.

Bonnie y Gail se acercaron a la celda.

– ¡Hola, papá! Te he traído un dibujo -saludó Gail.

Frank no se percató del momento en el que Benson recogió el auricular, pero al cabo de un instante agarraba los barrotes de la celda con ambas manos mirando con ojos de miope a sus dos chicas, luchando por contener las lágrimas y pensando resiste, resiste, resiste, intentando contenerse y diciendo:

– ¡Ey! ¡Eso es magnífico, genio! Espera un minuto a que os dejen entrar para que lo vea bien.

Benson se movió penosamente despacio, o esa fue su impresión. Desconectó el cierre eléctrico de la pared, y se acercó lentamente a los barrotes para desbloquear el cerrojo mecánico. Bonnie no alejó la mirada de los ojos de Frank en ningún momento y él suspiraba por ella en la celda sin dejar de pensar resiste, resiste, resiste. Si se dejaba llevar, las lagrimas no tendrían fin.

Finalmente, los barrotes se abrieron y Gail entró como un relámpago, abrazando con fuerza las piernas de Frank. Bonnie seguía sonriendo al entrar, pero por dentro se deshacía en lágrimas, conteniendo los labios, con la cara cansada y congestionada.

Frank puso las manos sobre la cabeza de su hija y, durante unos instantes, se sintió aturdido con olores imaginados: olor a hierba, a carbón vegetal y a aire fresco. Casi podía oír al bebé Gail golpeando el cubo de arena con su pala. La niña le soltó las piernas y dio un paso hacia atrás.

– Mira mi dibujo, papá -profirió.

Bonnie se acercó a él, le abrazó, apoyó la cara contra su hombro y rompió a llorar. Él la oía llorar. Gail, mostrando su dibujo, interrumpió:

– Mira. Son pastos verdes, papi. ¿Lo ves? Y esto es el cielo azul. Lo he hecho en el motel, pero todavía no está acabado.

Picó de pies impacientemente mientras Frank abrazaba a su madre, que seguía llorando. Frank apartó unos momentos la voz de su hija en la distancia mental para abrazar con fuerza a su esposa, con las manos en los hombros suaves de ella. Podía sentir cómo su cuerpo se tranquilizaba y su corazón palpitaba al llorar. Sabía que sólo lo hacía con él, sólo se abandonaba cuando estaba con él. El resto del tiempo utilizaba toda su fuerza para mantener las riendas de sus vidas juntas, la de ella y la de Gail.

Todo mejorará, pensó Frank, cogiéndola con fuerza. Todo mejoraría para ella cuando aquello hubiese acabado. El suspense terminaría. Y la distracción. Ya no tendría que importunar a más abogados, ni escribir a los senadores, ni al departamento del gobernador. La tensión de mantener vivos los lazos del matrimonio a través de los barrotes se disiparía. Tras la noche de hoy, en las próximas semanas, poco a poco todo habría concluido. En ciertos momentos le había preocupado e incluso desesperado que ella tuviese que vivir, tuviera que continuar viviendo después de su muerte. Pero ahora ya no le enojaba. Al igual que con el abogado Tryon, podía imaginarla durante un segundo en su vida futura. En alguna sala de estar bien iluminada, en un futuro sin él, diciendo: «Mi difunto marido…». Llevándose una taza de café a los labios. Diciendo: «Mi primer marido…», sin llorar más por ello. Eso sería mejor, pensó. Alejó sus propias lágrimas con una fuerza casi salvaje, con una plegaria salvaje deja que se comporte de forma que el recuerdo que a ella le quede sea bueno, no importa lo que él sienta. Deja que se comporte de forma que, cuando todo haya acabado, ella se sienta mejor.

– Vamos, niña grande, vamos -observó, dándole unas palmaditas en la espalda.

– Mira, papá. Mira mi dibujo -interrumpió Gail-. Todavía no está terminado.

Frank forzó un guiño por encima del hombro de su mujer.

– Venga, venga. Sólo me voy a la tierra de los sueños. Y pondré la mesa para ti, eso es todo. No vamos a ponernos tristes por eso, ¿verdad? -mintió Frank en voz baja, murmurando al oído de Bonnie-. No vamos a tener miedo, ¿de acuerdo? Porque los dos sabemos adónde voy. Voy a guardaros un lugar en la mesa. ¿Entendido?

Siguió dándole ánimos, con un murmullo constante. Conocía a su mujer. Sabía que, en cuanto pudiera, intentaría sentir lo que se suponía que debía sentir en lugar de lo que sentía en realidad. Se suponía que debía sentir que él se iba al cielo y que, por lo tanto, todo iría bien, y él sabía que ella intentaría con todas sus fuerzas sentir lo que él le recordaba. Imagino que eso le llenaría todas las podridas horas que quedaban, así que le murmuró las palabras una y otra vez. Podía sentir que eran las palabras adecuadas. Pensó que Dios le dictaba lo que debía decirle. Pero se sentía terriblemente solo. Tenerla ahí, abrazarla, querer decirle todo lo que guardaba en su corazón y, sin embargo, estar consolándola de aquella manera. Era peor que antes de que ella llegara. La soledad. Era insoportable tenerla entre sus brazos. Estaba en una celda con las únicas personas que había amado en este mundo, y hablar de ese modo hacía que se sintiera tan distante de ellas como un astronauta a la deriva. Negro, un vacío negro en su interior. Como un mar negro. Nada que hacer excepto esperar en la inmensidad vacía que pasara el aire. La abrazó con fuerza. Si hubiera podido llorar en su hombro, si hubiera podido abrazarlas a las dos y sollozar y decir cuánto las amaba y hasta qué punto estaba aterrorizado y encolerizado por la injusticia de todo aquello… Si hubieran podido llorar a mares y estallar sinceramente todos juntos, tal vez hubieran traspasado la intolerable distancia entre su cuerpo condenado y sus cuerpos en vida. Así, al menos habría podido disfrutar de verdad esos últimos momentos.

Sin embargo, así le recordaría, desesperado, llorando, y eso no sería bueno para ellas. No habría paz. Aquello era mejor, pensó. Y continuó.

– ¡Ey! No estemos tristes -repetía sin cesar-. Voy al lugar ideal, Bonnie, tú lo sabes. No estemos tristes.

Al fin, el sistema funcionó. Al cabo de unos instantes, el cuerpo de Bonnie pareció recobrar energía. Podía sentirlo. Bonnie dejó de abrazarle con tanta intensidad, se echó un poco hacia atrás e intentó sonreír a través de las lágrimas.

– ¿Podemos estar un poco tristes? -preguntó.

Frank emitió un ruido que esperaba sonara como una risa natural.

– Bueno, sólo un poco. Porque soy un tipo tan magnífico que seguro que me echarán de menos durante un tiempo.

La respuesta hizo que ella moviera la cabeza, que luchara para hacerle comprender con la mirada el hombre magnífico que sin lugar a dudas ella creía que era. Pero eso no era bueno. Si continuaba así, ella cedería de nuevo. Así que se separó un poco de ella, rodeándole aún el hombro con el brazo y se giró para mirar a Gail. La cara pálida y preocupada de la niña miraba hacia arriba mientras sostenía el dibujo frente a ella con ambas manos.

– Bueno, veamos este dibujo -indicó-. ¿Qué has dicho que era?

– Son pastos verdes. Todavía no lo he acabado -respondió Gail, enseñándole la hoja de periódico mostrando los horribles garabatos.

Frank iba a ponerse en cuclillas para mirar el dibujo atentamente, paro el teléfono sonó de nuevo en la mesa de Benson. Frank y Bonnie se giraron para mirarlo, con los labios tensos. Gail siguió sus miradas.

– Dejaré que mi secretaria lo coja -comentó Frank con voz severa.

– Quizá sea la apelación -observó Bonnie. El tono de su voz estremeció a Frank. Como si la apelación lo solucionara todo, como si fuera lo único que estuvieran esperando-. Seguro que sí -prosiguió-. ¿No crees? Debe ser Weiss o Tryon. Quizá sea la apelación, el aplazamiento de la sentencia. ¿No crees?

– No, no, Bonnie. Bonnie, escucha -arguyó Frank.

– Tu abogado otra vez, Frank -interrumpió Benson. Avanzó hacia la celda con el auricular en la mano tendida.

Frank se tornó hacia su hija.

– Aguanta el dibujo un momento, genio. Tengo que hablar un minuto con mi abogado. Este lugar… bueno, la acción nunca cesa.

La niña esbozó una sonrisa por la broma de papá. Bonnie permaneció inmóvil, mirando el auricular, mirando como lo haría un náufrago ante lo que podría ser un movimiento entre la niebla. Frank se acercó a los barrotes, al aproximarse para coger el teléfono, sus ojos se encontraron con los de Benson. El oficial de guardia era un hombre duro y sus rasgos permanecían impasibles, pero Frank conectaba con él. Por un momento tuvo la impresión que los dos comprendían, comprendían la situación, el procedimiento, la forma en que todo pasaría, metódica, paso a paso, cada uno cumpliendo con su trabajo. Benson y él estaban allí, juntos. Pero Bonnie y Gail no.

Se inclinó hacia los barrotes y se llevó el teléfono al oído.

– Sí -dijo.

– Soy Hubert, Frank. Hemos perdido.

A pesar de saber lo que iba a ocurrir, su estómago se desplomó como el de un ahorcado. Carraspeó un momento.

– Entendido -contestó.

– Nos lo comunicaron justo después de hablar contigo. No han aceptado ningún argumento, y el fallo de Herrera nos ha cortado las alas por todas partes -Frank oyó el suspiro de Tryon. Cerró los ojos, apoyando el hombro contra los barrotes-. Estamos buscando la fórmula para apelar al Supremo, pero… Y Ted está citado con el gobernador dentro de pocas horas.

– Sí -fue todo lo que Frank pudo pronunciar-. Entendido.

– Sí -respondió Tryon con su voz aguda-. Lo siento, Frank. Vas a tener que prepararte para lo peor. No te voy a engañar.

– No -contestó Frank secamente.

En medio de una oscura confusión, intentaba convencerse de que era real, de que iba a ocurrir, tragarse lo que le acababan de decir. Pero al mismo tiempo pensaba: Todavía nos queda el gobernador. Todavía nos queda el gobernador. No porque lo creía, sino porque el peso de la muerte era imposible de soportar.

– De acuerdo -manifestó tras un largo silencio-. Gracias.

– Lo siento de verdad, Frank.

– Sí.

Devolvió el teléfono a Benson y permaneció aferrado a los barrotes, dando la espalda a su familia. Observó cómo el oficial de guardia llevaba el teléfono despacio por la sala, mientras el cable enrollado se aflojaba y se arrastraba por el suelo. Esperaba que le subiera la sangre a la cara antes de girarse, pues se había sentido palidecer cuando Tryon le había comunicarlo la noticia.

Entonces se giró. Bonnie estaba ahí, mirándole, con los ojos húmedos. esperanzada. La mirada pequeña y preocupada de su hija iba de uno a otro sin cesar, presintiendo un acontecimiento. Frank volvió a desear que nunca hubieran venirlo, que nunca se hubiera casado, no haber tenido ninguna hija y pasar solo por todo aquello. Paso a paso. Cada uno cumpliendo con su trabajo. Pasar por todo aquello solo, le parecía más sencillo. Frunció los labios.

– Lo siento -se disculpó con voz ronca. Soy un tipo muy conocido por aquí, ¿qué más puedo decir?

– ¿Hay algo…? -preguntó Bonnie.

Frank hizo un movimiento con la mano.

– No, todavía no se sabe nada. Ya sabes cómo son estas historias legales. Tardan una eternidad.

Bonnie se mordió los labios y asintió. Frank se acercó a ella, esbozando una sonrisa forzada. Se puso en cuclillas frente a su hija. Se puso derecha y levantó el rostro. Movió la mano en el extremo del dibujo, sosteniéndolo frente a él.

– Bueno -anunció Frank-, echémosle un vistazo a esa obra de arte.