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No miré a Bob, sino que me fui derecho a la sala de suministros. Ni siquiera miré de reojo al despacho de redacción. Lo último que deseaba era toparme con el marido agraviado. Entre otras cosas, ya eran las tres menos diez, y tenía que ponerme en camino al cabo de diez minutos si quería llegar a tiempo a la prisión. Luther Plunkitt se había tomado molestias para complacernos con la entrevista, pero si llegaba tarde, tal como estaban las cosas, me negaría la entrada.
El plan era coger unos cuantos cuadernos de notas y salir de allí tan deprisa como pudiera. Atravesé la sala, bordeando la pared. Mark Donaldson, otro mercenario cazanoticias, alejó la vista del periódico al verme pasar y empezó a hacerme señas para que me detuviera y contarme no sé qué rumores sobre Michelle. Hice una mueca nerviosa y seguí mi camino. Podía ver a Donaldson mirándome, mojándose los labios, preguntándose qué ocurría. Imaginé que no pasaría mucho tiempo antes de que se enterara, antes de que todo el mundo se enterara.
Unos segundos más tarde, empujé la puerta de la sala de suministros y entré. La sala no era mucho más grande que un aseo. Un espacio estrecho con estanterías metálicas a cada lado. Llegaban al techo y estaban repletas de cuadernos y cajas de bolígrafos, cintas para las impresoras, papel y demás. No creía que me dejaran entrar con una grabadora en la casa de la muerte, así que quería llevar suficientes cuadernos para todo el día. Cogí dos de una hilera y me los guardé en el bolsillo trasero. También tomé un par de Bics de una caja y los pincé en el bolsillo de la camisa.
Fue entonces cuando me di la vuelta y me encontré cara a cara con Bob Findley.
Oh, oh, pensé.
Había entrado en la pequeña habitación silenciosamente. Estaba de pie en el umbral de la puerta. Su rostro rosado permanecía rígido y sin expresión y yo estaba muerto en sus ojos, podía verlo. Tenía la mano apoyada en el picaporte de la puerta de suministros. Entró y la cerró. Había aproximadamente un metro entre nosotros y no quedaba espacio para pasar por ningún lado.
De hecho, durante un par de segundos, temí que Bob se abalanzara sobre mí. Habría sido una escena divertida: dos adultos educados, con estudios universitarios, luchando a brazo partido en la sala de suministros mientras caían los bolígrafos de las estanterías y los papeles volaban. Sin embargo, rápidamente pude darme cuenta de que no se trataba de eso. Bob era un hombre civilizado, moderno y atento. No iba a aporrearme. No cuando podía torturarme lentamente hasta la muerte.
Se sonrojó, pero esbozó una sonrisa. Una sonrisa triste de desconfianza, de estupefacción moral. Movió la cabeza y habló en tono suave y controlado, propio de él.
– Sabes, no sé qué decirte -explicó-. Todo el día, toda la noche, he estado pensando en lo que quería decirte.
¿Y tenía que decirlo ahora? ¿Pero qué podía hacer yo? Levanté una mano la dejé caer a un lado.
– Lo siento mucho, Bob, de verdad.
Una risa silenciosa explotó a través de sus labios.
– Mira, no creo que lo sientas. De hecho, no creo que seas capaz. De sentirlo. De sentir algo por los demás.
– No, no, de verdad. Me sabe mal, me siento mal -me excusé.
Frunció el labio, convirtiendo la sonrisa en un ademán de desprecio. Me miró como si oliera mal. Permaneció de pie, con sus pantalones caquis, su camisa azul y su alegre corbata de color rosa. Una mano en el bolsillo y la otra a un lado, abriendo y cerrando el puño. Deseé que me atestara un golpe. Sería más rápido, y yo tenía prisa.
– Bien, me alegro de que te sientas mal, Steve -profirió en tono amargo-. Pero no creo que lo entiendas. Me refiero a que quiero saber por qué.
Estas últimas palabras le salieron del alma, se le escaparon -si alguna vez se le escapaba algo-; si alguna vez permitía que se le escapara algo sin previa consideración, esas palabras lo habían hecho.
– ¿Por qué? -repetí.
Alejó la mirada, moviendo de nuevo la cabeza. Creo que lamentaba haberlo preguntado.
Pero yo hice lo que pude para darle algún tipo de respuesta.
– Estas cosas, bueno, ya sabes. Son cosas que pasan. Me sentía solo. No reflexioné. Fue una especie de impulso, como…
– ¡Dios!
Con un gesto típicamente juvenil, se apartó un mechón grueso de la frente y, al hacerlo, con el poco espacio que había, tocó con el codo una de las estanterías, que vibró amenazadora, sacudiendo una caja de bolígrafos. No había subido el tono de voz, pero de repente sus ojos parecían atormentados y húmedos.
– ¿Creías que me refería a ti? -inquirió-. ¿Crees que quiero saber por qué lo hiciste tú?
– No sé, yo…
Una gota de sudor se deslizó por la parte posterior de mi cuello. ¿Qué hora debía ser? No me atrevía a mirar el reloj.
– Quiero saber por qué lo hizo ella. Contigo. ¡Dios! No puedo imaginar en qué debería estar pensando. Fue sólo por… ¿sexo?
No respondí. Aguantaba mi propio peso con un pie y luego con el otro. Me sentía avergonzado, a decir verdad. No podía decirlo, como siempre, no estaba seguro, no sabía qué parte de su emoción era real y qué parte sólo un montaje, un espectáculo dramático, una manera de maltratarme con su dolor. ¿Era posible, me pregunté, que estuviera realmente perdiendo el control?
Le observé durante un par de segundos más y pensé que quizá sí. Que tal vez se había pasado todo el día y toda la noche sentado pensando en ello, conteniéndolo, y ahora, ahora, maldita mi suerte, cuando más prisa tenía por salir, ya no podía aguantarse. Quería saber. Por supuesto. Esa era la cuestión. Tenía que serlo. Debía de odiarse por hacer aquello, por preguntármelo tan a las claras, pero quería saber, tenía que saber. La base. La clave. ¿Estuvo bien? ¿Nos fue bien a Patricia y a mí en la cama? ¿Fue mejor que con él? ¿Acaso ella había hablado de él? ¿Acaso ella me había contado las pequeñas fantasías que le gustaban a él? ¿Nos reímos de él antes de que la penetrara y la volviera loca de placer?
– No mentí-.No, por todos los santos. No fue nada apasionado. No fue nada de eso.
Vi la sombra del alivio cruzar su rostro, pero desapareció rápidamente.
– ¿Entonces? preguntó, con más urgencia, con más desesperación de la que habría deseado-. Ella no te quiere.
– No, por supuesto que no.
Volvió a esbozar una sonrisa triste, pero sus labios temblaban.
– No puede pensar que seas bueno para ella, por el amor de Dios. O que le seas fiel. Que pudieras estar allí para ella, o que la ayudaras con su trabajo, o intercedieras con sus padres, o que tuvieras hijos con ella, o la ayudaras a educarlos. Es imposible que piense que pudieses ayudarla a crecer y a desarrollarse como ser humano.
Me eché a reír antes de poder contenerme.
– No, supongo que no podría pensar algo así -dejé de reír al ver su expresión. Carraspeé-. No dije en voz baja-. No lo piensa. Estoy seguro.
Me miró con una especie de vacío que rozaba la inocencia, que parecía inocencia, en cierto modo. Sus ojos estaban secos. Oscuros. No me reflejaban, como si yo no estuviera ahí. Y sentí, con claro malestar, cuán estúpido, cuán peligroso era convertir a un hombre como Bob en tu enemigo.
– Tú tienes una esposa. ¿Ella no…? -empezó a decir con una voz que sonaba apagada, como si estuviera en trance-. ¿Se limita a tolerarlo? ¿Le gusta que sea así? -Esa sonrisa terrible destelló en sus labios-. Quiero decir que, quizá, la tomo demasiado al pie de la letra. ¿Eres como su padre? ¿Acaso debería de comportarme como ese bastardo se comportó con ella? Ella dice que quiere algo…
– ¿Mi esposa…? -pregunté-. Lo siento, no…
– Me refiero… ¿qué es lo que quieren?
– ¿Quiénes? ¡Ah!
Se refería a las mujeres. Habíamos llegado a ese nivel de conversación. Afortunadamente, sin embargo, yo no estaba lo suficientemente bebido como para empezar a especular sobre lo que querían las mujeres. Así que me limité a alzar una mano indefensa otra vez.
– Mira, Bob, tengo que irme.
La rabia le atravesó el rostro como un rayo y desapareció como un rayo.
– Es por la entrevista. En la prisión -aclaré rápidamente. Miré el reloj-. ¡Dios! -Eran más de las tres-. Voy a llegar tarde si no me apresuro.
Al cabo de un momento, Bob asintió y respiró profundamente. No dijo nada. Me miraba de una manera fantasmal, me borraba del mapa de una forma escalofriante con su mirada. Pero no dijo nada en absoluto.
– Bueno… -indiqué.
Se giró sin decir palabra, apoyando la espalda contra las estanterías. Dejando la vía libre hasta la puerta. Pasé, a pesar del poco espacio que había, por delante de el y empujé la puerta mientras él permanecía inmóvil y en silencio.
Pero no podía dejar las cosas así. Por mucho que tuviera que irme,por mucho que quisiera irme, no podía dejar las cosas de aquella manera.
Me di la vuelta, aguantando la puerta.
– ¿Cómo lo descubriste? -pregunté.
– Ella me lo dijo -respondió.
– ¿Ella…?
– Dejó tus cigarrillos en un cenicero junto a su mesita de noche. Fue su forma de contármelo.
Creo que me quedé mirándole boquiabierto. Me sentía como si me hubieran chantajeado y creo que, durante unos instantes, me quedé ahí embobado. Yo mismo había limpiado los ceniceros todas y cada una de las veces. Siempre los había vaciado en el lavabo. Patricia había tenido que recuperar las colillas de alguna forma, esconderlas, y volverlas a poner en el cenicero ella misma. Lo que encajaba perfectamente, por supuesto. Porque se trataba de Bob, siempre había sido cuestión de ella y de Bob. Habría podido utilizar a cualquiera para hacerle esto. Para enviarle el mensaje, fuera cual fuese. Habría podido utilizar a cualquiera. Pero me había tocado a mí.
Cuando dejé de mirarle boquiabierto, asentí. Bob permaneció inmóvil, con la espalda apoyada contra las estanterías, sus ojos mirando a la nada. Le dejé ahí y crucé corriendo la sala de redacción, cerrando la puerta de la sala de suministros detrás de mí.