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¡Oh! ¡Tú, Tempo de los Dioses! ¡Tú, coche! ¡Coche de los coches! Yo te pregunto: ¿acaso hay algo en este mundo que un hombre no pueda conseguir cuando él y su automóvil se convierten en uno? Ese viaje a la prisión de Osage fue, sin lugar a dudas, lo mejor que me ocurrió en todo el día. Era la primera cosa buena que me había sucedido desde que había dejado a Patricia por la mañana. El aire por las ventanas. La música en la radio. Los cigarrillos, uno detrás de otro y cada uno me sabía mejor que el anterior. Y la velocidad. Sobre todo la velocidad. Disponía de menos de cincuenta minutos para recorrer un camino de una hora de duración y, cuando entré en la autopista, simplemente arrasé. Y el viejo pájaro voló. Tardó un poco en calentarse, lo reconozco, pero luego voló. El tráfico no importaba. Había bastante tráfico a la salida de la ciudad, muchos camiones retumbando, pegados como elefantes, desfilando. Pero no importó. Los adelanté, pasé entre ellos, implacable, sin aminorar en ningún momento la velocidad, siempre acelerando, tan deprisa que a veces sentía que me vaporizaba y viajaba a través de todos ellos, que los átomos del Tempo vibraban entre los demás. Y la policía tampoco importaba. ¿Dónde estaban los polis? Eran noventa kilómetros de carretera, con detectores de velocidad por todas partes, supongo. Pero ¿dónde estaban? ¿Dónde estaban los polis con sus galas negras, con sus radares? Yo no los vi por ningún lado. Porque no podían verme. He ahí el porqué. Los radares no podían detectarme. Sólo podían registrar un zumbido cuando yo pasaba, un pequeño suspiro verde de luz electrónica. Debe de haber sido el viento, se decían los unos a los otros, debe de haber sido polvo llevado por el viento.
Conecté una emisora de música ligera. Esa música es uno de mis vicios secretos. Como melaza, como un estofado caliente y pesado en un día de ventisca. Me encanta. Andy Williams, sí; Perry Como, Edie Gormet. Yo cantaba con ellos. Canté I Wish You Love a pleno pulmón. Salía de mí. El humo y las canciones salían de mí al mismo tiempo, llenando el coche. Love Is Funny, canté. Y el público se volvio loco. Kilómetro tras kilómetro, cigarrillo tras cigarrillo, canción tras canción. It Must Be Him. Close To you. Los clásicos. Y nadie me dijo no. Nadie estaba ahí para preguntarme cómo podía oír esa música. ¿Y cuántos van con ese cigarrillo? ¡Uff! ¡No! Tampoco había nadie para preguntarme eso. O cómo podía conducir a tanta velocidad. O cómo podía engañar a mi mujer y abandonar a mi hijo. O si Frank Beachum era realmente inocente o si el matrimonio de Bob estaba destrozado por mi culpa. Es posible que la gente que andaba junto a la carretera se hubiera preguntado ese tipo de cosas, tal vez les habría gustado hacerme esas preguntas, quizá levantaran las manos para llamar mi atención. Pero yo ya estaba lejos. Veloz. Ya era recuerdo. No tuvieron ocasión.
Y de todos modos era imposible que los hubiera visto. Habrían formado parte del contorno borroso, la impresión imprecisa del borde de la carretera, del paisaje, una simple textura cambiante, una mancha inconstante y variable de colores en la ventana, barrios bajos, suburbios, tierras de labrantío desdibujándose las unas en las otras. Apenas era paisaje. No tenía tiempo ni de ser paisaje. Era pai… y luego historia. A lo lejos, sólo la carretera enmarañada y las marcas de la calzada engullidas ávidamente por el parachoques delantero de mi automóvil se hacían visibles, aguantaban el ritmo del ojo conductor.
Finalmente, en el fuego de la estela, todo se fundió y yo quedé envuelto por una ausencia continua suave los edificios blancos que rodeaban la prisión. La primera barricada apareció inesperadamente del punto de fuga y llenó el parabrisas un instante más tarde. Había llegado. Mientras Jack Jones y yo terminábamos nuestra interpretación de Polca Dots And Moonbeams, eché una ojeada rápida al reloj. Eran las cuatro menos diez. Había hecho el viaje en cuarenta minutos. Una media, a mi parecer, de setenta y dos mil kilómetros por hora. Aunque quizá se trataba de una de esas cosas de Einstein: tal vez llegué incluso antes de salir de la ciudad.
En un primer momento, la penitenciaría apareció en la línea del horizonte como una silueta de piedra blanca, una de esas formaciones entre un millón. Las paredes bajas y grises, las torres altas. Como si la roca hubiese creado un castillo embrujado de la Europa de fantasía. De pronto, las paredes me rodeaban. Los guardias en sus torres desfilaban encima de mí con sus miradas lentas y giratorias. Los cañones de sus pistolas me sobrevolaban. Había llegado.
Aparqué en la zona acondicionada para los visitantes, en la esquina reservada para la prensa y dejé el busca personas en la guantera para no tener que cargar con él en el interior. Salí del coche y un hombre vestido con un traje negro se acercó a mí. Un hombre alto con un bigote espeso. Se presentó como el responsable de la visita y dijo que me acompañaría hasta la celda.
Le seguí. Me sentía emocionado. El viaje me había despejado la mente y sentía la misma emoción que en la tienda de Pocum. Eso es, me dije a mí mismo mientras pasaba por el centro de control de visitantes. Esto va en serio. La prisión. La casa de la muerte. De la muerte. Ejecución. Brrrrrrrrr. ¡Dios! ¡Me encanta el periodismo!
No cruzamos los bloques de las celdas. Anduvimos por vestíbulos blancos y pasamos por delante de despachos, pero podía sentir la cárcel a mi alrededor de todos modos. Notaba que las paredes gruesas me encerraban. Sentía que me adentraba en aquel lugar como un hombre en aguas profundas. Entramos en un pasillo severo. Una puerta de barrotes se abrió delante de nosotros cuando el guardia nos vio llegar desde una cabina cercana. Al franquearla, los barrotes se deslizaron a nuestra espalda con un ruido sordo y metálico y sentí una sacudida en el estómago. Cada vez más honda. Sin aire fresco para respirar, sin ninguna salida rápida. La prisión parecía cerrarse sobre nuestras cabezas. Intenté mostrarme impasible, pero todo aquello me resultaba estremecedor.
El guía me condujo a través de más barrotes y luego traspasamos una puerta muy pesada hasta llegar a un pequeño patio envuelto por el calor de la tarde. Cruzamos el patio hasta penetrar en otro edificio. La Casa de la Muerte, pensé. La Galería de la muerte. El Ultimo kilómetro. Brrrrrrrrr.
Pasamos por un vestíbulo de ventanales y otra serie de barrotes. Seguimos avanzando y bajando hasta otro vestíbulo, y cada puerta me agitaba el pulso con fuerza. Noté que tenía necesidad de ir al baño, pero no quise preguntar, no quería interrumpir el momento. Llegamos delante de una puerta, al otro lado de la cual se encontraba un guardia sentado. Hemos llegado, pensé. La Galería de la Muerte. Intenté parecer algo cansado e impasible.
Lancé una mirada irónica a mi guía bigotudo.
– Un lugar agradable -comenté-. Recuérdeme que nunca cometa un crimen violento.
Mi compañero me miró sin ninguna expresión.
– Mienten, ¿sabe usted? -observó.
– ¿Qué?
– Los prisioneros. Eso es lo que hacen. Cada palabra es una mentira.
– Todo el mundo miente, amigo -asentí-. Yo sólo estoy aquí para hacerlo constar.
El guardia se puso en pie y abrió la puerta de la galería de la muerte.