173015.fb2 Ensayo De Una Ejecuci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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– Dispone de quince minutos, señor Everett -advirtió el guardia de la galería de la muerte. Por orden del señor Plunkitt. Quince minutos, ni uno más ni uno menos.

No respondí. Miré a mi alrededor. Observé la pared de hormigón rebozada con pintura blanca manchada y cuajada en su superficie áspera. La larga mesa del guarda y el reloj que pendía encima de ella, girando sin cesar. La celda y el destello sombrío de los barrotes bajo los fluorescentes. La mesa emplazada en su interior, cubierta con vasos de papel vacíos y un cenicero de papel de estaño. La cama chafada y arrugada. La desnudez manifiesta del lavabo metálico pegado a la pared posterior. Y el hombre y la mujer. De pie dentro de la celda. Se habían levantado del catre para recibirme, el brazo de él rodeando los hombros de ella. Finalmente, mi vista se detuvo en ellos.

Esto es, me dije a mi mismo. La Galería de la Muerte. Pero no tenía que repetírmelo más veces. La tristeza enfermiza, el miedo enfermizo, era como gas agobiante en la habitación mal iluminada, como miasma que se percibía al respirar.

Estudié la cara de Frank Beachum a través de los barrotes. Debería describir su aspecto en mi historia -una crónica de interés humano-, así que estudié su rostro. Más que nada, percibí abatimiento. Abatimiento, y un terror amortiguado por una incomprensión aturdida. Pero sobre todo abatimiento. O, al menos, así le recuerdo. Rasgos delgados, nudosos y acentuados que habían sido enérgicos pero que estaban agotados, sin fuerzas, sin nada, excepto abatimiento. Con su largo cuerpo que se mantenía erguido por un esfuerzo casi palpable de voluntad, parecía un enfermo de cáncer, una víctima del hambre, un peregrino insomne que supera otra pequeña ascensión en un valle sin fin. Abatimiento corporal, abatimiento del alma, abatimiento más allá de los límites de la imaginación. Eso es lo que recuerdo cuando pienso en Frank Beachum, esa primera impresión, más que cualquier otra cosa, más que cómo estaba la última vez que le vi.

Permanecía inmóvil, rodeando a su mujer con el brazo mientras ella tenía las manos enlazadas por delante. Habrían podido ser cualquier pareja treintañera saliendo de misa en un domingo constitucional. Hasta que se apreciaban los nudillos de ella absolutamente pálidos y la fuerza con que apretaba las manos. Su rostro pequeño y gastado, envejecido como una falsa antigüedad, a base de golpes, iluminado artificialmente por la emoción febril de sus ojos. Una claridad horrible, de esperanza insana, pensé, de desamparo.

El guardia, Benson, cogió una silla y la puso para mí delante de la celda. Yo me acerqué lentamente. Beachum tendió la mano a través de los barrotes. Yo le tendí la mía. Su palma estaba seca y fría. No me gustó tocarle.

– Señor Everett saludó-. Soy Frank Beachum. Por favor, tome…

Pronunciaba las palabras pesada y dolorosamente. Caían como fragmentos de arcilla. Incluso hablar suponía un esfuerzo para él, estaba completamente agotado. Señaló la silla con un gesto de la mano.

– Sí, gracias -respondí.

Me senté y saqué el cuaderno de notas y el bolígrafo. Beachum se separó suavemente de su mujer y se sentó ante la mesa en otra silla que había frente a mí. La señora Beachum se quedó atrás, sentada de nuevo encima de la cama. Sus ojos brillantes no me abandonaban en ningún momento.

Yo me puse a jugar con mis cigarrillos entresaqué uno del paquete para ofrecérselo a Beachum. Él levanto la mano.

– Ya tengo -afirmó.

Sacó uno del bolsillo de su camisa. Yo podía oír el latido de mi corazón mientras los dos encendíamos nuestros respectivos cigarrillos a cada lado de los barrotes.

Levantamos la mirada y llenamos el espacio blanco que había entre nosotros con humo gris.

– ¿Cómo… cómo está esa chica? -preguntó.

Yo no le entendí, pero él hizo un esfuerzo para continuar.

– La otra. Michelle… algo. Me dijeron que había sufrido un accidente.

– Oh, oh, sí -contesté-. Un accidente de coche, bastante grave. Lo último que he sabido es que está en coma. -Me di cuenta de que había olvidado preguntarle a Alan los últimos detalles. Estaba demasiado concentrado en mis propios problemas.

– Lo siento -lamentó Frank Beachum.

– Sí -asentí ligeramente avergonzado. Sí, está bastante mal. Hubo un silencio y los dos fumamos. Podía sentir el movimiento de las manecillas del reloj detrás de mí, y ello hizo que se me erizaran los pelos de la nuca. Dios, pensé. Pobre bastardo. Dios. Fueron unos segundos muy intensos. La emoción, la necesidad de orinar, la pena y el miedo contagioso: me resultaba difícil ordenar mis pensamientos. ¿Qué era lo que le quería preguntar? Mi cometido era hablar de sus sentimientos, ofrecer a los lectores una impresión del lugar, emociones ajenas e intensas sobre la Casa de la Muerte para distraerlos a la hora del desayuno. No sobrecargarlo con detalles sobre el caso. Ya lo hemos cubierto suficientemente. Eso era lo que Bob me había dicho. Por lo demás, mis propias sospechas estaban repentinamente confusas e inarticuladas. Crucé las piernas, intentando que mi vejiga se tranquilizara, intentando concentrarme.

El convicto rompió el hielo.

– La chica -comentó-. Esa chica… Michelle… ella dijo que, bueno, no sé, creo que quería hablar conmigo sobre mis sentimientos. Aquí. Aquí dentro.

El rostro alargado, triste y cansado continuaba empujando las palabras y lanzándomelas al otro lado de la mesa, a través de los barrotes, a través de humo. Lo vi parpadear pesadamente debajo del mechón de pelo lacio que caía por su frente. Supongo que habría debido de sentirme culpable por conseguir emociones gracias a su agonía, emociones para mis lectores. Y así lo hice. Me sentí culpable y asentí.

– Sí, eso es -aclaré-. Se trata de una crónica de interés humano.

Beachum dio una calada profunda al cigarrillo. Continuó hablando, cuidadosamente, como si hubiera preparado lo que deseaba decir.

– Lo que quería… lo que deseaba contarle a todo el mundo es que… es que… creo en Jesucristo. Nuestro Señor y salvador.

Asentí otra vez, mojándome los labios. Entonces, estirándome en la silla, volviendo en mí, me di cuenta de que debía anotar lo que estaba diciendo. Apunté en el cuaderno. Creer en JC… Señ + salvad… Sólo quince minutos, pensé frenéticamente. Sólo me quedaban quince minutos. Sólo le quedaban ocho horas. Beachum respiró hondo para recuperar fuerzas y prosiguió.

– Y creo… creo que voy a ir a un lugar mejor y que… hizo una pausa porque su mujer emitió un sonido. Un sollozo de estremecimiento. Vi cómo cerraba los brazos contra sí, forzándose a permanecer en silencio. Beachum no se giró-… y que allí habrá una justicia mejor y me juzgarán inocente. No digo que no tenga miedo porque creo… creo que todo el mundo tiene miedo de morir, a menos que esté loco. Bueno, ya sabe. Pero no tengo miedo de que las injusticias que se hayan cometido aquí en la tierra no se resarzan. Las faltas se repararán, eso es lo que dice la Biblia y yo creo en ello. Quiero testificar todo esto a la gente antes de que ocurra. Así… así es como me siento.

Yo seguí asintiendo y anotando. Injusticias resarcirán torcido enderezará… Asentí y anoté. Eso es lo que quería decir, supongo. Era la razón por la que había accedido a la entrevista. Pero con el reloj en la pared, con la mirada en sus ojos, con la angustia inflamando la mirada imperturbable de su mujer, las palabras emborronadas en la hoja de papel me hicieron sentir náuseas. Las manecillas del reloj seguían avanzando implacables detrás de mí, girando y girando. Pobre bastardo, pensé. Pobre bastardo asustado.

Dejé de escribir, pero no alcé la vista. Apreté el Bic con fuerza. Clavé la punta en el papel. Seguí sin mirar. No quería toparme con los ojos de Frank Beachum en ese momento. Me sentía violento. Aquel hombre allí sentado en su celda con su mujer aterrorizada. Hablando de Jesús. Era embarazoso. La verdad es que siempre me siento así cuando alguien habla de Jesús. Cuando alguien pronunciala la palabra, la palabra «Jesús» como si la sintiera de verdad, me pone la piel de gallina, como cuando alguien habla de «vísceras» o «tripas». Me hace sentir como si hablara con un enfermo. Un enfermo mental al que se debe proteger del choque entre la contradicción y la cruda realidad. Cuando oigo a un hombre rezar a Dios, sé que estoy tratando con un corazón lisiado, un corazón cansado de penas y de duras verdades, harto de un mundo en que los fuertes y los afortunados sobreviven y los débiles quedan rezagados sin recompensa alguna. Hastiados y temerosos de morir, aferrándose a Jesucristo.

Me sentía violento. Y cuando alcé la mirada, su imagen me dio lástima. Ese pobre hombre, que en algún momento debía de haber sido valiente y activo, esperando en su celda que se lo llevaran a ninguna parte, reducido a abrazar su osito de peluche religioso, chupándose su pulgar cristiano, repitiéndose a sí mismo ese cuento de hadas bíblico para poder bajar a la Casa de la Muerte sin gritar, para soportar su último medio día de vida sin volverse loco. Tal vez yo habría hecho lo mismo en su lugar. No hay muchos ateos en un garito como éste. Quizá por eso me molestó tanto verle así. Y me molestó de verdad. Sentí cómo me quemaba el estómago revuelto.

Para evitar sus ojos hastiados, miré por encima del hombro al reloj. El oficial de guardia, sentado a su amplia mesa, me estaba observando. Levantó la barbilla como si me retara.

– Le quedan nueve minutos -refunfuñó.

Me volví hacia Beachum y esbocé una sonrisa embarazosa. Por dentro, me sentía inquieto y turbado.

En la celda, el condenado movió ligeramente las manos, sus labios temblaron y sus ojos vacilaron. Había pronunciado su discurso, y ahora esperaba algún comentario.

– ¿Le parece… le parece bien, señor Everett? -preguntó en voz baja-. ¿Es lo que usted quería o…?

Un hilo tambaleante de humo salió de mi boca. Me incliné hacia delante en la silla, hacia los barrotes. Le miré fijamente, sentía mis ojos arder al mirar a aquel hombre a través de los barrotes. Tenía la sensación de contemplar un abismo martilleante y plomizo que se abría en el tumulto indescriptible de su interior, la misión de vivir sus últimas horas. ¿Le parece bien, señor Everett? ¿Es lo que usted quería? Podía sentir la mirada brillante de su mujer en mi visión periférica. Noté que mis labios se tensaban hacia atrás dejando los dientes a la vista.

– Señor Beachum -dije con voz ronca-. Me importa un huevo Jesucristo. Y no me importan sus sentimientos. No me importa la justicia, ni en esta vida ni en la próxima. A decir verdad, tampoco me importa demasiado lo que está bien y lo que está mal. Nunca me ha importado. -Eché el cigarrillo al suelo. Lo aplasté con la suela de mi zapato, mirando cómo iba de derecha a izquierda. Apenas podía creerlo que le estaba diciendo, pero no podía detenerme-. Lo único que me importa, señor Beachum -proseguí- son las cosas que pasan. Los hechos, los acontecimientos. Ese es mi trabajo, mi único trabajo. Las cosas que ocurren. Señor Beachum, tengo que saberlo, ¿mató usted a esa mujer o no?

A su mujer se le escapó otro sonido y se llevó la mano a la boca.

– ¿Qué? -espetó Beachum. Me miraba anonadado desde el otro lado de los barrotes, con los ojos apagados, abatido, la boca entreabierta.

– ¿Qué ocurrió, maldita sea? -Tragué saliva con fuerza-. ¿Qué ocurrió?

– ¿Qué…? ¿Qué ocu…?

– En esa tienda. Aquel día. Cuando dispararon a Amy Wilson.

Abrió la boca y la cerró otra vez. Me miraba y yo le miraba a él.

– Yo… yo… fui a comprar una botella de salsa A-1.

Solté un bufido. ¡Dios!, pensé. Salsa A-1. Dios. Y sin embargo era cierto. Estaba seguro de que era cierto.

– Y le pagó la salsa a Amy en el mostrador -continué.

– Sí.

La mano se me fue automáticamente al paquete de cigarrillos. Saqué uno.

– Y ella mencionó lo del dinero, ¿no? El dinero que le debía. ¿Lo mencionó?

En un primer momento, parecía incapaz de responder, de hablar. Abría la boca y gesticulaba, pero no había palabras. Entonces:

– Dijo que estaba… bueno… que intentaba conseguirlo. El dinero.Yo le dije… le dije que no se preocupara por eso. Sabía que andaban justos de dinero. Por eso les reparé el coche. Sólo les cobré las piezas de recambio. Lo conté todo en el juicio. Pero no me creyeron. Ni siquiera mi abogado… -Su voz fue desapareciendo hasta perderse por completo. Movió la cabeza.

Pero yo le creí. Había hablado con Amy sobre el dinero. Eso fue lo que Porterhouse oyó antes de entrar en el lavabo.

Me llevé el cigarrillo a los labios. Subía y bajaba mientras yo seguía hablando.

– Bueno, pues alguien la mató, amigo. Eso es cierto, eso es un hecho. Esa chica está muerta y alguien le disparó. Así que si no fue usted, fue otro.

– Le quedan cinco minutos -comunicó Benson detrás de mí. Su tono era áspero, amenazador, pero no le prestamos atención. Continuamos como si no hubiera dicho nada.

– Sí, claro -asintió Frank, aturdido.

– Claro -repliqué. Levanté el encendedor-. ¿Quién?

– ¿Qué?

– ¿Quién pudo haberlo hecho?

– No… no lo sé.

– Porterhouse no fue -aclaré-. No es un asesino. Hablé con él. Él no hizo nada, pero le diré algo más: tampoco vio nada. Y es el único testigo que tienen.

La señora Beachum dio un grito sofocado. Esa es la palabra. Un grito sofocado, breve y soso. No la miré. Rechacé el calor de su mirada.

– No lo sé, no lo sé -replicó Beachum cansadamente. Miraba a lo lejos, con tristeza, derrotado.

– Venga, amigo -susurré-. ¿Y qué pasa con la mujer? La mujer del coche.

El condenado hizo un ademán rápido con la cabeza como si yo le estuviera molestando.

– No… no…

– ¿Por qué no oyó los disparos?

– Yo no…

– ¿Por qué no vio que no llevaba ninguna pistola? Lo que tenía enla mano era la salsa barbacoa, ¿no es cierto?

– ¡Por Dios! -gritó la señora Beachum.

La ignoré por completo.

– Era la botella, ¿verdad? ¿La llevaba en la mano? Dígamelo. Beachum parecía un hombre medio dormido, un hombre al que se ha despertado con un sobresalto.

– Sí -respondió de modo apagado-. Sí, la botella. Ya se lo dije. La llevaba en la mano derecha, por eso ella no pudo verla. Ella dio marcha atrás por el otro lado. El lado izquierdo. No la vio, no tenía una visión clara.

– De acuerdo. Así que no fue ella. No fue Porterhouse. No fue usted. -Oí cómo la señora Beachum rompía a llorar. No me importó. No soy una persona a la que le importen estas cosas. Soy un reportero. Y esa era mi historia. Era lo único que sabía hacer-. ¿Quién más estuvo allí? Eso es lo que quiero saber. ¿Quién diablos estuvo allí?

Frank estaba demasiado cansado, sus hombros se desplomaron. Miró a la mesa y aplastó la colilla que ardía lentamente en el cenicero.

– Nadie.

– Alguien, eso es un hecho -repliqué arrancando el cigarrillo todavía sin encender de mis labios.

– Estaba vacío. Sólo estaba yo. Aquel tipo, el contable, y Amy. Tiré el cigarrillo. Deseaba cogerle por la solapa de la camisa y gritarle a la cara.

– Pero no estaba vacío -insistí-. No se disparó ella sola, ¿verdad?

Entreabrió la boca y miró miserablemente hacia abajo, a la mesa.

– Alguien -continué-. Debía de haber alguien. Tal vez alguien entró al salir usted. Eso explicaría por qué la mujer no oyó los disparos. Ocurrió justo cuando usted se fue. ¿No vio a nadie?

– No, yo… no lo sé. No vi nada. Yo fui a comprar salsa barbacoa. Para el picnic. Íbamos a hacer un picnic. Bonnie se quedó sin salsa. Era el Día de la Independencia.

Oí el chirrido de una silla detrás de mí.

– Bueno -interrumpió Benson decididamente-. Eso es todo.

– ¡No!

Era la señora Beachum. Se había levantado de la cama, de un salto. Se lanzó contra los barrotes de la celda, agarrándolos hasta que los nudillos de sus manos pequeñas y enrojecidas palidecieron.

– No. ¡Por favor! -chilló otra vez. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y tenía el rostro abigarrado y feo-. Usted nos cree, ¿verdad? ¿Verdad que nos cree?

Finalmente, tuve que mirarla a la cara. Pero su dolor, su desesperación me cortó el aliento. Benson se acercó por el lado izquierdo y me puso la mano en el hombro. Un hombre acostumbrado a acompañar a la gente como le daba la gana, así era nuestro Benson. No me empujó, pero sentí la presión y no me moví.

– De acuerdo, de acuerdo -respondí.

– Vámonos -espetó-. Aquí… perturbando a la gente…

– De acuerdo.

La señora Beachum se aferró a los barrotes sin moderación, sin dignidad. Tenía los dientes al descubierto, como los míos antes, como si fuera un animal. Pronunció unas palabras como un gruñido desdeel fondo de la garganta.

– ¿Nos… nos… cree?

– No, Bonnie -murmuró Beachum-. No.

– Venga, vamos, maldita sea -insistió Benson.

Miré el rostro desfigurado de la mujer en la celda. Parecía luchar conmigo a través de los barrotes.

– Sí -confesé al fin-. Les creo. Por el amor de Dios, no hay más que verle.

Cerró los ojos. ¡Afortunadamente! No los podía soportar ni un minuto más. Apoyó la frente contra las barras de hierro y rompió a llorar con tal fuerza que los hombros le temblaban.

– Nadie. Ni tan sólo los abogados sollozó-. Nadie más.

Benson me tiraba de la manga en dirección a la puerta, y yo me solté con un gesto rápido.

– De acuerdo, ya voy. ¡Maldita sea!

– Viniendo hasta aquí, perturbando a la gente -dijo secamente-. ¿No cree que esta pobre gente ya tiene bastante? ¿Qué se ha creído que es esto?

– De acuerdo -repetí.

Avancé hasta la puerta y Benson se apresuró a hacer una señal al guardia que se encontraba al otro lado. La puerta se abrió, pero yo me detuve en el umbral y miré hacia atrás a la celda. Beachum seguía igual que antes, sentado, mirando la mesa, con los labios entreabiertos en un gesto distante y ausente. Pero su mujer había alzado la cabeza otra vez, mostrando las marcas blancas de los barrotes en la frente. Me miraba a través del acero, a través de las lágrimas, como se mira a un crío que ha hecho algo absolutamente impensable, impensablemente cruel.

– ¿Dónde estaba usted? -preguntó en voz baja, con la voz rota-. Ahora ya es demasiado tarde -sollozó sorbiendo por las narices-. ¡Dios! ¿Dónde estaba? Todo este tiempo…

Benson volvió a ponerme la mano en el brazo, pero durante un par de segundos resistí la presión hacia la puerta.

– No era mi historia -respondí-. Hubo un accidente… La curva del muerto… No tenía que ser mi historia.

Y me empujaron hacia el vestíbulo.