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Frank Beachum estaba tomando su última cena. Bistec con patatas fritas y una cerveza servida en un gran vaso de plástico. Se sentó a la mesa y empezó a comer con rapidez. Podía oír el número creciente de pasos en el vestíbulo. Miró el reloj.
Eran más de las siete. Le quedaban menos de cinco horas de vida. Siguió comiendo. El bistec era grueso y poco hecho, pero lleno de nervios en el centro. Las patatas estaban crudas. Nada le sabía a nada y masticaba sin ganas, mirando el plato con brillo apagado. Sólo le reconfortaba la cerveza. No estaba fría, pero sí lo suficientemente fresca y espumosa. El sabor parecía transportarle a la taberna de Sal en Dogtown. De vez en cuando se paraba en el bar de Sal a tomar una cerveza rápida al volver del trabajo. Cuando la cerveza le llegaba a los labios, la madera oscura de la taberna, los colores de las botellas en las estanterías, el olor del humo y el sonido de la música country le envolvía con una precipitación visceral, borrosa pero categórica. Le reconfortaba. No quería que la cerveza se terminara.
Sus pensamientos, por otra parte, eran un embrollo. Pasajes breves de memoria interrumpidos por el miedo. Los escalofríos y el temblor incesante de terror en su pecho exigían atención. Cuando su mente erraba, el miedo le devolvía a su angustiosa realidad. Se forzaba a mirar de nuevo al reloj, y el minutero que avanzaba marcando el paso de la hora hacía que el conducto de su garganta fuera cada vez más angosto. Luego miraba el plato y comía, y las imágenes volvían a su mente, y los recuerdos. Y el terror volvía a devorarle como una señal de alarma.
Y así comió, y pensó en su madre. Echando el humo del cigarrillo a la mesa de la cocina, en casa. Frank supuso que ella sabría lo que le estaba ocurriendo. Le había enviado una postal tras la condena, pero no había tenido más noticias suyas. Tampoco esperaba tenerlas ahora… Miró el reloj.
Siguió comiendo, y pensó en su padre. Saliendo decidido por la puerta y adentrándose en la nieve de Michigan. Le habría gustado saber lo que le había ocurrido. Lo deseaba con todo su ser. Intentó imaginar… pero el terror le invadió de nuevo y miró el reloj.
Volvió a su plato, tragando con fuerza. Y pensó en mí. El reportero que se sentó al otro lado de los barrotes frente a él. Mis palabras flotaban en su mente. Me importa un huevo Jesucristo. No me importa la justicia, ni en esta vida ni en la próxima. Ni lo que está bien y lo que está mal. Después de irme, Frank le había dicho a Bonnie que prefería estar en aquella celda que fuera viviendo de aquella manera, como yo. Sin embargo, vagamente, sintió en su corazón que aquello no era más que una mentira. Miró el reloj.
Me había envidiado. Siguió comiendo. Las patatas fritas estaban frías e insípidas. Esa era la pura verdad: me había envidiado mi libertad, mi indiferencia, mi vida. Sin ningún ojo de Dios, negro y vidrioso mirándome, persistente. Sin ningún mundo de justicia perfecta pendiendo sobre mí. A veces, ese otro mundo, el eminente país desconocido de Dios, le parecía tan real, tan presente en la celda como éste… Miró el reloj. Las siete y veinte. Avanzaba tan rápido… Se estremeció.
Al intentar tragar, se percató de que tenía la boca seca. Se llevó el vaso a los labios y, al mirar por el borde superior, los bloques de hormigón de la pared opuesta y el reloj se tornaron borrosos. Sí, pensó. Me había envidiado. Le habría gustado estar en mi lugar. Porque yo estaba ahí fuera, por supuesto, y él estaba dentro. Porque yo viviría mañana por la mañana y él no. Por supuesto. Y porque a mí no me importaba nada.
Lo sabía, pero no podía asumirlo con claridad. Me había envidiado porque no me importaban las cosas que a el le atormentaban. Porque yo no me habría torturado cómo él se había torturado para ayudar a su mujer, para ahorrarle mayor tormento, para mostrarse fuerte y con entereza delante de ella. Yo no habría soportado la agonía de comportarme bien. Habría gritado, lucharlo, llorado, o al menos eso creía Frank. No me habría atormentado buscando el mensaje de Dios en esta muerte miserable y sin sentido. Ni habría pensado en complacer a Dios, ese Dios cuyo ojo le miraba impasible velando por su destrucción. Ese Dios que no iba a interceder. Yo no estaría sumiso a ese Dios, Frank pensó, ni permanecería allí sentado en actitud santa, quieta y sosegada ante esos guardias, alcaides y abogados, esos hombres que sólo esperaban zanjar el tema de su muerte, esos bastardos que con él habían jodido toda su vida lo estaban jodiendo directamente hasta la tumba.
¿Y quién de nosotros estaba mejor?, se preguntó, ¿él o yo?
Como en un espasmo, cogió el vaso de cerveza con un gesto brusco de metro y se lo llevó a los labios. Tomó un gran sorbo y, una vez más, el sabor le evocó el aura de la taberna de Sal: la madera oscura, los colores de las botellas en las estanterías, el olor del humo y el sonido de la música country. El alivio desolado.
Dejó el vaso encima de la mesa. Miró el reloj.
¿Quién de nosotros estaba mejor? Se secó los labios con el dorso de la mano. ¡Dios!, pensó, hay hombres en esta prisión, hay hombres en la calle, que han matado a niños mientras lloraban llamando a sus madres, que han violado y torturado a mujeres, que han matado a hombres sin más sentimiento que una sonrisa soñadora, y que estaban mejor que él, en una situación mucho mejor. No estaban allí. Algunos ni siguiera habían sido condenados a ir allí. Algunos vivirían en libertad y morirían en el gozo de su crueldad. Y les daría igual. Como a mí me daba igual.
¿Y qué pasaría si…?, pensó Frank. Y antes de que la idea finalizara, le ocurrió algo. Algo terrible, violento revelador. Lo sintió de esa manera, le sorprendió casi como un hecho físico.
Ahí sentado, rodeando con la mano el vaso de cerveza, le pareció que ese ojo de Dios se cerraba. Durante unos segundos. Desapareció. Tal vez fueran varios segundos. Pero durante esos instantes, Frank sintió su ausencia con toda certeza. Y, al mismo tiempo, sintió como si hubiese emergido desde las aguas profundas al aire libre. Durante esos breves instantes, le pareció ver las cosas con claridad. Vio que estaba… allí, absolutamente allí, incontestablemente allí. Estaba allí solo, en esa celda, con esa situación demencial, sin más testigos que unos hombres egoístas, sin más sistema para juzgarle que el que le había condenado injustamente a morir. No había ningún Dios para apaciguar ese sufrimiento. No había cielo para que todo cuadrara. Durante esos segundos, los barrotes relucientes, las paredes mates de hormigón, el reloj con la segundera roja en incesante movimiento, todo se transformó con una claridad dura y rutilante… y estaban allí, allí incontestablemente, esos barrotes, esas paredes, ese reloj. Y no había nada más. Aquello era la realidad. Aquello era la única realidad de su vida. Las cosas que realmente ocurrían. Y no había nada más.
Durante aquellos instantes, podía ver todo aquello junto, en una única visión. Y podía ver más. También podía ver las cosas que iban a ocurrir. Podía ver el momento en que irían a buscarle. Aquellos guardias, aquellos hombres. Para ganarse el pan de cada día, le atarían a la camilla. Le inyectarían veneno en el brazo mientras el yacería impotente. Y ningún Dios estaría mirando. Ningún cielo le acogería. Lo apagarían, como si fuera una luz, completamente. Y dejaría de existir. Y su mujer, su querida Bonnie, no estaría mejor, como se había dicho a sí mismo. No se volverían a encontrar, como se había dicho a sí mismo. Ella sería pobre Habría envejecido prematuramente. Andaría por el mundo arrastrando los pies, asumiendo su sino, confusa y desabrida. Rezando con frenesí al Señor como una lunática desesperada para no sospechar la verdad: que el Señor no estaba allí, que nada de aquello importaba, que no servía de nada. Y su hija, su hija no encontraría descanso. Quedaría marcada para siempre. Sólo mantendría vivo el recuerdo de su padre en la amargura. Herida por la rabia, lacerando a sus hijos con su rabia y al mundo desinteresado con su rabia. Y a largo plazo, por supuesto, ellas morirían, Bonnie y Gail, las dos, morirían y todo quedaría olvidado, excepto las cicatrices que habrían infligido en otras personas por culpa de las cicatrices que en ellas otros habían infligido, que otros…
Está escrito con tinta, pensó Frank. Nada podrá borrarlo. Está escrito con tinta.
Y la visión desapareció. Los segundos llegaron a su fin. El ojo de Dios se abrió de nuevo sobre él. Apenas había tomado conciencia de todo el proceso mental cuando experimentó un espasmo de revulsión, un claro en su interior dentro de un pozo de terror y pena sin fin, y en ese espasmo la visión se desvaneció. Inmediatamente su mente se abrió clamorosa a sus propias exhortaciones. Espera, muchacho. Dudas, eso es todo. Aguanta. Mantén la fe. Hazlo por Bonnie. Por Gail. No te vuelvas loco. Resiste. Resiste.
Pero, por supuesto, no era igual que antes. Cuando has visto algo, no puedes dejar de verlo sin más. La visión persistió, pese a estar enterrada, ardiendo lentamente más allá de su autoestímulo con un fuego azul blanquecino de claridad y desesperación.
Frank Beachum se llevó la cerveza a los labios con la mano temblorosa. Bebió y dejó el vaso tambaleando sobre la mesa. Miró la mesa. Pensó en su mujer. La había amado tanto, tanto…
Miró el reloj.