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Cinco años antes, un funcionario de segundo orden del partido Demócrata del estado se había acercado al reverendo Harlan Flowers en la iglesia del sur de la ciudad donde el reverendo estaba labrando su reputación como joven revolucionario. El funcionario era un hombre bajito, calvo y con el rostro rosado, una sonrisa roja y húmeda y una risita sofocada, seca y triste que a Flowers le resultaba particularmente desagradable. El funcionario explicó en términos bastante claros que deseaba contribuir con una cantidad substancial de dinero a los fondos discrecionales de Flowers. A cambio de la donación, Flowers debía de asegurarse de que los miembros de su congregación se inscribieran como votantes demócratas, fueran a votar el día de las elecciones y optaran por el candidato del partido a la oficina del gobernador tal como estaba dispuesto. El funcionario, amagando rápidamente su sonrisa con un pañuelo, señaló que, de esta manera, estaría sirviendo por partida doble a su pueblo -la gente de color-: al recibir fondos que podrían utilizarse para la mejora del vecindario (o no, como Flowers gustara), por un lado, y al impulsarles a votar un partido que «históricamente ha estado en la vanguardia de la lucha de su pueblo», por el otro. A pesar de este doble aliciente, Flowers rechazó la donación. Para ser justo con el reverendo y con los demócratas, lo cierto es que tres días más tarde un funcionario republicano se presentó para ofrecer sumas substanciales para que los fieles de la congregación no fueran a votar, y Flowers lo rechazó del mismo modo. Finalmente, un grupo de clérigos compañeros de Flowers aparecieron manifestando que les parecía que Flowers estaba siendo ingenuo con respecto al proceso político además de entorpecer el camino hacia algo muy interesante. Cuando Flowers explicó que le parecía inmoral vender su voto, por no hablar del de sus feligreses, los otros reverendos se marcharon en tropel con los semblantes muy serios.
Unas seis semanas después de las elecciones, uno de estos reverendos subió al púlpito anunciando en tono de lamento atronador que habían llegado a él noticias desalentadoras. Se había acusado, explicó, a cierto servidor del Señor que se había alejado del camino de la honradez hasta el punto de malversar fondos de la iglesia para uso propio, patrocinar diversos locales de pecado y abusar de la confianza de como mínimo una joven que había acudido a él en busca de consejo espiritual. Se inventaron a la chica, se avisó a la prensa y una serie de investigadores municipales y estatales publicaron sus comunicados con lo que algunos pensaron era notable presteza. El reverendo Harlan Flowers se enfrentaba a problemas graves, muy graves.
El escándalo ulterior fue tanto más doloroso y debilitador para Flowers cuanto que era inocente. La imagen de su nombre en los periódicos relacionado con chanchullos financieros que era incapaz de imaginar e indecencias sexuales que jamás había pensado cometer, era como una gárgola de piedra clavada en su corazón y devorando la sustancia interior del mismo día tras día, cada uno más miserable que el anterior. Durante esa época había noches en las que Flowers se arrodillaba y rogaba a Dios que le matara por piedad. Había mañanas en las que se levantaba casi sin fe al ver que sus plegarías no habían sido atendidas y que una vez más había despertado plenamente consciente.
Fue nuestra amiga gutural Cecilia Nussbaum quien finalmente le salvó del desastre de un procesamiento. La fiscal del distrito comprendió en seguida la verdadera naturaleza de los cargos y no sólo no se limitó a ahuyentar a los tunantes locales sino que se desplazó hasta Jefferson City, donde convirtió muchos traseros de políticos en papilla. En cuanto a los reporteros, a la aproximadamente quinta vez que Flowers juró que había profesado una rigurosa fidelidad a su mujer en los diecisiete años que llevaban de matrimonio, se les ocurrió que al fin y al cabo se trataba de una defensa bastante original para un personaje público. De hecho, empezó a parecerles tan ridículo que dedujeron que debía de ser cierto. Y en el mismo momento en que se evaporaron los cargos por acoso sexual, los pecadillos financieros que se habían descubierto en los libros contables de la iglesia resultaron milagrosamente ser lo que eran: el resultado de los procedimientos contables descuidados y poco sistemáticos de Flowers. Los medios de comunicación dejaron el caso con unas cuantas editoriales autoexculpatorias que cubrían su retirada.
Pasó un año entero antes de que Flowers se recuperara por completo en la parroquia de Florissant en la que le encontró Bonnie Beachum. Aquí, el número de sus feligreses aumentó progresivamente, y los funcionarios de los dos partidos políticos, temerosos de habérselas con la Nussbaum de nuevo, decidieron buscar los votos en otro lugar.
Sin embargo, aunque el escándalo no causó un daño permanente a su carrera, sí tuvo un efecto profundo y duradero en su personalidad. En su antigua parroquia en el sur de la ciudad era un reconocido activista, un luchador acérrimo en campañas contra los barones de la droga en el barrio, un tábano para el alcalde y una cara conocida en los noticiarios locales cuando acosaba al gobierno municipal y al estatal para conseguir fondos y programas para ayudar a los suburbios. En el norte, tras el escándalo, desvió su atención de estas grandes cuestiones y algunos dijeron que había perdido valor para la lucha. Se convirtió en la figura seria y pausada que Bonnie conocía. Cuando no estaba en la parroquia, se dedicaba a visitar clínicas y hospitales, presidía funerales y confortaba a las personas que llevaban luto; y llamaba incesantemente a las cárceles donde residían varios hijos y maridos de sus fieles. Dejó de declamar contra los demonios del crimen y la pobreza y abandonó su guerra de guerrillas contra las injusticias de la sociedad en su conjunto. De hecho, parecía haber perdido el gusto por los juicios morales concentraba su atención en recordar a todo aquel que quisiera escucharle que Dios se preocupaba por el más nimio de los problemas como lo hacía por el más pequeño de los gorriones. Los medios de comunicación, por supuesto, perdieron todo interés en él. Y de este modo, a medida que se granjeaba el apoyo y el cariño de su pequeña parroquia, se alejaba del gran público.
Si menciono todo esto es para explicar su actitud respecto a la inocencia de Frank Beachum. Es decir, que no tenía actitud alguna. Nunca pensó en ello -o si lo hizo, fueron pensamientos perdidos, a los que no otorgaba ninguna importancia-. Había llegado a preocuparse mucho por Frank, y por Bonnie, aunque notaba que él -la gente de color- le hacían sentirse incómoda. Esperaba que Frank no tuviera que responder ante Dios por haber asesinado a Amy Wilson pero, finalmente, se sentía a medio camino entre Frank y Dios. Su tarea, la tarea de Flowers, era, a su parecer, ayudar a Bonnie y a Gail en la medida de sus posibilidades, y asegurarse de que Frank no muriera sin consuelo humano, solo.
En ese último final, entró en la celda de la muerte cuando faltaban cinco minutos para las diez para realizar la última visita a Frank antes de la ejecución. En seguida observó que el prisionero no estaba bien. Frank estaba sentado en el borde de la cama, inclinado hacia delante, mirando al suelo, frotándose las manos entre las rodillas. Movía la boca, tenía el rostro amarillento y los ojos con un brillo poco natural. Su imagen conmocionó ligeramente a Flowers, quien le había visto por última vez al ir a recoger a Gail. En aquel momento el prisionero le había parecido afligido por el dolor, pero compuesto y con fuerza interior. Ahora, nada irradiaba de esa figura inclinada y encogida, excepto pánico, desdicha, temor y abatimiento. El predicador adivinó inmediatamente lo ocurrido: Frank había puesto toda su voluntad en demostrar valor a Bonnie y la niña, y ahora que se habían ido, padecía la inevitable reacción.
Beachum saltó cuando se abrieron los barrotes: no había oído entrar a Flowers en la celda. Asustado por el ruido cuando estaba absorto en sus pensamientos, lanzó una mirada fugaz al reloj, tragó saliva y respiró de nuevo: no, todavía no; todavía no era la hora.
Cuando Benson cerró la celda de nuevo, Flowers se acercó a la cama y se quedó de pie junto al convicto. Beachum se pasó la mano por el pelo y Flowers observó que estaba empapado por el sudor.
– ¿Se está haciendo tarde, eh? -preguntó Frank con una risa nerviosa mirando a Flowers esperando que le contradijera. Volvió a mirar a lo lejos y prosiguió-: Sí, tarde, muy tarde.
Mirando al hombre cabizbajo, con el cabello lacio, el reverendo sintió una pena profunda por Frank. También por Bonnie y por la niña. Por todos: una carga terrible de aflicción. Pero entonces se dio cuenta de que últimamente lo sentía con mucha frecuencia -pena, tristeza- y lo sentía por gente tan distinta que no se trataba tanto de una emoción del momento como de una sensación permanente, un filtro en su modo de ver las cosas. Incluso sentía dolor por su propio sentimiento de agradecimiento y vitalidad: la ola de nimio placer que le invadía al saber que él no era Frank, que su muerte no estaba prevista para medianoche. Como el segundo pajarillo en una rama cuando el halcón arremete y se precipita contra su hermano, pensaba: Dios es bueno, hoy Dios ha sido bueno conmigo. Flowers sentía lástima de sí mismo, por ser tan miserable e insignificante.
– Las cosas se están poniendo feas, ¿eh, Frank? -observó.
– Feas. Sí, feas, muy feas.
Y entonces, Beachum se levantó de un salto, avanzó rápidamente hacia los barrotes y dio marcha atrás. En ese corto trayecto, dio muestra de toda una serie de tics nerviosos: se pasó la mano por el pelo, se frotó las palmas, se llevó la mano a los labios y miró varias veces el reloj. Al acercarse de nuevo a la cama, se detuvo de repente y se quedó mirando a Flowers con esos ojos brillantes, como si acabara de darse cuenta de que el reverendo estaba allí.
– Quiero decir que… bueno, yo no hice nada -profirió-. Lo juro por Dios, Hallan. Yo no… Se volvió hacia los barrotes, se acercó a ellos y los agarró débilmente, cabizbajo, con ambas manos-. Lo siento -se excusó-. Lo siento, no lo estoy llevando demasiado bien.
Flowers avanzó hacia Frank y le puso la mano en el hombro.
– Es horrible tener que enfrentarse a ello.
– Dígamelo a mí, reverendo -espetó Beachum-. Usted no tiene que enfrentarse a ello.
En un primer momento, Flowers no respondió. En conversaciones como aquella, solía seguir su instinto. Intentaba no pensar demasiado y esperaba que Dios pusiera en su boca las palabras adecuadas. Y, de hecho, Dios parecía acudir en su ayuda, porque iba a decir: «Al final, todos tenemos que enfrentarnos ello, Frank», pero no lo hizo, las palabras murieron en su garganta. Aparentemente, a Dios no le pareció el momento oportuno para ser falso y sentencioso. Tanto Flowers como Frank sabían qué pajarillo de la rama eran y ambos sabían que Flowers no podía sino alegrarse por ello.
– No repuso Flowers al fin-. Yo no tengo que enfrentarme a ello.
Frank se dio con la cabeza contra los barrotes. Silenciosamente, pero hizo que Flowers se amedrentara.
– Lo siento -repitió-. Lo siento, lo siento.
Flowers le tiró del hombro con suavidad. Débilmente, con los brazos caídos, el convicto se alejó de los barrotes. Avanzó arrastrando los pies hasta la cama y se sentó. Flowers cogió la silla y se sentó frente a él, con el cuerpo inclinado, buscando sus ojos alicaídos. Esperó que Beachum hablara de nuevo. La situación era difícil: viendo en silencio cómo el terror inundaba el cuerpo del otro hombre sin tregua, arrimándose a sí mismo, a su seguridad relativa. Además de pena y tristeza, había muchos más elementos que entraban en juego en aquellos momentos, muchos sentimientos que calaban hondo. No sólo el gozo irreprimible de la existencia, sino también el orgullo de hacer las cosas bien, la satisfacción personal, la emoción de presenciar un drama, como si estuviera viendo un programa de televisión y no el dolor de un semejante. Además de la pena, de la que fue consciente en casi todo momento, Flowers había vivido los últimos cinco años -y tal vez más- afligido por otro sentimiento, más secreto para sí mismo, que se revelaba únicamente en oleadas amargas que le hacía desear alejarse de la imagen de su propia alma: sentía que había algo putrefacto dentro de él, algo podrido y bajo. Algo indigno.
– El ser humano es malo -soltó Frank moviendo la cabeza y mirando al suelo-. El hombre…
– Has sido muy fuerte ante Bonnie -respondió Flowers.
– Sí, lo sé. Por Bonnie y por Gail.
– Y ahora se han ido.
– Sí. Ido -Frank volvió a menear la cabeza y empezó a frotarse las manos, una contra otra. Tenía las palmas de las manos rojas, como en carne viva.
– No cabe duda de que se han ido todos. Nos hemos quedado más solos que la una -añadió con otra risa espantosa.
Flowers se acercó al convicto y le apretó el brazo con fuerza.
– ¿Y qué me dices de Dios, Frank? ¿También te resulta difícil comunicarte con Dios?
– ¡Le he perdido! -gritó Beachum como un niño, con un grito ahogado. Se pasó las manos por la cabeza en un ademán de frustración-. Le tenía. Le tenía, pero…
Flowers se inclinó hacia delante, hablando sin pensar, siguiendo su instinto.
– Dios no te ha perdido, Frank. No te ha olvidado.
Con un ruido enojado y colérico, Beachum se puso en pie otra vez, se acercó a los barrotes y echó otra ojeada fugaz al reloj. Se abrazó así mismo. Esta vez, sin embargo, al envolverse con los brazos, permaneció inmóvil. Miró al techo, la lámpara fluorescente y cerró los ojos.
– Todo el mundo quiere algo de mí -murmuró. Y el tono de su voz continuó subiendo-: Incluso ahora. ¡Dios! ¡Dios! ¿Qué estoy haciendo aquí? Me estoy muriendo, me estoy jodidamente muriendo, y todo el mundo quiere algo, una parte de mí.
Las fosas nasales de Flowers se dilataron al aspirar con fuerza. Había comprendido lo que Frank quería decir y lo sentía, sentía la verdad de sus sentimientos, otra carga contra sí mismo.
– Gail -prosiguió Frank con la voz empañada por la emoción-. Tengo que sonreír por Gail. ¿Cree que no me doy cuenta de lo que le está ocurriendo? Y yo tengo que sonreír y decir: «Es un dibujo precioso, Gail. Papá te quiere, cariño». Al menos le queda algún pedazo de algo. Ella no es una jodida caja de cartón, aunque seguramente lo acabará siendo, Harlan. ¡Dios! Y Bonnie. Oh, sí, sé fuerte por Bonnie, que no se dé cuenta de lo mal que lo estás pasando. Porque no podría soportarlo, vaya infierno, vaya infierno negro y abismal. ¡Dios, Dios!
Se volvió para mirar al reverendo, sin dejar de abrazarse, con la boca contorsionada y los ojos ardiendo. Flowers sintió el calor de aquellos ojos y sintió una de esas gotas ácidas de malestar consigo mismo.
– El alcaide viene hasta aquí -continuó Frank. El alcaide, lo juro por Dios, entra aquí y yo me lo quedo mirando. Y sé perfectamente lo que quiere oír. «Yo le perdono alcaide, usted se limita a cumplir con su trabajo, alcaide. No le guardo rencor, alcaide.» No le guardo rencor. Y el reportero quiere su maldita historia…
Frank volvió la cabeza para poder secarse la boca con la mano sin soltar su cuerpo. Permaneció con los labios apretados, apoyados contra su mano, hablando a su propia carne.
– Y ahora usted ha entrado aquí, Harlan. Lo siento, pero ha entrado. Y también voy a tener que darle algo de mí.
Flowers sabía desde el comienzo que Frank diría algo parecido, pero aun así le dolió.
– No -repuso. Y supo que era una mentira.
– Sí, sí. Usted también quiere algo de mí. Tengo que decir: «Oh, sí, Harlan, claro que sí, reverendo, sí que creo». ¿O no? «Creo en el Señor Jesucristo y voy a ir al cielo, todos vamos al cielo» -Frank apretó el rostro con fuerza contra la mano, manteniendo los ojos cerrados-. Y así usted no tendrá nada que temer. He ahí el porqué. Tengo que decirlo para que usted no se preocupe. Van a sujetarme con correas y me van a llevar a la sala de la aguja mientras canto himnos y rezo a Dios para que usted no tenga que oírme en su cama por la noche, en su corazón, diciéndole: «Aquí no hay nada, viejo. Toda mi familia está destrozada. Han arruinado mi vida. Y yo me la pasé viviendo decentemente, yo no hice nada. ¡Dios! Y aquí no hay una puta mierda».
Flowers se esforzó por mantener los rasgos graves de su rostro, aquellos rasgos que las ancianas de su congregación tanto admiraban, inexpresivos e inmóviles. Se sentó con las manos apoyadas en las rodillas, los dedos quietos, entrelazados y los ojos graves fijos en Beachum. No mostró ningún indicio -procuró no mostrar ningún indicio- del estremecimiento que le conmovía todo el cuerpo a medida que el convicto proseguía su elocución. Porque él también vivía, al igual que Beachum, con el ojo observador de Dios. Apenas recordaba cuándo empezó a sentir la presencia de ese ojo constante e imperecedero, cuando era un niño. Como un público invisible, un segundo juicio en todos y cada uno de sus pensamientos y acciones. Y ¿qué ocurriría si se desvanecía -pensó-, como le había ocurrido a Frank? ¿Qué sucedería si de repente quedaba abandonado en la tierra seca y marchita con todo su dolor y sin nadie que le observara? Tal vez liberaría el peso de la culpabilidad, acallaría la voz de la conciencia, le haría sentirse en forma, como solía estar, o como pensaba que solía estar. Pero cerrar un pacto de esas características, entregarlo todo, a cambio de nada más que la soledad y la risa cósmica… Frank tenía razón: el pensamiento le sorprendió como algo desolador, aunque no podía imaginar la situación con claridad. Así que seguramente Frank tenía razón al decir que él estaba allí para ver la confirmación de la fe en los ojos de un hombre muerto.
Lo cierto es que refugiarse en las escrituras no hizo que Flowers se sintiera demasiado bien consigo mismo al evitar los ojos de Frank.
– Jesús también se sintió como tú, Frank -afirmó con mucha más seguridad en el tono de voz de la que realmente sentía-. Se arrodilló y rezó, en el huerto, para que el trance pasara cuando iban a por él, cuando se acercaban para llevárselo a su ejecución al igual que te sucede a ti.
– Sí, bueno, pero él sabía que volvería -murmuró Frank-, es una diferencia significativa, joder.
– Tal vez, pero eso no impidió que exudara sangre. Lo dice la Biblia. Jesús lloró y el sudor le salió por los poros de la piel en forma de sangre, y afirmó que se sintió afligido y pesaroso hasta la muerte. Lo que quiero decir es que Él no sabe más o menos cómo te sientes. Lo sabe con toda exactitud.
Frank permaneció donde estaba, encogido, abrazándose. Flowers veía avanzar el minutero del reloj por el rabillo del ojo, pero no se arriesgó a que Frank le viera mirar la manecilla. Deseó que otro hombre estuviera allí ocupando su lugar, un hombre mejor, más sabio y acertado. ¿Por qué Dios lo había llevado a pronunciar su Palabra, si no era lo bastante bueno para hacerlo?
Como si hubiera perdido todas sus fuerzas, Beachum se soltó los hombros. Su cuerpo se convulsionó como si estuviera riendo. Tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados como si estuviera riendo.
– Eh -anunció-, le diré todo lo que quiera oír. Tengo tanto miedo… Cantaré el Gloria, Aleluya por el ojete si quiere. Le juro a Dios que tengo tanto miedo… -Emitió un ruido, un gruñido, un gemido imposible de describir, y apretó las palmas de las manos contra la frente, haciendo rechinar los dientes-. ¿Qué hay de bueno en todo esto? ¿Qué hay de bueno en todo esto?
Avanzó de nuevo hasta la cama y se sentó en ella, pero Flowers no giró la cabeza, sino que continuó mirando el lugar preciso en el que Frank había estado, los barrotes lejanos y el reloj omnipresente más allá de los mismos. Jesús lloró, pensó. A las once le pedirían que se fuera, más o menos a las once, al cabo de unos cuarenta y cinco minutos. Cuarenta y cinco minutos. Y Jesús lloró, cómo lo estaba esperando. Era demasiado honesto consigo mismo para no saberlo. Deseaba que fueran a buscarle y le pidieran que se fuera, deseaba que todo aquello se acabara, la ejecución, y las lágrimas de Bonnie y las largas horas de lamentaciones y los sentimientos de culpa de ella y el reconocimiento de la propia insuficiencia de él. Suspiraba por el momento en que llegaría a casa, con su mujer, Lillian, para contarle cuán triste era todo aquello y sentarse con una copa de brandy en la mano, junto a ella en el sofá de la sala de estar y sentirse vivo, escondiendo de nuevo el secreto del disgusto que sentía hacia sí, lejos de aquel convicto y de las acusaciones de su sufrimiento.
Y, por supuesto, ese deseo hacía que se sintiera tanto más fuerte cuanto que era un ser miserable, y un fracaso lamentable como pastor. Y la tristeza de ser tan pequeño, de ver que todos eran tan miserables e insignificantes, era abrumadora.
– No tienes por qué cantar el Gloria, Aleluya por mí, Frank -manifestó, mirando hacia abajo, estudiando las palmas rosadas de sus manos-. Te estoy oyendo.
Beachum gimió de nuevo, frotándose también las palmas rosadas y encendidas como si estuvieran en carne viva.
– Y tienes razón -prosiguió Flowers. Porque crees en lo que sientes, eso es todo. Y tal vez, como dices, yo quiero que tú creas en ello para que me parezca más real… No lo se. Pero no tengo ningún derecho a pedírtelo, eso es cierto.
Flowers respiró profundamente. Se sentía cansado. Los pensamientos que pasaban por su mente eran confusos y embrollados. Ni tan sólo sabía si lo que decía tenía algún sentido, pero pensó que se suponía que tenía que decirle algo a aquel pobre hombre.
– Sin embargo, no creer también es un sentimiento. Lo que estás sintiendo es lo que Jesucristo sintió, lo que cualquier persona sentiría. Porque estás asustado, como dices, porque van a venir a por ti. Si alguien apareciera tras esos barrotes y te dijera: «Vamos Frank, puede salir, eres libre» es probable que me confesaras: «Sabe, reverendo, allí arriba hay un Dios al fin y al cabo. Mire, me ha sacado las castañas del fuego. Debe de estar allí». Pero los hechos siguen siendo los mismos. Te sueltan, algún otro hombre, no tiene por qué ser en América, puede ser en África, en Irán, otro hombre pasando por lo mismo, enfrentándose al paredón por nada, abatido a tiros por nada. Porque deja que te diga una cosa, Frank. La vida es triste. Quieres volver a encontrar a Dios, quieres creer en Dios, pues tendrás que creer en un Dios del mundo triste; el mundo feo, lleno de injusticias y de dolor. Porque eso es lo que hay en todos los corazones que laten, Frank. Injusticia, fealdad, dolor. Eso es lo que hay en todos los corazones y en todas las manos. Y estaba ahí ayer, y está aquí hoy, y estará aquí mañana. Y así hasta la eternidad.
– No quiero morir, Harlan -replicó Frank Beachum.
Y entonces rompió a llorar. Sepultó el rostro entre las manos y empezó a temblar. Las lágrimas se escurrían por entre sus dedos.
No permita que me maten, ¡no! No he hecho nada. Lo juro por Dios. Lo juro por Dios, no quiero morir.
El reverendo Flowers rodeó con el brazo al hombre sollozante y apoyó la mejilla contra el cabello húmedo de Frank. Cerró los ojos y rogó a Dios que diera a Beachum fuerza, consuelo y paz. Deseaba ser él mismo más fuerte, más capaz de desempeñar la función que le había sido encomendada.
Y deseaba que aquella noche terminara. Se odió a sí mismo por ello, pero Dios sabía la verdad; deseaba que aquella noche terminara.