173015.fb2 Ensayo De Una Ejecuci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 51

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En lo que a mí respecta, me estaba emborrachando. Justo a esa hora, más o menos las diez y veinte. Mi culo estaba plantado sólidamente como el tronco de un árbol en un taburete del Gordon’s y me estaba puliendo una de esas bellezas como si la Prohibición estuviera a punto de instaurarse de nuevo. La verdad es que no tardé mucho en coger un buen punto. Apenas había comido nada en todo el día. Después de haberme bebido la mitad del cuarto whisky doble, empecé a sentir que la taberna se movía bajo mis pies como el péndulo del reloj de pared de un abuelo.

El Gordon’s era un bar-restaurante en una esquina sombreada por árboles en Euclid Avenue. La fachada de ladrillo descolorida bajo el toldo exterior de color verde, el cálido interior de madera iluminado con fanales y una amplia selección de cervezas actuales habían convertido aquel lugar en una guarida de jóvenes ejecutivos y de las mujeres que ellos esperaban amar. Solía estar bastante lleno y algunas veces el trasiego y el hedor de la cacería sexual llegaba a ser un espectáculo distraído para un hombre cuya mente estaba empapada en alcohol. Pero los lunes de verano, el ambiente estaba bastante tranquilo, con un suave murmullo de conversación que emanaba del comedor, y el bar vacío si no fuera por mí y por un tipo que miraba los Cardinals en el televisor colgado de la esquina superior en la pared del fondo.

– ¡Neil! -grité. Di unos golpecitos con la base del vaso contra la madera de roble-. ¡Neil! ¡Neil-o-rama!

Neil regentaba el local, pero ante todo era barman y hoy estaba sirviendo en la barra. Era un hombre delgado y pálido con un rostro fino y agradable escondido detrás de la montura metálica de unas gafas. Se parecía un poco a Jean-Paul Sartre, pero con una coleta y una camisa de flores. Abandonó su posición estratégica debajo del televisor y atrapó una botella de Johnnie Walker al acercarse.

– Cuando oigas ese tintineo del hielo, tienes que venir corriendo. Por compasión -proferí.

Inclinó la botella encima de mi vaso y sirvió una dosis generosa.

– Te lo estás currando bien, Ev -repuso con su voz tranquila e impertubable-. Espero que hayas dejado el coche en casa.

– Eh, Neil! -repliqué. Levanté el vaso, moviéndolo como un remolino debajo de la nariz-. Soy el mejor conductor de todo el continente.

– ¡Oh, oh!

– De cualquier continente.

– Estoy hablando con un hombre muerto -respondió Neil-. ¿Me dejarás tu colección de sellos?

Bebí un sorbo y dejé el vaso sobre la barra. Puse el dedo en el borde del cuenco ya vacío de galletas saladas.

– Más música y más galletas -exigí. Y seguí bebiendo.

Se llevó el cuenco vacío y lo reemplazó por uno lleno. Me llevé un puñado de galletas saladas a la boca.

– No he comido casi nada en todo el día -expliqué.

Neil miró con ansia el partido en televisión. Luego, resignado, se apoyó en la barra y puso todo su empeño en concentrarse en mí.

– Demasiado ocupado, he ahí el porqué -aclaré-. Demasiado ocupado desgraciando a mi mujer, mi vida quiero decir. Bueno, mi mujer y mi vida. Y mi trabajo.

– ¿Todo en un solo día? Realmente eres un tipo ocupado.

– Podría suceder una tragedia dentro de las murallas de una única ciudad en un solo día -puntualicé-. Lo dijo Aristóteles.

– Ah, sí, siempre está por aquí repitiendo lo mismo. El viejo y zumbado Aristóteles, le llamamos. El loco A.

– La vida imita al arte.

– Sí. Y también imita muy bien a Sophie Tucker.

– Estoy de acuerdo -confirmé.

No tenía ni idea de lo que estábamos hablando pero asentí convencido. A continuación encendí un cigarrillo y bebí un poco más de whisky.

– ¿Has oído el tintineo del hielo?

– No.

– Me pareció oír un pequeño tintineo metálico… Quizá no. ¿Qué iba a decir?

– Ibas a decirme que las mujeres no son como los hombres.

– Ah, sí. Las mujeres y los hombres son completamente distintos.

– ¿De verdad? -preguntó Neil-. Nunca había oído esa frase antes.

– De verdad -respondí-. Completamente -y moví el cigarrillo en el aire para demostrar cuán diferentes eran-. Verás, un hombre tiene la verga dura y la cabeza enterrada en el suelo. Eso es lo único que le importa. Dentro y fuera. Sin más. Pero las mujeres creen que todo tiene que significar algo.

– Probablemente porque ellas tienen hijos -puntualizó Neil, ahogando un bostezo con la mano.

– Es porque ellas tienen hijos -repetí, apuntando con el cigarrillo-. Hashe que she pocupe todol tiempo. Hashe que clean que todot’ene que ssser duna manera. Correcto e incorrecto, bueno y malo. ¿Qu’importa? Qué importa. Todos m’rimos de toos modosh. Quizá muramos mañana.

Echando un vistazo al televisor, Neil asintió.

– Eres un tipo profundo, Ev. He estado sirviendo en un bar la mayor parte de mi vida y nadie me ha dicho algo parecido desde las nueve y media.

– He follado con la hija del jefe… ¡no! Esta vez ha sido con su mujer. No, espera, con su hij… no, sí, con su mujer. Y ¿qué significa eso? ¿Por eso tengo que perder mi trabajo? ¿Eso significa que mi mujer tiene que echarme de casa?

– Pues… sí.

– Nooo -repliqué-. Esoshh moralista. -Vacié el vaso y lo dejé con fuerza sobre la barra para que el hielo tintineara-. Otra vez.

– Sí, lo he oído.

Sacó una cuchara repleta de hielo del recipiente que se encontraba debajo de la barra. Echó el hielo en el vaso y al mismo tiempo vertió el contenido de la botella. Me llevé el cigarrillo a los labios y observé la operación a través del humo rizado.

– Moralista -repetí-. Todo el mundo piensa éste actúa bien, éste mal. Has matado a alguien, pues te pincharán. Has follado con alguien, pues fuera. Todosh mierda. Pura mierda. Neil. Hace que todo el mundo sea desgraciado. Nada es bueno o malo, sino que el pensamiento lo hace así. William Shakespeare. Incluso Billy el Niño dijo algo así.

– Sí, sabía un par de cosas de ese estilo.

– No juzguéis, y no seréis juzgados. Fue Jesucristo quien lo dijo, ¿o no? ¡Por el amor de Dios!

– El viejo J. Últimamente no ha venido mucho por aquí.

– Ya. Ese era el problema con mis padres. Mish pares ’doptivos. Grandesh abogados. Grandes cerdos asquerosos y liberales. Cerdos. Siempre sabían lo que se debía hacer, siempre sabían quién era el malo de la película y quién era el santo. Siempre de parte de los ángeles. ¿Pero cómo lo sabían? ¿Me entiendes? ¿Qué es lo que está bien y lo que está mal? ¿Cómo pueden saberlo? ¿Quién se lo ha dicho?

– Mmmhh… ¿Platón?

Relinché como un caballo.

– Era un intento -aclaró Neil-. No llegamos a estudiar a Platón.

Ingerí otra dosis de nicotina, pero ya había perdido su capacidad de divertirme. Me abrasó la garganta y yo aplasté el cigarrillo suavemente en el cenicero de cristal, dejándolo doblado y humeante. Incliné la cabeza sobre el vaso y me puse a estudiar el hielo que flotaba en el líquido de color ámbar. Asentí mientras lo miraba con aire pesimista. Había alcanzado el nivel de embriaguez en el que se empiezan a tener Ideas sobre la Vida. Vida con mayúscula, Ideas con mayúscula. Había llegado al punto en que esas Ideas parecen enlazarse formando una cadena que encaja perfectamente o, lo que es lo mismo, en la que los vínculos forjados en la herrería de la creación se vuelven claros a través del velo de la mortalidad y el tiempo. O algo parecido. En cualquier caso, ahí sentado, con el cuello lánguido y la barbilla moviéndose suavemente por encima de la nuez, se me ocurrió la Idea con toda claridad: la vida es un mal arreglo en el que los hombres raramente resultan ganadores. Situaciones azarosas hacen que, a lo largo de generaciones, desde tiempos inmemoriales, se hayan combinado en una historia casi desconocida, que se funde en el momento de tu concepción en un aparato de relojería inexorable. Lo que te parecen decisiones, opiniones, revelaciones, desarrollo, no son más que el tictac del mecanismo, aliviado por el accidente ocasional, o por dos -en el caso de que se trate de accidentes-, sonoro y lastimero por la sospecha omnipresente de que la máquina del destino no descansa. Bueno, en aquel momento todo eso parecía tener sentido. Y cuando impuse esa Idea a los distintos hechos de mi existencia -como cada uno suele imponerse sus propias ideas-, esos hechos fueron forzados -como suele ocurrir- a alinearse con la Idea que, por consiguiente, parecía explicarlo todo a la perfección.

Así que eructé miserablemente. Levanté el vaso de whisky hasta mi cabeza colgante y sorbí el licor con un ruido sonoro.

– Aaaaaaaah -suspiré, al dejar el vaso encima de la barra-. ¿Por qué zienen que dejame tirao? ¿Quén she loa pedido? ¿Q’voy asher, por ’mor d’Dios?

Mis ojos se llenaron de lágrimas y me pregunté, se lo pregunté a toda la arena repleta del público de mi imaginación, quién en el mundo podía ser más miserable que yo.

– Shempre ’mponiéndome shush cosas. Dishéndome l’que shtá bien y l’que shtá mal. Dulces trucshoness -Levanté el dedo pulgar y el índice para mostrar cuán miserables eran esa instrucciones morales-. Queños discursos sore cada cosha. Sé amable, sé bueno. Y Dios era una carga insoportable. Casi veía en sus ojos qué libro estúpido habían estad’yendo, qué artículo estúpido en qué revista estúpida. Y, para empezar, ¿quién les había pedido que me adoptaran? ¿Dónde estaba mi verdadero padre? ¿Eh? Eso esh lo que quiero saber. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde está mi jodido padre? Alguien tiene que decírmelo, por qué no ellos.

– Por el amor de Dios, Everett -suspiró Neil Gordon-. Vete a tu casa de una puta vez ¿quieres?

Me eché a reír amargamente, levantando la cabeza, que me pesaba como un muerto.

No tengo casa, Neil-O -expliqué-. Neil-o-rama. No tengo mierda casa. -Con cierta dificultad conseguí llegar al bolsillo de la camisa y sacar la alianza de Barbara. La cogí entre los dedos, sosteniéndola contra la tenue luz del bar-. ¿Lo ves? Y mi hijo’mpoco. No tiene padre. Mi niño, mi pequeño, mi bebé… ¿Qué diablos va a hacer? Destrozar su vida. Su destino, de eso estoy hablando. No sh culpa suya, sólo…

Sorbí por las narices lamentablemente. Neil frunció los labios como si oliera algo horrible. Le enseñé el anillo.

– ¿Vesh shto? -pregunté-. ¿Qui ntro? Shu nomre. Nustro nomre. Barbara Everett. Tnía kser na milia. Tnía kser… ntos. Ehos sh, esha sh la clave d’todo. Un nomre. Ella canvia shu nomre a uno. Ntos.Una mmilia.

Sostener la alianza empezaba a resultarme demasiado pesado y, como si se tratara de una especie de dispositivo mecánico en el que todas las partes están conectadas, mi otra mano se alzó, acercándome el vaso a los labios. El whisky me hizo jadear. Me quedé mirando con ojos de miope la camisa floreada de Neil. No creí que pudiera aguantar las lágrimas mucho más tiempo.

– Hice grabar ese nombre en el anillo… -farfullé con la voz entrecortada-. Para que estuviera allí… para que estuviera allí.

Y así permanecí sentado, con los labios fruncidos, embobado, los ojos llenos de lágrimas, parpadeando estúpidamente frente a la serie vertiginosa de flores estampadas. Y una vez más, al sentarme, parecía tener lugar un levantamiento del velo mortal o, en todo caso, una desviación ebria del mismo, para revelar, de forma borrosa, imprecisa, alejándose y acercándose a mí, la cadena oculta del sentido que se esconde tras los acontecimientos. Abrí la boca todavía más. La lengua se me trababa al intentar formular palabras y expresar mi revelación.

– Duuuuuuuuhhh… -proferí.

Neil meneó la cabeza, echando un vistazo al televisor otra vez. -Medallón -logré decir al fin.

– ¿Qué? -preguntó Neil poco interesado, si lo estaba en alguna medida.

– Duuuuuuuuhhh… -murmuré-. El medallón. Ese medallón. Y con esa observación me levanté del taburete, incorporándome con la ayuda de los codos y permaneciendo así unos instantes, con la barbilla ligeramente por encima del nivel de la madera, antes de arañar la barra con las manos y escalar las alturas hasta conseguir una posición erguida. La caída me refrescó la memoria, la iluminó de alguna forma durante unos pocos segundos. Lancé una mirada a las estanterías repletas de botellas brillantes, más allá de los uniformes rojos que se movían en el campo televisado, y de nuevo a los fríos ojos marrones escondidos detrás de las gafas de Neil, intentando desesperadamente concentrarme en mis propias lentes.

– ¿No l’vesh? -le pregunté-. Todavía lleva el puto medallón.

– ¿De quién estás hablando? ¿De quién estamos hablando?

– Dla señora Russel. La abuela de Russel. ¿Es posible? ¿Tengo razón?

Me pasé la mano por el rostro, frotándome los ojos con fuerza. Pero la idea no se evaporó. Me quedé mirando a Neil con ojos fijos y apoyé la mano firmemente en su hombro.

– El medallón, Neil-o. ¡Dios! ¡Dios!

– Tranquilízate, Ev.

– Tengo que irme, tengo que irme. ¿Dónde estoy?

– Espera, espera, estás borracho.

– ¡Mierda! ¡Ya sé que estoy borracho! Pero, yo qué soy, ¿gilipollas? Estoy como una puta cuba. Por eso la mató, ¿entiendes?

– ¿A la abuela de Warren?

– ¡A Amy Wilson!

– ¿Qué?

– ¿No lo ves? Yo le vi. A su padre. En televisión. Le vi. Dijo, dijo que el asesino le arrancó el medallón. El que él le regaló a los dieciséis años. Lo dijo. -Atónito, la fuerza con la que me aferraba al hombro del barman se fue debilitando. Le solté, y me senté de nuevo en el taburete-. Eso es lo que ocurrió -proseguí-. Ella ya le había dado el dinero a Russel, pero él quería el medallón, y por eso le disparó en la garganta. Todo encaja. Tienen que darse cuenta. ¿Qué hora es? ¿Qué coño hago aquí?

– Espera un momento, te haré un café.

– ¡No, no, no! -grité, agitando enérgicamente la mano frente a él-. Neil, ¡Dios! ¡Escucha! ¡Escucha! Todo es cierto.

– Seguro que sí, muchacho. Todo es cierto. Todo depende del punto de vista.

– Sí, pero esto no. Esto es así, es así.

Ni siquiera yo podía creer lo que estaba diciendo. Intentaba razonar, asegurarme de que no se trataba de una fantasía producto de la desesperación. Pero resultaba muy difícil pensar con claridad. El bar se movía arriba y abajo, y mi estómago con él.

– Él estaba atracando la tienda, ¿de acuerdo? Y ella le dio el dinero -expliqué sin dirigirme a nadie en concreto-. Pero cuando reparó en el medallón, lo quiso por las iniciales que llevaba grabadas. Para su abuela. Porque eran sus iniciales, las mismas iniciales. Angela Russel. Y Amy dijo: «¡No, por favor, eso no!». El medallón no. Porterhouse la oyó. Y Russel le disparó en la garganta porque apuntaba al medallón con la pistola. -De nuevo me puse en pie-. Y ella todavía lleva el puto medallón. La abuela. Por él. Por Warren. Para acordarse de él. ¡Dios Santo! ¿Qué hora es?

– Las once menos cinco.

– ¡Dios Santo! ¡Méteme en mi coche!

Di un paso hacia delante y tropecé con algo, una bolsa de aire muy espesa, probablemente, y un segundo más tarde yacía en el suelo, apoyado sobre las manos y las rodillas, con las gafas de lado cruzándome el rostro y el estómago borbotando como si el contenido fuera lava. Neil estaba junto a mí, arrodillado a mi lado. El otro tipo también estaba allí, el tipo que había estado mirando la televisión. Ambos me agarraron por los hombros y me ayudaron a incorporarme.

– Era su nombre de soltera -farfullé, babeando por el extremo de la boca-. Su padre se lo regaló cuando cumplió los dieciséis años. El señor Robertson. Era su nombre de soltera. AR. Y Russel lo quería para su abuela.

Me aferré a Neil con ambas manos en el momento en que los dos hombres me pusieron de pie.

– Podría conseguirlo con el medallón, Neil -inquirí-. Podría demostrárselo a Lowenstein. Si pudiera probar que era el medallón de Amy, podría demostrar que Warren se lo dio a su abuela. Así lo lograría. Con eso bastaría.

– De acuerdo, compañero, de acuerdo, pero ahora tendrás que sentarte.

Neil me tenía cogido por un brazo y el otro tipo por el otro. El suelo debajo de los pies me parecía una alcantarilla abierta en el fondo de la cual se encontraba el bar girando confusamente.

Aun así, logré soltarme. Hice un movimiento violento que les cogió desprevenidos y mis músculos de gimnasio lograron deshacerse de ellos. Avancé dando traspiés y me volví para mirarlos de frente. Los dos hombres se acercaron, dispuestos a abalanzarse sobre mí, pero me alejé en dirección a la puerta y me enderecé las gafas.

– Es cierto -espeté casi sin aliento.

– No puedes conducir así -repuso Neil.

– He de intentarlo -respondí.

– Te matarás.

– Inocente. Ese tipo es inocente. Van a matarlo, Neil-o… Tengo, tengo que…

– Ev, escucha… -profirió Neil. Avanzó hacia mí. El otro tipo intentó cogerme el brazo, pero yo se lo impedí rápidamente.

– Si no, no soy nadie -farfullé-. No soy nadie.

Les di la espalda y llegué a la puerta en dos zancadas. Agarré el tirador y la abrí. El extremo de la puerta me dio de lleno en la frente.

– ¡Oh, mierda! -exclamé tambaleándome hacia atrás, cubriéndome la cara.

– Ev! -gritó Neil.

Pero no permití que me alcanzara. Agarré de nuevo la puerta, con una mano en la frente y la otra en el tirador.

Sentí la sangre, caliente y viscosa, descender por la frente y entre los dedos, mientras cruzaba el umbral haciendo eses y me tambaleaba adentrándome en la noche.