173015.fb2 Ensayo De Una Ejecuci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 55

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3

Nunca supe los nombres de los verdugos. Por razones de seguridad, nunca se daban a conocer. Eran dos hombres que trabajaban en el departamento de instituciones penitenciarias. Voluntarios, formados para manejar el equipo de inyección letal. Uno de ellos, llamémosle Frick, era un oficinista de algún tipo: encorvado, con el pelo cortado al rape y ojos de microbio; un demente insensato pero intelectual. Me enteré de que impartía unos cursos algo pedantes sobre la pena de muerte: la historia, los métodos y los efectos biológicos de los distintos instrumentos; y que animaba dichos cursos con un fervor jadeante que aparentemente no podía disimular. Los otros dos hombres del equipo de ejecución parecían detestarle, aunque lo peor que me dijeron de él era que se trataba de «una buena pieza». Así era Frick.

Por otra parte, el verdugo Frack respondía más al gusto general. Yo diría que era un antiguo guardia. Un hombre grande y divertido de unos cincuenta y tantos años que solía ponerse a hablar de béisbol con los demás antes de apretar el botón. «No siento escrúpulos al respecto», era su única observación cuando le preguntaban. «Es como borrar un error.»

Los dos habían recibido la formación sobre la máquina de la mano de Reuben Skycok, a quien había enseñado el propio fabricante del aparato. Su trabajo consistía básicamente en apretar un botón, pero la cosa no era tan sencilla como pudiese parecer. La máquina tenía dos botones en el panel de control. Llegada la hora, cada hombre ponía el pulgar en uno de los botones. Cuando Luther asentía con la cabeza, el verdugo Frack podía contar en voz alta hasta tres. A la de tres, ambos hombres debían pulsar los botones simultáneamente. Cuando los botones emitían un clic, tenían que retirar lentamente los pulgares hasta que los botones volvían a su posición inicial. De hecho, sólo uno de los botones era operativo. Sólo uno de ellos iniciaba la secuencia automática y calculada en función de la cual los émbolos de acero inoxidable en el módulo de salida descendían hasta los contenedores de los productos químicos, empujando los fluidos por los tubos hasta la vena de Frank Beachum: pentotal sódico en primer lugar, bromuro de pancuronio un minuto después y cloruro de potasio un largo minuto más tarde. Un ordenador integrado en el módulo cifraba aleatoriamente los circuitos, de modo que ninguno de los dos verdugos sabía realmente cuál de los dos botones había desencadenado el proceso.

A las once y media exactamente, cuando ataban a la camilla con toda diligencia a Frank Beachum en su celda, el ayudante del alcaide, Zachary Platt, acompañaba a los dos hombres a la cámara de la muerte al final del vestíbulo. El doctor Smiley Chaudrhi y la enfermera Maura O’Brien estaban allí, así como los dos guardias que no participaban en el procedimiento de sujeción a la camilla. Los cuatro alzaron la mirada cuando Platt y los verdugos entraron, y los cuatro desviaron la mirada con la misma prontitud hacia los paneles y las luces en las paredes blancas. Platt hizo pasar a Frick y a Frack rápidamente por la sala de suministros donde se encontraba el equipo mortífero.

Arnold McCardle ya estaba allí, junto a la estantería de los teléfonos. El hombre gordo saludó a los demás cuando entraron, pero no sonrió ni les tendió la mano. Reuben Skycock estaba junto al módulo de salida en la caja de acero contigua a la pared. Los verdugos y él se dieron la mano. El verdugo Frick, el inteligente, deslizó la palma húmeda por la mano de Skycock y luego apretó las dos manos húmedas frente a aquel, moviendo la cabeza y sonriendo neciamente sin parar como si intentara pensar en una táctica para iniciar la conversación. El verdugo Frack chocó palmas con Skycock y dijo:

– Eh, Reuben, ¿cómo va todo? ¿Has visto a los Cardinals?

Skycock, cuyo rostro bigotudo se había tornado algo rígido en la última hora, sólo asintió tímidamente. A continuación les dio la espalda a los dos.

Más o menos a esa hora, sobre las once y media, yo estaba doblando la esquina de Knight Street otra vez. El viaje en coche había sido frenético, frenético e intenso. El parachoques delantero devorando el asfalto. Semáforos verdes, semáforos rojos, desvaneciéndose en lo alto. Sin freno bajo el pie, imaginando que los demás coches habían dejado de existir, imaginándome volando en el espacio, concentrando mi atención en la noche más allá del parabrisas y con una voluntad férrea que me protegía de la policía.

Y así lo hice. Doblé la esquina en Knight Street. Mareado. Exhausto. Indispuesto, aturdido y sin fuerzas. Sentía el latido del pulso incesante y doloroso en la cabeza. La mano derecha rígida e inflamada.

Apenas podía mantener la cabeza derecha y los ojos abiertos. La embriaguez se adueñó de mí en oleadas verdosas que me provocaban arcadas. Y, sin embargo, a pesar de todo, ahora era capaz de pensar con mucha más lucidez que antes, mucha más. No hay nada como que te pillen la mano con una puerta para aguzar los sentidos con la mayor prontitud.

Doblé la esquina y aminoré la velocidad. Avancé por la sombra de aquellos barrios bajos. Las farolas no funcionaban, y parecía que la hilera de edificios de ladrillo mugriento se encorvara en la noche desde la autopista. Hojas de papel y latas de refrescos crujían bajo los neumáticos del Tempo al girar.

Apagué el motor. La calle estaba vacía pero resultaba amenazadora de todos modos. Callejuelas y escondrijos oscuros. Música con ritmos machacones inundando la calle desde los pisos superiores. Una imagen observándome en alguna parte, en algún lado, en una ventana encima de mí. Y voces desde un callejón contiguo, voces de jóvenes, riendo duramente, ásperamente, en secreto. Rastros de reuniones de difamación. Y todo el mundo excepto yo era negro en esas calles, y yo estaba asustado.

Eché una ojeada al reloj del tablero de instrumentos. Fue entonces cuando me percaté de que eran las once y media. Lowenstein vivía -relativamente cerca de mi casa- en una mansión situada en Washington Terrace. A unos veinte minutos para cualquier Ford mortal, y a quince, tal vez diez, para mí y para mi Tempo. Con el estómago destrozado y la mente temerosa y desesperada, me dije a mí mismo que podía llamarle por teléfono si realmente tenía que hacerlo. Podía llamar a Alan para que me facilitara el número secreto y luego llamar a Lowenstein para explicarle la situación. Casi me eché a reír al imaginarme la escena: convencerle de mi propósito, de que arriesgara su amistad con el gobernador, hacer que suplicara un aplazamiento de la ejecución… Sabía que era completamente imposible a menos que me presentara a su puerta con el medallón e incluso acompañado de la señora Russel.

Me incliné hacia delante y miré por la ventana del acompañante para observar el edificio donde vivía. Las luces estaban apagadas en todas y cada una de las plantas.

Me armé de valor. Sentía que mi cuerpo era como un peso muerto llevado a hombros de mi voluntad. Saqué el peso por la puerta del coche y salí a la calle.

Por entonces, a las once y media, Bonnie Beachum estaba, supongo, técnicamente demente. Sentada sola en la sala de espera de las visitas, una sala blanca y austera en el edificio principal de la prisión, sentada en una de las sillas metálicas alrededor de la mesa de madera, con las manos enlazadas en el regazo, y los ojos ojerosos y hundidos mirando al vacío.

Desde que había salido de la celda de Frank aquella tarde, había pasado la mayor parte del tiempo rezando en la habitación del motel. Primero en voz alta, en tono suave, de rodillas junto a la cama, los codos sobre el colchón y las manos enrojecidas enlazadas debajo de la barbilla. Había rezado hasta tener la voz en carne viva y luego continuó en un suave susurro. A las once de la noche había vuelto a la cárcel y para entonces sólo movía los labios, las palabras resultaban inaudibles. Y ahora, sentada, inmóvil, mirando a lo lejos, había entrado en una especie de histeria, un tipo de locura, un delirio silencioso de súplica.

Más tarde, cuando todo hubo acabado, cuando consiguió recuperarse más o menos del colapso emocional que siguió, apenas recordaba nada de esos últimos minutos. Le parecía que la habían transportado, incorpórea, a lo largo de enormes distancias en un torrente de palabras salvajes. Había vuelto a ser niña, había vuelto a los lugares de su infancia, escondiéndose en la hierba de la granja y riéndose con una risilla sofocada y tonta, trabajando en la cocina con su madre displicente, durante la pubertad o desnuda bajo el cielo de Missouri y el sol sagrado e incandescente al que rezaba. Otras veces -o tal vez fue simultáneamente-, había permanecido de pie casi desnuda ante la franja nubosa de cielo con nubarrones grandes y tenebrosos suspendidos sobre ella mientras clamaba hacia ellos con gritos primitivos y guturales. Cuando se sentaba, con la mano apoyada vagamente sobre el pecho, se rascaba suavemente debajo y entre los pechos, porque mentalmente se rasgaba el cuerpo con ambas manos, arrancándose el alma de esposa de las costillas para lanzarla ensangrentada al altar del Señor que no podía, de ello no cabía duda alguna, matar a su marido, dejar que su marido muriese, si viera que, si supiera que, si supiera…

A veces había oscuridad, un discreto lloriqueo de súplica, casi sosegado y sin embargo terrible, porque aun entonces era consciente del paso de tiempo, como lo era en las visiones interiores que estaba sufriendo. Y, a veces, con una claridad paralizada y mortal, veía el reloj, el reloj real suspendido en la pared. Las once. Las once y veinte. Las once y veintisiete. Y entonces volvía a rezar, si aquello era una plegaria, y de nuevo se dejaba llevar a ese país, que no es nuestro país, a ese mundo, que no es nuestro mundo, donde el amor y la inocenciason argumentos en favor de una vida mejor.

Cuando Tim Weiss, uno de los abogados de Frank, entró en la salade espera a las once y treinta y uno, su imagen hizo que se echara hacia atrás, que un escalofrío le recorriera la espalda, y que la boca se le secara. Hacía seis semanas que no la veía, y el cambio le estremeció. Bonnie estaba ojerosa, demacrada y enloquecida. No tardó ni un segundo en percatarse de ello y palideció.

Weiss tenía más o menos mi edad, unos treinta y cinco, pero estaba calvo y sólo le quedaba un flequillo ensortijado de cabello canoso. Su rostro le hacía parecer mayor. La carne fláccida, los labios inertes y húmedos, los ojos tristes. Puso una mano temblorosa en el hombro de Bonnie. Ella le miró. Weiss intentó tragar, pero no pudo. «Ciega», fue la palabra que le vino a la mente.

– ¿Cómo va eso, Bonnie? -preguntó Weiss.

Tornó la vista de nuevo al vacío y si dio alguna respuesta, no se la dio a él.

Weiss se sintió aliviado cuando, a las once y treinta y cinco, el guardia entró y les dijo que era hora de pasar a la sala de los testigos contigua a la cámara de la muerte.

Yo cruzaba la calle desierta. Subí la escalinata que llevaba a la puerta de la señora Russel. Ahí estaba de nuevo el graffitti en el buzón. El nombre azul inscrito cuidadosamente bajo la pincelada de pintura marrón. Pulsé el timbre y esperé parpadeando aturdido. Oí una línea de bajo retumbando desde una radio a lo lejos. Volví a pulsar el timbre y levanté la cabeza. A pesar de que no podía ver su ventana desde esa posición, me quedé un momento mirando los ladrillos mugrientos en la oscuridad de la noche. Volví a pulsar el timbre una vez y otra más, apretando con fuerza el pulgar contra el botón. Una y otra vez, respirando con más intensidad a cada momento. De repente, una efusión de rabia me invadió. Golpeé la puerta, le di un golpe al marco con el lado del puño inflamado. El dolor me sacudió el brazo y el cuello. Lancé una serie de improperios, todavía más enajenado. Di una patada en la parte inferior de la puerta y luego la golpeé con la palma de la mano izquierda.

– ¡Abra! -grité.

Le di otra patada, asesté otro golpe con la mano hinchada, ignorando el dolor, luego con la palma de la mano izquierda, martilleando la base una y otra vez, lanzando mi cuerpo contra la puerta, con la cara deformada, los labios medio rotos, los gritos de frustración ahogados en la garganta, saliendo de ella con gritos guturales entrecortados mientras golpeaba, martilleaba y daba patadas contra aquella cosa. Esa cosa maldita y endemoniada…

Y con ello me desplomé. La rabia se disipó, se esfumó en el aire caliente de la noche. ¿De qué servía? Me apoyé en la puerta, con los hombros hundidos y las piernas flojas. Apoyé la frente contra la madera del marco y noté la presión del mismo en la herida, en la sangre medio seca y pegajosa. Sentí el tacto de la superficie áspera y astillada en la piel. Me quedé allí, respirando nervioso y cerré los ojos con fuerza. Gemí. Una única lágrima se me escapó, se deslizó por la mejilla y cayó. Sollocé un instante, por frustración más que por cualquier otra cosa, y me quedé allí, hundido, con los ojos cerrados y el cuerpo recostado en la puerta.

Estaba acabado y lo sabía.

Porque todo tiene sus límites. ¿O no? ¿Acaso no llega un momento en el que has llegado al máximo? Pese a toda la voluntad del mundo, pese a todo el poder de la desesperación inspirándote, ¿acaso no hay, de todos modos, un final para esa cosa, un final para cualquier cosa? ¿Cuando has hecho todo cuanto podías? ¿Cuando nadie puede acusarte? ¿Acusarte? ¿Qué diablos iban a poder decir? ¡Eh! ¡Todavía te quedaban veinticinco minutos! ¿Tenías que haber encontrado otra pista? ¿Tenías que haber encontrado otro sospechoso? Quiero decir que esa ni siquiera tenía que ser mi jodida historia. Se suponía que tenía que ser mi día libre, ¿vale? Qué, ¿no te gusta cómo trabajo? ¡Pues échame de una puta vez, gilipollas! ¡Mamón! ¡Ni tan sólo sabes cómo llegué hasta aquí, ni qué coño hago aquí! ¡Todo fue un accidente! Una mujer en un coche. Demasiado rápido. Una curva peligrosa.

Con otro sollozo sofocado, alcé la mano, asesté otro golpe a la puerta y la dejé caer lánguidamente a un lado.

No era mi historia, joder.

– El que habita al amparo del Altísimo / y mora a la sombra del Todopoderoso…

El reverendo Flowers cruzó el vestíbulo bordeando la camilla. Sostenía el libro abierto con ambas manos, pero no podía leer las palabras, así que las recitaba de memoria.

– … diga a Dios: «Tú eres mi refugio y mi ciudadela, / mi Dios, en quien confío», pues Él te librará de la red del cazador / y de la peste exterminadora; te cubrirá con sus plumas, / hallarás refugio bajo sus alas, / y su fidelidad te será escudo y adarga.

El salmo, los ritmos del salmo, ya no le reconfortaban. Parecían deshacerse en el malestar sulfurante que le consumía el estómago. No basta, pensó con una urgencia perentoria mientras leía, mientras pasaba por detrás de la camilla. Esto no basta. Y no quedaba tiempo. No había tiempo.

Delante de él, los cuatro guardias del equipo de las correas empujaban la camilla, dos en la parte delantera y dos en la trasera. Avanzaban rápida, suavemente. Luther Plunkitt avanzó a pasos largos para adelantarse y abrir la puerta de la cámara de la muerte.

– No tendrás que temer los espantos nocturnos, / ni las saetas que vuelan de día -prosiguió Flowers-, ni la pestilencia que vaga en las tinieblas, / ni la mortandad que devasta en pleno día. / Caerán a tu lado mil, / y a tu derecha diez mil; / a ti no te tocará -Aquello no bastaba.

Cuando miró por encima del libro pudo ver a Frank Beachum entrelos cuerpos de los guardias. Una sábana le cubría el cuerpo, escondiendo las correas que le mantenían sujeto, cubriéndole hasta la barbilla. Sólo su rostro quedaba visible, el rostro enjuto y alargado, que ahora parecía incluso más delgado, las mejillas hundidas y chupadas, los ojos abiertos, en blanco y saltones. Miró hacia delante y hacia atrás rápidamente cuando la camilla cruzó el umbral de la puerta. Hacia las luces fluorescentes del techo, a las paredes de hormigón, esforzándose por ver las caras de los guardias y del reverendo que les seguía. Cuando topó con los ojos de Flowers, el pastor sintió cómo la urgencia perentoria se convertía en desesperación y el tono de voz subió.

– Con tus mismos ojos mirarás, / y verás el castigo de los limpios. /Teniendo a Dios por refugio, / al Altísimo por tu asilo…

El alcaide Plunkitt se detuvo junto a la puerta de la cámara, haciéndose a un lado para permitir el paso de la camilla. Sonriendo blandamente, asintió a uno de los guardias principales.

– Acompañe al padre a la sala de los testigos -ordenó.

El guardia se dio la vuelta rápidamente y se dirigió a Flowers.

– … no te llegará la calamidad… -espetó Flowers salvajemente, y luego se le quebró la voz y alzó la mirada. Alzó la mirada y vio al guardia que se le acercaba. La camilla ya estaba en la puerta. Se había acabado. Su tiempo se había terminado. No quedaba más tiempo y aquello no bastaba. La revelación parecía irrumpir en él, extenderse en él, denigrarle y empequeñecerla. Había fracasado, había fracasado por completo. Fuera cual fuese su misión, su sacerdocio en este caso, no se había hecho, no se había cumplido. Por su propia culpa, por su gran lamentable culpa, no había hecho lo suficiente. Miró con arrepentimiento desesperado a aquel hombre echado en la camilla.

Antes de saber lo que estaba haciendo, agarró con la mano el pie de Beachum debajo de la sábana.

– ¡Díselo por mí, Frank! -exclamó con voz apagada-. ¡Diles que intento seguir el camino!

El guardia le cogió el brazo suavemente. El pie de Beachum le escapó de la mano cuando la camilla terminó de cruzar el umbral de la cámara de la muerte.

Y la puerta se abrió. Oí el clic del picaporte y me puse en pie un instante antes de que se abriera. Me quedé en la escalinata de entrada mirando con ojos de miope en la oscuridad de la entrada de ladrillo.

La señora Russel estaba ahí, de pie, asomada a la puerta.

Ese rostro enorme, negro e imponente estaba surcado de lágrimas. Tenía una mano en la garganta, aferrada al medallón. La otra sostenía el pomo de la puerta. La misma bata informe de antes le cubría el cuerpo inmenso, dejando los brazos gruesos al descubierto, las piernas a la vista. Frunció el ceño desde la oscuridad hacia mí, con los ojos tormentosos llenos de rabia y todo su ser temblando y vibrando con emoción.

Me quedé en la entrada-escalinata como un mendigo, los hombros hundidos, las mejillas húmedas y la boca entreabierta.

Habló con una voz dura y rotunda, nada temblorosa.

– Esperaba que volviera -confesó-. Se lo juro por Dios. Esperaba que volviera.

Levanté la mano. Mi voz no era tan firme como la suya, era poco más que un susurro.

– Pues vayámonos -repuse-. No tenemos mucho tiempo.

Avanzó, sin mirarme, mirando al vacío. Dejó que la tomara del brazo y sentí la piel áspera de su codo mientras bajábamos por la escalinata en dirección a la calle.

Andaba a mi lado enérgicamente hacia el coche, dando zancadas, mirando a lo lejos. Le abrí la puerta del Tempo y esperé hasta que estuviera sentada en el asiento del acompañante. La cerré y di la vuelta por delante del vehículo.

Ya no me sentía tan denodado. Las piernas aún me flaqueaban. El corazón palpitaba frenético. No me atrevía a pensar. Respirar constituía casi un esfuerzo. Abrí la puerta del conductor y me senté frente al volante.

La señora Russel estaba a mi lado, erguida, tensa, inmóvil. Miró hacia delante por el parabrisas y, con un fuerte movimiento de hombros, las lágrimas volvieron a surcarle el rostro.

– Van a matar a ese hombre a las doce -observó en voz baja-. ¿Cómo espera poder hacer algo ahora?

Puse la llave de contacto y le di un cuarto de vuelta. El motor del Tempo chisporroteó, chispeó y se llenó de vida.

– Póngase el cinturón -proferí.